viernes, 25 de septiembre de 2009

El problema de Piñera

El debate presidencial dejó noticias buenas para algunos y malas para otros. Arrate mostró humor y aplomo, pero con un discurso un tanto desconectado de la realidad: gana en calidez lo que pierde en credibilidad. Marco Enríquez fue quizás el más incisivo, pero no está claro que haya ganado la estatura necesaria como para entrar en la pelea de la segunda vuelta. Frei no dijo nada muy sustantivo, pero fue el que mejor comprendió la lección de Mitterrand: los debates se juegan en los pequeños detalles propios del misterioso choque de egos y personalidades que se produce en el set de televisión. Por lo mismo, su intervención recordando el eventual uso de información privilegiada por parte del candidato opositor marcó la emisión y quedará en la memoria colectiva como el minuto en el que le asestó un duro golpe a su contrincante. Piñera trató de defenderse como pudo —ni el formato ni el sorteo lo favorecieron— pero la verdad es que no lo hizo bien, o al menos no dio la sensación de saber manejar una situación que era cualquier cosa menos imprevisible.

Porque la verdad es que la acusación de Frei puede ser desleal y de mala fe, pero estaba cantada, y lo raro hubiera sido que Frei hubiera guardado silencio. Lo realmente sorprendente es lo descolocado que se vio a Piñera y a su gente, incapaces de elaborar respuestas que vayan más allá de la pelea de barrio. La extrañeza sólo crece si consideramos que, hace no tanto tiempo, sucedió algo parecido con el caso Banco de Talca, donde el comando opositor mostró todo menos una réplica convincente y elaborada.

Porque en efecto uno de los grandes defectos del candidato Piñera es la vulnerabilidad de su trayectoria: se paseó durante demasiados años en una zona gris entre política y negocios. No tengo la menor idea de si acaso sacó provecho o no de esa situación, pero es innegable que se trata de un flanco abierto que sus adversarios no se cansarán de atacar. Quejarse es infantil y enojarse es querer tapar el sol con un dedo: Piñera no puede pretender cosechar los réditos de venir del mundo de los emprendedores y, al mismo tiempo, negarse a pagar el costo de dar las explicaciones de su paso por el mundo privado. Eso se llama doble estándar aquí y en la quebrada del ají.

Un solo ejemplo: hace algunas semanas, Piñera dio una entrevista en Radio Duna. En esa ocasión, uno de los periodistas le preguntó por la aparente contradicción entre su discurso de “20 años dedicados al servicio público” y su activa participación en operaciones bursátiles en los años `90, mientras era senador (en 1994, por ejemplo, adquirió una parte significativa de Lan). La pregunta era simple y clara, además de esperable. Pero Piñera se deshizo en excusas dignas de un escolar, intentando dar explicaciones completamente inverosímiles. Luego de insinuar que compró Lan sin saberlo, optó por acusar a los periodistas de poco profesionalismo y de mala fe, en la vieja táctica chilena de echarle la culpa al empedrado. Sin embargo, hasta nuevo aviso, radio Duna no está controlada precisamente por secciones trotskistas y los periodistas se limitaron a formular las preguntas correctas.

En ese sentido, su problema es que ha sido incapaz de concebir un relato creíble de su propia figura y de su propia historia política y profesional. Esa es su principal debilidad, y por eso es que le cuesta tanto transmitir un mensaje coherente, y termina adoptando el lenguaje de sus adversarios. El problema de Piñera es consigo mismo: mientras no sea capaz de explicarnos quién es, es difícil que inspire confianza. Para decirlo en otros términos: he visto a Sebastián Piñera con la camiseta de la UC (cuando iba a San Carlos), con la de Wanderers (cuando intentó ser senador por Valparaíso) y con la de Colo Colo (desde que es accionista): ¿cuál es el verdadero Sebastián Piñera?, ¿a quién hay que creerle? A veces da la sensación que ni él mismo lo sabe muy bien.

Por lo mismo, los ataques que recibe no encuentran su origen tanto en la mala fe de la Concertación —aunque hay bastante de eso— como en sus propias contradicciones. Lo muestra el hecho que, hasta hoy, ha sido incapaz de desprenderse de algunas de sus empresas. Piñera ha decidido tener doble militancia, y a nadie debe extrañarle que le pidan explicaciones. Escandalizarse y rasgar vestiduras no es la mejor estrategia para enfrentar las acusaciones que, le guste o no, va a seguir recibiendo.

Publicado en el blog de La Tercera el 24 de septiembre de 2009.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La pregunta de Aznar

En una escena de esa notable película de Paolo Sorrentino que lleva por título "Il Divo", puede verse a Giulio Andreotti -líder histórico del PDC italiano- intentando justificar su cuestionada y cuestionable historia política en un largo monólogo. El pasaje llama la atención por varias razones, pero una de las preguntas inevitables es la siguiente: ¿cómo un dirigente político puede terminar actuando de un modo tan abiertamente contrario a todos los principios que profesa en público? ¿Hay allí puro cinismo florentino o hay también algo un poco más complejo?

Ciertamente José María Aznar no es Sorrentino, y de hecho no es ni siquiera un político especialmente lúcido, pero la pregunta que formuló en su paso por Chile merece algo de nuestra atención. Más allá de la polémica de bajo vuelo que se generó, y más allá también de la hipocresía oficialista que acepta gustosa cualquier opinión extranjera siempre y cuando no sea de derecha, la pregunta de Aznar tiene importancia si queremos entender las mutaciones que ha ido sufriendo el paisaje político chileno: ¿Qué ha podido pasar para que el PDC acepte incluir en su propia lista al Partido Comunista, después de haber rechazado cualquier tipo de acercamiento durante unos veinte años? ¿Qué ha podido pasar para que ambos partidos terminen siendo socios? Aunque es obvio que la realpolitik impone soluciones de compromiso que no siempre son muy compatibles con las declaraciones de principios, siempre hay un límite. Y todo indica que, una vez más, la Democracia Cristiana ha ido más lejos de lo esperado.

No se trata en todo caso de revivir fantasmas que ya no existen: los comunistas ya no son lo que fueron, y ya nadie abre el paraguas cuando llueve en Moscú. Pero también es cierto que hay cuestiones doctrinarias que no podemos olvidar del todo si creemos que en política las ideas todavía importan: el PC sigue sosteniendo que en Cuba no hay dictadura sino democracia popular; el PC sigue adhiriendo al materialismo histórico, que es exactamente contrario al humanismo cristiano; y si ha hecho alguna especie de reconocimiento por los horrores perpetrados al otro lado de la Cortina de Hierro, ha sido en voz bastante baja. De hecho, en la página web del PC todavía puede encontrarse una biografía de Vladimir Ilich Lenin, donde es inútil buscar alguna mirada crítica sobre la acción del revolucionario ruso, porque no la hay. En cambio, se insiste en la profunda huella que Lenin habría dejado en la "conciencia de la humanidad".

¿Qué puede tener que ver todo esto con las ideas que el PDC dice defender y con el humanismo cristiano que sus candidatos invocan? ¿Qué tipo de proyecto común nos ofrece esta alianza tan singular? Las cosas se complican aún más si recordamos que el partido de la flecha roja encuentra su origen remoto en la escisión del partido conservador provocada por la elección presidencial de 1938. Mientras la vieja guardia del partido apoyaba a Gustavo Ross, los jóvenes conservadores se inclinaron por Pedro Aguirre Cerda. El motivo esgrimido era simple y profundo: los falangistas acusaban a los dirigentes del partido de no tomarse en serio la doctrina social de la Iglesia. Ésa era el ancla de la Falange, la idea central que no podía ser abandonada y que le dio su razón de ser, y gracias a la cual tuvo un crecimiento exponencial a lo largo de los años.

Así las cosas, la pregunta de Aznar encuentra todo su sentido: ¿qué queda hoy en la DC de las ideas originarias? ¿Cuántos de ésos conceptos es posible identificar hoy en la actividad pública de la Falange? La respuesta es conocida pero inconfesable: poco y nada. Cuesta entender cómo es posible que haya tan pocas voces para defender lo que otrora era considerado como esencial y no negociable. En efecto, ¿cuántos personeros de la DC estuvieron dispuestos a denunciar este pacto como contrario a los principios fundadores? Hubo pocos, muy pocos, y no fueron escuchados.

Convertidos en una estructura repartidora de poder, embobados con la idea que su carácter de centro les garantizaría de por sí un rol hegemónico en la Concertación, la DC olvidó sus raíces y olvidó sus principios. El pacto con los comunistas no es más que el último capítulo de la historia de un abandono progresivo de todo aquello que los fundadores consideraban fundamental. Por eso no es raro que hayan perdido más de un millón de votos en los últimos años: es imposible saber cuál es la posición de la DC en los temas relevantes, es imposible distinguir en sus líderes más visibles alguna idea que vaya más allá de la mera administración del poder. Es posible, aunque ni siquiera muy seguro, que el pacto les permita conservar un par de cupos, pero a un costo muy elevado: la pérdida definitiva de la propia identidad política y la traición a su propia historia.

En ese sentido, la DC se parece cada día más a un partido instrumental al estilo del PPD que, por definición, carece de convicciones profundas. Y no será precisamente Juan Carlos Latorre quien le devuelva la mística y los principios a una tienda que hace mucho tiempo perdió su razón de ser. Cabe señalar que hace un par de años se realizó un congreso doctrinario para intentar aclarar algunos de estos problemas, pero el único resultado visible fue un grupo de exaltados -supuestamente enviados por la entonces ministra Yasna Provoste- insultando a Mariana Aylwin. De propuestas de fondo o de discusiones serias, nada se dijo.

Eduardo Frei Montalva apuntaba en alguna ocasión que es preferible un partido chico con ideas grandes que un partido grande con ideas chicas. Pero no consideró una tercera opción, que varios dirigentes parecen empeñados en lograr: un partido chico con ideas chicas. Tal parece ser el destino de la Democracia Cristiana.

Publicado en El Mostrador el 23 de septiembre de 2009

jueves, 17 de septiembre de 2009

Culpa del binominal

Luego de haberse inscrito las listas parlamentarias de los distintos pactos que competirán en diciembre por nuestros votos, el observador corre el riesgo de verse invadido por una suerte de inquietud perpleja. Si usted, como yo, se da el gusto de recorrer la lista de candidatos de las coaliciones más importantes, no podrá dejar de preguntarse por el tipo de criterios usados por los partidos políticos a la hora de elegir a algunos de sus candidatos. Estamos tan acostumbrados a culpar al binominal de la falta de renovación y, en general, de todos los males de nuestro país, que a veces se nos olvida cuánta responsabilidad les cabe a los partidos en el agotamiento de nuestro sistema.

Es muy fácil criticar al sistema electoral: lo difícil es estar dispuesto a cambiar las propias conductas. Dicho de otro modo: aunque es cierto que el binominal tiene defectos graves, también lo es que la actitud de los partidos no es muy cooperadora. La sensación es que las cosas no serían demasiado distintas con otro sistema. Me explico.

Si el binominal les da escaso margen de libertad a los partidos, uno esperaría de ellos que usaran ese margen con el mayor cuidado posible. Pero la realidad es un tanto distinta, pues nos encontramos con algunos fenómenos preocupantes. En primer lugar, hay muchos, demasiados apellidos repetidos. Aunque es obvio que el hecho de tener tal o cual apellido no invalida a nadie para ser candidato, la verdad es que la cantidad de nombres conocidos no deja de ser un poco sospechosa. No es precisamente por culpa del binominal si tenemos decenas de candidatos cuyo principal mérito parece ser la filiación. Aunque no es imposible que haya estirpes especialmente dotadas para gobernar Chile, no hay que ser un genio para percibir que aquí hay un problema al que hay que ponerle ojo. La UDI nos ofreció una inmejorable ilustración del problema cuando, tras el desistimiento de Vasco Moulián, encargó una encuesta para resolver el cupo por Valparaíso. ¿Participantes del concurso? La señora del alcalde, la hermana de la alcaldesa de la ciudad vecina y un modelo de televisión. El mensaje a los ciudadanos de a pie es claro: si usted quiere ser candidato, más vale ser de la familia... o de la farándula.

Por otro lado, tampoco es muy digna de elogio la atención que las tiendas políticas le prestan a los antecedentes de los candidatos. De este modo, el inefable Camilo Escalona confirmó la candidatura de Arturo Barrios en los mismos días en que éste recibía una sanción de la Contraloría por irregularidades tras su paso por el sector público. El presidente del PS afirmó sin inmutarse que, no habiendo delito, Barrios no tenía impedimento. A falta de más, habrá que conformarse con la sinceridad: ya sabemos que al PS poco le importa qué tipo de conducta han tenido sus candidatos en el uso de fondos públicos. La UDI lleva a la reelección a una diputada que está siendo investigada por mal uso de fondos públicos. El PPD cuenta en su lista a un ex ministro que nunca devolvió una beca mal utilizada, a un ex alcalde destituido por irregularidades y a un ex diputado condenado por soborno. Imposible escoger mejor muestra de progresismo.

Otra práctica nociva está dada por aquello que Péguy llamaba "turismo electoral": nuestros políticos, cual conquistadores del siglo XVI, se pasean por el país sin ningún pudor, van y vuelven según la coyuntura y sin que nadie les haga preguntas incómodas. El que ayer fue diputado por Santiago, mañana puede ser senador por Iquique, el que hoy es diputado por el sur, mañana puede serlo por el norte. Desde luego, a nadie le importa mucho la flagrante violación de la Constitución que esto implica en el caso de los diputados: ¿cuántos candidatos podrían acreditar efectivamente la residencia exigida por la ley? Pero el problema de fondo reside en otra parte: este hábito hace muy difícil que la clase política tenga alguna legitimidad real en regiones, cuando tantos vienen de Santiago, y partirán a otro lugar cuando la conveniencia política así lo indique. Salvo honrosas excepciones, el compromiso de los políticos no es con la región que dicen representar, sino con las cúpulas de sus propios partidos. En esas condiciones, es difícil esperar de los chilenos un entusiasmo excesivo.

Aunque es verdad que no todos los políticos son así, y que hay candidatos jóvenes, y que algunos partidos han hecho un esfuerzo real por renovar su plantilla e incluir liderazgos nuevos, los síntomas están allí y son alarmantes. Si alguien los niega, es simplemente porque se niega a ver lo evidente. Es el agotamiento de una lógica que, en el fondo, no toma muy en serio al ciudadano que vota. Se me podrá objetar que no he descubierto la pólvora, que todo esto ocurre desde hace demasiados años y que no hay nada nuevo bajo el sol. Y es cierto. Pero el peligro radica justamente en dejar de asombrarse por este tipo de conductas que socavan lenta pero sostenidamente la democracia.

Está de moda decir que los partidos políticos son fundamentales, que sin ellos no hay régimen político sano. Si eso es exacto, entonces los partidos también tienen el deber de tomarse en serio su rol. Y eso implica tener un poco de respeto por el votante a la hora de escoger sus candidatos y, de paso, dejar de echarle la culpa de todos nuestros males al binominal.

Publicado en El Mostrador el 16 de septiembre de 2009

lunes, 14 de septiembre de 2009

¿Una nueva constitución?

Hace pocos días, Eduardo Frei, presentó algunos lineamientos de su programa presidencial. Una de los aspectos más importantes de su propuesta fue la de una nueva Constitución para el bicentenario pues, según dijo, la actual Carta Fundamental “no da el ancho”. Entre las razones que dio para justificar una afirmación tan tajante, el candidato de la Concertación afirmó que el actual ordenamiento constitucional le impide al Estado asumir un rol de la importancia que, según Frei, éste debe tener en un futuro próximo. También dijo que Chile necesita una verdadera descentralización, que no puede ser llevada a cabo en el ordenamiento actual. Luego apuntó que nuestro país necesita un nuevo sistema electoral, pues el binominal estaría agotado. En consecuencia, se comprometió a convocar, en los primeros días de su eventual gobierno, a una “Alta comisión de reforma constitucional” para que presente un proyecto de nueva Carta Fundamental.

Desde luego, aquí faltan varias cosas. La primera es: ¿qué tipo de Constitución propone el candidato Frei para reemplazar la actual? Es muy fácil decir que la actual no da el ancho, pero quizás también cabría preguntarse si la nueva será mejor o peor. Frei puede escudarse en que no será él quién decida sino una comisión, pero los ciudadanos queremos conocer su posición al respecto, porque —hasta nuevo aviso— en Chile se vota por personas y no por comisiones con integrantes y atribuciones desconocidas. ¿Quiere Frei un régimen parlamentario o semi presidencial, como han sugerido a veces algunos de sus asesores? ¿De qué tipo, con qué características? ¿Es consciente que un régimen parlamentario requiere de un sistema electoral mayoritario para ser viable? ¿O bien le acomoda el régimen presidencial? ¿Y entonces cuál sería la modificación profunda que explique la necesidad de una nueva Constitución? ¿O simplemente quiere que la Constitución le asegure al Estado un rol preponderante, para volver al Chile de mediados del siglo pasado?

En temas constitucionales no se puede improvisar, y todas estas preguntas merecen respuestas. La historia de nuestro continente es pródiga, y demasiado pródiga, en ejemplos de malos diseños institucionales que terminan en crisis políticas graves. La estabilidad política es muy difícil de lograr, y por lo mismo la experiencia llama a la prudencia en la materia. Por algo Aristóteles anotaba que todo cambio jurídico debe estar muy bien fundado, pues el exceso de cambios afecta la calidad de las instituciones. No se trata de considerar a la actual Constitución como algo sagrado e inmóvil, porque tiene defectos que están a la vista, sino simplemente de exigir una reflexión serena antes de lanzarse a cambiar algo que ha tenido el mérito innegable de haber funcionado de forma relativamente satisfactoria. No es una casualidad si la coalición oficialista lleva 20 años ejerciendo el poder con la actual Constitución, y a decir verdad los presidentes concertacionistas no se han sentido particularmente incómodos.

Pero, a falta de propuestas serias, atendamos a las razones avanzadas por Frei. Su afirmación relativa al rol del Estado es un poco débil, pues la Constitución no le impide al Estado cumplir un rol de importancia, sino que lo enmarca en una lógica subsidiaria donde los cuerpos intermedios también tienen un rol importante. Y, a decir verdad, si el Estado chileno hace mal o no hace las cosas que debe,la culpa no es de la Constitución. No es este el momento de enumerar la larga lista de errores, negligencias e “irregularidades” que inundan nuestro aparato estatal, pero el primer paso para mejorar la gestión pública en nuestro país es la voluntad política firme de realizarlo. Eduardo Frei gobernó Chile durante seis años, y no vamos a decir que realizó demasiados esfuerzos por modernizar la gestión estatal, y de hecho muchos de los vicios actuales se incubaron durante su gobierno. Echarle la culpa de las graves insuficiencias que afectan al estado chileno a la Constitución es, literalmente, echarle la culpa al empedrado. Algo parecido ocurre con el tema de la descentralización: si bien es cierto que la Carta Fundamental podría facilitarla de un modo más directo —para lo que, en todo caso, bastaría con una reforma—, también es cierto que se trata sobre todo de una cuestión de voluntad política. Si el gobierno no descentraliza más es, en buena medida, porque no quiere hacerlo. Si las regiones están mal administradas es, en buena medida, porque los cargos públicos en las regiones no se reparten precisamente por méritos. Creer que una modificación constitucional implica necesariamente una modificación en la realidad es iluso además de equivocado.

El otro argumento esgrimido, hasta el cansancio, por el oficialismo es el sistema binominal. Pero aquí el candidato peca de una mala memoria imperdonable: tras la reforma del 2005 firmada por Ricardo Lagos el sistema electoral salió de la Constitución. Eso quiere decir que para cambiarlo no es necesario tocar la Constitución: se trata de dos cosas distintas. Y como sea, todos sabemos que, más allá de las palabras para la galería, la Concertación no ha tenido nunca la más remota intención de cambiar el binominal, por la sencilla razón que no le conviene. El diputado ex-PPD Álvaro Escobar ha dado su testimonio sobre la discusión que se dio por este tema en el 2006.

En suma, lo que propone Frei es tan vago y mal fundamentado, que no da para una discusión muy seria. Quizás si detallara en algo más su propuesta, la campaña presidencial ganaría en calidad y discusión de fondo. Pero, lamentablemente, estamos lejos de eso.

Publicado en el blog de La Tercera el 9 de septiembre de 2009