jueves, 30 de diciembre de 2010

Un proyecto cuestionable

"NO SERÁ punible la interrupción de un embarazo cuando se haya verificado por un grupo de tres médicos la inviabilidad fetal". Así reza la segunda parte del proyecto de ley presentado por los senadores Rossi y Matthei. La propuesta parece tener para sí todo el buen sentido. ¿Por qué habríamos de obligar a una madre a terminar un embarazo si sabemos que su hijo es inviable? ¿No corresponde, en esas circunstancias, darle a ella la libertad de decidir y trazar su destino según su propia voluntad? Estas preguntas son, desde luego, atendibles y merecen una discusión seria.

En cualquier caso, quizás no sea inútil intentar precisar de qué estamos hablando antes de entrar al fondo. El tema cruza tantas sensibilidades y despierta tantas pasiones, que el debate tiende a transformarse en diálogo de sordos. Sin embargo, y dado que el asunto reviste la más alta importancia, no haríamos mal en tratar de generar las condiciones de un verdadero diálogo; y éste exige que nos tomemos en serio las razones de quienes no piensan como nosotros. Así, esta no es una discusión entre fanáticos fundamentalistas que intentan imponer sus creencias contra liberales amables y tolerantes. Tampoco es una discusión entre malvados partidarios de la muerte contra defensores de la vida. Ese tipo de consignas se repiten con frecuencia -140 caracteres obligan-, pero no es seguro que contribuyan a la deliberación común. La discusión sobre el aborto consiste en determinar quiénes forman parte de la especie humana: es un debate sobre el significado de lo humano.

Dicho de otro modo, se trata de definir a quiénes consideramos como iguales y quiénes pueden, por tanto, gozar de protección jurídica. Es una manera de retomar el hilo con la vieja discusión de Bartolomé de las Casas. Por eso resulta tan desencaminado centrar el debate en torno a la autonomía personal, porque acudir a esa noción supone resuelto el punto que se discute. El atajo es tan cómodo como falaz.

Un poco por lo mismo, el proyecto en cuestión es menos inocente de lo que parece. Por un lado, no define qué entiende por "inviabilidad", y sabemos cuánto puede esconderse tras un concepto mal definido. Pero, además, la iniciativa contiene una aseveración implícita relativa a la dignidad del no nacido. La razón es simple: a la hora de definir si alguien merece o no respeto, su "viabilidad" es completamente irrelevante. La moción supone entonces que el feto tiene menos dignidad, lo que implica al final que no la tiene, porque la dignidad humana no se troza en pedazos ni se cuenta por mitades. Se admite así un principio que puede justificar una autorización mucho más amplia del aborto. Defender este punto de vista es perfectamente legítimo, pero lo sano sería discutir el tema con menos eufemismos.

Ahora bien, y en lo que atañe a la cuestión de fondo, los partidarios de la legalización del aborto deben darnos razones lo suficientemente poderosas como para excluir a los no nacidos, o a un grupo de ellos, de nuestra comunidad. En otras palabras: si el embrión o feto, organismo vivo, no pertenece a la especie humana, ¿a qué especie pertenecería? ¿Podemos tratarlo como objeto sólo porque se encuentra en un estado temprano de su desarrollo? A estas preguntas, que han sido ignoradas por los impulsores del proyecto, debemos tratar de responder con la mayor exactitud posible, porque aquí los errores no son puramente estadísticos. Es una cuestión de mínima y estricta justicia.

Publicado en La Tercera el miércoles 29 de diciembre de 2010

sábado, 25 de diciembre de 2010

Allende, desde Francia

"Salvador Allende, investigación íntima" es el nombre del libro recientemente publicado por el periodista francés Thomas Huchon, hijo de un destacado político socialista galo. En él, Huchon expone los resultados de una larga indagación sobre la vida y la obra del ex presidente Allende. Lo hace siempre en un tono coloquial, pues la investigación se funda en un gran número de entrevistas a quienes fueron sus cercanos. El libro, a través de anécdotas y reflexiones, va intentando develar así quién fue ese misterioso personaje llamado Salvador Allende.

En general, el hecho de ser extranjero representa una ventaja al momento de escribir un libro de este tipo, pues un buen análisis exige un mínimo de distancia. No obstante, dicho axioma no vale para este caso. No vale porque Huchon, pese a su buena voluntad y su buena fe, escribe el libro desde la admiración unívoca, casi diría que desde la veneración. Eso le permite conectar bien con sus entrevistados, pero le impide luego conocer al verdadero Allende. Dicho de otro modo, el autor es radicalmente incapaz de poner una mirada crítica en el objeto estudiado. Es cierto que menciona las contradicciones internas de Allende, pero éstas no afectan nunca su análisis. Allende condensó en su propia persona muchas de las tensiones de la sociedad chilena, y si su tragedia, nuestra tragedia, no se explica por ahí, entonces no puede explicarse por ninguna parte.

Es imposible entender a Allende sin tomarse en serio las evidentes contradicciones vitales que lo acompañaron durante su mandato. Naturalmente, un esfuerzo de ese tipo no puede sino mostrar a un Allende con claroscuros. Un trabajo de ese tipo tendría que hacerse cargo no sólo de los factores extrínsecos que afectaron el gobierno de la Unidad Popular -que los hubo-, sino también de los errores cometidos por el propio presidente. Huchon logra la extraña proeza de tener todo el material a la vista, frente a sus ojos, y sin embargo hacer como si nada. El libro sugiere constantemente las preguntas que el autor se resiste a formular explícitamente, pues eso lo obligaría a cuestionar su propio punto de partida.

El mismo autor nos da la clave para entender su problema: en Francia el nombre de Allende es el nombre de un mito y el de una leyenda. La vía chilena al socialismo y el suicidio final ocupan un lugar extraordinariamente privilegiado en la memoria colectiva francesa. Esto se explica en parte por la innegable fuerza épica de la tragedia chilena, y en parte también porque los franceses adoran los experimentos revolucionarios, siempre y cuando éstos se produzcan a no menos de cinco mil kilómetros de su territorio. El reciente juicio efectuado en París contra la represión del régimen militar puede ser considerado discutible por muchos motivos. Es dudoso desde el punto de vista jurídico, y tampoco parece muy pertinente considerando que el historial de Francia en materia de derechos humanos está lejos de ser intachable (baste nombrar la guerra de Argelia). Pero, con todo, el juicio (y la condena final) sigue siendo un muy buen síntoma: los franceses se sienten actores más que espectadores de nuestra historia, y eso explica que Huchon no logre tomar la distancia necesaria. Logra así conservar el mito, pero al mismo tiempo se priva el acceso a una comprensión más acabada de la realidad; una realidad menos mitológica, pero no por eso menos trágica.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 24 de diciembre de 2010

lunes, 20 de diciembre de 2010

¿Una doble vida?

La última novela de Arturo Fontaine, cuyo título es La vida doble, nos introduce sin rodeos ni anestesia en esas zonas de nuestra historia que, a veces, no querríamos ni mirar. Son los subterráneos oscuros, los rincones siniestros del Chile de los `80, allí donde nadie tenía demasiados escrúpulos a la hora de elegir los métodos para combatir la amenaza terrorista. Es, a no dudarlo, un momento particularmente sombrío de nuestro pasado reciente, y Fontaine tiene el mérito innegable de traerlo a la luz con una gran historia.

La vida doble es una novela que se deja leer porque está muy bien escrita. La narración en primera persona le da una fuerza singular al relato, porque el autor (y el lector) es constantemente interpelado por la protagonista que habla. Esto genera un diálogo a tres voces, donde sólo la narradora tiene la palabra, pero donde otros dos van respondiendo. El autor nos describe además el mundo de los grupos revolucionarios, y la realidad paralela de los organismos de inteligencia. Son mundos de misterio, de puntos, de misiones, de peligros y de múltiples realidades que se reflejan unas con otras, y donde nadie sabe muy bien dónde está el espejo, si es que acaso lo hay. Son mundos de vértigos y de compromisos vitales de una radicalidad que ya nos cuesta siquiera concebir.

El hilo central puede resumirse del modo siguiente: Irene cree en la Revolución y en la Historia. Como tal, forma parte de una célula subversiva que organiza un asalto. Éste falla, e Irene cae detenida mientras su compañero -Canelo- muere en el combate. En seguida, Irene es víctima de torturas indecibles -que Fontaine narra con sobriedad sin eludir nada- y sin embargo resiste, no delata. Semanas después es dejada en libertad, pero vuelve a ser detenida al poco tiempo. En rigor, su libertad sólo era un ardid para rastrearla mejor y descubrir su punto débil. En ese momento, todo cambia: Irene no sólo habla, no sólo dice todo lo que sabe, sino que además se produce en ella una suerte de conversión, y pasa a formar parte activa de la célula antiterrorista. Se convierte en miembro del servicio, tiene un arma, interroga a los detenidos y entrega datos cruciales.

Una pregunta recorre toda la novela: ¿cómo puede alguien cambiar de piel de modo tan absoluto y repentino?, ¿cómo puede alguien pasar de ser una ferviente devota de la revolución proletaria a colaborar activamente con los servicios de inteligencia de Pinochet? Ése es el fenómeno que se intenta comprender, y ciertamente la novela tiene la virtud de moverse en ese plano: acá no hay condenas facilistas ni juicios expeditivos, sino más bien cierta perplejidad. La misma Irene no deja de vacilar respecto de su propia historia. La vida doble es, en muchos sentidos, la historia de una vida frustrada, de una vida que nunca pudo seguir la máxima de Píndaro: Irene nunca pudo a llegar a ser lo que era, en parte porque nunca lo supo y en parte porque nadie puede impunemente vivir dos vidas en una. Irene no pudo vivir su vida en ninguna dirección porque una vida doble es algo así como una vida que no es ninguna.

Pero volvamos al relato. Irene admira a sus camaradas caídos en combate: ellos no tuvieron que entregarse, ellos no fueron violentados en sus convicciones. La muerte transformó a Canelo en un héroe, mientras que a ella la vida la transformó en una delatora. Irene recuerda a Winston Smith, el personaje central de 1984, quien también busca combatir a un régimen al que considera injusto y opresivo. Su subversión fracasa porque el poder totalitario descrito por Orwell no admite ninguna grieta, ninguna salida. Pero también fracasa por otro motivo, motivo que Evelyn Waugh viera con tanta lucidez: la rebelión de Winston fracasa sobre todo porque, en el fondo, su rebelión es falsa. La Fraternidad a la que se suma es una réplica del poder totalitario. De hecho, para ingresar a ella, Winston debe estar dispuesto a realizar todo tipo de acciones sin limitaciones de ningún tipo. Para oponerse, debe renunciar a su libertad moral. El proceso de Irene es parecido, pues también debe aceptar que la revolución conlleva “hectolitros de sangre joven”: ella lo admite y consiente sin reflexionar ni buscar razones. ¿Qué la motivaba? “Mi destino era vengar. En mis oídos zumbaba el silencio de los muertos”, nos dice. La máxima es: por la causa, todo. Winston e Irene dan así un paso sin vuelta atrás. En la noche que antecede el asalto fallido, Canelo también tiene estas dudas: pero a él lo absolvió la muerte. A Camus lo obsesionaba el mismo problema, y el sólo hecho de enunciar sus dudas en esa estremecedora obra llamada Los justos le valió la enemistad de casi toda la intelligentsia de su época: ¿debe el verdadero revolucionario estar dispuesto a todo?, ¿no hay acaso en esa decisión una especie de perversión moral, una suerte de transgresión que termina yendo en el mismo sentido de lo que se quiere combatir?

En La vida doble estas preguntas son inevitables porque el cambio de piel de Irene es súbito e instantáneo. “Mi confesión, dice, terminó siendo un vómito de odio a mis hermanos, a mi misma, la de antes”. Ya no era Irene, ahora era de los otros, pero el sentimiento permanece idéntico: sólo cambió el objeto de su odio. Pero para que tal cosa pueda ocurrir, debe haber una identidad invisible entre ambas pieles, un túnel secreto que comunique ambas existencias. Ella misma lo admite cuando asume que el día del asalto decidió entregarse. Y lo que constituye su verdadera tragedia es su incapacidad de entender qué fue lo que le pasó. Por eso, hasta el final, se niega a sí misma, niega las dos modalidades que asumió su propio ser. Y su tragedia es también la de Chile, la tragedia de todos nosotros, porque todos somos, de algún modo, Irene. Aunque no la queramos mirar.

Publicado en El Post el viernes 17 de diciembre de 2010

Una cuestión de identidad

La desorientación severa que afecta a la Concertación es, si se sigue alargando, una muy mala noticia para nuestra democracia. Todo régimen representativo necesita de una oposición fuerte y bien definida, capaz de ejercer un contrapeso real al oficialismo. Sin embargo, la coalición opositora está muy lejos de eso: incapaz de dar con el tono adecuado, a veces pareciera simplemente que no tiene nada relevante que decirnos. El airado reclamo de Carolina Tohá contra un instructivo de Sernatur, aunque menor, es bien decidor: si la gran promesa opositora es capaz de gastar su tiempo en ese tipo de minucias, yo supongo que en Palacio deben esbozar más de una sonrisa. Y, mejor aun, no faltará el asesor que proponga elaborar uno de esos instructivos cada 15 o 20 días. A este ritmo, ¿qué vendrá después? ¿El color de los ferrocarriles, la corbata de los gobernadores?

En ese sentido, no sólo el gobierno carece de ejes estructurantes: eso también vale -y acaso de modo más dramático- para la Concertación. Algunos han propuesto cambiarle el nombre, como si se tratara de un problema semántico (ojalá todo en la vida fuera tan fácil). Otros se sienten cómodos con el rol más activo que han asumido Lagos y Bachelet, pues son los únicos capaces de poner algo de orden. No obstante, hay buenas razones para pensar que su presencia agrava, más que mejora, los males. No sólo porque impiden que las generaciones de recambio asuman de una vez sus responsabilidades -bien o mal-, sino sobre todo porque sus liderazgos respectivos terminan por esconder debajo de la alfombra los verdaderos problemas, que no son tanto de personas como de ideas. Hoy el principal desafío es dar con una definición y un proyecto comunes en el que todos se sientan representados, y ni Lagos ni Bachelet están en condiciones de dar ese tipo de respuestas.

Desde luego, el indispensable proceso de definiciones tiene riesgos, pero el seguirlos postergando tiene aún más. Las tensiones internas, bien manejadas, pueden resultar hasta fructíferas. A ratos, la Concertación parece olvidar que ser oposición da ciertos grados de libertad y que no es pecado usarlos. Por lo mismo, no es malo que existan dos, o más, proyectos alternativos que compitan entre sí. Guido Girardi no puede obligar a nadie a compartir sus ideas y su estilo, pero tampoco nadie puede impedirle que ponga ciertos temas sobre la mesa. Ignacio Walker no puede forzar una unidad ficticia, pero tiene derecho a enunciar el tipo de alianzas en que la DC está dispuesta a participar sin traicionar su propia naturaleza.

Como sea, lo central es que los jerarcas no impidan que estas cuestiones sean debatidas, porque a la Concertación le llora una discusión franca de ideas. Una formulación de la propia identidad exige que todos los puntos de vista sean cuidadosamente explicitados. A partir de esta explicitación será posible elaborar un proyecto político y discutir la política de alianzas, y sólo después podrá venir la pregunta por los liderazgos. Pero seguir funcionando con la lógica de los consensos artificiales equivale a mantener vivo tal cual a un organismo que presenta pocos signos vitales. La democracia necesita una mejor oposición y, por cierto, Tohá se merece mejores razones para oponerse al gobierno.

Publicado en La Tercera el miércoles 15 de diciembre de 2010

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Adolescente sin causa

Hace algunas semanas, en una entrevista que le hiciera Jorge Navarrete, Patricio Fernández Chadwick —director de The Clinic— revindicaba lo que él llamaba la adolescencia del periódico que dirige. Sugería que The Clinic no sería quien es si no fuera por su irremediable adolescencia, si no estuviera siempre diciendo eso que —supuestamente— está prohibido decir. En suma, podríamos resumir, su identidad consiste en hacer todo lo posible, semana a semana, por espantar a la abuelita.

En ese constante afán de transgresión, una de sus últimas portadas caricaturizó a Benedicto XVI de una manera que muchos consideraron poco respetuosa. Supongo que la libertad de prensa existe justamente para permitir este tipo de expresiones, pero también para que quienes se sienten ofendidos por ellas puedan organizarse. Pues bien, un grupo inició una campaña con el fin de intentar convencer a los avisadores de retirar su auspicio al periódico, y logró su objetivo con uno de ellos. Hasta aquí, todo parecía desarrollarse dentro de los cánones normales de nuestra buena y tautológica sociedad liberal: todos tienen derecho a ejercer sus derechos.

Uno hubiera esperado que la reacción del semanario fuera la del buen jugador que conoce las reglas del juego. Pero las cosas fueron un poco distintas: The Clinic reaccionó denunciando una “terrorífica” protesta propiciada por “fanáticos” que buscarían coartar la libertad de expresión. Quizás no se pueda esperar una reacción diferente de quien celebra su propia adolescencia. Con todo, queda un dejo a doble vara, a hipocresía —esos pecados que con tanta fuerza se condenan en las páginas de The Clinic— porque la defensa de la libertad sólo tiene valor cuando se defiende también para quienes no piensan como uno. En el resto de los casos, es demasiado fácil. Además, si uno de los objetivos explícitos del semanario es espantar a la abuelita, no se entiende bien que sean ellos mismos los que luego se espanten de haber hecho tan bien su trabajo. The Clinic empieza a parecerse a ese colegial que no deja vivir en paz al resto pero que luego se victimiza como ninguno cuando le llega su turno. Yo diría que si a usted le gusta tanto el hueveo, no puede ser tan llorón.

Porque, seamos serios, y aún corriendo el riesgo de ser yo mismo el objeto de las próximas sátiras, a The Clinic le encanta la chacota siempre y cuando ésta vaya en un solo sentido. No pretendo negar los aspectos positivos de The Clinic, pues es obvio que a los muchachos les sobra el talento y que han hecho aportes muy significativos. Sin embargo, todo ello queda oculto por —¿cómo decirlo?— cierta vulgaridad. Y aunque ya veo a buena parte del público indignarse conmigo (he cometido el peor de los pecados: he proferido un juicio estético), lamento comunicar que no encuentro un término más adecuado.

Al vulgarizarlo y trivializarlo todo, The Clinic le ha hecho un flaco favor a nuestra discusión pública. The Clinic tiende a degradar el lenguaje, a rebajar el nivel de la discusión y, en el fondo, a erosionar las bases del diálogo democrático, y un fenómeno así no puede sernos indiferente. El diálogo es imposible cuando se rompen las condiciones que lo permiten, condiciones que The Clinic se esmera en hacer añicos y que el formalismo jurídico difícilmente puede producir por sí mismo. El semanario termina así amedrentando a todos aquellos que no se ajustan a la nueva moral, ya que sobre las voces disonantes pesa la constante amenaza de la funa. ¿Qué hombre público podría querer verse en una de sus ingeniosas e humorísticas portadas? Los paladines del pluralismo terminan siendo los mejores gendarmes de lo políticamente correcto, pues convierten todo legítimo disenso en una cuestión de culpables e inocentes. Su facilismo le impide ver los matices, y caen así en aquello que tanto critican: un mundo de buenos y malos.

Eso explica que en The Clinic abunden más los (des)calificativos que las reflexiones, porque la cuestión es que los argumentos sean reemplazados por los adjetivos, esa práctica que Camus consideraba mortal para cualquier debate público. En general, puede decirse que la cantidad de adjetivos proferidos es inversamente proporcional a la cantidad de ideas, y de eso saben en The Clinic. Un poco por lo mismo, hay que ser tan adolescente como ellos para seguir creyendo por un solo instante que todavía son irreverentes, que todavía desafían al poder. No hay nada más ortodoxo que The Clinic porque no hay nadie menos capaz de la menor mirada crítica frente a la doxa que ellos mismos han fundado.

En cualquier caso, lo peor está por venir. Porque ahora que un grupo de presión logró el retiro de un auspiciador, ya sabemos la cantinela que nos espera, con editoriales, reportajes y entrevistas a figurillas del star system criollo: Chile está ad portas de caer en el peor de los integrismos y Muévete Chile —poderosísima organización que domina al país en las sombras— representa la más seria amenaza que la República haya conocido desde las aventuras de Ramón Freire. Se nos dirá, una vez más, que el poder económico conservador se ha coludido para manipular al país y reducir nuestros escasos márgenes de libertad. Pero toda esa monserga según la cual el poder económico es ultraconservador y blablablá es falsa.

No hay tal, pues no existe fuerza más subversiva respecto de las tradiciones —de todas las tradiciones— que el mercado. Para saberlo, una lectura de Marx con un mínimo de atención es suficiente. Si por ventura le fastidian los autores decimonónicos, también puede leer a Christopher Lasch, o al mismo Milton Friedman. Y si su problema es con la lectura, en verdad basta con sintonizar Megavisión o echar un vistazo a LUN. La paradoja —que tanto irritaba a Orwell— consiste en lo siguiente: cuando cierto progresismo de izquierda levanta la bandera de la más absoluta libertad moral no sólo olvida la cuestión de la igualdad, sino que legitima de paso la más absoluta libertad económica. Cuando no hay reglas morales que valgan, cuando toda norma mínima de comunidad es sistemáticamente desacreditada como conservadora o arcaica, el único árbitro que queda en pie es el mercado. Por eso The Clinic comete la más grosera de las incoherencias cuando se queja de la concentración económica al mismo tiempo que quiere transgredir y derribar todas las normas (y cabe decir que buena parte de la derecha padece de un mal simétrico).

Confieso en todo caso que no me gusta la presión sobre los avisadores como medio de reclamo y, por lo mismo, no me asociaría a una protesta de ese tipo. No me gusta justamente porque no creo que todos los problemas sociales sean problemas de mercado y por tanto no creo que deban resolverse por la vía del mercado. Ese camino equivale a reconocer el fracaso de la política. Pero también hay que admitir que el mismo The Clinic ha contribuido a que lleguemos a este punto destrozando alegremente todos los principios de eso que Orwell llamaba la decencia ordinaria o la decencia común. Cuando no se reconoce la existencia de límites, el único árbitro disponible es el mercado. Pero vaya que es difícil explicarle todo esto a un adolescente.

Publicado en El Mostrador el martes 7 de diciembre de 2010.

sábado, 4 de diciembre de 2010

El futuro del Euro

La crisis del euro no tiene nada de novedad. Hace varios meses Europa y el FMI tuvieron que correr a salvar la economía griega que estaba al borde del colapso y, en ese entonces, se dijo que se trataba de un caso puntual no replicable en otros países. Y era cierto, al menos en parte: los griegos no sólo tenían cuentas públicas desastrosas, sino que también habían mentido respecto del estado de sus finanzas.

Sin embargo, al poco tiempo también cayó Irlanda, y su situación era muy distinta. Víctimas de una gigantesca burbuja inmobiliaria y financiera, sus bancos (que habían sido auditados por la Comisión Europea sin que ninguna anomalía fuera detectada), simplemente no resistieron la crisis. El gobierno debió pagar la cuenta, empinando el déficit público sobre el 34% del PIB (quizás no esté de más recordar que el pacto de estabilidad europeo impide, en teoría, déficits superiores al 3%). La situación se hizo insostenible, y los irlandeses tuvieron que vencer sus propios miedos (son muy celosos de su soberanía). Así, la Unión Europea y el FMI elaboraron un plan de ayuda por un monto aproximado de 85 mil millones de euros, y exigieron de Irlanda un estricto programa de reducción del gasto público. La deuda irlandesa estaba poniendo en riesgo a toda la zona euro.

El problema obvio, va ahora por el siguiente lado: ¿qué países siguen en la lista?, ¿a cuántos países puede ayudar Europa sin caer en una crisis de proporciones, considerando que la capacidad de endeudamiento no es infinita? Por de pronto, los candidatos más inmediatos son Portugal y España, aunque sus dirigentes lo niegan día a día con declaraciones altisonantes. Y luego, vienen Italia y Francia. El caso hispano es particularmente crítico, porque el tamaño de su economía impide un salvataje análogo al de Grecia e Irlanda. Por lo mismo, hoy todos cruzan los dedos para que el virus no siga expandiéndose, pues nadie sabe muy bien qué podría ocurrir.

Pero en rigor lo que la crisis irlandesa vuelve a mostrar es que el problema de fondo aún no ha sido enfrentado: la zona euro integra a países con economías muy disímiles, que tienen distintos necesidades e intereses monetarios. Por ejemplo, mientras a los alemanes les agrada un euro fuerte, las economías del sur tienen muchas razones para querer devaluar la moneda: les permitiría recuperar un poco de competitividad y un poco de inflación no les vendría nada de mal. Por otro lado, los germanos han seguido durante muchos años una esforzada política de rigor financiero, mientras casi todos sus vecinos tienen una marcada tendencia al laxismo. En Francia, por ejemplo, no parece haber mucha conciencia del estado catastrófico de las finanzas públicas y los esfuerzos por reducir el gasto son más bien discretos.

Esta dificultad, a su vez, nos remite a una cuestión anterior, que es la de saber si tiene algún sentido tener una moneda común sin una política económica conjunta. El problema, a fin de cuentas, es político más que económico, lo que confirma aquella vieja teoría aristotélica de la primacía de lo político por sobre otros factores. En las actuales condiciones, el euro puede funcionar relativamente bien si el escenario no es demasiado malo, pero en época de crisis la cuestión cambia de color: los desacuerdos se hacen más visibles, los reproches mutuos se repiten con más intensidad y se hacen patentes los intereses divergentes de unos y otros. Y como no hay agua en la piscina para fundar una autoridad económica común —eso sería una especie de paso definitivo hacia un sistema federal—, los europeos se las ingenian buscando mecanismos que puedan reemplazar eso a lo que se niegan: sanciones económicas contra quienes excedan los déficits permitidos (medida completamente inaplicable), acuerdos de estabilidad y solidaridad monetaria futuras, compromisos de permanecer juntos, y otras hierbas por el estilo. Esto demuestra que los europeos, o al menos sus dirigentes, tienen la voluntad de conservar el euro, pero también demuestra que no están dispuestos a poner los medios necesarios para ello: nadie quiere a seguir cediendo soberanía a los tecnócratas que pueblan Bruselas. En algún sentido, puede decirse que los europeos quedaron a medio camino: el Euro sólo tenía sentido como una etapa en la vía hacia un régimen propiamente federal, que hoy pocos se atreven a defender en público. No se atreven a deshacer el camino andado, y con razón: ¿qué puede hacer una moneda nacional europea hoy en la guerra monetaria que enfrenta a China con Estados Unidos? Pero tampoco se atreven a seguir avanzando.

Por mi parte, creo que el euro, al menos en su concepción actual, está condenado a muerte mientras no se resuelva este dilema. No sé cuánto tiempo tardará en morir, pero son demasiadas las tensiones que se condensan sobre él, y que se irán acumulando con el paso de los años, pues las economías europeas tienen ritmos y fisonomías demasiado distintos. Por de pronto, si la crisis no se detiene en Irlanda y sigue contagiando a economías más importantes, la presión será difícilmente soportable, y esto tanto para los que pagan la cuenta como para los que reciben la ayuda. Pero incluso si la crisis coyuntural se detiene aquí, estos problemas van a seguir surgiendo, de modo más o menos solapado, por más que los europeos se sigan cubriendo los ojos: no se puede tapar el sol con un dedo.

Publicado en El Post el viernes 3 de diciembre de 2010

Wikileaks: ¿transparencia totlal?

Wikileaks, junto a los periódicos más destacados del mundo, ha decidido hacer públicos miles de informes diplomáticos de carácter reservado. Esto ha producido cierta exaltación entre los místicos de internet. Algunos hablan de la principal catástrofe diplomática de la historia de la humanidad, como si algo así -de ocurrir- tuviera algo de positivo. Otros sostienen que esto producirá una revolución en las relaciones internacionales, algo así como el advenimiento de una nueva era en la que todo será transparente y toda oscuridad habrá desaparecido.

Me confieso escéptico frente a esta curiosa fe colectiva en las virtudes de la web y Wikileaks, pues creo que esta manera de hacer las cosas esconde riesgos, y no es seguro que hayan sido tomados en cuenta. No pretendo negar los efectos positivos de la difusión de los actos públicos: la calidad de la política mejora cuando cada cual debe rendir cuenta de sus actos frente a los ciudadanos. Pero llevar ese principio a su extremo puede resultar peor que la enfermedad. Desde luego, un mundo completamente transparente está mucho más cerca de las pesadillas de Orwell que de un paraíso terrestre. Lo humano se articula naturalmente entre lo público y lo privado, y aunque la distancia entre los dos ámbitos permite la hipocresía, también permite la intimidad, y es imposible abolir lo primero sin abolir de paso también lo segundo. Alguien podría objetarme que, hasta ahora, las filtraciones corresponden sólo a actos públicos, y es cierto. Pero deberíamos cuidarnos más de celebrar un fenómeno cuyo término no conocemos: ¿Tiene límites esta obsesión por saberlo todo? ¿Hasta dónde llegará esta pasión por la transparencia? ¿Tendremos la capacidad para distinguir los ámbitos?

En todo caso, los documentos filtrados hasta ahora no han revelado nada demasiado extraordinario. Dicho de otro modo, no necesitábamos a Wikileaks para saber que las relaciones internacionales funcionan con altas dosis de hipocresía, de dobleces y a veces también simplemente de miserias humanas. Bastaba con leer a los griegos para saberlo.

Ahora bien, este episodio no puede hacernos olvidar que la diplomacia, con sus bajezas y grandezas, no existe para permitir a malvados gobernantes manipular a las masas, aunque algunos lo hagan. La diplomacia es consustancial a la realidad política, y seguirá existiendo mientras no haya un Estado universal. Ella permite, entre otras cosas, resolver conflictos por canales pacíficos y eso, nos guste o no, exige algún grado de secreto y de reserva: los Estados también tienen su intimidad. Las negociaciones internacionales ponen en juego vidas humanas e intereses permanentes y no pueden hacerse vía twitter. Las redes sociales no pueden reemplazar el trabajo de los diplomáticos y, en ese sentido, la decisión de hacer públicos ese tipo de documentos es altamente problemática.

Suponer que Wikileaks va a modificar en profundidad la naturaleza de las relaciones internacionales es caer en el más cándido de los angelismos. Y el angelismo es menos inocente de lo que parece: quien quiere hacer el ángel, decía Pascal, termina haciendo la bestia.

Publicado en La Tercera el viernes 1º de diciembre de 2010.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

La libertad del burgués

Luis Larraín, en El Post, ha defendido nuevamente la voluntariedad del voto. Si lo entendí bien, su argumentación puede resumirse del siguiente modo: la libertad individual es un valor demasiado sagrado como para limitarlo basándose en argumentos “utilitarios” (el más recurrente: la obligatoriedad genera una supuesta mejoría en la calidad de las políticas públicas). Por otro lado, nos dice, el voto obligatorio genera un público cautivo para los políticos, que no tendrían que hacer esfuerzos para convencernos de ir a votar.

La argumentación de Larraín parece sensata. En efecto, ¿cómo podríamos confiar en el voto de una persona que al mismo tiempo vota obligada?, ¿por qué tratarlo como adulto y como niño al mismo tiempo?, ¿no hay allí una contradicción demasiado evidente? La columna tiene, al menos, un mérito, que es el de insistir en el fondo del problema. En una discusión de esta naturaleza los argumentos decisivos no son de utilidad sino normativos. Es decir, no basta con mostrar los efectos positivos (o negativos) de ambas alternativas; el esfuerzo debe ir por el lado de determinar si acaso el voto debe ser obligatorio o voluntario. Los otros argumentos pueden ser muy importantes (y, de hecho, lo son) mas no definitivos. Se trata de una cuestión demasiado crucial como para decidirla en función de utilidades que, por lo demás, pueden ser variables.

Para Larraín, imponer la obligación de votar implica una insoportable limitación a la libertad individual. La libertad está entendida aquí como la mera ausencia de impedimentos externos: cualquier intromisión es indebida. Si quiero, voto; si no quiero, no voto, y no hay mucho más que discutir. No sé muy bien por qué, pero pese a lo tentador que suena este razonamiento (es música para los oídos: yo siempre puedo hacer lo que yo quiero), nunca ha podido convencerme del todo, en ninguna de sus versiones. Es un problema que ya explicaba Marx, en La cuestión judía, donde critica duramente esa concepción “negativa” de la libertad. Esos supuestos derechos, esa supuesta libertad, dice Marx, no son más que los derechos del hombre egoísta, del hombre separado del hombre, del hombre considerado como mónada aislada. Porque, seamos serios, ¿qué tremenda limitación de la libertad es ésa que nos obliga a ir votar cada dos o cuatro años?, ¿no nos impone la sociedad obligaciones mucho más pesadas en el día a día? Detrás de la visión de Larraín se esconde un individualismo exacerbado, que considera cualquier deber, por mínimo que sea, como una inaceptable limitación a la propia individualidad.

El detalle es que la libertad no es algo dado de modo espontáneo -por más que les pese a los contractualistas-, no es algo anterior a la sociedad. La libertad existe porque hay sociedad, es fruto de la comunidad. Lo que dio origen a la libertad fue la creación de la política, la creación de la polis. Por lo mismo, no es de extrañar que una condición mínima de existencia para la libertad sea la existencia de una comunidad política medianamente sana y robusta, donde la participación y el poder de decisión no sea el monopolio de unos pocos, de los mismos de siempre. Sin comunidad, la libertad no es más que una ilusión. En ese sentido, el voto obligatorio no tiene nada de delirante, y no debería tenerlo ni siquiera para un liberal, pues sin república no hay libertad.

Pero quizás voy muy lejos. Porque justamente el desacuerdo reside en las distintas concepciones de lo público: mientras para unos, el funcionamiento del mercado debe extenderse a todos los ámbitos posibles, otros creemos que lo público debe dibujarse con otros trazos, con otros colores. Dicho de otro modo, para algunos la decisión de votar o no votar es parecida a la decisión de ir al Líder o al Jumbo, mientras que para otros la política no debe replicar el funcionamiento del mercado, porque los bienes en juego son de orden distinto. Por mi parte, me inclino por pensar que reducir todos los ámbitos de la vida humana a la lógica del mercado supone un estrechamiento extremo de las posibilidades humanas. Además, la paradoja es que esa concepción de la libertad termina limitando la propia, vaciándola de contenido y de sustancia, reduciendo las opciones a Pepsi o Coca cola. Ésa es, Marx dixit, la pobre libertad del burgués.

Publicado en El Post el viernes 19 de noviembre de 2010-

Una derecha dialéctica

DE MODO algo inusitado, el gobierno ha decidido esforzarse en definir su propio sector resucitando esa vieja idea de la nueva derecha. La iniciativa no deja de ser loable, porque si de algo parece pecar el oficialismo es de falta de reflexión. En efecto, la actual administración está dominada, a ratos, por el activismo: entre las urgencias que no han faltado, cierta obsesión por las encuestas y el propio carácter del Presidente, al gobierno le ha costado transmitir un mensaje coherente.

Por eso, no es mala la idea de hacer una pausa para pensar dónde se está y dónde se quiere ir, más allá de esa consigna tan fundamental como insuficiente de hacer bien las cosas. Sin embargo, la ocurrencia también tiene sus riesgos y no es seguro que hayan sido previstos. En primer término, y suponiendo que al gobierno le interesa la unidad de la Alianza, se entiende mal por qué la nueva derecha se erige con cierto ánimo de exclusión hacia la UDI, el partido con mayor representación parlamentaria. En ese sentido, el ministro del Interior debería evitar confundir sus legítimas aspiraciones con el interés del gobierno. Esto no quita que la respuesta haya sido algo decepcionante: en lugar de doblar la apuesta y aprovechar la oportunidad, el gremialismo reaccionó, una vez más, a la defensiva.

Por otro lado, la descripción de esta nueva derecha ha sido tan vaga, que cuesta creer que tras ella pueda encontrarse una efectiva refundación doctrinaria: el proyecto original de Allamand tenía bastante más contenido. Está bien hacerse cargo de los problemas étnicos, ambientales y sociales, pero el eje distintivo no pasa por enunciar las dificultades del país (que todos conocemos), sino por el modo de enfrentarlas. Aquí el marketing puede terminar impidiendo una discusión de fondo. Hasta ahora, el único que ha mostrado una verdadera voluntad política por producir cambios es Joaquín Lavín, quien curiosamente ha guardado silencio: acaso por experiencia sabe que no por mucho madrugar amanece más temprano.

En suma, el gobierno debería ser más cuidadoso en abrir una discusión que no va a poder cerrar a su antojo y que puede generar movimientos difíciles de controlar. Además, el Presidente Piñera nunca ha sido un hombre "de derecha" y sus virtudes no van por el lado ideológico: es dudoso que pueda obtener réditos jugando en esa cancha.

Ahora bien, es obvio que la derecha debe acometer un trabajo profundo de reflexión, que no realiza hace decenios. Algunos deberán entender que para elaborar un proyecto político no basta con incluir al final de todas las frases adjetivos de moda (como "liberal" y "moderno"), otros tendrán que construir un mensaje más amigable, y también habrá quienes deban tomarse más en serio los cuestionamientos al modelo económico. Y todos deberán comprender que no hay una sola derecha sino varias, que todas ellas son legítimas y se necesitan unas a otras y que, por tanto, no hay hegemonía que valga; que si quieren no sólo conservar el poder sino hacer algo significativo con él, deben aprender a convivir y a discutir en un cuadro aceptado por todos. Porque sólo a partir de la discusión abierta y honesta, dura y cortés, podrá trazarse un proyecto que haga de la derecha algo viable en el futuro.

Publicado en La Tercera el miércoles 17 de noviembre de 2010

domingo, 7 de noviembre de 2010

Difíciles reformas

Finalmente, la reforma de pensiones vio la luz. Fue votada en ambas cámaras del parlamento francés y está lista para su promulgación. La izquierda ha anunciado un recurso al tribunal constitucional, pero se trata de una maniobra dilatoria sin destino.

No ardió París, los estudiantes no paralizaron Francia y los sindicatos no bloquearon los servicios básicos. Hubo, claro, movimientos sindicales, manifestaciones y huelgas más o menos complejas (la de las refinerías fue la más grave), pero con el pasar de los días todo se fue apagando progresivamente. No hubo mayo del 68, y ni siquiera hubo un remedo de los grandes paros estudiantiles del 2006, que obligaron al gobierno de la época a echar pie atrás en un proyecto de flexibilización laboral. Simplemente, no había agua en esa piscina.

Por cierto, nada de esto quita que el descontento con el gobierno sea muy profundo. Sarkozy alcanzó el poder hace algo más de tres años con un discurso rupturista y renovador, prometiendo reformar una economía ahogada por el inmovilismo y las deudas. Basta un solo dato para ilustrar el punto: hace más de 30 años que el Estado francés no tiene un presupuesto donde los ingresos sean al menos iguales a los egresos.

El estilo y la campaña presidencial de Sarkozy hicieron creer que sería capaz de cambiar las cosas, de dar un golpe de timón. Su energía le dio buenos dividendos en la primera parte de su gestión, en los que desarmó a sus rivales y se despejó el camino. Sin embargo, no supo administrar su enorme capital político y ahora corre el serio riesgo de transformarse en caso de estudio de dilapidación. En los inicios de su mandato Sarkozy provocaba odio en algunos, hostilidad en otros, pero también mucha esperanza en parte importante de la población. Hoy los sentimientos se dividen entre odio, hostilidad y mera indiferencia. Son muy pocos los que siguen creyendo que su acción los conduzca a alguna parte.

Entre los factores que hicieron posible esta evolución puede contarse cierta tendencia a convertir la política en espectáculo: con el tiempo, Sarkozy se ha convertido en un personaje fundamentalmente frívolo. Tampoco le han ayudado algunos escándalos financieros, y otros familiares. Como si eso fuera poco, decidió hace algunos meses inclinarse fuertemente hacia la derecha -en un intento por recuperar los votos del Frente Nacional-, y así se alejó mucho del centro político. Por último, sus reformas han sido mucho más tímidas de lo prometido y no han tenido los resultados esperados, cuestión que se vio agravada por la crisis económica.

Sarkozy creó una distancia demasiado grande entre las expectativas y los resultados, y en esa distancia reside gran parte de su fracaso. En ese contexto, no tiene nada de raro que la reforma de pensiones haya sido tan mal recibida por la opinión pública. Los franceses entienden que la situación demográfica exige une modificación del sistema, pero están cansados con el estilo de su presidente, con su grandilocuencia estéril y con su verbo fácil pero poco consistente. Por lo mismo la protesta no se dirigía tanto contra la reforma en cuestión, sino que contra el Mandatario. Pero sería miope quedarse sólo allí: se refería también a cierto estado de miedo e incertidumbre, que invade a los franceses. Esto es particularmente cierto en el caso de los jóvenes que son, en el papel, los beneficiados con la reforma de pensiones, pues son ellos quienes tendrán que cargar con la deuda y con un número creciente de inactivos.

¿Qué queda para el futuro? Por de pronto, Sarkozy tiene muy complicada su reelección. Aún no decide si conserva o no a su primer ministro -lo que importa poco en verdad, pues él mismo hace ese trabajo-, y si quiere alargar su estadía en el Elíseo tendrá que elaborar pronto un discurso coherente y, sobre todo, recuperar su credibilidad.

Pero en lo que atañe al problema de fondo, no hay en el escenario político liderazgos que intenten dar con respuestas más o menos certeras. Francia no se acomoda en el nuevo escenario y, aunque nadie duda que los recursos internos existan, es difícil que alguien pueda encarnar una esperanza luego de la decepción de Sarkozy. La izquierda carece de proyecto y ha preferido, en este episodio, jugar a la demagogia más que a la seriedad; mientras que en la derecha no hay alternativas viables al presidente en ejercicio. Así las cosas, todo indica que en los próximos años la nación seguirá jugando al inmovilismo, paralizada por un cuadro político estático donde todos han sido cómplices por treinta años, y detenida también por una sociedad que tiene enormes dificultades para entender que si acaso el Estado de Bienestar tiene un sentido -lo que es perfectamente posible-, debe financiarse sin recurrir constantemente a la deuda, que no hace otra cosa que hipotecar el futuro de las generaciones venideras a cambio de comodidades inmediatas.

Es, cuando menos, un poco egoísta.

Publicado en El Post el viernes 5 de noviembre de 2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

La libertad de votar

La Democracia Cristiana ha señalado querer revisar el acuerdo político alcanzado con cierta premura en enero de este año, en la época que (¡parece tan lejos!) Marco parecía ser el dueño de la política chilena. Ignacio Walker, su presidente, ha dicho que tiene buenas razones para impulsar el voto obligatorio en lugar del voto voluntario.

Más allá del fondo del tema, es indudable que estas repentinas volteretas no le hacen bien a la credibilidad del sistema. En rigor, antes de empezar a discutir, no estaría nada de mal que la DC diera alguna explicación más o menos consistente de por qué hoy tiene una posición distinta que hace algunos meses: ¿conversión repentina, hipocresía propia de período electoral, incapacidad de resistir las sirenas populistas? Raye usted la mención que le parezca correcta. Con todo, es innegable que al asunto amerita una discusión más seria que la tuvo lugar hace algunos meses, en medio de presiones más bien dudosas.

El voto voluntario parece ser, a primera vista, la solución más razonable pues resguarda las libertades individuales. Además exige que los políticos se esfuercen un poco y nos convenzan de ir a votar. En esta lógica, el voto es concebido simplemente como un derecho que puede ejercerse o no según la voluntad de cada cual sin coerción de por medio. ¿Con qué razones la colectividad podría obligarnos a ir a votar si no queremos hacerlo? ¿Por qué la participación habría de ser forzada, cuando es obvio que una participación impuesta no es tal? Desde esta perspectiva no hay ni puede haber motivos suficientes como para poner cortapisas a mi propia voluntad.

Todo esto parece muy sensato y, sobre todo, muy coherente con ciertas ideas dominantes. Pero esta versión del liberalismo también tiene sus límites y sus complicaciones. Por de pronto, implica una comprensión de la libertad como simple no injerencia, esto es, como mera ausencia de límites externos a la acción. Por lo mismo, se tiende a ver en toda ley un obstáculo para las libertades, ya que toda ley supone, por definición, una limitación. No pueden haber deberes en esta lógica, o sólo los estrictamente necesarios. No obstante, existe otra comprensión de la libertad —que podríamos llamar republicana— que no insiste tanto en la no injerencia sino en la ausencia de dominación. La libertad no significa tanto que no haya nunca ninguna interferencia en mi acción (pues así nada podríamos decir contra la esclavitud) sino más bien en que ningún ciudadano pueda ser objeto de dominación. Esta concepción alternativa supone que la libertad, más que algo dado de manera espontánea, es fruto de una determinada organización política que la hace posible. La libertad es inseparable de la comunidad y de la política, porque no puede existir sin aquellas, y entonces la ley es instrumento de libertad más que limitación de mi metro cuadrado. Aquí no sólo hay derechos sino también deberes para con ella misma, pues la libertad requiere para su despliegue efectivo de ciertas condiciones que no son, ni de lejos, fáciles de cumplir. Dicho de otro modo, la libertad supone, como sugería Aristóteles, que hemos puesto algo en común, que hemos creado el ámbito de lo común.

En este contexto, hablar de voto obligatorio no tiene nada de descabellado. Es simplemente un mínimo deber que permite garantizar el ejercicio efectivo de la libertad, y definitivamente el individualismo tiene que estar muy exacerbado como para considerar que se trata de un grave atentado a la autonomía personal. Es cierto que, desde cierto punto de vista, el voto obligatorio subsidia a los políticos, y también es cierto que éstos no hacen demasiados esfuerzos por merecerlos -y el silencio que ha rodeado el caso Nogueira es el último ejemplo (digamos, entre paréntesis, que la distinción impulsada por el gobierno entre los residentes en el extranjero “con vínculo” y “sin vínculo” tampoco va en el sentido correcto, pues es arbitraria y denota un miedo casi atávico a la participación. Si es la nacionalidad chilena la que otorga el derecho a voto, toda discriminación equivaldrá inevitablemente a crear chilenos de primera y segunda clase, lo que no parece muy pertinente). Pero aún admitiendo las graves dificultades que aquejan a nuestro sistema político, no parece que la solución pase por la voluntariedad del voto —que terminará de debilitar a un sistema ya alicaído— sino por reformar más profundamente el sistema político, partiendo quizás por la ley electoral.

Hannah Arendt advertía, no sin algo de angustia, de los riesgos que conlleva el estrechamiento del espacio público que termina estrechando también el horizonte de las posibilidades humanas. Yo no creo que el voto obligatorio vaya a resolver nuestros problemas, pero sí creo que el voto voluntario podría agravarlos. Al final del día, la concepción que está detrás de la voluntariedad es aquella según la cual la política debería funcionar del mismo modo que el mercado y donde el ciudadano no debería ser muy distinto del consumidor. Es, por tanto, una mirada insuficiente para todos quienes creemos que lo público no puede reducirse a lo privado y que la política tiene una especificidad que le es propia. O, para decirlo en otras palabras, hacernos cargo de nuestro destino común importa asumir ciertas responsabilidades sin las cuales no tendremos ni comunidad ni libertad ni (casi) nada. Sólo el bendito mercado.

Publicado en El Mostrador el jueves 4 de noviembre de 2010

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Siempre estás diciendo que te vas

Es, sin duda, un político de primera clase. Pertenece a esa estirpe que, lejos de amilanarse por las dificultades, sabe sortearlas ganando en fuerza y en altura. Posee una rara capacidad (que muchos nos querríamos) de leer los momentos políticos, y se ha ganado el respeto de todos, porque cumple con la palabra empeñada y no se queda en pequeñeces (la DC y Ricardo Lagos pueden dar fe).

Es el gran forjador del crecimiento de la UDI, y por eso su liderazgo interno -más allá de los vaivenes- es indiscutido. Nadie convoca tanto como él porque, en rigor, encarna a la perfección, en lo mejor y en lo peor, el sentido de misión tan caro al gremialismo. En lo mejor, porque dota de sentido a la actividad política; en lo peor, porque a veces cuesta saber si las decisiones en la UDI se toman con criterios políticos o personales.

Quizás una de sus grandes virtudes es que está dispuesto a exponer su liderazgo poniendo en la mesa temas incómodos para su sector, y el último ejemplo es su propuesta de referendo por el mar para Bolivia. Aunque es evidente que la sugerencia deberá recorrer un larguísimo trecho antes de ver la luz (por de pronto no sólo es inconstitucional, sino que olvida que el principal escollo para resolver el problema boliviano no es chileno, sino peruano), tiene el mérito innegable de mover el tablero, descolocar a los interlocutores y obligarnos a pensar una cuestión que, tarde o temprano, tendremos que enfrentar. El hombre es así, provocador, sin complejos, seguro de sí mismo, inclasificable. Siempre con la mirada puesta en el horizonte -mientras sus colegas apenas alcanzan, no sin esfuerzos, a mirar sus propias narices-, logra dictar la agenda en lugar de estar sometido a ella.

Con todo, está incómodo con el gobierno de Piñera. No lo siente suyo y no le gusta el ejercicio personalista del poder. Es comprensible, porque el diseño piñerista deja un escaso margen de juego a los barones de la derecha. A pesar de sus deseos explícitos, no fue nombrado ministro y es el primero en saber que sus elevadas ambiciones son difícilmente alcanzables desde el Senado. Se nota que le falta la primera línea de fuego, que quiere más protagonismo y por eso usa y abusa de la primera persona singular. De algún modo, le frustra no recibir el debido reconocimiento ni de sus correligionarios ni del gobierno ni del país ni de nadie. Probablemente, eso explique su insistencia en cierto discurso quejumbroso y plañidero. Que la política no me gusta, que me quiero ir a navegar a los lagos del sur, que hay una carta secreta donde lo digo todo, nos dice, como si todo eso pudiera interesarnos y formar parte de la cosa pública.

La paradoja es extraña y consiste en lo siguiente: uno de nuestros políticos más adultos -por su responsabilidad y su sentido de Estado- es al mismo tiempo uno de los más adolescentes por sus constantes y aburridas crisis de identidad. Su tono raya a veces en la autoflagelación, como si quisiera convencernos que lleva años haciéndonos un favor. Sin embargo, los políticos en serio se guardan sus dudas existenciales, si acaso las tienen. Mientras no decida si lo suyo es comedia o algo distinto, Pablo Longueira no sólo será un estorbo para la derecha. También se irá convirtiendo, con el tiempo, en un memorable caso de despilfarro político, cada vez más difícil de tomar en serio.

Publicado en La Tercera el miércoles 3 de noviembre de 2010

domingo, 24 de octubre de 2010

Dilemas de la libertad de expresión

HACE ALGUNOS años Nigel Wingrove, cineasta pornográfico, dirigió una cinta en la que Teresa de Avila era el personaje principal de uno de sus "relatos". El Reino Unido impidió su distribución, por blasfematoria, y el realizador acudió a la Corte Europea de derechos humanos. Esta justificó la prohibición, arguyendo que la libertad de expresión no incluye el derecho a profanar de ese modo algo que buena parte de los ciudadanos considera sacro. El caso es extremo, pero, por lo mismo, interesante: ¿estamos dispuestos a tolerar toda expresión que se pretenda artística sin fijarnos en su contenido?

Los recientes cargos que el CNTV realizó contra un programa de Chilevisión nos obligan a formular esta y otras preguntas. Una de ellas tiene que ver con el alcance de la libertad de expresión, derecho que para muchos es sagrado. Sin embargo, no es muy seguro que ella suponga algo así como un derecho a ofender gratuitamente: no es lo mismo criticar al Corán que quemarlo. Y si bien es obvio que el arte y el humor merecen un estatuto especial, pues juegan con la ambigüedad de los significados, ello no implica que debamos, necesariamente, aceptarlo todo. Hace algunos años muchos de los que hoy claman al cielo por la decisión del CNTV lograron interrumpir la campaña "humorística" de una radio nacional que estigmatizaba a un grupo social. ¿Por qué allí sí estuvimos dispuestos a poner un límite sin complicarnos tanto? Pocas cosas dañan más la libertad de expresión que la falta de coherencia. Dicho de otro modo, si acaso usted cree que se trata de un derecho absoluto, entonces debe defenderlo siempre, sobre todo si el contenido no le gusta.

En cualquier caso, no está de más recordar que toda sociedad impone límites. Estos límites pueden ser jurídicos, pero también sociológicos. El reino de lo políticamente correcto, ya lo decía Tocqueville, puede resultar tanto o más opresivo que la peor de las inquisiciones. No quiero decir con esto que la decisión del Consejo haya sido acertada: su argumentación no me parece muy sólida y ni siquiera he visto el programa. Pero ganaríamos bastante situando el dilema en un terreno donde sea posible la discusión racional, lejos de los dogmatismos. La libertad de expresión es un derecho que puede chocar con otros, y hacerse cargo de la colisión supone sopesar los distintos bienes en juego para intentar dar con la respuesta adecuada.

Dos observaciones finales. La primera guarda relación con el tipo de trato que deben recibir las religiones en el espacio público. Aquí deben ser bienvenidas todas las críticas racionales que, como apuntaba Ratzinger, prestan un gran servicio a los creyentes mismos; pero deberíamos ser más cuidadosos con la burla vacía y frívola que erosiona las bases del debate. La religión merece un respeto análogo al que merecen las razas y orientaciones sexuales. La segunda observación tiene que ver con la televisión: ¿debe el mercado tener siempre la última palabra en una cuestión cuyos efectos son de tal calado? ¿Es sensato que la TV esté menos regulada que, digamos, los duraznos en lata? Estas preguntas merecen, al menos, ser enunciadas. No es imposible que el viejo Popper haya tenido buenas razones para creer que la TV puede convertirse en un peligro para la democracia.

Publicado en La Tercera el miércoles 20 de octubre de 2010

sábado, 9 de octubre de 2010

Preguntas abiertas

Las declaraciones de Mauricio Hernández Norambuena, Ramiro, han vuelto a abrir una página de nuestra historia reciente que muchos preferirían cerrar para siempre. Como suele suceder, Ramiro sacude polvo viejo buscando mejorar su suerte y poder cumplir su condena en Chile, pues todo indica que en Brasil no podrá arrancarse en helicóptero. Con todo, quizás lo más llamativo sea que, en veinte años, los periodistas han mostrado una diligencia infinitamente mayor que el Estado para intentar reunir los cabos sueltos de la historia de los últimos años del Frente Manuel Rodríguez, desde la novelesca aventura de los Queñes en 1988, donde muere Raúl Pellegrin, en adelante.

Un poco por lo mismo, no hay que sorprenderse con la decisión argentina de no extraditar a Galvarino Apablaza. Mal que mal, otro involucrado —Villanueva Molina— vivía tranquilamente en Concón hasta hace algunas semanas atrás sin que nadie se diera la molestia de interrogarlo. Convengamos que, por las razones que sean, durante mucho tiempo las autoridades chilenas aplicaron en esta materia la ley del mínimo esfuerzo.

Esto no quita, desde luego, que la decisión de la CONARE argentina, que le concede a Apablaza la calidad de refugiado, sea ¿cómo decirlo? un tanto exótica desde un punto de vista jurídico: quien se de el trabajo de leerla podrá comprobar cuántas tinterilladas pueden acumularse unas sobre otras en unas páginas. Si a algunos ya nos costaba trabajo intentar entender la política argentina, este fallo es algo así como un regalo: ya no tendremos que hacer más esfuerzos porque, básicamente, no hay nada que entender.

En atención a esto, es obvio que la UDI yerra el tiro al subir los decibeles porque esta discusión hace mucho rato que dejó de moverse bajo parámetros racionales, y las vociferaciones perjudican más de lo que ayudan. Por lo demás, no olvidemos que Suiza tomó una decisión idéntica en el caso de Ortiz Montenegro, y el tono fue un poco distinto. Además, es cuestión de tiempo para que Apablaza termine viniendo a Chile. Más temprano que tarde el escenario argentino dará una nueva vuelta de campana, y los Kirchner terminarán como terminan —desde tiempos inmemoriales— todas las dinastías políticas del otro lado de la cordillera. En ese momento a Salvador no le quedará otra que hacerse cargo de sus actos. Porque incluso suponiendo que el asesinato de Guzmán haya sido obra exclusiva de Ramiro y su gente, no estaría de más que explicara por qué en repetidas oportunidades revindicó el crimen, e incluso por qué en alguna oportunidad lo asumió como un error propio.

Con todo, me parece que la cuestión que más nos debería preocupar ahora va por otro lado. Uno puede entender que en un determinado momento de nuestra historia hayan primado razones de Estado para cubrir con un tupido velo algunos hechos incómodos. Nadie niega que no debe haber sido fácil desarticular a los grupos terroristas en la primera mitad de los 90, y alguien tenía que hacerlo. No obstante, ya hemos recorrido un suficiente trecho como para comprender que el fin no siempre justifica los medios. En consecuencia, no estaría nada de mal que algunos temas pudieran salir de esa intensa oscuridad en la que están postrados desde hace tanto tiempo: hay muchas, demasiadas, preguntas que aún no encuentran respuesta.

¿Cómo se infiltró el Frente?, ¿quiénes participaron en dicha tarea?, ¿en qué medida dicha infiltración pudo haber jugado en ambos sentidos?, ¿qué se ofreció a cambio de la información recibida?, ¿hubo o no promesa de protección?, ¿a quiénes?, ¿por qué nunca se detuvo a Gutiérrez Fischman, el Chele, si todo indica que su paradero no era completamente desconocido para las autoridades?, ¿cómo y por qué se perdieron misteriosamente las huellas que hubieran permitido ubicar al Chele? ¿por qué se ordenó un falso operativo de drogas para desbaratar el cerco que una brigada de Investigaciones había tendido a los cabecillas del Frente en Colliguay?, ¿por qué los videos de Colliguay tardaron tanto en llegar a la justicia?, ¿por qué se liberó a Agdalín Valenzuela si se sabía a ciencia cierta que en la lógica estalinista del rodriguismo eso equivalía a una sentencia de muerte?, ¿dónde están Escobar Poblete (“Emilio”) y Palma Salamanca, autores materiales de los casos Guzmán y Edwards?, ¿la fuga de 1996 fue de algún modo consentida, aunque haya sido de modo implícito?, ¿por qué fue tanta, tanta la desidia de los gobiernos concertacionistas en estas cuestiones?

Desde luego, estas son sólo algunas —las más básicas— de las muchas preguntas que uno podría formular si queremos empezar a entender este aspecto de nuestra peculiar transición. Es cierto que en estas cuestiones los espejos suelen reflejarse unos con otros y, por tanto, no es fácil distinguir lo real de lo ficticio. Sin embargo, y más allá de las obvias dificultades, tengo la sensación de que no podemos seguir haciendo como si nada, como si todos estos misterios fueron naturales en un Estado de derecho. Una democracia, si merece ese nombre, debe aclararlos aunque duela. Y por lo pronto, son quienes trabajaron en La Oficina quienes más podrían contribuir, ya que ellos disponen de información que podría permitir unir las hebras. Lamentablemente, hasta ahora han elegido el silencio. Dos, de hecho, hoy son diputados. Yo creo que ellos tienen la palabra.

Publicado en El Mostrador el viernes 8 de octubre de 2010

miércoles, 6 de octubre de 2010

Adicción peligrosa

UNA DE LAS características del gobierno de Michelle Bachelet fue su obsesión por las encuestas: ninguna decisión podía tomarse sin contar con el aval de los sondeos. Y aunque esta estrategia fue exitosa en un sentido, también tuvo sus dificultades: Bachelet no ejerció un liderazgo político efectivo y, si alguien tenía dudas, el terremoto reveló cuánta fragilidad se escondía bajo un estilo que sólo mira los índices de popularidad.

El Presidente Piñera tiene poco en común con Michelle Bachelet, pero en este punto son más parecidos de lo que él estaría dispuesto a admitir. De hecho, en su larga campaña presidencial todo estuvo siempre medido y calculado hasta el hartazgo. Así, Piñera fue un candidato más bien plano, que logró el triunfo con una actitud conservadora. Sin embargo, es al menos dudoso que sea aconsejable mantener dicha táctica una vez en el poder. A veces, Piñera tiene tendencia a olvidar que ser candidato no es lo mismo que ser Presidente.

Todo esto se ha visto confirmado por la revelación de los montos gastados en estudios de opinión por el actual gobierno, datos que revelan una preocupante adicción. El Presidente podrá tratar de convencernos que la culpa es del terremoto (le hemos escuchado explicaciones más convincentes), pero la verdad es que sabemos que se trata de una cuestión bastante más profunda y que, además, envuelve una contradicción vital para su propio estilo. Por un lado, se nos repite incansablemente que el gobierno está instaurando una nueva manera de hacer las cosas. Y si ya no es muy seguro que un discurso de este tipo tenga la consistencia suficiente como para ser el eje de algo, la ecuación se complica cuando se agrega, por otro lado, la adicción a las encuestas. Es un hecho que al Presidente le cuesta un mundo tomar decisiones que no vayan en la línea de lo políticamente correcto, pero también es obvio que si quiere cumplir sus promesas tendrá que superar ese síndrome.

No pretendo negar que las encuestas proporcionen información relevante y, a veces, imprescindible. No obstante, en ningún caso pueden constituir una guía para la acción política, pues, en ese caso, ésta pierde la especificidad que le es propia, para terminar convirtiéndose en espectáculo. Así, puede llegar a darse la paradoja siguiente, que no dejó de atormentar a Tocqueville: elegimos a un gobernante, pero éste se niega a gobernar, limitándose a seguir los designios de los nuevos oráculos, que por cierto son tan inestables como volubles. Esto explica que, a pesar de las buenas intenciones, el gobierno no logre dar con un rumbo definido ni con un par de ideas centrales que le impriman coherencia a su acción: para eso se necesita más que mirar encuestas.

Desde luego, no creo que el oficialismo esté condenado a seguir este camino. Aún queda tiempo, y considerando que las próximas elecciones están a dos años, el gobierno debería hacer esfuerzos por abandonar lo antes posible este sedante de efectos secundarios más bien nocivos. Mañana quizás sea tarde y, de no haber un giro, no es imposible que el Presidente empiece a padecer el mismo mal que Sarkozy, cuyos síntomas más evidentes son la pérdida lenta pero inexorable de la credibilidad y, sobre todo, la imposibilidad total de sacar adelante una agenda política medianamente coherente.

Publicado en La Tercera el miércoles 6 de octubre de 2010

martes, 28 de septiembre de 2010

La cuestión mapuche

EL PROBLEMA mapuche hunde sus raíces en nuestra historia de un modo tan profundo y tenaz, que nadie hace muchos esfuerzos por hacerse cargo de él. De alguna forma, nos excede a todos, pues toca inescrutables honduras de nuestra vida colectiva. No puede explicarse de otra manera que Edmundo Pérez Yoma pueda decir, sin arrugarse, que el problema mapuche no representa un fracaso de la Concertación pues, explica, se trata de "una deuda del Estado chileno", como si los gobiernos no estuvieran para resolver dificultades de ese calado.

Nos preocupamos sólo de los pequeños problemas, pero no de los importantes, podría haber dicho también el ex ministro, si hubiera querido parafrasear a Barros Luco. El panorama no es muy estimulante, considerando que las coaliciones que duran 20 años en el poder son más bien escasas en nuestra historia, por lo que no sería raro que en 100 años más estemos empantanados en el mismo lugar.

Durante dos decenios la Concertación aplicó dosis variables de populismo, entrega de tierras y discrecionalidad política, paseándose entre la negación del conflicto y el anuncio de diversos planes efectistas, pero poco efectivos. Como resultado, tuvimos derecho a un sistema clientelista que no parece haber contribuido a mejorar sustancialmente las cosas. En rigor, habría que decir que pese a su cercanía genética con el tema, la Concertación avanzó poco y nada, prefiriendo siempre el camino corto a las soluciones de largo plazo. Para peor, tampoco cabe esperar mucho más de la derecha, por una razón muy simple: nunca ha creído en la existencia de la dificultad. Para ella, la cuestión se reduce, en el mejor de los casos, a un problema tecnocrático y, en el peor, a un mero conflicto de seguridad pública.

La derecha chilena no ha desarrollado una reflexión sobre este tema, y la verdad es que no es un trabajo que se pueda improvisar en algunos días, pues aquí no hay atajos. El desafío consiste en crear sistemas de integración capaces de preservar la identidad mapuche, lo que no es fácil. Por cierto, el asunto tiene aun más aristas: los mapuches se enfrentan a un problema de representatividad y de definición. Al fin y al cabo, no sabemos quiénes pueden ser considerados mapuches ni cómo se dotan de organizaciones legítimas que eviten la manipulación por parte de minorías activas.

Por de pronto, el tema se está yendo de las manos, y en su constante improvisación el gobierno incluso se vio obligado a cambiar su doctrina respecto de la Iglesia: si hace pocas semanas los sacerdotes debían encerrarse en sus parroquias, hoy el oficialismo cruza los dedos para que la mediación eclesiástica tenga éxito. Y aunque el gobierno no parece dispuesto a negociar bajo presión, parece aun menos dispuesto a permitir un desenlace fatal, y en esa absurda prueba de fuerza los huelguistas parecen tener la mejor carta. Y si acaso las cosas se agravan, nos veremos enfrentados al difícil dilema de la alimentación forzada, donde la colusión de derechos es casi insoluble.

En cualquier caso, supongo que todos aquellos que defendieron con fervor la irrenunciabilidad del derecho a los feriados abogarán con el mismo fervor por la irrenunciabilidad del derecho a la vida. Digo, por un mínimo de coherencia.

Publicado en el diario La Tercera el miércoles 22 de septiembre de 2010

viernes, 17 de septiembre de 2010

¿El ocaso del liberalismo?

Hace varios siglos tuvo lugar una de las aventuras intelectuales más admirables de la historia de la humanidad: el proyecto liberal. Fundarlo, definirlo y dotarlo de un cuerpo conceptual coherente fue un trabajo que exigió los esfuerzos de las mejores cabezas de la época, tarea que da frutos hasta hoy. En términos generales, el liberalismo se articula en torno a ciertas distinciones básicas: la separación entre Iglesia y Estado, entre la opinión y el poder, o entre lo público y lo privado. Pero, una de las distinciones centrales es aquella que separa los actos externos de los internos. Si seguimos la tradición liberal, es legítimo prohibir los primeros, mas nunca los segundos: la legislación sólo debe ocuparse de los actos externos, dejando los internos al libre arbitrio de cada cual.

Desde luego, los liberales se esforzaron en definir del modo más amplio posible los actos internos, pues así podría maximizarse el ámbito de autonomía individual. Así, Montesquieu podía afirmar en la Francia del siglo XVIII que la libertad de pensamiento no debía sufrir ninguna limitación; ni tampoco los escritos, pues son de muy difícil interpretación; ni las palabras, pues su sentido depende mucho del contexto. Darle a un juez el poder de condenar ese tipo de actos es fundar un posible poder arbitrario contra los individuos que, para Montesquieu, es la definición del despotismo. Por lo mismo, concluía con audacia, no deben ser perseguidos ni la herejía ni los crímenes de lesa majestad.

Años después, John Stuart Mill desarrolló estas ideas en su tratado On Liberty. Allí, el filósofo afirma que una sociedad liberal debe permitir una "libertad absoluta de opiniones y de sentimientos sobre todos los temas, prácticos o especulativos, científicos, morales o teológicos", y derivaba de allí también la libertad de publicar con amplitud: ambos derechos, sostenía, son indisociables. Incluso debemos aceptar las opiniones que consideramos erradas, pues en una sociedad liberal no hay jueces, no puede haberlos, capaces de definir quién está equivocado y quién en lo cierto.

Traigo a colación esta distinción liberal a propósito de la sugerencia de algunos senadores, que consiste en tipificar un nuevo delito: la incitación al odio racial. Esta idea ha surgido luego de que un grupúsculo nazi intentaran organizarse como partido político al mismo tiempo que ha cometido algunos atentados. Para evitar lo primero es que se pretende crear este nuevo delito (el artículo octavo habría servido, pero, ya sabemos, fue derogado), y así nos aseguraríamos de que los nazis nunca podrían entrar a competir en el sistema democrático.

El problema es viejo como el hilo negro, y Popper ya había intentado zanjarlo con su conocida paradoja de la tolerancia. Para Popper, una sociedad tolerante no debe tolerar a los intolerantes. Suena muy razonable, pero contiene una pequeña dificultad: la conclusión es incoherente con los principios que el mismo Popper estableció para una sociedad abierta. Y la razón es simple: alguien tiene que decidir en nuestro lugar qué tipo de ideas son tolerables. Y es justamente ese tipo de paternalismo, que es execrado por toda la tradición liberal, pues constituye una heteronomía. La cuestión es endiablada y no pretendo resolverla aquí. Sólo me interesa llamar la atención sobre el fenómeno: incluso las sociedades liberales sienten la necesidad, más tarde o más temprano, de negar sus propios principios, adoptando legislaciones que limitan la libertad de expresión. Es algo así como un punto ciego, un problema sin solución. La única diferencia es que mientras ayer se castigaba la herejía contra la religión, hoy se castigan las herejías contra la democracia o la igualdad.

Si acaso esto es cierto, el liberalismo supone un engaño de dimensiones colosales. Por un lado se nos quiere convencer que sólo las sociedades liberales aseguran a sus miembros la más absoluta libertad de expresión, mientras por otro se prohíben los atentados a una nueva ortodoxia que niega su condición. Es el reemplazo de una moral por otra, cuando se nos había prometido el fin de toda moralidad impuesta. Si antes era pecado ser herético, demócrata o masón, hoy lo es ser reaccionario, integrista o racista. En esta hipótesis, habría que admitir, como de algún modo sugería Strauss, que en el fondo toda sociedad vive de ciertos tabúes, y no hay que hacerse ilusiones con la sociedad liberal, que también tiene los suyos, por más que le cueste admitirlo.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 17 de septiembre de 2010

Enemigos íntimos

EL INCORDIO que protagonizaron Michelle Bachelet y Sebastián Piñera esta semana, a partir de una malograda invitación a la inauguración del Centro Cultural Gabriela Mistral, no debería calificar ni siquiera para bochorno. En muchos sentidos, se trata simplemente de una discusión tan infantil como inconducente, que los chilenos preferiríamos ahorrarnos: para resolver este tipo de problemas existen el teléfono y la correspondencia privada.

Sin embargo, al mismo tiempo el episodio deja entrever elementos interesantes. Al fin y al cabo, en política estas anécdotas suelen ser más decisivas e ilustradoras que los grandes discursos.

En primer término, está esa curiosa estrategia utilizada por Michelle Bachelet, que consiste en adoptar un tono quejumbroso cada vez que tiene una oportunidad. Si acaso pretende elevarse al rango de los estadistas, alguien tendría que decirle que así no lo va a lograr. En ese sentido, más allá de si la invitación llegó o no a sus manos en bandeja de oro o de cartón, la ex Presidenta debería entender que para hacer política en serio no se puede jugar eternamente el papel de víctima. Eso puede resultar un tiempo, quizás puede resultar por mucho tiempo, pero no puede resultar eternamente. Por lo demás, al dejar el poder su blindaje político perdió espesor y, en consecuencia, la repetición del mismo libreto difícilmente logre los mismos efectos. Dicho de otro modo, si Michelle Bachelet de verdad tiene ganas de liderar a la Concertación y encabezar el proceso de renovación que todos estamos esperando, tiene que arriesgar capital en otro tipo de temas, pues los desafíos que la Concertación enfrenta merecen una actitud de otro tenor. Hay que cambiar el registro y ponerlo en otro nivel.

En cualquier caso, la coalición opositora no lo hizo mucho mejor al suspender el diálogo con el Ejecutivo: creyendo defender a Bachelet, perdió credibilidad. No se pueden postergar acuerdos necesarios para el país a raíz de una discusión de jardín infantil.

Por otro lado, Sebastián Piñera se vuelve a enfrentar con su peor bestia negra: la popularidad de la ex Presidenta. El Mandatario sufre, sin duda, de ese desagradable síndrome que suele afectar al mejor alumno del curso: es respetado, pero no querido. Y dado que su carácter lo inclina a querer tenerlo todo a la vez, suele tropezar en su intento de jugar en una cancha en la que siempre va a perder, pues sus ventajas van por otro lado.

Más le valdría tomar en cuenta que él tampoco tiene nada que ganar en este tipo de incordios, que sólo pueden acentuar una comparación que lo desespera. Por más que cueste, Michelle Bachelet debe ser tratada con algodones y rosas. Es obvio que las ganas y el instinto dicen otra cosa, pero la sensibilidad de la ex Mandataria está en niveles elevados y, por tanto, todo puede ser usado en su contra.

Así, las cosas se juegan en una delgada línea donde el equilibrio es y seguirá siendo delicado. En la medida en que la oposición siga encerrada en sus propias contradicciones e incapaz de generar liderazgos relevantes, la figura de Michelle Bachelet no podrá sino ir adquiriendo más importancia de cara a las elecciones futuras. Por más que le pese, el gobierno debe aprender a convivir con esa realidad.

Publicado en La Tercera el miércoles 8 de septiembre de 2010

Los héroes no están fatigados

Un puñado de mineros, atrapados hace casi 20 días, canta el himno nacional a viva voz en su primer contacto de audio con el mundo exterior. Supongo que lo entonan emocionados, sollozando, como ya nadie siquiera piensa en hacerlo: son costumbres de otros tiempos. Un puñado de mineros provistos de una fe ciega y de una fortaleza que creíamos olvidada, con una valentía y una entereza que quiebran hasta al más duro, nos ha entregado una lección que no tenemos derecho a olvidar.

Desde luego, no faltan quienes no pueden dejar de pensar en pequeño: que si el Presidente ganó, si el ministro se consagró o si la oposición se debilitó. Se enredan en minucias y pierden lo esencial: estos mineros les quedan grandes, como de algún modo nos ocurre a todos. Porque ellos nos mostraron, de sopetón y sin anestesia, que hay un Chile profundo que no responde a las coordenadas habituales.

Basta leer la carta del minero Mario Gómez. Allá abajo no hay ni progresistas ni liberales ni conservadores, tampoco hay minutas sobre las que polemizar. No hay vanidades mediáticas ni redes sociales, ni ambiciones políticas, ni nada. Sólo oscuridad, silencio, hambre y sed. Y un grupo de hombres dispuesto a luchar por seguir viviendo, con sentido de la trascendencia. Allí hemos descubierto eso que Orwell llamaba la decencia ordinaria, que no es otra cosa que la práctica de ciertas virtudes por personas corrientes, cuestión que no siempre consideramos en toda su profundidad.

Esto último explica nuestra sorpresa, como si no pudiéramos creer que todavía queden compatriotas así, de ese calibre y de esa madera. Es sabido que las sociedades democráticas son poco dadas a creer en los héroes, y por eso nos cuesta aceptar que todavía pueda haberlos: hombres comunes que, puestos ante una prueba que aterraría a cualquiera, salen victoriosos. Por eso nos faltan las palabras para describir lo que ocurre: hemos abusado tanto de ellas durante tanto tiempo, que hoy, celosas, nos dan la espalda. Y así estamos, sorprendidos frente a la evidencia: muchas de nuestras discusiones y de nuestras preocupaciones son un poco frívolas. Descuidan ese aspecto esencial de la realidad que es la modesta particularidad de cada ser humano, para utilizar las palabras del escritor ruso Vassili Grossman, otro héroe olvidado.

No se trata de negar que el problema tenga una dimensión política. Pero incluso en este plano el caso rompe mitos. Porque es obvio que si el gobierno ganó es porque, esta vez, hubo un ministro (apoyado por el Presidente) capaz de tomar decisiones sin calculadora, que habló de frente y con la verdad: si algunos dudábamos de los gerentes, nobleza obliga a reconocer que difícilmente un político hubiera tenido el mismo comportamiento.

Esta historia también debería enseñarnos a tomar la discusión entre mercado y Estado de un modo menos maniqueo: la cuestión no pasa por el tamaño del Estado ni del mercado, sino por entender que un sistema que no respeta la dignidad de la persona no vale un céntimo. Por lo mismo, el mercado no puede ser el árbitro último, ni el Estado puede presentar tantas falencias. En cualquier caso, lo importante es aguzar bien el oído: debemos estar dispuestos a escuchar todas las lecciones. Aunque duela.

Publicado en La Tercera el miércoles 25 de agosto de 2010

Traducida al francés y publicada por Courrier International

lunes, 16 de agosto de 2010

Las prédicas de Carlos

Sus prédicas dominicales son imperdibles hace ya varios años. Uno puede estar más o menos de acuerdo con él, pero es referencia obligada: todos comentan y discuten en la sobremesa lo que Carlos dijo o dejó de decir, y a quién eligió como víctima en su última intervención. No hay otro columnista que se le acerque en influencia y, por más que se esfuercen, sus variopintos imitadores no son ni su sombra, por una razón muy simple: aunque todos aprendemos mucho de él, Carlos es inimitable. Por su lado, los más conservadores evitan leerlo antes de ir a misa. Nada podría irritarlos más. Y de hecho, sabemos por propia confesión que no hay nada que le provoque más placer: se han visto modos menos exóticos de lograr el mismo objetivo. No diremos nada más sobre este punto, pues el mismo Carlos nos ha enseñado a respetar las distintas maneras de vivir.

Una de sus últimas polémicas fue con Sergio Diez, y utilizó una de sus estrategias predilectas: caricaturizar el argumento contrario del modo más burdo posible, para luego destrozarlo en buena y debida forma. Es cierto que así se puede ser muy persuasivo, pero no es seguro que sea la forma más razonable de discutir.

Una de sus muchas virtudes es que ha leído mucho, y se nota. También se agradece porque sus intervenciones son un aporte valioso para nuestra deliberación pública, cuyo nivel no siempre es el mejor. No obstante, a veces es inevitable hacerse la pregunta de si acaso sus citas eruditas buscan más intimidar al lector neófito que ilustrar sus razonamientos. Supongo que es una mezcla de ambas cosas.

Hay que reconocer también que posee una pluma privilegiada: Carlos escribe muy bien y maneja a la perfección los recursos del oficio. Sabe cómo apretar allí dónde duele y cuándo utilizar la ironía para lograr el efecto deseado en el lector. Sin embargo, suele ser difícil saber si le interesa más molestar al conservador que buscar la verdad. Por otro lado, suele dar la impresión de llevar años escribiendo la misma columna, contentándose con cambiar algunos nombres y referencias de orden práctico. Abusa —a todos nos ocurre— de los guiones intercalados y —sobre todo— de cierto estilo declamatorio que tiende a eludir las cuestiones de fondo. Con demasiada frecuencia, Carlos cede a la tentación de una frase bien lograda, con la dosis exacta de veneno, en desmedro de un argumento bien construido.

Con todo, sus homilías están siempre bien pensadas y elaboradas. Sin embargo, quizás su principal defecto sea el siguiente: Carlos va modificando sus esquemas conceptuales según las necesidades del momento, y eso no pasa desapercibido (no digas que no te lo advertimos). Así, cuando le toca justificar prácticas políticas de dudosa moralidad (por ejemplo, el cuoteo), no tiene escrúpulos para argumentar con Maquiavelo: la política no está hecha para los puros ni para los santos. Pero cuando quiere criticar a sus adversarios, no trepida en exigir estándares altísimos de pureza, los mismos que antes había ridiculizado. Decídete, Carlos, o el imperativo categórico kantiano o el duro cinismo del Florentino, pero es difícil compatibilizar ambas tradiciones, aún para una mente privilegiada como la tuya. En una época invocó mucho a Bourdieu, pero más tarde, movido quizás por un tímido pudor, dejó de hacerlo. Acaso comprendió que invocar al sociólogo francés desde la tribuna dominical de El Mercurio resulta un tanto irónico, por decirlo de algún modo. Asimismo, puede un día admitir que existen obligaciones morales y actos intrínsecamente malos, para luego sostener todo lo contrario. A veces separa tajantemente la moral de la política, para unirlas luego si lo necesita (caso del voto obligatorio). De este modo, Carlos va modificando sus argumentaciones según qué sea lo que quiere probar, lo que habla muy bien de su plasticidad argumentativa, pero menos bien de su coherencia.

Ha sido capaz de sostener tesis francamente peregrinas, motivado quizás por un curioso afán de originalidad. En una época defendió al demócrata Hugo Chávez, aunque luego ha mantenido púdico silencio. Otro ejemplo: en el fragor del caso Spiniak, arguyó que la práctica periodística tiene poco que ver con la verdad, lo que muestra bien cuán lejos puede llegar en su afán de innovar.

Pero lejos lo más paradójico de Carlos es su tono. Quizás no se de cuenta, pues muy probablemente padezca eso que Orwell llamaba el síndrome del doble pensamiento. Carlos, el mismo que aborrece los discursos religiosos y no deja pasar ocasión para criticar a la Iglesia, el mismo que reivindica la libertad de pensamiento frente a los dogmas de cualquier especie, adopta siempre un tono eclesiástico para hablarnos. Su argumentación suele denunciar la herejía antes que entenderla, e imputar antes que discutir. Su tono es siempre acusatorio. Le falta poco para decir de toda tesis que no sea liberal: sit anathema. La falacia es astuta pero no por eso menos real: Carlos no sólo argumenta asumiendo que todos somos liberales, sino también que todos entendemos por liberalismo lo mismo que él entiende. En el fondo, da por supuesto justamente aquello que es controvertido. No obstante, y más allá de su retórica ampulosa, no puedo ceder a la tentación de decirle: es demasiado fácil ganar en la cancha que uno mismo ha rayado. Por eso, para parafrasear lo que el mismo Carlos decía de Ricardo, puede decirse que es clérigo más que columnista. Clérigo liberal, pero clérigo a fin de cuentas. Clérigo de una nueva fe que no osa decir su nombre.

Publicado en El Mostrador el viernes 13 de agosto de 2010

Progresismo con anteojeras

"Dejemos atrás las cavernas de la ignorancia, el integrismo y la falta de caridad": así concluía la columna, publicada en estas mismas páginas, de Fulvio Rossi. En ella, el senador defendía su propuesta de matrimonio homosexual. Supongo, entonces, que hay que darse por enterado: quienes no estamos de acuerdo con Rossi somos cavernarios, ignorantes, integristas y poco caritativos.

La frase no tendría casi ninguna importancia si no fuera porque refleja bien el tono que han ido adquiriendo algunas de nuestras discusiones, eso que Camus llamaba el reemplazo del diálogo por la polémica. Mientras en el primero priman los argumentos elaborados y la buena fe, en la segunda abundan las imprecaciones y la denuncia. Si el diálogo supone cierta disposición a escuchar y a suponer que el otro puede tener razón, en la polémica el tono es siempre de acusación y de condena.

El mecanismo es tan simple como eficiente, y consiste en identificar la propia posición con el Bien o con la Historia. No se busca el intercambio de ideas, sino simplemente intimidar y condenar de entrada. Así, quien piensa distinto debe casi pedir disculpas por no someterse a la doxa común. Naturalmente, esta actitud tuerta impide cualquier discusión medianamente sensata, pues se pierden de vista los matices y se ocultan las dificultades inherentes a todo problema. Así, temas de suyo discutibles se convierten en evidentes, porque son "modernos" o "progresistas". Desde luego, esta curiosa manera de discutir conlleva una ventaja innegable: no hay que darse el trabajo de argumentar, pues no se trata de convencer sino de vencer, ojalá por secretaría. Basta atribuirle al adversario uno de los tantos pecados de la nueva moral: reaccionario, homofóbico, retrógrado, talibán, discriminador, puede usted elegir el que más le guste.

Por cierto, todo esto no implica que no haya buenas razones para defender la posición del senador Rossi, pues seguramente las hay. Pero es mejor reconocer que el problema es complicado y no admite, por tanto, respuestas simples ni prefabricadas. El único argumento ofrecido por el senador es el de los derechos, pero es obvio que no toda aspiración de derechos debe ser, ipso facto, reconocida por la sociedad.

Esto es particularmente cierto en el caso del matrimonio, que no es, ni de lejos, una institución cuyo fin sea la protección de supuestos derechos de los contrayentes. En ese sentido, si el senador Rossi tiene la legítima aspiración de modificar la ley, sería altamente deseable que primero hiciera un esfuerzo por comprender qué es el matrimonio y por qué, hasta ahora, ha estado reservado a personas de distinto sexo: si acaso es cierto que la tradición no es autoexplicativa, el cambio tampoco lo es. Nada se parece más a un conservador obcecado que un progresista con anteojeras.

Por último, uno esperaría de un socialista, sobre todo si dice valorar a Marx, una concepción un poco menos complaciente con la sociedad articulada en torno a puros derechos individuales. Quizás así podría darse cuenta de que su argumentación sirve también para justificar el liberalismo económico que tanto critica su partido, a veces con razón. Pero me temo que sería mucho pedir.

Publicado en el diario La Tercera el miércoles 11 de agosto de 2010.

miércoles, 21 de julio de 2010

La ley de Gabriel

“El gobierno funciona en un Estado de Derecho y la frontera entre lo bueno y lo malo en un Estado de Derecho es si se cumple o no la ley (…) la ética, en lo social, se expresa en la ley, que regula la forma de vivir en sociedad”. Estas palabras bien podrían haber sido pronunciadas por Gabriel Ruiz Tagle. En efecto, el subsecretario de deportes se resiste a desprenderse de sus acciones de Colo Colo, y su principal argumento es tan simplista como irritante: la ley me lo permite. Ni siquiera un documento de la Contraloría, que lo inhabilita para tomar decisiones relativas al fútbol profesional, lo ha hecho modificar su postura: ni vendo ni renuncio.

En todo caso, lo más lamentable es que las palabras citadas más arriba no son de Ruiz Tagle sino de Francisco Vidal. El ex-ministro las pronunció por allá por julio del 2005, al calor de un escándalo provocado por denuncias de nepotismo y corrupción durante el gobierno de Ricardo Lagos. La tesis de Vidal, que podríamos definir como positivismo rabioso, es exactamente idéntica a la de Ruiz Tagle: a los políticos les podemos pedir que cumplan la ley, pero no se nos ocurra pedirles que tengan un comportamiento correcto. Después de todo, ¿quién define qué es correcto y qué no? Así se refugian en la ley, tratando de convencernos de que toda acción permitida por la ley es, de por sí, correcta.

El detalle que parecen olvidar Ruiz-Tagle y Vidal es que ciertas conductas no están tipificadas por una razón muy sencilla: las buenas maneras no se imponen por ley. Es posible que a partir de este caso decida legislarse, y lo más probable es que los políticos nos presenten, en una ceremonia pomposa y republicana, la nueva normativa como un gran avance de nuestra democracia. Sin embargo, será todo lo contrario: cuando hay que regular comportamientos que antes eran considerados como evidentes hay mucho más retroceso que avance, pues significa que necesitamos de una ley para cumplir con lo mínimo. Por eso Montesquieu podía decir que las leyes abundan allí donde escasean las buenas costumbres. Dicho de otro modo: que al subsecretario de deportes le parezca normal ser al mismo tiempo accionista mayoritario del principal club de fútbol del país es un pésimo síntoma de nuestra situación.

Desde luego, la oposición puede vociferar cuanto quiera, pero lo cierto es que carece de toda autoridad moral. Ya vimos cómo Vidal sostenía la misma tesis cuando a la administración laguista le faltaba poco para contratar a la mascota en alguna asesoría imprescindible para la estabilidad de la república. Y la derecha, en aquella época, ponía el grito en el cielo arguyendo que lo justo no es lo mismo que lo legal. ¿Qué podemos esperar de esta clase política, que a ratos parece desconocer el principio de no contradicción, para no hablar de coherencia intelectual? Al final del día, izquierda y derecha están más de acuerdo de lo que parecen: no se trata tanto de pensar como de encontrar el argumento útil en el momento adecuado. Logran salir del paso —aunque ni eso es tan seguro—, pero el precio es alto: la discusión pública se degrada y la credibilidad del sistema político va sufriendo una merma lenta pero inexorable.

De cualquier modo, Ruiz-Tagle tiene un poderoso aliado en el Presidente. En efecto, mientras el subsecretario no venda, funciona como fusible, pues Piñera tampoco rebosa de ganas de vender su participación en Colo Colo. La inaudita obstinación muestra, una vez más, que al gobierno lo tienen sin cuidado los conflictos de interés: no ha sido capaz, en meses, de tomárselos en serio. De hecho, Colo Colo es sólo uno de ellos, y quizás el menos importante. Algunos guardábamos la esperanza de que el incidente Bielsa pudiera convencer al mandatario de lo inadecuado de la situación a la que se expone, pero todo indica que no fue suficiente. A estas alturas, lo único claro es que cuando el gobierno cambie de actitud no será por convicción sino por mera conveniencia. Porque no hay que ser un genio para prever que, más temprano que tarde, los costos políticos se harán insostenibles.

Acaso nadie haya expresado mejor la doctrina oficialista que Pablo Castillo, presidente de la Fundación de Ingenieros Comerciales UC, quien dijo hace algún tiempo, en un homenaje a Piñera, que la crítica de los conflictos de intereses esconde el “terrible germen de la mediocridad y la flojera”. Aunque quizás soy un poco flojo, y seguramente algo mediocre, quiero creer que la política exige ciertos deberes y cierto ethos, y que éstos no son incompatibles con las virtudes propias del trabajo. Es más bien todo lo contrario.

Publicado en El Mostrador el miércoles 21 de julio de 2010

lunes, 12 de julio de 2010

Pare. Mire. Escuche.

"De un momento a otro, un hombre endereza la cabeza, toma aire, escucha, considera, reconoce su posición: piensa, suspira, y, sacando su reloj del bolsillo alojado contra el costado, mira la hora. ¿Dónde estoy?, y ¿qué hora es?". Ésas, dice Paul Claudel en su "Arte poética", son las preguntas inagotables cuando no buscamos tanto prever el futuro como comprender el presente.

De algún modo, las palabras de Claudel reflejan el desafío que emprendimos junto a otros dos profesores del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes -Joaquín García-Huidobro y Hugo Herrera- al escribir el libro "8.8. Escombros en el Bicentenario". Nació de una convicción compartida: el terremoto del 27 de febrero es una oportunidad imperdible para detenernos y hacer algo a lo que no estamos muy acostumbrados: formular preguntas. Como dijo el poeta estadounidense Todd Temkin, no es tanto un libro sobre el terremoto como un libro sobre Chile pues, en efecto, quisimos aprovechar la ocasión para mirar de un modo distinto nuestro país, sin dogmas ni conformismos de ninguna especie.

Algunos se extrañaron por el hecho de que un libro semejante fuera escrito por profesores de filosofía. Pero, ¿por qué no habríamos de hacerlo? Creemos que los profesores debemos intervenir en el debate público, pues tenemos cosas que decir y hay problemas que nos interesa mostrar. Para lograr nuestro objetivo, elegimos comentar once imágenes que marcaron aquella jornada del 27 de febrero, once imágenes que ilustran cómo el terremoto desnudó nuestras miserias y nuestras grandezas. Quisimos preguntarnos por las causas profundas e invisibles que fueron permitiendo que ocurriera todo lo que sucedió, en lo bueno y en lo malo.

Como es lógico, la escritura a tres manos tiene complicaciones y ventajas: varias veces no estuvimos de acuerdo y, por eso, muchas páginas son fruto de apasionadas discusiones. A través de ellas pudimos ver mejor qué queríamos decir y cómo queríamos decirlo.

Al final, fue surgiendo un texto que tiene algo de barroco y en el que se van delineando las preguntas en torno a las cuales gira el libro: ¿por qué abdicó la autoridad estatal esa madrugada?, ¿estamos construyendo ciudades y viviendas que permitan el despliegue de lo humano?, ¿qué hacer con el adobe?, ¿qué le ocurre a nuestro sistema económico que presenta falencias tan dramáticas? Por cierto, no pretendemos dar respuesta a todas estas preguntas, ni de lejos. No obstante, creemos que en el mero hecho de enunciarlas hay algún mérito, pues el terremoto nos dejó demasiadas tragedias como para que no seamos capaces de preguntarnos con calma dónde estamos y adónde queremos ir.

La reconstrucción no es sólo la indispensable tarea de remover escombros: es también saber qué y cómo queremos reconstruir. Si acaso el libro contribuye modestamente a esta ineludible reflexión común, entonces habrá valido la pena escribirlo.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 9 de julio de 2010