viernes, 27 de noviembre de 2009

Una campaña sin ideas

La campaña presidencial está entrando en su recta final, y quizás sea hora de ir sacando algunas conclusiones. Hasta ahora, ha sido un poco plana y los candidatos no han mostrado mucha osadía. De algún modo, es normal: cuando hay mucho en juego nadie quiere arriesgar. Sólo Jorge Arrate puede permitirse ese exquisito lujo de ser libre y decir lo que piensa sin calcular. Y aunque es cierto que a veces dice cosas rayanas en lo absurdo (las "distorsiones" cubanas), o pierde parte de su credibilidad proponiendo pactos mínimos, hay que reconocer que Arrate recoge mucho de nuestra mejor tradición política: se da el tiempo para hablar y para escuchar, explica bien, ordena sus ideas y respeta a sus adversarios. En una palabra, sabe dialogar y es innegable que, a veces, su talento hace ver muy mal a sus contrincantes.

Los otros candidatos han ido optando por una posición de expectante prudencia. Incluso aquellos que, en principio, deberían intentar mover un poco el escenario, han preferido esperar antes que apostar. Quizás alguno esté esperando la segunda vuelta para mostrarse más, pero ni siquiera eso es muy seguro: ni Frei ni Enríquez tienen garantizado su paso a la definición de enero. Con todo, creo que el problema encuentra su raíz en lo siguiente: la estrategia de los tres candidatos tiende a girar en torno a los defectos de sus contendores. Lo paradójico es que, en esa óptica todos tienen algunas razones de cierto peso. Mientras Marco apuesta al cansancio generacional y a las malas prácticas de la Concertación, Frei espera que los problemas de Piñera terminen por pasarle la cuenta, y este último confía en que el desgaste oficialista le alcance para ganar.

Pero lo decepcionante es que ninguno se atreve a ir mucho más allá. Incluso, a menudo, parecen retroceder. El otrora díscolo Marco se parece cada día más a los políticos tradicionales que tanto critica: si ayer aborrecía a Juan Pablo II, hoy quiere convocar al mundo cristiano; si ayer detestaba las transacciones bajo todas sus formas, hoy ha debido ir aceptando que la política consiste en aceptar compromisos. Es obvio que todo candidato, por definición, busca ser conciliador antes que frontal, pero la verdad es que Marco no ha logrado dar con un equilibrio coherente. En definitiva, no sabemos muy bien quién es ni qué piensa en muchos temas fundamentales. Por cierto, Enríquez-Ominami puede seguir apelando a la consigna vacía de recambio generacional, pero no le servirá de mucho: la cuestión no es tanto cambiar las caras como cambiar las prácticas. Y no será Marco, cuya primera incursión política fue elegirse diputado en la circunscripción del papá, quien podrá encarnar la aspiración de erradicar los malos hábitos que aquejan nuestra democracia.

Por su lado, Piñera no se cansa de repetirnos palabras bonitas (y no siempre tan bonitas) y de mostrarnos mundos cinematográficos impecablemente filmados, pero que dejan la desagradable sensación de constituir siempre una mirada externa, desde fuera. En cualquier caso, a Piñera le cuesta una enormidad salirse del aburrido libreto de las declaraciones de buenas intenciones: en esta campaña, la audacia no ha sido lo suyo. Es cierto que va primero, y que por lo mismo quizás no tenga mucho sentido apostar más, pero no hay que olvidar que Piñera tiene varios flancos abiertos, y nadie puede predecir con exactitud qué va a pasar con ellos. Basta que se salte una fila en un aeropuerto para que refloten todas las dudas sobre su verdadera identidad: ¿se saltó la fila en su calidad de candidato presidencial o en su calidad de accionista mayoritario de Lan? ¿O las dos cosas juntas? Son demasiadas las ambigüedades que Piñera ha preferido no aclarar y que le pueden generar costos en los momentos más inesperados.

Quizás la única excepción haya sido la polémica inclusión de homosexuales en su franja. Pero lo hizo de un modo tan equívoco y dubitativo que nadie sabe muy bien qué quiso decir. En un primer momento apoyó el proyecto de los senadores Allamand y Chadwick, para luego desdecirse proponiendo alternativas más bien vagas. Desde luego, si su franja buscaba afirmar que en su gobierno se respetará la dignidad de las personas sin discriminaciones, nadie podría estar en desacuerdo; pero la cuestión reside precisamente en si eso debe traducirse o no en nuevas formas jurídicas y de qué tipo. Piñera no ha respondido esa pregunta de modo claro. Los más liberales podrán alegar que ha sido muy tibio, y los más conservadores que ha ido demasiado lejos; pero el problema central, me temo, es otro: no sabemos qué piensa Sebastián Piñera sobre el tema, si es que acaso piensa algo más allá del oportunismo.

Así, la campaña se ha ido desarrollando sin que nadie esté muy dispuesto a mostrarse. Por de pronto, escuchamos día a día decenas de promesas de toda índole, pero nadie se da el trabajo de aclarar cómo piensa efectivamente resolver los problemas ni cómo piensa financiar su programa (con la sola excepción de Marco en el último punto). Todos queremos mejor educación y mejor salud; la pregunta es cómo la mejoramos y cómo financiamos esas mejoras. Los candidatos son prolíficos en lo primero -que en el fondo no dice nada- y silenciosos en lo segundo -que es lo importante. Por otro lado, las ofertas electorales se parecen a una larga lista de supermercado detrás de la cual cuesta encontrar un eje común, ideas centrales más o menos consistentes. A veces, podría creerse que Chile es uno de los países más socialistas del mundo: todos los candidatos prometen y ofrecen a destajo, con una lógica asistencialista casi delirante. De tanto escuchar a los Pablo Halpern que habitan en cada comando, ya nadie se atreve a convocar a una aventura común, a una empresa colectiva en la que la exigencia sea bidireccional. Es siempre el gobernante que, graciosamente, concederá beneficios a este nuevo ciudadano convertido en cliente: curiosa alianza liberal-socialista.

Concluyendo, los chilenos tenemos pocos elementos sustantivos por lo que decidir nuestro voto. Los candidatos nos condenan a elegir a uno de ellos por razones anodinas: que tal es muy viejo, que el otro es muy inexperto, que el de más allá ya tuvo su oportunidad. Pero no se atreven a ir más allá, a dar más pasos, a mostrar más cartas y tratar de convencernos por qué deberíamos votar por ellos. Quizás sea simplemente porque no quieren arriesgar. Pero a veces la razón pareciera ser un tanto distinta: de tanto obsesionarse con el poder, han terminado por renunciar a tener ideas propias, a definir sus respectivas identidades: se trata de ganar sin detenerse mucho en el cómo. Ante tal escenario, el votante no puede sino quedar un poco perplejo. Es, al menos, mi caso.

Publicado en El Mostrador el 27 de noviembre de 2009

domingo, 22 de noviembre de 2009

La agonía de Frei

A veces, escuchando hablar a Eduardo Frei Ruiz Tagle, es inevitable preguntarse por el tipo de momento político que vivía el país en 1993, cuando fue electo presidente. Porque pocas veces un candidato debe haber transpirado tan poco para llegar a La Moneda: eran tiempos en que ganar la nominación interna del PDC equivalía, virtualmente, a ganar la presidencia de la República.

Esta vez, Frei ha debido conocer el lado menos grato del asunto: hacer campaña cuesta arriba, sudando y haciendo todos los esfuerzos que no hizo en su campaña anterior. Y el personaje que antes parecía sobrio, tranquilo y moderado ha mostrado en esta ocasión todos los ripios y limitaciones que antes simplemente ni se vieron. Ahora recién vinimos a saber el tipo de candidato que es Eduardo Frei enfrentado a la exigencia de una elección realmente competitiva, y la verdad es que no ha salido muy bien parado. Frei tiene dificultades serias para articular un mensaje coherente y atractivo, no convoca ni llama, no atrae ni convence: gana desde luego al votante más duro de la Concertación (cómo no), pero le cuesta una enormidad ir más allá.

Esto, por cierto, no significa que carezca de virtudes: de hecho, es candidato única y exclusivamente gracias a su notable perseverancia. Está dando la lucha que los más altos próceres prefirieron mirar cómodamente sentados desde el living de su casa: nadie podría negarle el mérito de haber ido al frente cuando otros miraban para el lado. Sin embargo, en el camino ha ido perdiendo algunos de sus mayores atributos, como la seriedad y la moderación. Ha cambiado tanto y tantas veces de discurso, se ha esforzado tanto por ser progresista cuando todos sabemos que no lo es, ha dado un vuelco tan grande en su actitud con el PC, que su propia identidad política se ha vuelto más bien difusa. El último ejemplo, pero no el único, fue declararse heredero político de Salvador Allende. Está bien querer ganar votos, pero la verdad es que hacerlo traicionando la historia política de su propio partido puede ser contraproducente. En el fondo, él mismo lo sabe, y por lo mismo no pudo evitar ponerle mala nota al gobierno de la Unidad Popular cuando le preguntaron, contradiciéndose con lo dicho pocos días antes. Más hubiera ganado Frei siendo honesto con su propia trayectoria e identidad, que no es otra que la de un hombre moderado de centro. Todo el resto resulta poco creíble.

Frei también era un político que garantizaba seriedad y gobernabilidad. Sin embargo, al día de hoy, es menester decir que resulta difícil creer que un hombre que no puede gobernar su propio comando pueda gobernar al país. No enumeraremos aquí la acumulación de errores y dificultades internas que han afectado a su comando, pero es claro que han existido problemas graves. Frei no ha sido capaz de construir una plataforma consistente que sustente su candidatura más allá de la lógica clientelista en la que está atrapada la Concertación, y más allá del cuidado lenguaje del senador Pizarro. Porque una cosa es tener alcaldes, concejales y diputados, pero otra muy distinta es darle a todo eso una unidad programática de cierto calibre.

Frei ha ido perdiendo así sus propias ventajas comparativas, y se ha quedado con un solo argumento: el continuismo. Pero mientras más intenta acercarse a la Jefa de Estado, más patente queda su propia debilidad. En el último debate, su única respuesta frente a una pregunta fue que continuaría con la obra de Michelle Bachelet. Se han visto candidatos más propositivos e innovadores. Frei insiste de modo tan majadero en colgarse a la figura de Bachelet que pierde identidad, pierde fuerza. Olvida muy rápido que tiene darnos buenas razones para votar por él, porque no es Michelle Bachelet la candidata. Y, de paso, no entiende que la popularidad de la Presidenta es inoperante políticamente hablando, no sirve de nada.

Mucho podría decirse sobre esto, pero baste anotar que en la votación del presupuesto la mayoría de los diputados oficialistas no votaron favorablemente la partida de educación, contra la indicación expresa de Palacio. Si Bachelet no es capaz de ordenar a sus parlamentarios, menos podrá traspasar su popularidad, que es un espejismo político más que otra cosa (aunque, la verdad, sea dicha, ni Sebastián Piñera ni Marco Enríquez salen mucho mejor parados de este lamentable episodio: uno ni siquiera votó, y el otro tampoco pudo ordenar a sus parlamentarios. Como para hacer reflexionar un poco más a quienes proponen régimen parlamentario o congreso unicameral).

Por último, la popularidad de Michelle Bachelet ha servido para esconder un fenómeno que la campaña presidencial ha evidenciado en toda su crudeza: la Concertación actual es una coalición agotada, que no da para más. Los malos hábitos se han hecho muy frecuentes, las cúpulas autocráticas se han alejado demasiado de la gente y ya no hay proyecto común ni líder que ordene. Cualquier observador lúcido debería poder decir que, hoy por hoy, lo mejor que le puede pasar a la Concertación es perder.

Salir del poder, entrar a la sociedad civil, abrir las ventanas, tomar aire, respirar, pensar y trabajar. Permitir la emergencia de liderazgos nuevos, que están hace mucho tiempo bloqueados por los viejos tercios que se resisten a dar un paso al costado. Mirado así, el intento de Frei será recordado simplemente como el último y triste estertor de una coalición que se resiste aceptar un destino inevitable.

Publicado en El Mostrador el 20 de noviembre de 2009.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Ecos de 1952 en las presidenciales

Pocas elecciones pasadas son tan ilustrativas para entender el momento que vivimos como las del año 1952.

Ese año, los radicales cumplían tres períodos consecutivos en el poder. Aunque sus gobiernos habían ido de más a menos, pensaban poder asegurar un cuarto período gracias a un bien aceitado sistema de favores y, para lograrlo, nominaron a Pedro Alfonso. Por su parte, la derecha esperaba aprovechar el desgaste de los radicales, y llevó como abanderado al liberal Arturo Matte. Carlos Ibáñez del Campo se presentó sin el apoyo de ninguno de los grandes partidos, pero logró reunir a gente proveniente de distintos horizontes. El cuarto candidato fue Salvador Allende.

La historia es conocida: Ibáñez triunfó, y su campaña de la escoba simboliza en nuestra memoria colectiva el hastío con la corrupción y la clase política. Sin embargo, su gobierno fue un fiasco, pues la coalición que lo apoyaba se disgregó al poco andar: quienes lo habían apoyado no tenían nada en común más que la vaga referencia a una personalidad carismática.

Aunque las diferencias entre ambos escenarios son evidentes, los paralelos también saltan a la vista.
La cuestión más importante quizás sea que todo indica que, como los radicales, la Concertación ha cumplido su ciclo y está llegando a su fin. La candidatura de Marco Enríquez-Ominami tiene muchos defectos, pero un gran mérito: ha mostrado en toda su crudeza el estado de descomposición orgánica del oficialismo. Los insultos a los que tuvo derecho Gabriel Valdés al decir que el candidato opositor podría ser un buen Presidente sólo han servido para mostrar que la coalición parece haber agotado sus propuestas. Sus cúpulas hace tiempo perdieron el contacto con la realidad, y hoy se dedican a manejar redes de clientelismo más o menos eficaces.

Además, como decían los griegos, los dioses ciegan a quienes quieren perder, y la Concertación ha cometido demasiados errores no forzados. Ha sido incapaz de entender que el liderazgo de Michelle Bachelet es cualquier cosa, menos político y que, por tanto, es muy difícil que su popularidad se traspase al candidato.

El único efecto de tanto ministro en la calle es desnudar una verdad incómoda: Frei es un abanderado débil que, como Alfonso, lleva una mochila demasiado pesada que le hará muy difícil aspirar seriamente al triunfo. Como parece sugerirlo la encuesta CEP, la dolorosa paradoja es que la Concertación podría tener más que ganar votando por Marco que por Frei en primera vuelta.

Por cierto, la pregunta abierta es quién se beneficiará de esta situación. Sebastián Piñera, como Matte, supone que el desgaste de sus adversarios le basta para ganar. Aunque sus posibilidades son serias, su libreto excesivamente conservador y los flancos abiertos por su trayectoria lo dejan muy expuesto. Tampoco vio venir a Marco: durante semanas, cultivó con él una complicidad que le puede terminar costando cara.

La ecuación de Enríquez-Ominami no es más fácil, si acaso quiere ser el nuevo Ibáñez: aunque va en alza, la distancia con Frei es aún muy grande y la tarea de remontarla empieza a tener dimensiones más épicas que políticas. Aunque talento no le falta, hasta ahora no ha sido capaz de construir un discurso medianamente coherente, y aún son muchas las dudas sobre sus verdaderas convicciones y sus equipos de trabajo.

Con la campaña en tierra derecha, lo único claro es que los candidatos harían bien en arriesgar un poco más en los días que quedan, pues la historia aún puede guardar vuelcos inesperados de aquí al 13 de diciembre.

Publicado en La Tercera el 16 de noviembre de 2009 (y también en el blog de La Tercera).

viernes, 13 de noviembre de 2009

Locos por la CEP

El miércoles al mediodía, el Centro de Estudios Públicos entregó los resultados de su última encuesta presidencial. El miércoles al mediodía, en el Centro de Estudios Públicos se congregaron periodistas y analistas del más diverso signo para escuchar atentamente: el Oráculo de Delfos daba su veredicto. Fue tanta la expectativa generada alrededor del sondeo que Carolina Segovia -la encargada de comunicar los resultados- no tenía nada que envidiarle al subsecretario del interior en día de elecciones. Y la idea de un reemplazo quizás no sea tan descabellada si consideramos que Patricio Rosende, el verdadero subsecretario, recibió hace poco una capacitación para enfrentarse a las cámaras el 13 de diciembre que costó varios millones de pesos.

Una vez liberados los datos, columnistas, analistas y periodistas se lanzaron a interpretar, comentar y descifrar la información contenida en la encuesta: que tal candidato bajo un atributo, que el de más allá subió en otro. Para no ser menos, los políticos también reaccionan y, cada cual en su estilo, modifican y confirman el adagio según el cual las encuestas no se ganan ni se pierden: se explican. Por cierto, es digno de notar el cambio de actitud de los candidatos según los resultados: si éstos son buenos, las encuestas son muy importantes; de lo contrario, ellos no están para comentar encuestas. Como sea, es obvio que los candidatos ajustan con precisión milimétrica su estrategia y su discurso a las fluctuaciones de los sondeos de opinión.

Así, nuestra vida política se ordena en función de los sondeos, en función del "trabajo de terreno" de la CEP o en función de los atributos que tal o cual encuesta mide. Más de alguien podrá argüir que se trata de un modo legítimo de acercarse a las preocupaciones de la gente y que, además, es un fenómeno propio de las democracias modernas. Es posible. Pero a veces tiendo a pensar que en Chile la cuestión alcanza niveles un poco delirantes. Hemos terminado por atribuirle a las encuestas una importancia tan desproporcionada que a veces me hace dudar de nuestra cordura, como lo muestra el hecho que las supuestas filtraciones de la CEP eran tratadas casi como problemas de seguridad nacional. Y daría un poco lo mismo si no fuera porque esta obsesión genera algunos efectos perversos, pues da la impresión que ya nadie sabe muy bien qué diablos estamos midiendo. Me explico.

Las encuestas, en principio, son un instrumento para conocer la realidad: saber cómo estamos y qué pensamos. Sin embargo, con frecuencia, generan un fenómeno circular, pues no sólo reflejan la realidad, sino que también la crean. ¿Ejemplo concreto? Hace poco más de un mes, Adimark realizó un sondeo según el cual la popularidad de Michelle Bachelet alcanzaba el 76%. Esta cifra fue profusamente difundida por los medios, comentada por los políticos y explicada por los comentaristas. Pues bien, pocas semanas después Adimark realizaba un nuevo sondeo, cuyos resultados indicaron que la aprobación de la presidenta se empina ahora al 80% y -nuevo dato- que un 95% de la población cree que Michelle Bachelet es querida por los chilenos. Pero, ¿alguien puede sinceramente sorprenderse con esta última cifra?, ¿era esperable otra cosa?, ¿no está la encuesta midiendo solamente la efectividad de su propio resultado anterior? Lo raro es más bien que aún haya un 5% de chilenos que no se sumen a esta fiesta nacional de popularidad. Alexis de Tocqueville explicaba magistralmente el fenómeno hace más de 150 años: en las democracias modernas, decía, la opinión pública traza un círculo cada vez más estrecho fuera del cual pocos se atreven a salir: es lo que llamaba el suave despotismo de la opinión. Así, si alguien osa pensar contra la opinión mayoritaria, la réplica no se hace esperar: ¿cómo te atreves a pensar contra la mayoría? Esto sin considerar esa enorme zona oscura que es la elaboración de las preguntas de los sondeos: bien sabemos que el modo de preguntar incide directamente en el modo de responder.

Dicho de otro modo: nuestra obsesión por las encuestas puede ser insana, pues ya no sabemos si estamos midiendo la realidad, o si estamos midiendo la realidad alterada por el efecto mismo de las encuestas. Es una lógica algo orwelliana que nos va cerrando poco a poco el acceso a la realidad. En función de ella, los políticos se obnubilan y cometen no pocos errores. Eduardo Frei, por ejemplo, lleva semanas intentando captar algo de la popularidad de Michelle Bachelet: en ese esfuerzo ha involucrado a ministros y hasta la propia madre de la presidenta. Pero, cegado por los números de los sondeos, no se da cuenta que se trata de cosas distintas, que la popularidad de Bachelet no responde a cuestiones estrictamente políticas y que, por tanto, se trata de una empresa vana. Frei haría bien en intentar elaborar y transmitir un mensaje propio, con identidad, más que repetir con majadería que representa la continuidad del actual gobierno: todos sabemos que Frei no es Bachelet. Por su lado, Piñera lleva meses replegado en una estrategia timorata confiado en el primer lugar que le dan las encuestas. Un poco por eso, no ha dado muchos argumentos para votar por él que vayan más allá del desgaste de la Concertación. El pequeño problema es que, si el escenario cambia, queda descolocado. El mismo Marco no ha logrado dar con un tono convincente desde el momento en que se puso a mirar mucho las encuestas: en el último debate, por ejemplo, se le vio incómodo, sin hallarse. Resumiendo: los políticos miran demasiado las encuestas. Creen acercarse al ciudadano común, pero la verdad es que más bien se alejan. Es demasiado evidente que cada palabra, cada gesto es fruto del cálculo: pierden espontaneidad, calidez y credibilidad.

Por cierto, no tengo nada en principio contra las encuestas, ni en contra del CEP en particular. Se trata de herramientas que pueden ser muy útiles si son bien utilizadas, y si el CEP ha logrado consolidarse con un sondeo altamente fiable, tanto mejor para ellos. El problema es que nos olvidamos con frecuencia que se trata sólo de herramientas. Las encuestas a veces aclaran, pero otras tantas oscurecen. No pueden reemplazar el contacto directo y la atención puesta a las personas de carne y hueso y, como toda estadística, suelen esconder aspectos importantes de la realidad. Por lo mismo, no es casual que los grandes políticos hayan sabido ir, por momentos, contra opiniones mayoritarias, o supuestamente mayoritarias. La misma Concertación lo supo hacer con la pena de muerte. Es lo que se llama tener convicciones sin mirar constantemente el barómetro de popularidad. Lamentablemente, no abundan los políticos así en el Chile de hoy.

Publicado en El Mostrador el 13 de noviembre de 2009

jueves, 5 de noviembre de 2009

El contador de cuentos

Aludiendo a François Mitterrand, Ricardo Lagos nos dejó en claro, una vez más, que lo suyo no son los problemas de modestia: "Soy el último presidente de Francia, después de mí habrá sólo contadores", dijo en alguna ocasión el ex mandatario francés. Lagos se aplicó la frase a sí mismo, descalificando así de un modo profético a todos sus sucesores vivos y por nacer. Aprovechó de criticar duramente al gobierno de Michelle Bachelet, afirmando que si sus proyectos estrellas fracasaron, es porque la administración actual no tuvo la visión necesaria para darles continuidad.

Estamos entonces notificados: con Lagos se acabó la verdadera Historia de Chile, así, con mayúsculas. Más allá de los delirios de grandeza, la cuestión es interesante porque nos permite volver sobre una de las figuras tutelares de nuestra historia reciente.

El primer aspecto llamativo de sus declaraciones es su nula capacidad de autocrítica. Lagos no reconoce errores ni faltas: en su óptica, las culpas siempre son de otros o del empedrado. Da la impresión que nunca nadie le enseñó algo tan sencillo como evidente: no hay nada de malo en reconocer las equivocaciones. Por otro lado, salta a la vista la extrema facilidad con la que Lagos lanza sus dardos contra Bachelet, responsabilizándola en el fondo de la falta de continuidad de su obra En una entrevista relativamente corta, Ricardo Lagos es capaz de dirigir más críticas al gobierno de Bachelet que varios políticos de oposición juntos.

Pero quedarse en esas cosas sería quedarse, como él mismo diría, en peccata minuta, y perder de vista lo central. Lagos, en el fondo, está jugando otro partido en otra categoría. Por eso descalifica a todos sus sucesores. Lagos está luchando con la historia, y si en ese combate tiene que criticar a Bachelet o las cúpulas partidistas o a quien sea, la verdad es que bien poco le importa. La sola idea de pensar que los libros de historia no reconocerán su legado como él cree merecerlo le es completamente insoportable. Su defensa no es una defensa política en sentido estricto: su defensa es de orden histórico. Lagos intenta, aunque sea a los codazos, entrar a lo grande al reducido panteón nacional.

No tengo la menor idea de si acaso Lagos tendrá o no éxito en su empresa. Sólo se me ocurre decir que se trata de una lucha un tanto vana, pues es imposible controlar el futuro. Además, al fin y al cabo la historia también se escribe de muchas maneras, y abundan las posteridades mal escritas y falseadas: el mismo Mitterrand, que tanto inspiró y sigue inspirando a Lagos, es un caso paradigmático.

Con todo, lo de Lagos no es tan descabellado. Los atributos del personaje son innegables. Ya se quisiera cualquiera de nuestros políticos contar con su habilidad retórica, o con su extraordinaria capacidad para concebir relatos, o con su admirable sentido narrativo de la historia. Y nada de esto es casual: Lagos ha leído, ha estudiado y ha pensado, y es sin duda lamentable que haya escrito tan poco. En muchos sentidos, Lagos no deja de tener algo de razón al mirar con desdén a una clase política incapaz de mirar mucho más allá de sus propias narices.

Ahora bien, un estadista no se mide sólo por lo que leyó o porque lo pensó: Lagos no será juzgado en cuanto intelectual. La pregunta no es cuán inteligente es, pero si acaso logró encarnar y poner en práctica una determinada visión de país con proyección en el tiempo y reconocida por todos los sectores. Y en ese plano la pista se pone más difícil. Porque esto implica cosas que van más allá de la retórica y del relato. Por lo pronto, el Lagos Presidente olvidó completamente que el diablo está en los detalles y que es imposible alcanzar objetivos importantes si no se presta atención a las cosas que parecen pequeñas. Así, gran parte del legado de Lagos se parece demasiado a una imponente fachada detrás de la cual hay poco, o en cualquier caso mucho menos que lo que aparenta.

Lagos olvidó que la gran oratoria y la gran narración sólo cobran sentido si se inscriben en una acción efectiva al servicio del país y de las personas. Sus contradicciones en este plano son tan evidentes como irritantes, y ni siquiera dan para mucho comentario. Sostiene que si los trenes tienen problemas en Chile es porque Michelle Bachelet invirtió poco, pero olvida que la gestión de EFE bajo su gobierno fue impresentable; afirma sin inmutarse que el puente del Chacao estaba financiado, pero omite señalar que las previsiones de tráfico tenían más que ver con literatura fantástica que con evaluación de proyectos; y continua aseverando que el problema de Transantiago fue sólo de implementación, cuando ya nadie duda que los errores de planificación fueron groseros. La guinda de la torta es su alusión a Valparaíso y a su supuesto afán por devolver el mar a sus habitantes: pero evita decir que fue precisamente bajo su mandato que comenzó a perpetrarse la destrucción deliberada y consciente del anfiteatro porteño con la construcción de enormes edificios en los lugares más insólitos, con el silencio cómplice de casi toda la clase política regional y nacional.

No quiero negar que su gobierno no haya tenido méritos, porque los tuvo. En el plano internacional, por ejemplo, tuvo aciertos notables, y en salud hubo avances de importancia. Pero ocurre que Lagos Escobar, en su afán por elevarse a las alturas de la metahistoria, termina escondiendo hasta las cosas buenas de su mandato. Sus indiscutibles talentos parecen estar al servicio de su propia figura más que del país: eso quizás explica su desprecio por la hojarasca. No fue capaz de utilizar el enorme liderazgo del que dispuso ni para renovar la Concertación ni para limpiar el aparato público de los operadores políticos, pues no estuvo dispuesto a pagar costos muy elevados. En el plano institucional, sus propios correligionarios quieren derogar la "Constitución de Lagos", la misma que él firmó diciendo que representaba la estabilidad futura de nuestro país.

Al final, Lagos y su gobierno son mucho más humanos de lo que él está dispuesto a admitir, y desde ese punto de vista deberíamos juzgarlo. En la suma y resta, Lagos no fue ni mucho mejor ni mucho peor que los otros presidentes. A veces pareciera que él mismo fuera el único hipnotizado por su retórica, el único que cree a pie juntillas que su legado sigue intacto.

Aunque también es cierto que, al escucharlo, uno mismo duda: ¿y si tuviera razón?, ¿y si fuera efectivamente el último verdadero presidente de Chile, capaz de convocar, capaz de narrar? Pero las dudas se disipan como el humo si recordamos un hecho tan simple como decidor: falto de tropas, él mismo ha tenido que bajar a terreno y asumir su defensa. El laguismo parece hoy reducido a Lagos Weber: se han visto dinastías políticas más gloriosas. Si Lagos soñaba con reconocimientos unánimes y con un segundo mandato, ha terminado en la ingrata posición de tener que dar incómodas e interminables explicaciones. No suele ser ése el destino de los estadistas.

Publicado en El Mostrador el 5 de noviembre de 2009

domingo, 1 de noviembre de 2009

¿Cómo somos los chilenos?

La Universidad Católica nos ha hecho un regalo en vísperas del Bicentenario: una encuesta que muestra cómo somos y qué pensamos los chilenos. Se trata de un retrato muy bien hecho, aunque no siempre resulte grato. O sea, es un retrato honesto.

Las tres partes de la encuesta que se han publicado nos llevan a otras tantas constataciones interesantes. La primera tiene relación con un problema que probablemente sea uno de los más graves que sufre Chile en la actualidad, aunque muy pocos hablen de él. Sabemos que en Chile faltan 300 mil niños, es decir, tenemos un serio déficit poblacional. Más de alguno podría sentirse orgulloso de que ostentemos este índice de país desarrollado, pero eso sería olvidar por qué muchos países europeos dedican cuantiosos esfuerzos a revertir esta tendencia y ya comienzan a cosechar buenos frutos. La Encuesta Bicentenario nos muestra, además, un dato nuevo: aunque es cierto que la tasa de fecundidad es baja, da la impresión de que las mujeres chilenas con dos o menos hijos querrían tener más, ya que buena parte de las dificultades para hacerlo se fundan en factores económicos, como el tamaño de la vivienda en los sectores bajos, y en la dificultad de compatibilizar un mayor número de hijos con su actividad laboral. Excelente tema para elevar el nivel de los debates presidenciales, al mismo tiempo que una tarea para todos. En Chile no existen políticas que incentiven a quienes decidan tener hijos. Más bien parece que se busca castigarlos, como podría decir cualquier padre de familia: sólo un tercio de chilenos de clase media piensa que nuestro país apoya a las mujeres que quieren tener hijos.

Por lo mismo, las políticas de promoción de la natalidad deben apuntar no sólo a la clase baja, sino también a los sectores medios, que se sienten especialmente desprotegidos. De esto sí han hablado los candidatos y hay que celebrarlo: pero sería necesario realizar propuestas más serias en este sentido, pues no basta con el diagnóstico. Por otra parte, tenemos que conseguir que el mercado laboral deje un espacio a las madres que trabajan. Si no logramos que el trabajo fuera de la casa y la maternidad sean compatibles, estamos perdidos. Se causará además una enorme frustración a muchas personas: todos tenemos deseos incumplidos, pero no poder tener los hijos que se quieren no es una decepción cualquiera. Urgen políticos creativos, capaces de ocuparse de la institución más barata y eficiente para resolver la delincuencia y muchos otros males que aquejan a nuestra sociedad: la familia.

La encuesta también examina el comportamiento religioso de los chilenos y nos dice cosas importantes: Chile sigue siendo un país cristiano y bastante tradicional. En efecto, un 60% de los chilenos quiere que sus hijos conserven su religión; además, los cambios de religión, aunque existentes, son limitados y se dan sobre todo desde el catolicismo hacia el mundo evangélico. Por otra parte, en materias religiosas, las mujeres son más conservadoras que los hombres. Lamentablemente no es posible relacionar este dato con otros: por ejemplo, ¿qué nivel cultural tiene el que se hace católico y el que deja de serlo? Son cosas relevantes, pero una encuesta no puede tratarlo todo, ni siquiera una tan completa como esta.

La encuesta nos dice otras cosas significativas, esta vez en materia socioeconómica: el discurso asistencialista de la protección social tiene un eco limitado entre nosotros, ya que una mayoría de chilenos considera que el éxito personal se debe al esfuerzo y trabajo individuales antes que al Estado. Estamos lejos de ser estatistas dogmáticos, pero tampoco confiamos ciegamente en los privados: no estamos convencidos de que el mercado sea espontáneamente bondadoso. En cuestiones estrictamente políticas, parece que somos muy presidencialistas y no tenemos el menor interés en ampliar las atribuciones del Congreso. Por otra parte, una buena cantidad de connacionales se muestran proclives a la reelección: no es imposible que dicho fenómeno se deba, al menos en parte, a la alta popularidad de Michelle Bachelet, aunque también puede explicarse por un motivo más sencillo: nos hemos dado cuenta de que en cuatro años no se alcanza a hacer mucho, ni bueno ni malo.

Tenemos en suma un retrato que plantea cuestiones cruciales que no siempre están en el primer plano de la discusión. Es nuestro deber observarlo con cuidado, pues difícilmente encontremos las soluciones correctas si carecemos de un conocimiento acabado de nosotros mismos. En ese sentido, se trata de un retrato imprescindible para pensar en nuestro futuro.

Escrito con Joaquín García-Huidobro.
Publicado en El Mercurio el 1º de noviembre de 2009