jueves, 29 de octubre de 2009

El laberinto de Piñera

Maquiavelo apuntaba que, en política, las estrategias conservadoras rara vez pagan. La realidad, decía, es demasiado dinámica y por lo mismo si alguien busca solamente conservar lo que tiene, las probabilidades de que termine perdiéndolo todo son altas. Más vale, concluía, asumir posturas audaces, pues el que sólo defiende nunca tiene demasiados argumentos si el escenario no se ajusta a lo previsto.

Hasta ahora, Sebastián Piñera ha enfrentado la campaña presidencial con la lógica de nuestra peor tradición futbolera: cuando el equipo va ganando, sólo hay que juntar gente atrás y esperar que el pitazo final llegue lo antes posible. A siete semanas de la elección Sebastián Piñera ha sido incapaz de poner una sola idea sustantiva arriba de la mesa, y de hecho la campaña está lejos de girar en torno a sus propuestas o intervenciones. Nada lo hace salirse de su discurso maqueteado repleto de lugares comunes y de vagas declaraciones de buenas intenciones, pero que eluden los problemas difíciles y las posiciones bien definidas. Quizás la única excepción haya sido la propuesta de los senadores Allamand y Chadwick, aunque es bien probable que dicha propuesta le haya traído más dolores de cabeza que votos: no será, precisamente, Sebastián Piñera quien encarne el progresismo chilensis. En la carrera por "parecer lo suficientemente progresistas" hay uno que siempre le va a ganar.

Con todo, no es imposible que Piñera termine ganando la elección, pero si eso ocurre no será tanto por sus aciertos como por la increíble cantidad de errores que ha acumulado la Concertación en los últimos seis meses. El oficialismo parece empeñado en producir su propia muerte política, y hasta el mismo Lagos debió admitir que hay varios jerarcas que están listos para la jubilación. Desde luego, un poco como Nelson Acosta, Piñera podrá retrucar que lo importante no es cómo se gana, sino simplemente ganar. Supongo que tiene razón, pero es innegable que su estrategia tiene mucho de riesgo y deja flancos abiertos.

Recordemos, por ejemplo, que hace no mucho tiempo Piñera cultivó una suerte de complicidad con Marco Enríquez-Ominami para intentar debilitar a Frei. Así, durante largas semanas evitó enfrentarse con Marco, pues no creía posible que Marco tuviera posibilidades ciertas de éxito. Dicho de otro modo, Marco le era funcional: le quitaba votos a Frei al mismo tiempo que hacía ver mal a la Concertación. La estrategia fue exitosa, y lo fue tanto que hoy Frei tiene problemas graves, y no sería tan raro que el contrincante de la segunda vuelta sea Marco.

Si es así, Piñera deberá enfrentar una segunda vuelta sumamente compleja, pues tendrá escasas posibilidades de capturar votos adicionales. Los votos de Frei -que a esas alturas estarán reducidos al voto más recalcitrante de la Concertación- y los de Arrate se irán en su enorme mayoría con el diputado por Quillota. En otras palabras: si Piñera no se acerca al 50% en la primera vuelta, la tendrá muy difícil en enero. ¿Cómo pudo llegar a un escenario tan complicado, teniendo tantas cartas de su lado? Porque con su estrategia conservadora le regaló todo el espacio y todo el atractivo a la campaña de Marco. No previó que las cosas podrían cambiar bruscamente, no supo leer una realidad política dinámica. Y el hecho final es que, si Marco pasa a segunda vuelta, Piñera puede perder en 30 días lo que lleva ahorrando cuatro años, pues el díscolo concentrará sobre él toda la atención y la novedad.

Así las cosas, la estrategia de Piñera sería impecable si el mundo fuera estático. De hecho, todo indica que el abanderado opositor le ganaría con cierta comodidad a Frei si las cosas siguen su curso normal. Pero ante un cambio inesperado, ante un penal de último minuto, la estrategia de Piñera queda fuera de juego, desenfocada. Por cierto, las cosas no son irreversibles y nada está escrito, pero es seguro que Piñera corre un riesgo elevadísimo si no varía su discurso de modo significativo de aquí al 13 de diciembre.

Hasta aquí, no ha logrado infundir mística ni encarnar un programa realmente atractivo, más allá de las debilidades propias de la Concertación. No ha logrado, ni de lejos, llevar a los adversarios a jugar a su propio terreno, que es lo propio de toda candidatura ganadora. Para eso es inevitable arriesgar bastante, definirse en cuestiones incómodas y ser un poco más audaz. La paradoja es que el Piñera político parece tener poco del Piñera especulador, famoso por apostar alto. Le puede costar caro.

Publicado en El Mostrador el 29 de octubre de 2009

viernes, 23 de octubre de 2009

Las contradicciones de Marco

Habla rápido, muy rápido. Cuesta seguirlo y entenderlo. Modula poco y nada. Si acaso su horrible dicción es signo de que piensa mucho más rápido de lo que habla, quizás no sea tan malo: en política abunda más bien lo contrario. Pero puede también que sea síntoma de poca claridad mental: ¿sabe Marco lo que quiere decir? Con demasiada frecuencia vacila, duda, parece confundido, indeciso. Quizás sea simplemente porque entiende mejor que otros que los problemas de Chile son complejos y no merecen respuestas unívocas y simplistas. Pero quizás sea porque carece de ideas, de ejes centrales.

No le tiene miedo al error y, de hecho, se equivoca bastante. Así es Marco, un poco irreflexivo, precipitado. Da la sensación que nunca se reposa, que no se sienta a reflexionar, que no se toma el tiempo, que está siempre apurado. Adora seguir sus intuiciones, le gusta sorprender, atacar por donde nadie lo espera. Le encanta ser impredecible. Suele eludir las preguntas más difíciles con anécdotas. Le encanta ser heterodoxo, pero rara vez cuestiona sus propios dogmas.

Piensa rápido, responde rápido. Es resuelto, inteligente y despierto. Irreverente, audaz y temerario. Quizás su gran mérito sea el haberse atrevido a desafiar a las cúpulas autocráticas de la Concertación: a Escalona le faltarán años para arrepentirse de no haber incluido a Marquito en las primarias. Por lo pronto, está autorizado a transpirar helado. Las generaciones jóvenes de la UDI y del PDC deben mirarlo con mezcla de envidia y asombro: ¿cómo no se nos ocurrió a nosotros?

Es simpático y buen conversador. Tiene carisma y es -por lejos- el único candidato que ha comprendido algo del nuevo Chile, aunque sus recetas no necesariamente son las correctas. Posee una ventaja que puede resultar crucial: conoce a los medios, sabe cómo funcionan y cómo utilizarlos. Cree que el lenguaje crea realidad, pero no sabemos si cree en la realidad que existe fuera de los medios y del lenguaje: ¿le importa de verdad lo que no aparece en televisión? Con Marco las dudas se multiplican porque no lo conocemos. O lo conocemos poco. Además, de un tiempo a esta parte se esconde, se cubre, no se deja ver. Incluso, se molesta cuando le recuerdan algunos de las declaraciones de su época de enfant terrible, lo que es un poco hipócrita: ¿no quería desterrar las malas prácticas?

Nadie sabe muy bien cuáles son sus ideas centrales, ni si acaso las tiene. A veces pareciera que él mismo se anda buscando, sin encontrarse mucho. Su entorno es una legítima ensalada: podemos encontrar castristas, chavistas, economistas liberales, sociólogos lúcidos, uno que otro independiente en red en busca de destino político y un diputado que hasta hace poco decía encarnar el humanismo cristiano. Sólo un mago podría elaborar un proyecto creíble a partir de elementos tan disímiles. Y en efecto, lo único que tienen en común sus seguidores es el desencanto con las otras coaliciones. Quizás sirva para ganar una elección, pero no alcanza para hacer política en serio.

Por más que le pese, Marco ha cambiado. Ha ido acomodando su discurso, ha ido atenuando su radicalidad. Si antes era agresivo, hoy es prudente; si ayer sus respuestas eran extremas, hoy busca ser conciliador; si ayer lo criticaba todo, hoy busca caer bien. Para explicarlo en su propia terminología dialéctica: si ayer decía querer agudizar todos los conflictos de la sociedad chilena -marxismo puro y duro-, hoy busca elaborar una síntesis: difícil tarea. Marco se aburguesó, en parte porque todo candidato se aburguesa, pero quizás también en parte porque ha madurado. El problema es que se empieza a parecer demasiado a los que tanto critica: el candidato Marco no puede evitar hablar con eufemismos y frases hechas.

Lo paradójico es que dice querer renovar. Su llamado parece ser: abran paso a las nuevas generaciones, a la juventud. Fuera los viejos, las prácticas añejas y las malas costumbres. Abramos las ventanas. En buena medida, lo ha logrado: ¿se imaginan la campaña tediosa que hubiéramos tenido sin Marco en la cancha? Pero tampoco hay que tener tan mala memoria: a fin de cuentas Marco es diputado porque se benefició de las peores prácticas del sistema político chileno, nepotismo y clientelismo incluidos. Quiéralo o no, Marco es fruto del sistema que dice aborrecer.

Es cierto que ha crecido mucho en las encuestas. Pero quizás no sea descaminado anotar que sus contendores no lo han exigido mucho. No es tan difícil lucir cuando los oponentes se esfuerzan por aburrir. Mientras uno se cuelga del arco esperando el pitazo final, al otro le falta poco para llamar a los bomberos a integrarse a su nutrido e inútil comando. Le han regalado a Marco todo el espacio para convertirse en amenaza peligrosa. Como para preguntarse de qué sirve tener tantos analistas, estrategas y encuestólogos trabajando en las campañas.

Con todo, hasta ahora Marco es un espejismo. Sabemos muy poco de él, de lo que quiere hacer. No tiene equipos de verdad, no tiene proyecto ni dice cosas muy sustantivas. Sus ideas son demasiado vagas y generales como para constituir un verdadero programa, y su pura personalidad -carismática y todo- no basta. No ha sido capaz de concebir un discurso elaborado que vaya más allá de la crítica a ciertas prácticas o de un progresismo que nadie sabe muy bien qué significa. Habla mucho de participación, pero ya sabemos qué destino tuvo esa idea con Michelle Bachelet: Marco es demasiado inteligente como para creer que se puede gobernar con pura participación. Quizás le falte comprender que no basta con ser un fenómeno mediático, pues la pregunta que los chilenos se van a hacer es si acaso Marco es capaz de tomarse más en serio a sí mismo, de asumir un liderazgo distinto, menos infantil. Porque hasta ahora sigue siendo una apuesta muy arriesgada que nadie sabe muy bien cómo va a terminar. Y no es muy seguro que el país esté dispuesto a asumir ese riesgo.

Publicado en El Mostrador el 23 de octubre de 2009

martes, 13 de octubre de 2009

Ionesco, Allamand, Chadwick

En su extraordinario libro La democracia en América, Alexis de Tocqueville observaba un paradójico fenómeno propio de la democracia moderna, el despotismo suave. Con esta expresión, advertía sobre lo siguiente: aunque en principio el mundo moderno debería ser el lugar donde abundara la diversidad y el pluralismo en el modo de pensar, con frecuencia termina ocurriendo todo lo contrario. Ciertamente, no hay una policía orwelliana del pensamiento, pero el resultado no es muy distinto: todos piensas de modo parecido, las opiniones tienden a la uniformidad. Aunque Tocqueville era liberal, no podía dejar de temer y temblar pues veía que, en democracia, las personas no se atreven a pensar contra la corriente, contra el peso de la masa. Lo que llamamos "opinión pública" adquiere un poder infinitamente grande. El análisis de Tocqueville es admirable por donde se le mire, y cabe preguntarse qué habría dicho de haber conocido esos demiurgos contemporáneos que son las encuestas y la televisión, que se han encargado de acentuar la tendencia hasta el paroxismo.

Comienzo así estas líneas, aludiendo al gran Tocqueville, porque en el Chile de hoy tampoco es fácil desafiar a la opinión común sin ser tachado, a priori, de intransigente y de intolerante. De este modo, los apóstoles de la tolerancia rechazan, sin darse el trabajo de argumentar, cualquier opinión que no sea la de ellos. Pues bien, advierto entonces que me dispongo a criticar la propuesta de los senadores Allamand y Chadwick.

La proposición consiste en regular las uniones de hecho, con una nueva figura jurídica a la que llaman “Acuerdo de vida en común” (AVC). Una de las razones que ofrecen para tal innovación es que habría demasiados chilenos que se encuentran en una situación de cierto vacío jurídico: se habla de dos millones de personas. Aunque el número es discutible, se trata de una realidad que nadie en su sano juicio podría negar. En virtud de lo mismo, dicen, la cuestión debe tener une regulación jurídica, sobre todo en lo que respecta a cuestiones patrimoniales. Este pacto estaría abierto para personas del mismo sexo que deseen contraerlo.

La propuesta tiene para ella toda la apariencia del buen sentido y de la moderación. Además, proviniendo de dos influyentes senadores de oposición, no sería raro que la cuestión prosperara en un plazo no demasiado largo. Sin embargo, tras ella se oculta una concepción de la sociedad que, al menos, merece ser discutida con seriedad, dejando de lado los eslóganes y los progresismos de cartón.

El problema tiene múltiples dimensiones, y es naturalmente imposible abordarlas todas en estas líneas. Pero no es imposible que la cuestión de fondo vaya por acá: más allá de lo que nuestros políticos quieran hacernos creer, el problema más urgente que enfrenta Chile es el de la desintegración de la familia. No ahondaremos aquí en los detalles de dicha desintegración, pues son evidentes para quien quiera tomarse la molestia de mirar la realidad. Pero es claro que, si queremos mirar las cosas de frente en lugar de conformarnos con aspirinas, algún día tendremos que tomar conciencia y hacernos cargo de este problema central. Las dificultades muchas veces dramáticas que enfrenta nuestro país encuentran su origen remoto, y a veces no tan remoto, en la falta de familias, en la ausencia de vínculos familiares suficientemente sólidos. No solucionaremos ni la pobreza ni la pésima calidad de la educación ni la delincuencia mientras no nos tomemos esta cuestión en serio. Es un problema que no podemos eludir si queremos avanzar de verdad. La familia chilena ha volado en mil pedazos, y eso tiene, inevitablemente, efectos perversos en todas las áreas de la vida social. Las razones de esta crisis son múltiples y diversas, pero es innegable que algunas políticas públicas aplicadas por la Concertación no han ido, precisamente, en la dirección correcta. Y los resultados están a la vista para quien quiera verlos. Dicho de otro modo: es imposible siquiera soñar con resolver estos problemas sin el apoyo de una base social sólida: el Estado no lo puede todo solo, necesita del concurso de las familias.

Intuyo que el lector atento estará esperando que diga entonces qué diablos es la familia. Lamento decepcionarlo: esta vez no me aventuraré en tales honduras. Es obvio que se trata de una cuestión demasiado compleja como para resolverla a la ligera en unas pocas palabras, y es difícil dar una respuesta unívoca. Baste señalar que todos conocemos realidades que distan mucho de la familia tradicional, y nadie pretende negarles a éstas ni su valor ni su rol social. No habremos avanzado nada si convertimos el problema en una cuestión semántica, ni tampoco si oponemos algunos tipos de familia a otros.

Pero hay una característica que, me parece, es propia de toda familia: el afecto sin exigencias, el amor incondicional. En un mundo en el que las coordenadas son cada día más difusas, en el que todas las realidades humanas tienden a mercantilizarse, en el que todo cambia a una velocidad inaudita y en el que las personas tenemos dificultades para hallar ejes más o menos seguros, la familia da eso que nadie más da: afecto incondicional. Es, por excelencia, el espacio en el que las personas valen por lo que son y no por lo que tienen, es el lugar donde cada uno puede ser como es sin temores, pues allí el afecto se entrega y se recibe sin exigencias ni compensaciones de ninguna especie.

Este afecto incondicional no surge de modo espontáneo, sino que requiere un contexto. Para darse y desarrollarse, necesita determinadas condiciones. Supone un espacio en el que las cosas permanecen de una determinada manera en el tiempo: la familia supone estabilidad. Sin estabilidad, es difícil que las familias puedan florecer y desplegarse; sin estabilidad es improbable que las diversas realidades familiares que hay en Chile puedan encontrar el espacio que les es propio, y que les debemos.

La pregunta entonces cae de cajón: ¿el proyecto presentado por los senadores opositores va en la dirección correcta?, ¿tiende o no a fortalecer a ese núcleo fundamental que es la familia? Sin duda alguna, la propuesta sabe respirar muy bien el aire de los tiempos, pero, ¿es realmente lo que necesita Chile hoy?, ¿contribuye a enfrentar los problemas que tenemos? Lamentablemente, a la luz de lo visto, la respuesta es bastante clara: la propuesta no sólo no soluciona nada, sino que agrava la situación actual. Lo que este proyecto hace, quiéralo o no, es institucionalizar la precariedad familiar, es darle valor legal a la inestabilidad. De hecho, es tan delirante que en uno de sus puntos establece las obligaciones que adquieren las partes al momento de contraer el pacto, para luego decirnos que el acuerdo puede terminarse con la mera manifestación de voluntad de una de las partes. Es decir, una obligación que no obliga: si querían sorprendernos, lo lograron.

Resumiendo: son las familias las que necesitan un apoyo urgente y decidido. Son las familias las que requieren que las políticas públicas asuman que las soluciones pasan por fortalecerlas, no por debilitarlas. El camino de restarle importancia al matrimonio —porque ése es uno de los efectos de la propuesta— es equivocado pues va terminar afectando ese dato esencial que es la estabilidad. Por lo mismo, Piñera se equivoca al pretender que ambas cosas son compatibles. Es normal que como candidato quiera quedar bien con todos, pero no se puede todo en la vida: o bien usted toma el camino de fortalecer a la familia y el matrimonio jugándosela por la estabilidad y poniendo los incentivos en esa dirección; o bien usted explora vías alternativas como lo han hecho los senadores Allamand y Chadwick. En ese sentido, uno esperaría de parte del candidato opositor un pronunciamiento más claro.

Al tratar los problemas relativos al derecho de familia, Marx anotaba que, en las sociedades liberales, las personas siempre buscan el modo de evitar los compromisos y las obligaciones. Miran las cosas, dice, desde un punto de vista hedonista, sin fijarse en los efectos que sus acciones puedan tener en terceros. Marx pensaba sobre todo en los hijos: ¿cómo es posible, se preguntaba, que el derecho de familia se piense siempre en torno a los derechos individuales y nunca en torno al bien de los hijos? A veces, pareciera que la crítica de Marx no ha perdido nada de validez: seguimos discutiendo estos problemas siempre desde las lógicas liberales, desde las lógicas individualistas. Formulamos siempre las preguntas equivocadas. Es siempre el derecho individual el que nos importa, pero olvidamos que ninguna sociedad medianamente próspera se ha construido a partir de puras libertades individuales. Y la izquierda, al subirse al tren, tampoco se da cuenta que asume al mismo tiempo todos los presupuestos de la economía liberal que tanto aborrece: pero sería tema para otra columna.

Última observación: cabe la posibilidad que los senadores Allamand y Chadwick hayan actuado por puro afán de “ser lo suficientemente progresistas”. Si es así, no sólo están equivocados, sino que además son muy ingenuos —por usar una palabra suave. Carecen además del más mínimo tacto político (lo que no es sorpresa en Andrés Allamand): en estos temas, la izquierda siempre será más progresista que la derecha. Pero es quizás sólo una muestra más de que la derecha, como tal, está desapareciendo en Chile: de un tiempo a esta parte, parece tener como único objetivo hacerse de las banderas del adversario. Sin embargo, no las encuentra ni las encontrará nunca pues siempre, siempre, estarán un poco más allá. Más propio del teatro del absurdo que de la política chilena.

Publicado en el blog de La Tercera el 13 de octubre de 2009

El liderazgo de Michelle Bachelet

En muchos sentidos, los altos índices de respaldo que obtuvo Michelle Bachelet en la reciente encuesta Adimark son misteriosos. El mismo Roberto Méndez habla de una suerte de estado de encantamiento de los chilenos en su relación con la Jefa de Estado. Y, en efecto, un 76% de aprobación es una cifra más bien rara en las democracias contemporáneas, lo que nos sugiere que se trata de un fenómeno difícil de explicar con categorías tradicionales. Recordemos además que la primera parte de su mandato fue particularmente débil, con muchas más dudas que certezas y muchos más problemas que soluciones. A pesar de un inicio titubeante, Bachelet se apresta a terminar su mandato canonizada por la opinión pública de un modo aún más marcado que su antecesor, si cabe.

De hecho la comparación entre Lagos y Bachelet es tentadora, y la pregunta surge de inmediato: ¿la popularidad de Michelle Bachelet tendrá el mismo destino que la de Ricardo Lagos? Recordemos que el fundador del PPD salió de La Moneda aplaudido de modo unánime por todos los sectores, pero a los pocos meses fuimos descubriendo que tras su talento oratorio y su capacidad narrativa se escondían demasiadas negligencias inexcusables. Usando sus propias palabras: se escondía tanta hojarasca que su imagen pública terminó muy resentida. Por lo mismo, Lagos se bajó de la carrera presidencial antes de subirse pues intuía que, como candidato, estaría obligado a dar muchas más explicaciones que las que su temperamento le permite. Así, a falta de tenerlo en la carrera presidencial, hemos tenido a un Lagos jefe de campaña de su hijo, dispuesto a entrar en las cocinerías más bajas de la política con tal de lograr un poco de figuración: algo decepcionante si acaso es el cierre de su carrera política.

Pero el liderazgo de Bachelet es muy distinto al de Lagos, por lo que es difícil pensar que su popularidad vaya a derrumbarse como castillo de naipes como le ocurrió al ex mandatario. Allí donde Lagos era distancia y autoridad, ella es calidez y cercanía, y mientras Lagos disertaba pensando en los historiadores del futuro, Bachelet se dirige con sencillez al chileno común y corriente. Y como se trata de un tipo de liderazgo que tiene poco de político estrictamente hablando, es difícil que se desvanezca por razones políticas. Esto queda claro si uno observa con detención los números de la encuesta Adimark: la aprobación en áreas particulares de la gestión gubernamental (salud, delincuencia, educación) no pasa de buena y es en algunos casos francamente mediocre. Hay una disociación entre el juicio del gobierno por un lado y de la figura de la Presidenta por otro: se da la curiosa paradoja de que la responsable suprema del país no es juzgada tanto por la calidad de su gestión como por sus características personales. Michelle Bachelet es mucho más que su propio gobierno, es casi distinta.

Uno de los efectos de esta situación es que Michelle Bachelet es inmune a las críticas políticas, y al mismo tiempo puede darse el lujo de intervenir en política sin pagar demasiados costos. Así, con frecuencia se refiere en duros términos a la oposición, asume a veces posiciones de izquierda dura o corre a saludar a Fidel Castro sin que nada de eso le haga mella. La gente no parece juzgarla por ese tipo de cosas. A la hora de las evaluaciones, Michelle Bachelet se transforma en una especia de ícono nacional, situada más allá del bien y el mal. Y poco importa que muchas de sus palabras no se condigan con esa imagen: Bachelet es cada vez más inmune a la política, incluso a la suya propia.

Pero su fortaleza es al mismo tiempo su debilidad: la popularidad de Michelle Bachelet es inoperante políticamente hablando. Sólo sirve para que su propia figura siga creciendo en los estudios de opinión. Ni siquiera los resultados de su gobierno tienen demasiada importancia en esta lógica. Prometió caras nuevas en el gobierno, y va a terminar gobernando con rostros no precisamente frescos. Anunció una renovación de cuadros en la coalición gobernante, y ahí tenemos a un Frei 2.0 intentando volver a La Moneda, secundado por jóvenes promesas: Juan Carlos Latorre y Camilo Escalona. Prometió un gobierno ciudadano, y todavía nos preguntamos qué diablos significa eso, más allá de algunas comisiones de dudosa eficacia. Sobre la marcha ha intentado construir, con cierto éxito, un mensaje en torno a la protección social. Pero lo ha hecho sin preguntarse si acaso la economía chilena es lo suficientemente sólida como para sustentar algo así con independencia del precio del cobre. Tampoco parece considerar que, aunque el Estado debe asumir un rol social, no es poniendo el acento en el asistencialismo que nuestro país podrá acercarse al desarrollo. Por otro lado, ha hecho poco y nada por enfrentar, no digo resolver, uno de los problemas más urgentes de Chile: la modernización del Estado. En parte por evitarse un conflicto sangriento con las dirigencias oficialistas y en parte por falta de ganas, Michelle Bachelet prefirió dejar el Estado chileno tal como lo recibió, con gravísimas dificultades de gestión y plagado de operadores políticos cuyo único mérito es militar en el partido correcto.

Tampoco ha podido sacar adelante reformas difíciles: recordemos que ni siquiera intentó convencer a los parlamentarios de la Concertación de eliminar el binominal tras el informe de la comisión Boeninger, y hace poco abandonó la idea de una reforma laboral. Perdió la mayoría en ambas cámaras, y no pareció importarle mucho. No hizo nada por evitar el surgimiento de una candidatura paralela que nació en su propio partido. Quizás el mejor testimonio de su inoperancia política sean los ministros Viera Gallo y Pérez Yoma: ahí tenemos a hombres inteligentes y de trayectoria, pero que, desprovistos de medios políticos como para sacar adelante alguna agenda, quedan reducidos a un triste papel considerando sus antecedentes.

Por todo esto, es simplemente delirante que alguien pueda suponer un minuto que Michelle Bachelet pueda endosarle su popularidad a Eduardo Frei. Es imposible, porque se mueven en planos muy distintos, por no decir opuestos. Aunque asuma el papel de jefe de campaña, aunque todo su gabinete se instale en el comando y aunque multiplique sus intervenciones, yerra profundamente quien crea que puede generar efectos políticos, pues su liderazgo no responde a esa lógica. En último término, su popularidad sólo le es útil a ella, y la única consecuencia posible de su apoyo directo a Frei es la de arriesgar su propia imagen en reyertas de barrio.

Por cierto, queda abierta una pregunta: ¿podrá Michelle Bachelet conservar su popularidad para las elecciones de 2013? Vistas las cosas al día de hoy, es muy probable. Al menos habría que decir que tiene un capital inmejorable que, bien administrado, debería permitirle llegar al 2013 con posibilidades serias, si acaso lo desea. Aunque tampoco es tan descabellado pensar que, un día, su popularidad pueda esfumarse tan misteriosamente como llegó.

Publicado en El Mostrador el 13 de octubre de 2009

jueves, 1 de octubre de 2009

Un dilema falaz

La respuesta del candidato oficialista frente a casi todos los problemas que enfrenta Chile es casi siempre la misma: más Estado. Es la consigna que repite Frei sin ningún temor a parecer majadero o repetitivo. En cualquier caso, no está solo: el gobierno no parece pensar de manera muy distinta. Su última idea es tratar de convencernos que la creación de un ministerio solucionará el problema en la Araucanía, así como ayer había pensado que Arica necesitaba un intendente designado en Santiago o que el transporte público de la capital requería planificación soviética. El mismo Sebastián Piñera se ha subido al mismo tren asumiendo el lenguaje de la Concertación, sin darse cuenta que jugar en la cancha del adversario lo terminará perjudicando.

No tengo nada en principio contra la actividad estatal. De hecho, ni el más libertario querría vivir en un mundo sin Estado. Pero me parece que, tal como se ha dado hasta ahora, la cuestión está planteada de un modo equívoco. No nos engañemos ni nos dejemos engañar: el remedio a todos nuestros males no vendrá del Estado. Tampoco del mercado, y en eso los apóstoles del liberalismo también yerran. En efecto, si alguna lección ha dejado la crisis es que el mercado es incapaz de contenerse por sí mismo: fuera de control, puede dar resultados tan delirantes como las novelas de Orwell. Pero la salida a esos delirios no pasa por el tamaño del Estado, y las elecciones europeas han demostrado el grado de perplejidad y desorientación de los partidos social demócratas, que no logran encontrar una respuesta a una situación que -en el papel- les era favorable.

El dilema entre Estado y mercado es falaz porque los problemas no se presentan de ese modo en la realidad. Los problemas de los chilenos no pasan por el tamaño del aparato público, como tampoco pasan siempre por darle más espacio al mercado. Dicho de otro modo, hay demasiados que aún piensan que los problemas sociales son, ante todo, problemas de estructuras y de sistemas. Creen que cambiando la estructura cambia también instantáneamente la realidad según sus deseos. Con ese razonamiento, unos nos quieren hacer creer que los indígenas llevarán una vida más digna porque un texto constitucional lo afirma, y otros que toda solución pasa por darle plena libertad a los agentes económicos.

No pretendo negar la importancia de las instituciones adecuadas en una sociedad sana. No negaré tampoco que la acción política debe guiarse por principios, en ausencia de los cuales la política queda reducida a un pobre tecnocratismo vacío de sentido. Pero todo esta discusión no tiene ningún valor si se pierde de vista aquello que Grossmann llamaba la modesta particularidad de cada vida humana. Lo importante es mejorar la calidad de vida de las personas, y para tomarse ese desafío en serio es urgente salir de las respuestas pavlovianas, sean pro-mercado o pro-estado. No es educación pública ni privada la que esperan los chilenos: es educación de calidad. Por otro lado, más que perder el tiempo discutiendo sobre el tamaño del Estado, deberíamos estarlo discutiendo sobre su calidad. El Estado chileno tiene demasiadas dificultades como para darnos el lujo de no concentrarnos en mejorar sus debilidades. La discusión abstracta sobre el Estado es muy cómoda para los políticos, porque esconde la otra discusión, la realmente urgente: los problemas reales que aquejan a millones de chilenos. Y esa pregunta se pierde en la discusión ideológica, pues cada problema requiere una mirada singular libre de consignas vacías.

Un suceso reciente puede servir para ilustrar lo que intento decir: hace pocos días el Consejo de Rectores decidió que el proceso de postulación a las universidades tendrá lugar entre el 23 y el 25 de diciembre. Las universidades que parecen haber pesado en esta decisión pertenecen al Estado. Y lo decidieron así, paradoja de paradojas, por razones de mercado. Sin consideraciones de ninguna especie, pretenden estropear la Navidad de decenas de miles de familias chilenas. Por cierto el PIB no se verá afectado con esta decisión, pero, ¿es esa la manera de construir una sociedad respetuosa de los ritmos y de las lógicas familiares?, ¿un grupo de burócratas puede decidir arruinarle la Navidad a buena parte de los chilenos sin tener que rendir cuentas a nadie? Sally Bendersky, jefa de la división de educación superior del Mineduc, nos regaló esta frase digna de antología: "Lo que nosotros pudimos observar es que las consideraciones que se tomaron tienen que ver con (generar) una competencia entre las universidades". ¡Qué ejemplo de alianza público-privada, qué modelo de asociación entre el mercado y el sector público! Poco importa que la vida familiar de muchos chilenos se vea afectada: la sacrosanta competencia ha sido protegida por el Estado. Entretanto, los candidatos optaron por no decir nada. Quizás sugiriendo con su silencio lo que intuíamos, que prefieren ocuparse de sus dilemas falaces antes que de nuestros problemas.

Publicado en El Mostrador el 1º de octubre de 2009