jueves, 13 de agosto de 2009

Las lecciones olvidadas

Hace poco más de un mes, Sebastián Piñera se reunió en París con Nicolás Sarkozy. El encuentro fue profusamente difundido por los medios chilenos y, entre otras cosas, se insistió mucho en los consejos de campaña que el candidato de la Coalición por el Cambio habría recibido del presidente francés. La cuestión no tenía nada de trivial, por cuanto la campaña que llevó a Sarkozy al Palacio del Elíseo es un ejemplo digno de ser imitado por todo candidato que tenga algún deseo de triunfar. Más allá de las simpatías o antipatías que cada uno pueda tener por el personaje, el candidato Sarkozy lideró una campaña excepcional, en la que conservó siempre la iniciativa política e impuso a todos sus contendores los temas a discutir.

No tuvo complejo alguno en presentarse como un hombre de derecha ni en lanzar propuestas polémicas y novedosas, rayando así la cancha con un discurso innovador y atractivo. Sus adversarios estuvieron siempre en una posición muy incómoda, reducidos a un mero papel de espectadores de una historia cuyo final parecía escrito de antemano. De este modo, Sarkozy obligó a los medios y a los otros candidatos a girar en torno a su figura, a sus ideas y a sus propuestas. Como era de esperar, obtuvo finalmente el triunfo con cierta comodidad en las cifras.

Pues bien, pasadas algunas semanas de la visita de Piñera a Paris, cabe preguntarse si acaso algunos de los consejos fueron tomados en cuenta. La respuesta no puede ser más desalentadora para la oposición. Quizás Sarkozy omitió la parte más importante, o quizás ese día Piñera y sus asesores andaban algo distraídos, pero el hecho es que nada ha cambiado demasiado. El candidato opositor sigue apegado a un libreto conservador que le impide asumir un liderazgo nítido, acorde con el primer lugar que le dan todas las encuestas. Para decirlo brevemente: por más esfuerzos que haga, Sebastián Piñera no parece un candidato ganador. Hay algo que falla, hay algo que no funciona. No es casual si lleva semanas empantanándose en discusiones sin importancia, con una tendencia irritante a quedarse en lo accesorio. Tampoco es casual que se acalore con los buenos periodistas que tienen la mala ocurrencia de hacer las preguntas que corresponden. Si se queda en esas minucias, es porque no tiene mucho más que decir.

Hasta ahora Piñera no ha logrado elaborar un discurso realmente atractivo, no ha ofrecido ninguna idea verdaderamente interesante, ni ha logrado imponer ejes de discusión pública. Aún no muestra nada que permita decir que se trata de una campaña realmente ganadora. No dudo que haya decenas de profesionales muy capaces trabajando en su programa, pero todos sabemos que un programa de gobierno, al final del día, sólo tiene valor si el propio candidato es capaz de encarnarlo y transmitir un mensaje coherente en ese sentido. A falta de eso, Piñera no se cansa de repetir lugares comunes y declaraciones de buenas intenciones, tapizando las pautas periodísticas con fórmulas vacías, quizás llenas de buenos sentimientos pero carentes de contenido real. El único pequeño problema es que nada de eso capta votos, y ni siquiera es muy seguro que logre conservar los que ya tiene.

Así Piñera parece conformarse, a la espera de los errores del adversario más que buscando los aciertos propios, en nuestra mejor tradición. Y aunque es verdad que en el último tiempo Eduardo Frei ha acumulado una cantidad inaudita de errores no forzados, cometería un profundo error quien pensara que se trata de una carrera ganada para la oposición. El desorden y el desgobierno en el comando oficialista son reales, pero quedarse en eso es quedarse en un espejismo: aún quedan varios meses para la elección, y es obvio que muchas cosas van a ocurrir de aquí a diciembre. Por lo pronto, de seguir en caída libre, nadie puede garantizar que Frei sea el abanderado definitivo de la Concertación. El conglomerado de centro-izquierda tiene un instinto de sobrevivencia que no es aconsejable subestimar, y por lo mismo resulta un tanto difícil suponer que de aquí a fin de año la Concertación vaya a seguir tal como está, directo al despeñadero.

Por otro lado, Marco Enríquez es un fenómeno político sin precedentes, por lo que nadie sabe a ciencia cierta hasta dónde podría llegar ni cuáles son sus límites. Bien podría quedarse estacionado en torno al 12 o 15%, pero tampoco es insensato pensar que puede seguir escalando posiciones. Con sus propuestas audaces y con su presencia persistente, Marco Enríquez ha dejado en claro que tiene cuerda para rato, porque talento le sobra. No sería raro entonces que la apuesta de inflarlo termine transformándose en una mala pesadilla, pues nadie -ni él mismo- sabe hasta dónde puede seguir creciendo.

Así las cosas, el comando de Piñera haría bien en tomarse en serio el estancamiento que la afecta, y que ha sido confirmado por todos los estudios de opinión. Porque lo único seguro es que el triunfo aún se ve muy incierto con lo hecho hasta ahora. Para tener éxito, el empresario debe mostrar muchas más ganas y mucha más convicción, debe cerrar todos los flancos -aunque eso signifique desprenderse de todas sus empresas- y abandonar de una buena vez las frases hechas. Tiene que atreverse, a veces, a decir cosas impopulares, tiene que atreverse a marcar con mucha más claridad un rumbo, una dirección y un camino bien definidos. Debe ser capaz de infundir más mística, más entusiasmo y demostrar que representa un proyecto colectivo más que uno personal. En pocas palabras, debe seguir las lecciones de Sarkozy. Aunque, en estricto rigor, habría que decir que hay pocas razones para suponer que logrará en cuatro meses lo que no ha podido en cuatro años.

Publicado en El Mostrador el 13 de agosto de 2009

miércoles, 12 de agosto de 2009

El mito progresista

El chantaje lanzado por el senador Guido Girardi y el PPD a la candidatura de Eduardo Frei ha vuelto a reflotar el tema del mal llamado “progresismo”. Más allá de la deslealtad que representa una amenaza de ese tipo para con un candidato con el que están comprometidos, y que necesita cualquier cosa menos problemas, me interesa detenerme en este nuevo slogan con el que muchos de nuestros políticos parecen algo embelesados.

Aunque es natural y hasta cierto punto lógico que la vida política se alimente de lemas y de frases hechas, en este caso algunos parecen abusar de nuestra paciencia. Si atendemos al significado natural del término, progresista es todo aquel que desee el progreso. Como obviamente todos deseamos progresar, la palabra —en su acepción original— no sirve para distinguir nada. Cosa distinta es que tengamos legítimas diferencias sobre qué significa el progreso, pero eso forma parte del juego democrático y nadie podría quejarse del hecho que haya opiniones diversas. Sin embargo, la izquierda chilena ha intentado, con cierto éxito, monopolizar el término, invocando para ella la exclusividad del progresismo. Así, toda idea proveniente de ese sector político viene ungida por la sacrosanta bandera progresista. Desde luego, es una manera muy poco caballerosa de discutir, pues descalifica a priori al adversario: antes de dar ninguna razón, hace creer que los de la vereda del frente no quieren progreso.

Todo esto importaría poco si no fuera porque, además, es una manera poco inteligente de discutir. La etiqueta ocupa tanto espacio que impide ver los verdaderos problemas. Cuando los dirigentes del PPD levantan la bandera progresista, y aseguran con el ceño fruncido que Frei debe tomar, sí o sí, el programa progresista, uno no puede sino preguntarse: ¿qué significa eso?, ¿hay argumentos presentes en esa frase, ¿es ésa una manera razonable de discutir los temas, de conversar para tratar de alcanzar acuerdos? La verdad es que no, no es manera de discutir. Tampoco hay verdaderos argumentos, ya que ser progresista es ser todo y nada a la vez: hasta ahora no se ha podido descubrir ninguna convicción seria detrás del slogan. El progresismo puede ser hoy impulsar una reforma tributaria precipitada y mal pensada, mañana repartir condones en los colegios como quien reparte dulces de chocolate, y después lanzar una reforma laboral como la que impulsó el oficialismo poco antes de la elección de 1999. También podría ser todo lo contrario si acaso el viento cambiara de dirección: el mismo PPD ha carecido de toda línea programática consistente en el tiempo, y tendría arduo trabajo quien quisiera identificar su cinco ideas centrales.

Pero la verdadera trampa de la cuestión reside en lo siguiente: quien invoca el mito del progresismo se ahorra el argumento y la discusión. A veces da la impresión que basta con que una idea sea calificada por ellos mismos como progresista para tener valor, sin que haya ningún argumento de por medio. La invocación, en boca de sus defensores, parece abrir y cerrar la discusión al mismo tiempo, sin posibilidad de réplica. En ese sentido, es una palabra mágica, una palabra encantada que le permite al político ahorrarse el dar verdaderas razones, el discutir en serio. Y de hecho funciona cada día más como una suerte de amenaza que pesa en la espalda de todo personaje público. De alguna manera, los políticos arrancan horrorizados del solo riesgo de no parecer “progresistas”. El pequeño detalle es que detrás de esa palabra no hay nada concreto, nada real ni nada útil. Parafraseando al escritor Charles Peguy: no sabremos jamás el número de estupideces que se han cometido en nuestro país por el miedo de no parecer suficientemente progresistas. Dicho de otro modo, sin la palabra mágica, nuestros progresistas deberían darse el trabajo de razonar, de argumentar por ejemplo por qué Chile necesita una reforma tributaria y de qué tipo. Tendrían que darse el trabajo de dar los motivos por los que creen hay que nacionalizar el agua que el mismo Frei privatizó, o por qué creen que el aborto terapéutico debe ser una prioridad del próximo gobierno. En una palabra, deberían reemplazar la amenaza por el argumento. Pero todo eso es demasiado complicado: es más fácil recurrir a la palabra mágica que evita dar explicaciones un poco más complejas.

Por cierto, aquí hay alguien que tiene todas las de ganar: Marco Enríquez. En demasiados sentidos, es imposible ser más progresista que él. Frei podrá correrse todo a la izquierda que quiera, podrá cambiar camisas y despeinarse, pero es científicamente imposible que algún día parezca más progresista que el diputado independiente. Por lo mismo, el abanderado oficialista cometería un error grave de aceptar el chantaje del PPD, pues nunca podrá estar más a la izquierda de la versión original. Es una carrera perdida desde el principio, es una carrera en la que Enríquez Ominami siempre tendrá espacio para ponerse un poco más progresista y dejarlo fuera de juego. Es una carrera en la que todos sabemos quién gana. Sería absurdo por lo tanto el estar dispuesto a correrla, y esto vale tanto para Frei como para Piñera, que a veces también parece querer ir a la caza de esas banderas.

Desde luego, no hemos considerado hasta aquí el hecho de que el paladín del progresismo chilensis sea nada más ni nada menos que el honorable senador Guido Girardi, el mismo que pide castigos a los carabineros que cumplen con su deber y el mismo que pagó una de sus campañas con fondos públicos, entre muchas otras polémicas que sería inoficioso enumerar: si eso es progresismo, mejor arrancar. Pero ese sería tema para otra columna.

Publicado en el blog de La Tercera el 12 de agosto de 2009

viernes, 7 de agosto de 2009

Una verdad incómoda

Hay una virtud que el candidato Frei ha mostrado que le sobra y que nadie le podría negar sin cometer una injusticia grave: la perseverancia. Gracias a ella, dejó en el camino a Soledad Alvear, José Miguel Insulza y Ricardo Lagos. Es indudable que la primera condición de todo candidato es una buena dosis de apetito por el poder, y por ahí fallaron sus (no) contendores. Frei quiere, y esa voluntad férrea le ha permitido llegar hasta donde está cuando, hace un año, nadie daba un peso por él. Frei se lanzó cuando todo indicaba que no era su momento, perseveró cuando nadie creía en él, e insistió cuando nadie más parecía estar disponible, y ahí lo tenemos, cual Lázaro resucitado intentado resucitar a una Concertación que se resiste a morir.

Si la voluntad es su fortaleza, es al mismo tiempo su debilidad: es candidato porque mostró una voluntad que los otros no, y es candidato porque los otros pesos pesados de la coalición gobernante ni siquiera estuvieron dispuestos a entrar a la cancha. Entonces, a cambio de una primaria Frei-Lagos, los chilenos tuvimos derecho a un mal remedo de primaria regional, con debate transmitido sólo para la Quinta de Tilcoco, y un buen pugilato final. El cuadro de un Frei discurseando mientras Escalona y Gómez se insultaban a medio metro terminó siendo quizás la mejor postal de las contradicciones internas de un Frei capturado por una Concertación moribunda, en la que las injurias han terminado por reemplazar a las ideas, y en donde cada día cuesta más ocultar la motivación exclusiva que los une: el poder.

Frei quedó así, atrapado por una coalición que muestra unos signos de agotamiento material que son demasiado evidentes, y cuyos síntomas resulta casi inoficioso detallar. Baste decir que la Concertación se quejó durante quince años de los "enclaves autoritarios" que le impedían ser mayoría en ambas cámaras, pero, cuando finalmente logró esa ansiada mayoría, le duró menos que un suspiro. Y si no duró fue porque, de un tiempo a esta parte, carece de idea matriz: con los años ha terminado por transformarse en una simple administradora de cuotas de poder. Vacía de contenidos, huérfana de ideas, sin doctrina ni proyecto común, Frei tuvo que resignarse a ser el candidato de una coalición a la que nadie en su sano juicio le promete un futuro esplendoroso.

Dadas estas circunstancias, Frei podría haber intentado elevar un poco el nivel del debate, tratar de infundir una nueva mística a la desgastada Concertación. Pero no quiso o no pudo: para eso habría necesitado convicciones fuertes e ideas centrales. Y no las tiene. Frei no está sólo preso de la Concertación, lo está también de sus propias contradicciones, de sus propios silencios y de su propia historia. ¿Quién es, a fin de cuentas, Eduardo Frei? ¿Qué ideas precisas tiene Frei de lo que debe ser el Chile de los próximos 20 años? ¿Qué de nuevo nos puede ofrecer un ex presidente que no brilló en su primer mandato?

Dicen que se ha puesto estatista. Puede ser, pero para eso debería aclararnos por qué diablos privatizó todo cuanto pudo mientras fue Presidente. También debería explicarnos que quiere decir "más Estado" en momentos en los que el Estado chileno hace agua por todos lados, y no sólo por falta de recursos. Si pasa lo que pasa en el Sename, si pasa lo que pasa en el Félix Bulnes y en el Hospital de Talca, si pasa lo que pasa en Chiledeportes y en la educación pública: ¿qué puede querer decir "más Estado" en un país como el nuestro? No tengo un pelo de liberal, y por lo mismo no arranco despavorido cuando escucho la palabra "Estado", pero debo confesar que al Estado chileno le guardo cierta distancia. ¿No sería mejor intentar hacer mejor lo que el Estado hace mal, y sólo luego encomendarle nuevas tareas? Pero no es el fondo lo que importa, sino la eficiencia del slogan: pura voluntad de poder.

Dice que está dispuesto a debatir todos los temas, incluso el aborto terapéutico. Pero, al hacerlo, se traiciona a sí mismo y a su propia historia política. Si el Frei de 1993 se negaba tajantemente a abrir cualquier discusión respecto del aborto, el de 2009 parece bien dispuesto a ceder al chantaje pseudo progresista del inenarrable Guido Girardi, si acaso eso le sirve para ganar. ¿Cómo explicar un cambio tan profundo en un tema tan sensible? ¿Acaso el Frei 2.0 abandonó ya todas las convicciones en la frenética lucha por el poder? Ganar, ganar: tal parece ser la única obsesión que ocupa la mente de Frei. Y está bien, pues se trata de la obsesión natural de todo candidato. Pero al mismo tiempo, Frei debe ser capaz de responder claramente para qué quiere ganar. Porque ésa es la pregunta de fondo, al menos la que nos interesa a los votantes: ¿para qué quiere usted ganar?, ¿sólo porque no puede vivir sin el poder?, ¿o porque la gran familia concertacionista se lo pide a gritos? Como razón para pedir el voto, es un poco insuficiente.

En su favor, cabe decir que, simplemente, no puede hacer más: al fin y al cabo el poder es el único común denominador posible entre René Alinco y Eugenio Tironi, entre Guido Girardi e Ignacio Walker, entre Osvaldo Andrade y Andrés Velasco. El único inconveniente es que esta dura verdad, esta voluntad vacía de todo contenido, ha quedado tan al desnudo que Marco Enríquez ha podido monopolizar sin problema todo el sex appeal propio de una campaña presidencial. Así, mientras la diputada Saa insulta, mientras Escalona amenaza, mientras los radicales exigen influencia programática para contentarse luego con unos pocos cupos, la Concertación le ha regalado al diputado díscolo toda la cancha, toda la iniciativa y todo el espacio para desplegar un discurso atractivo (y eso que el gobierno, en un notable ejercicio democrático, se negó a dar la inscripción automática y el voto voluntario para las elecciones de diciembre: caso contrario, la paliza hubiera sido memorable).

En todo caso, a estas alturas, la única pregunta que le interesa a Frei es si acaso ese motivo, desnudo y todo, expuesto al público en toda su crudeza e imposible ya de ocultar, le alcanza para ganar. Y la respuesta es que sí: tiene tantas ganas, tanto apetito que eso podría bastarle. Sobre todo porque Piñera y la derecha muestran un entusiasmo mucho más moderado, por decir lo menos. Por lo mismo, el verdadero adversario de Frei no es tanto Piñera como Marco Enríquez. Del cómo logre neutralizarlo, de cuánto logre alejarse de él en primera vuelta, de cuántos de sus votos logre cosechar en la segunda; de esos factores dependerá en definitiva si Frei tiene o no éxito en su empresa. Pero en todas estas materias, hasta ahora, su comando ha demostrado una aptitud bastante cercana a cero. De continuar en la misma línea, no es descabellado pensar que toda la perseverancia de Frei sólo haya servido para retrasar algunos meses la inevitable procesión a un pequeño villorrio de la Quinta Región Cordillera: Caleu.

Publicado en El Mostrador el 7 de agosto de 2009

jueves, 6 de agosto de 2009

Pena de muerte: un poco de coherencia

La propuesta para reponer la pena de muerte en Chile ha generado amplia y rápida polémica. Aunque en rigor, habría que decir que no se trata de reponerla, pues en nuestro país nunca ha sido derogada del todo: sigue vigente para casos de traición en tiempos de guerra (y por eso la propuesta no sería contrario al pacto de San José de Costa Rica). Pero dejando de lado los formalismos jurídicos, el debate ha dejado algunas lecciones dignas de notarse.

Desde el punto de vista electoral, los autores del proyecto no podrían haber escogido mejor momento: la opinión pública, sensibilizada por el horrible crimen perpetrado hace pocos días, se muestra generalmente favorable al castigo más duro posible en este tipo de casos. Si le agregamos a eso el morbo con el que los medios han cubierto el hecho policial, no cabe ninguna duda que la estrategia rinde frutos a la ahora de contar los votos.

Sin embargo, cabe preguntarse si acaso nuestra democracia gana con este tipo de actitudes. Quiero decir, es normal —y hasta cierto punto sano— que en período de elecciones se discutan temas sensibles, y que los candidatos a diferentes cargos se vean obligados a pronunciarse. Pero también resulta un poco sospechoso que el tema sea propuesto de manera tan “oportuna”. Tenemos ya una vasta experiencia en la materia: nunca es bueno legislar (per)siguiendo los sentimientos masivos de determinado momento, pues esos sentimientos son, por definición cambiantes. Aristóteles decía que la ley es razón sin apetito ni deseo, y lo que nuestros parlamentarios a veces dan la impresión de hacer es justamente lo contrario: legislar siguiendo los movedizos apetitos de las masas. Justamente aquello que el filósofo griego llamaba demagogia.

Al mismo tiempo, además de demostrar cuán lejos pueden llegar algunos de nuestros parlamentarios por algo de figuración o unos votos más, también ha quedado relativamente claro el altísimo grado de esquizofrenia política que afecta a políticos de varios sectores: capaces de borrar con el codo lo que ayer escribieron con la mano, o capaces de escribir con la mano lo que ayer borraban con el codo. Parecen padecer aquello que Orwell llamaba la enfermedad del "doble pensamiento".

Así, uno de los diputados que ha propuesto la polémica medida es el mismo parlamentario que, al fundamentar su posición en el voto por la píldora del día después, dijo que no estaba para legislar para las mayorías, y que había que estar dispuesto, en temas de principios, a ser impopular. Fue también él mismo quien realizó la advertencia de inconstitucionalidad respecto de esa misma ley, reservándose el derecho de llevar la materia a conocimiento del Tribunal Constitucional. Pues bien, el mismo parlamentario promueve hoy, sin arrugarse, la pena de muerte para los autores de ciertos crímenes.

Es verdad que el caso de la pena de muerte no es exactamente análogo al del aborto, pues en un caso se trata de un culpable y en el otro de un inocente. Pero cuando se está dando un combate tan importante por la defensa de la vida humana no se pueden dar señales equívocas. Si el combate pro vida es tan importante como a veces lo dan a entender sus defensores, entonces no se puede proponer la pena de muerte unas semanas después de haber —valientemente— votado que no a la píldora contra viento y marea.

En todo caso, sus críticos de la Concertación no lo hacen mucho mejor. Se niegan, por principio, a aceptar la pena de muerte. Respetable punto de vista, pero que exige un mínimo de coherencia para tener algo de credibilidad. No puede usted ser partidario del aborto terapéutico hoy y contrario por principio a la pena de muerte mañana. Si usted cree que la vida humana es un valor que debe ser respetado siempre y bajo toda circunstancia, entonces no puede relativizarlo cuando le preguntan sobre el aborto. ¿Por qué lo que vale para el culpable de delitos graves no vale para el ser humano en gestación? La incoherencia resulta difícil de explicar. La ministra de salud Michelle Bachelet argumentaba en 2003 a favor de la PDD afirmando estar convencida que dicha píldora impide la anidación del óvulo fecundado sólo en “muy pocos casos”. La Concertación, tan opuesta a la pena de muerte, no ha tenido consideración alguna cuando se trata de "algunos" embriones humanos. Si era cuestión de principios, el razonamiento es algo débil.

Al final, lo único que todo esto deja claro es la pavorosa debilidad doctrinal de nuestros políticos, salvo honrosas excepciones. No saben para dónde van, hacen un día lo que deshacen al siguiente, luego se arrepienten y vuelven atrás, y así nos vamos llenando de leyes mal pensadas y mal hechas, de signos equívocos que apuntan en sentidos contrarios, y de polémicas que —francamente— hubiéramos preferido ahorrarnos si queremos discutir con algo de seriedad.

Publicado en el blog de La Tercera el 6 de agosto de 2009

domingo, 2 de agosto de 2009

Una tregua, por favor

Una vez más la televisión nos da señales preocupantes. Se multiplican los comentarios, los reproches y los escándalos. Pero de algo podemos estar seguros: el próximo reality, teleserie o programa juvenil será peor.

¿Qué pasa? ¿A quién hacemos responsable de la acelerada degradación de nuestra TV? Los directores de los canales no son malas personas, al contrario. Tampoco los que controlan la propiedad de las emisoras televisivas, públicas o privadas: todos ellos quieren un Chile mejor. Sin embargo, a veces esto se parece a una horrible pesadilla, donde una bruja destruye en la noche todo lo que padres de familia, abuelos, maestros, alcaldes y ministros tratan de construir durante el día.

El problema tiene, al menos, dos facetas: una antropológica y otra política. La primera es que la vulgaridad resulta rentable. Es decir, el respetable público no siempre merece ese calificativo: la misma gente que se queja de la violencia en las calles no tiene inconvenientes en consumir toneladas de escenas cada vez más truculentas, y ponerlas a disposición de sus hijos sin ningún tipo de supervisión. Casi todos piensan que la familia es lo más importante, pero pocos renuncian a ver programas que la debilitan.

¿Por qué sucede que los seres humanos borramos con el codo lo que escribimos con la mano? La respuesta es sencilla, aunque impopular, es porque somos débiles y nos autoengañamos. Ahora bien, nadie se atreve a decir: "Reconozcamos que usted y yo somos débiles, ¿qué tal si nos ayudamos entre todos, de una manera razonable, a ser un poco mejores?". Muchos clamarían al cielo con la sola sugerencia.

Sin embargo, en campos distintos de la televisión no tenemos inconvenientes en adoptar estas actitudes de autocuidado. Por ejemplo, como el poder político es peligroso, lo restringimos; y una profesión crucial como la medicina está sometida a estrictos controles. Aquí llegamos a la segunda dimensión de nuestro problema, la faceta política: si reconocemos que somos débiles, actuemos en consecuencia. Por lo mismo, nadie se escandaliza porque existan regulaciones que afecten a actividades de amplia repercusión social.

El caso más típico es el mercado. En un país civilizado nadie puede decir que se porta mal porque el competidor hace lo mismo o porque el público lo pide. Esa actitud puede terminar con varios en la cárcel. Las regulaciones jurídicas del mercado no solamente protegen al consumidor, sino también a los propios competidores, alejando de ellos el peligro de transformarse en unos delincuentes, que es una posibilidad que está siempre al alcance de la mano de todos nosotros.

¿Qué hacer? No echarle la culpa a la TV, sino ayudarla. En Chile hay gente capaz, que podría imaginar fórmulas que permitan a los canales contar con reglas de juego claras, y estos sentirían un alivio gigantesco. Por otra parte, debemos ser implacables con las empresas que auspician programas que destruyen lo que más queremos. Por eso, las asociaciones de consumidores son un elemento fundamental para la democracia y el libre mercado.

Un pensador tan poco sospechoso de conservadurismo como Karl Popper advirtió una y otra vez sobre la necesidad de tomar en serio el tema de la televisión: fuera de control, se transforma inevitablemente en un peligro para la democracia. Si todos coincidimos en que la TV tiene una inmensa influencia en las costumbres sociales, no podemos hacernos los ciegos. Lo pagaríamos caro.

Escrito con Joaquín García Huidobro, publicado en La Tercera el 2 de agosto de 2009