domingo, 24 de enero de 2010

El modelo Sarkozy

"La reunión con el presidente Sarkozy fue una verdadera lección de liderazgo. Fue directa y franca para la construcción del Chile que queremos", dijo Sebastián Piñera, el 29 de junio pasado, tras reunirse por más de dos horas con el mandatario francés. Según cercanos a Piñera, dicha cita lo marcó. Aunque nadie sabe a ciencia cierta cuánto y qué intentará replicar, sus asesores han escuchado más de una vez alusiones al estilo Sarkozy. ¿Qué le dijo el presidente al entonces candidato? "Tienes que escuchar a todos, pero las decisiones las tomas tú". Profundizó en el concepto de "gobierno de unidad nacional", plasmado en un gabinete que fuera más allá de los partidos que lo apoyaron. También le habló de cómo marcar sello: "Las reformas no deben ser graduales, sino al mismo tiempo". Modelos habrá varios: Álvaro Uribe, el triunfo del PP sobre el PSOE en España, David Cameron e incluso Patricio Aylwin y su transición y "democracia de los acuerdos". Pero el del mandatario galo, guardando las peculiaridades de cada país, parece ser, por ahora, el más influyente. Entonces vale la pena revisar cuál es el "estilo Sarkozy". Daniel Mansuy, cientista político de la Universidad de Rennes(Francia), detalla seis claves de su gestión. Cada cual saque sus conclusiones acerca de semejanzas y diferencias.

Si hay en estos días un político de derecha que marca la pauta en el mundo, ése es sin duda Nicolas Sarkozy. Luego de encabezar una campaña innovadora, en la que logró imponer los ritmos y los temas, Sarkozy alcanzó la primera magistratura tras derrotar en segunda vuelta a la carismática Ségolène Royal. Después de catorce años de François Mitterrand y doce de Jacques Chirac, Sarkozy permitió que una nueva generación llegara al poder, imponiendo un nuevo modo de hacer política. Aquí seis claves de su gestión.

Apertura

Uno de los grandes golpes de efecto del inicio de su mandato fue la "apertura". Para conformar su primer gabinete, Sarkozy convocó a figuras venidas de los más diversos horizontes. Y aunque la cuestión tenía antecedentes (Mitterrand había intentado algo semejante en 1988), Sarkozy fue mucho más lejos, como es su costumbre. Sin duda, su principal logro fue la inclusión de Bernard Kouchner -figura socialista de primera línea- como ministro de Relaciones Exteriores, pero no se trató del único caso, pues varios ministros y subsecretarios pertenecen al mundo de la izquierda. Su gobierno ganó así una amplitud inusitada, pues conviven en él personeros de derecha más bien clásica -como el primer ministro- con actores cuyo discurso tiende a ir en sentido contrario. De paso, desestabilizó al Partido Socialista que hasta la fecha no logra dar con una réplica adecuada, limitándose a acusar de traición a los desertores.

No contento con eso, Sarkozy también realizó algo que la izquierda nunca osó: incluir en su gobierno diversidad racial, apoderándose así de un concepto que parecía monopolio de sus adversarios. Sin embargo, estas iniciativas no están exentas de dificultades. En muchos sentidos, el electorado más duro de Sarkozy se siente un poco desorientado y no se identifica necesariamente con lo que realiza su gobierno; por ello, este último no cuenta siempre con la cohesión necesaria para sacar adelante algunos de sus proyectos. En todo caso, es innegable que los beneficios han superado ampliamente los costos.

Energía


El presidente francés es inagotable e incansable, y da la sensación de no poder nunca estarse quieto: por algo lo han comparado con el conejo Duracell.

Conjuga una extraordinaria capacidad de trabajo con un ritmo demencial, y uno no puede dejar de preguntarse por el tipo de vida que deben llevar sus colaboradores más cercanos. Está siempre encima de todo, conoce en detalle cada área de la acción gubernamental y no teme involucrarse directamente en cuestiones que, en principio, son de resorte ministerial. Es cierto que gana en visibilidad y en fuerza, pero al mismo tiempo corre muchos riesgos, se expone y, a veces, le cuesta tomar distancia.

Pero quizás sea simplemente su naturaleza: el hombre no tiene nada de un intelectual y no es de aquellos que observan sentados cómo transcurre la vida. Su impulsión innata es la actividad y por eso la prensa lo llama el omni-presidente: está en todas y le cuesta mucho delegar si no es a personeros de su más absoluta confianza.

Una vez elegido, Sarkozy no se amilanó y ha dedicado buena parte de su mandato a impulsar reformas, enfrentando la dura oposición de sindicatos y gremios. Escucha hasta un cierto punto, negocia lo que considera negociable, pero no vacila al momento de decidir.

Con su estilo, ha revolucionado también el modo de ejercer la presidencia: allí donde sus antecesores eran imperiales y ceremoniosos, él es más bien informal, sale a trotar y no tiene problema en tutear a la gente en la calle. Cuentan que, durante la campaña, uno de sus asesores le aconsejaba ir más lento, ser más prudente y moderar sus intervenciones. Sarkozy habría contestado que, aunque quisiera, no podría, pues le encantaba avanzar, así, rápido, con vértigo y sintiendo la fuerza del viento en la cara. Sin embargo, esto le juega malas pasadas: es tanto su voluntarismo que le cuesta escuchar a quienes disienten, porque no le gusta que lo contradigan y le cuesta mucho admitir errores. Por lo mismo, ha generado en torno suyo una especie de corte donde pocos osan oponerse a sus designios. Por mencionar sólo el ejemplo más notorio, hace pocos meses insistió en instalar a uno de sus hijos en un cargo público para el que no tenía ninguna experiencia. Sólo dio marcha atrás cuando la prensa internacional hizo mofa de su retoño y el escándalo adquirió así proporciones inesperadas.

Reformas y más reformas

Sarkozy es un convencido de que si Francia quiere seguir jugando en las grandes ligas debe modernizar vastos sectores de su economía y de su industria. Su campaña giró en torno a la idea de ruptura y de superar los corporativismos que, decía, tenían estancado al país.

Una vez elegido, no se amilanó y ha dedicado buena parte de su mandato a impulsar reformas, enfrentando la dura oposición de sindicatos y gremios. Sarkozy tiene un método del que no se aparta: escucha hasta un cierto punto, negocia lo que considera negociable, pero no vacila al momento de decidir. No cede nunca en sus objetivos fundamentales, ni deja que los sindicatos le ganen "la batalla de la opinión".

Y aunque este modo de actuar lo ha llevado, a veces, a situaciones de alta tensión, ha tenido el mérito de no abandonar los objetivos que él mismo había fijado al inicio. En todo caso, aún le queda mucho por hacer (basta mirar el nivel de la deuda pública francesa), y no es raro que enfrente la oposición, más o menos encubierta, de sus propios parlamentarios. Por de pronto, este año deberá conllevar quizás la reforma más difícil: la del sistema de pensiones.

Ocupa todo el espacio

Otra característica del mandatario francés es su curioso don de ubicuidad política. Como se trata de un hombre pragmático y altamente desideologizado, Sarkozy se pasea sin problemas a lo largo de todo el espectro, sosteniendo al mismo tiempo posiciones de derecha y de izquierda según los temas y la coyuntura. Por lo mismo, no hay un Sarkozy sino varios: puede ser un poco populista si la situación lo amerita, impulsar proyectos más propios de la izquierda (por ejemplo, la supresión de la publicidad en la televisión pública), y lanzar al mismo tiempo un debate sobre la identidad nacional, cuyo único objetivo es ganarle terreno a la extrema derecha. Su última obsesión es la ecología, tema en el que ha asumido sin complejos posiciones poco tradicionales en su sector: hoy por hoy, intenta instaurar un impuesto especial para las emisiones de carbono.

El mandatario, a ratos, hace dudar de la pertinencia de las clásicas distinciones políticas. De paso, asfixia a sus oponentes, dejándoles poco espacio y pocas ideas, pues los priva de sus ejes semánticos y se apropia de temas que, en principio, le eran ajenos. Ahora bien, tal ubicuidad también tiene peligros que Sarkozy no siempre ha sabido conjurar del mejor modo: tiene cierta tendencia a dispersarse y su acción no siempre es coherente. Un poco por lo mismo, su figura se ha desgastado y sus índices de popularidad actuales no son ninguna maravilla.

Mano izquierda y mano derecha


Insuperable en el metro cuadrado, Nicolas Sarkozy es por lejos el político más hábil de su generación. Su carrera es un caso que todo político joven debería mirar con detención: hijo de inmigrante, sin apellido y sin fortuna, se construyó a sí mismo a punta de puro esfuerzo personal, con la ayuda de una retórica fuera de lo común y de un talento innato que nadie podría negarle. Fue neutralizando uno a uno a sus adversarios políticos, hasta alcanzar la presidencia. Hoy mismo tiene a Dominique Strauss-Kahn (una de sus amenazas más serias para los próximos comicios) en Washington dirigiendo el FMI, al ex primer ministro Dominique de Villepin enredado con la justicia, y al Partido Socialista en una posición muy precaria. Y aunque todo esto sea cierto, Sarkozy tiene la capacidad, al mismo tiempo, de mirar más lejos y avanzar en sus objetivos. Dicho de otro modo, es hábil para la política chica, pero eso no le impide seguir pensando en grande: se puede caminar y mascar chicle a la vez.

Liberales y conservadores

Aunque la derecha francesa es ciertamente bastante más liberal que la chilena, también está cruzada por divisiones profundas en materias sensibles, como el matrimonio homosexual o la discriminación positiva.

Sarkozy, que puede ser alternativamente más o menos liberal según de qué se trate, es consciente que lidera una coalición variopinta en la que conviven sensibilidades muy diferentes y, por lo mismo, no tiene ningún interés en comprarse conflictos innecesarios atizando diferencias internas. Además, como es él quien domina la agenda, simplemente no pone estos temas sobre la mesa y, si se dan, evita intervenir directamente.

Publicado en revista Qué Pasa el viernes 22 de enero de 2010

jueves, 21 de enero de 2010

La calculada bandera del cambio

El domingo Sebastián Piñera logró aquello que llevaba 20 años tratando de alcanzar: la presidencia de Chile.

Desde que ingresó a la actividad pública, hacia fines de los 80, Piñera no dejó nunca de mirar fijamente en dirección a La Moneda: no podemos decir que le faltó perseverancia. Su triunfo fue histórico ya que la derecha no llegaba al poder por vía democrática desde 1958, y puede explicarse por las razones que siguen.

En primer lugar, Piñera logró unir a la oposición. No era una tarea fácil, pues la derecha chilena tiene cierta compulsión por la antropofagia y, además, el presidente electo era muy resistido por varios dirigentes de su sector. Luego de ser derrotado hace cuatro años por Bachelet, Piñera tomó distancia, no se involucró en conflictos y realizó un fino trabajo de persuasión política para imponerse como candidato opositor. Si lo logró, fue porque tuvo el liderazgo necesario, y ése es sin duda un mérito significativo.

El segundo motivo tiene que ver con su campaña. Hace bastante tiempo, Piñera entendió que para ser presidente no se puede improvisar ni dejarse guiar por el olfato. Por lo mismo, optó por la profesionalización: todo fue medido, evaluado y calculado. Ninguna palabra fue dejada al azar, ningún gesto fue casual: todos los movimientos de Piñera estuvieron respaldados por datos duros. Por cierto, esto le quitó espontaneidad y riesgo, pero a cambio redujo al mínimo los errores. Aunque parezca contradictorio, la campaña fue impecable y predecible a la vez, y si Piñera pudo darse ese lujo fue también porque la Concertación acumuló una cantidad inaudita de errores no forzados.

Por último, Piñera entendió bien que a los chilenos les interesaba mucho más el futuro que el pasado, y por lo mismo no gastó su tiempo en discusiones estériles. El presidente electo supo tocar bien esa tecla y no cayó en la trampa que le quiso tender la izquierda. Abrazó así la siempre atractiva bandera del cambio. Es cierto que no profundizó mucho en su contenido, pero eso le permitió convocar a figuras venidas de horizontes bien diversos, cuestión que la derecha chilena nunca había logrado.

Por otro lado, logró que la campaña no girara en torno a su doble condición de candidato y empresario, a tal punto que el día de la elección no había vendido todas sus empresas. Así, Piñera fue sorteando las dificultades y avanzando en su propósito. Ahora que lo logró, sólo cabe esperar que despeje las dudas y realice un gobierno a la altura de lo que ofreció.

Publicado en La Nación de Buenos Aires el 21 de enero de 2010

martes, 19 de enero de 2010

Homenaje póstumo

Lo grave no es tanto perder sino cómo perder. La frase pertenece a Jorge Navarrete, una de las pocas cabezas lúcidas que fueron quedando en la Concertación luego de una campaña que por momentos más parecía guerrilla, interna y externa. Si lo entendí bien, Navarrete buscaba introducir algo de racionalidad en una coalición que hace mucho tiempo perdió su norte. Se trataba, en suma, de no considerar la derrota como una tragedia cósmica, y de asumirla —si era el caso— con dignidad y orgullo por lo realizado.

Sus deseos, lamentablemente, estuvieron lejos de cumplirse: la Concertación mostró su peor cara en las últimas semanas. Podría realizarse una interesante comparación entre las actitudes oficialistas de 1988 y 2009, pues hubo varios rasgos comunes. Un discurso cerrado sobre sí mismo, intendentes involucrados a fondo en la campaña, funcionarios públicos invitados a colaborar “voluntariamente”, una constante apelación a la “obra concertacionista” y, sobre todo, una triste campaña del terror que alcanzó a ratos niveles delirantes. La Concertación no entendió nunca que, para ganar en el año 2010, la mera apelación al pasado no bastaba. Eso pudo haber funcionado en algún momento pero no puede durar toda la vida. Si antes algunos intentaron convencernos, sin éxito, que los comunistas comían guaguas, ahora otros intentaron convencernos que la derecha implicaba algo así como el fin del mundo, y tampoco lo lograron.

Todo esto no pasaría quizás del dato anecdótico si no fuera porque la actitud revela un síntoma preocupante de escaso compromiso democrático. La democracia consiste en que a veces gobiernan unos y otras veces otros, y tal cosa debe ser aceptada con naturalidad. Un poco por lo mismo, es muy cierto lo que se ha dicho: el triunfo de Sebastián Piñera viene a cerrar nuestra larga transición. Así como el actual régimen francés sólo pudo afianzarse definitivamente cuando la izquierda alcanzó el poder en 1981, así también la democracia chilena obtiene su madurez cuando queda claro que todos pueden gobernar.

No obstante, la cuestión es preocupante también por otros motivos. Uno de ellos es que fue tanta la obsesión de la Concertación por aferrarse al poder, fue tal su desesperación, que hasta sus cosas buenas terminaron en la penumbra. Hace algunos años, se puso de moda criticar a la Concertación por entreguista y por blanda. Quizás la mejor ilustración de esa crítica es ese documental de moral dudosa que realizara hace algunos años Marco Enríquez, “Los héroes están fatigados”: en él se plasmaba esa actitud de repudio al modo en que la Concertación decidió administrar el poder. No seré yo quien niegue los gravísimos errores cometidos —mencionemos solamente la captura del aparato público como botín de guerra y la opaca relación con el sector privado—, pero la cuestión es que esa crítica le impidió a ellos mismos apreciar y valorar lo que habían construido. Porque no hay que ser concertacionista para reconocer que, si Chile es hoy un país relativamente estable y próspero, lo es en buena medida gracias a que se supo administrar una situación muy compleja de nuestra historia con la sabiduría necesaria. Es muy fácil decir hoy que Patricio Aylwin debió haber sido más rudo en 1990, o que Frei debió haber sido más intransigente en su primer y único mandato, pero lo único que demuestran quienes realizan ese tipo de afirmaciones es que han leído mucha poesía y muy poco de política. Toda transición es, por definición, una transacción, y toda política es una negociación donde cada uno debe estar dispuesto a poner de su parte.

La Concertación, en el fondo, se construyó desde sus más remotos inicios desde esa lógica, con las grandezas y miserias que conlleva. Pero la paradoja es que ella misma no se reconoció con lo hecho, no se sintió satisfecha y —digámoslo— se avergonzó bastante de mirarse al espejo. No le gustaba el Chile que ella misma había construido, no conectaba. Y así es muy difícil salir a convencer, es muy difícil elaborar un discurso persuasivo: así es muy difícil ganar.

Es obvio en todo caso que esa manera de hacer las cosas había cumplido su ciclo, y el gran mérito de Marco Enríquez es haber iluminado ese agotamiento que las cúpulas no podían o no querían ver. Pero su actitud también conllevaba el riesgo de la ingratitud, de la ceguera y de la crítica vacía de todo lo que la Concertación había hecho —y allí residió uno de los errores estratégicos del diputado. Es obvio que la Concertación fue de más a menos, pero —después de todo— eso es lo normal en toda coalición gobernante. Sin embargo, la crítica autoflagelante tal y como la practicaron algunos dejó ver algo más profundo: la negación de la política misma, la negación de que hay que estar dispuestos a ceder, y que no hay otra manera de avanzar, al menos en democracia. El olvido de estas consideraciones que deberían ser evidentes los condujo directo a la derrota, y a esa campaña absurda de la que fuimos testigos en la que Frei no se cansó de inclinarse hacia su izquierda, cuando era tan evidente que el segmento decisivo de votos estaba hacia el centro: ni siquiera fue capaz de imitar el giro que realizó Lagos en diciembre de 1999. Así, Frei se negó a sí mismo y perdió de paso su credibilidad. Por de pronto, todo esto deja un gran signo de interrogación sobre el tipo de oposición que llevará adelante la Concertación.

En ese sentido si uno tuviera que quedarse con una figura de estos 20 años, yo elegiría sin duda la de Edgardo Boeninger. Más allá de las diferencias que cada uno pueda haber tenido con él, me parece que Boeninger encarnó esa forma de hacer política que le dio estabilidad a nuestro país: siempre dispuesto a alcanzar acuerdos pensando en el país, siempre con la cabeza fría y sin caer nunca en esa actitud tan infantil de considerar inaceptable cualquier salida que no sea la que me gusta. Comprendía que la política es el arte de lo posible, pero no lo comprendía de un modo cínico, pues era consciente que, aún así, hay que tratar que lo posible sea lo mejor posible. Por cierto, Boeninger también fue ejemplar porque mostró con su testimonio que las fronteras entre lo público y lo privado no pueden cruzarse como quien se cambia de calcetines: tenía una visión noble de la actividad política y de los deberes que ésta exige. En suma, encarnó lo mejor de la Concertación, y si ésta perdió la brújula fue en buena medida porque prefirió escuchar los cantos de sirena antes que a sus propios sabios. Y por eso, como temía Navarrete, no supo perder. Para la paradoja quedará el hecho que Boeninger haya fallecido justo el 2009, justo el último año de la Concertación y justo cuando la Concertación ya no se reconocía en él.

Será tarea de los historiadores analizar cuánto se avanzó y cuándo faltó hacer en estos últimos 20 años: el cadáver está aún demasiado tibio como para sacar conclusiones más definitivas. De cualquier modo, yo creo que será imposible no reconocer el mérito innegable de haber sacado adelante una transición complicada de modo pacífico. Es cierto que hoy nos cuesta valorarlo porque sentimos que la democracia es algo dado y evidente, pero nunca está de más recordar que la democracia chilena sufrió múltiples ataques en los últimos cincuenta años. Con todo, la Concertación queda con un desafío y una deuda. El desafío: reinventarse en los años que vienen, elaborar una propuesta atractiva y superar de una buena vez el discurso añejo, pues se acabó para siempre la superioridad moral. La deuda: el descalabro de la educación que, creo, debe ser la principal —casi diría única— tarea del próximo gobierno.

Publicado en El Mostrador el lunes 18 de enero de 2010

domingo, 17 de enero de 2010

Tan parecidos y tan distintos

Los dos candidatos que se enfrentan hoy en la segunda vuelta tienen muchas más cosas en común de lo que parece a primera vista. Ambos tienen raíces doctrinarias similares y pertenecen a destacadas familias demócrata cristianas. Ambos se opusieron al régimen militar, aunque ninguno de ellos de modo activo. Ambos se dedicaron al mundo de la empresa privada durante largo tiempo. Incluso fueron aliados en algún momento, pero los caminos se bifurcaron cuando Sebastián Piñera prefirió sumarse a la derecha a fines de los ochenta. Y, sobre todo, ambos llevan dos décadas algo obsesionados con el Palacio de la Moneda: Frei logró la presidencia en 1994 y desde que la abandonó en 2000 no ha pensado sino en volver, mientras que Piñera lleva 20 años tratando de encontrar el modo de convertirse en presidente. Desde ese punto de vista, no es seguro que sean los candidatos ideales en un país que pide a gritos una renovación de rostros y de prácticas políticas.

Con todo, la disputa ha sido áspera a ratos. Y si bien es cierto que en Chile las cosas no cambiarán de modo radical gane quien gane, hay cosas importantes en juego. Por de pronto, la derecha está (muy) cansada de ser oposición, y la izquierda lleva tantos años en el poder que teme perderlo como si en ello se le fuera la vida. Así, las cosas se han ido polarizando y aunque el candidato opositor tiene cierta ventaja en las encuestas, el resultado final sigue siendo incierto. Como sea, es evidente que Piñera ha cometido menos errores que su rival. Logró unir a su sector y sacó adelante una campaña que, a falta de audacia, tuvo el mérito de ser consistente y profesional. Quizá su único problema grave es no haber resuelto sus conflictos de interés: al día de hoy, sigue siendo dueño de Chilevisión (una de las cadenas más importantes de TV) y mantiene participación en Colo Colo: aunque Piñera detesta la comparación con Silvio Berlusconi, no se esfuerza mucho por evitarla.

Frei, por su lado, cometió errores que en una elección estrecha se pagan caro: optó por inclinarse hacia la izquierda cuando los votos decisivos estaban en el centro, habló demasiado del pasado y muy poco del futuro, y puso todos sus esfuerzos en tratar de captar la altísima aprobación de la presidenta Michelle Bachelet, sin entender que el liderazgo de ésta última no es tanto político como afectivo. Y aunque logró hace pocos días el apoyo de Marco Enríquez-Ominami, el respaldo fue tan frío que es difícil saber cuánto pesará en el recuento final.

La palabra la tienen los chilenos, quienes deberán decidir entre estos dos hombres tan parecidos y tan distintos a la vez. Ahora sólo cabe desearle éxito al ganador, pues enfrentará desafíos decisivos para el futuro de Chile.

Publicado en La Nación de Buenos Aires el domingo 17 de enero de 2010

sábado, 16 de enero de 2010

¿Cuotas académicas?

La propuesta de instaurar cuotas en el régimen de admisión de las Grandes Escuelas francesas (Grandes Écoles), de modo que éstas se vean obligadas a incluir en sus aulas a un determinado porcentaje de alumnos de condición social modesta, generó rápida y encendida polémica en el país galo. Esto no es tan raro si recordamos que en Francia reina sin mucho contrapeso eso que Tocqueville llamaba la pasión igualitaria, y por lo mismo este tipo de discusiones tocan fibras muy sensibles.

La medida fue sugerida por el gobierno para intentar atenuar el elitismo de dichos establecimientos, reconocidos por su excelencia y prestigio. Sin embargo, las Grandes Escuelas se opusieron con fuerza, arguyendo que una medida así tendría como efecto inevitable el descenso del nivel académico, además de ser contraria a la concepción republicana de igualdad ante la ley.

Mientras, el presidente Sarkozy ha mantenido una posición ambigua: al mismo tiempo que exhorta con vehemencia a las Grandes Escuelas a ser más abiertas a la diversidad, descarta de plano la imposición de cuotas por ser contrarias a la filosofía del mérito que siempre ha pregonado. Así, el mandatario francés muestra, una vez más, ese curioso don de la ubicuidad política al que le debe buena parte de su éxito: llena, solo, casi todo el espectro político.

Con todo, la cuestión de las cuotas es particularmente difícil. Por cierto, es innegable que las Grandes Escuelas no son particularmente propensas a fomentar la movilidad social. De hecho, para muchos sociólogos no son más que meros instrumentos de reproducción de las clases dominantes. Aunque también habría que agregar que esto último es consecuencia natural del sistema de educación superior francés, en el que coexisten dos tipos de instituciones: por un lado, las universidades que no pueden seleccionar a sus alumnos y, por otro, las Grandes Escuelas, que son altamente selectivas. Esto genera una distorsión cuya ilustración más visible es la importancia desmedida que adquieren los institutos que preparan los concursos de entrada a las Escuelas (un poco como nuestros preuniversitarios). Ésa es la verdadera barrera, la que define buena parte del futuro de muchos jóvenes.

Ahora bien, la pregunta interesante es saber si acaso las cuotas son el camino adecuado para emparejar la cancha y alcanzar mayores niveles de igualdad social. Por un lado, es obvio que ellas pueden contribuir a elevar los grados de inclusión de un sistema cerrado sobre sí mismo -como es el caso de las Grandes Escuelas-. Pero, al mismo tiempo, las cuotas incuban un riesgo: el de olvidar que, en rigor, no se trata más que de una solución de parche que deja casi intocado el problema de fondo. Pues si bien es cierto que las cuotas pueden permitir a algunos alumnos de origen modesto ingresar a escuelas de excelencia, para la gran mayoría esas puertas seguirán, por definición, estando cerradas.

En ese sentido, quizás no sea descaminado apuntar que en muchas ocasiones este tipo de medidas sirven como meros tranquilizantes de la conciencia moderna: llevan a creer que hemos resuelto un problema, cuando no hemos hecho más que esconderlo. En este asunto, hay ciertamente buenas razones de ambos lados, pero me parece que la cuestión decisiva no pasa por allí, sino que está mucho más atrás: el desafío es lograr que los alumnos de escasos recursos puedan enfrentar con éxito las barreras de entrada a las instituciones de excelencia. Y mientras ese desafío no sea enfrentado sin remilgos, se podrá retocar mucho por aquí y por allá, pero la inequidad del sistema se mantendrá tal cual. Todo esto da para pensar que la cuestión educativa es un problema global, en el que nos hemos quedado muy atrás: la desigualdad de la educación francesa no tiene nada que ver con la chilena. Dicho de otro modo: son discusiones que en Chile están muy lejos de plantearse pues, en rigor, nadie ha tenido la bondad de tomarse el problema en serio.

Publicado en revista Qué Pasa el viernes 15 de enero de 2010

jueves, 14 de enero de 2010

Marco por Marco

En pocos minutos, Marco Enríquez pulverizó ayer buena parte del capital político que había acumulado en los últimos meses al entregar su apoyo a Eduardo Frei. Sin embargo, no lo nombró, no lo elogió, no ofreció razones para votar por él ni enumeró sus virtudes: en rigor, su llamado fue a evitar el triunfo de Piñera. El problema es que con su actitud un tanto mezquina cayó en esas viejas prácticas que había prometido dejar atrás: recurrió al añejo argumento del terror y aludió a la muerte de su padre.

Si alguien aún conservaba alguna esperanza de que Marco pudiera encarnar una renovación, seguro que ayer quedó decepcionado. Para el anecdotario quedarán esos camarógrafos de Frei que llevaban días persiguiéndolo a la espera del gran momento. Finalmente, obtuvieron una declaración de dudosa utilidad práctica, confirmando de paso esa sensación que todo esto estaba más cerca de película de bajo presupuesto que de elección presidencial en un país civilizado.

La actitud de Marco no puede dejar de recordar la posición que asumió Jacques Chirac en 1981: derrotado en la primera vuelta, optó por entregar un frío respaldo a Giscard (“personalmente votaré por él”), pues calculó que un triunfo de Mitterrand le despejaba su propio futuro político. Es difícil saber cuánto influyó este ejemplo en el diputado chileno, pero quizás no esté de más recordarle que Chirac se demoró 14 años en alcanzar la primera magistratura, y eso que tenía el control de un enorme partido político. El futuro de Marco es un poco más complejo, y por ahora su única perspectiva viable es intentar tomar control de parte de la Concertación, la misma que tanto criticó.

Con todo, sería difícil negar que la candidatura de Marco tuvo efectos positivos en nuestro sistema político. Aportó aire fresco, obligó a los otros candidatos a transpirar bastante, y varió nuestra limitadísima oferta electoral. Tuvo también la valentía de enfrentarse con la dirigencia oficialista, desafiando ciertas lógicas autocráticas que han hecho mucho daño. Pero, por más que le pese, todas sus arengas renovadoras no significan nada si tienen como corolario la absurda situación legislativa de las últimas horas. Es evidente que legislar con tanta premura temas altamente sensibles, a pocos días de la elección presidencial, no es sinónimo de calidad de la política. Más bien, se trata de todo lo contrario. Temas complejos como los que se están legislando requieren discusión y maduración, y Marco Enríquez parece no haber escuchado nunca eso que tanto repetía Raymond Aron: la democracia es un sistema que requiere tiempo, y existen otros regímenes políticos para los impacientes. Me temo que en esta historia su afán de protagonismo ha terminado por jugarle una mala pasada, invalidando de un plumazo todos los discursos que había enarbolado. Desde luego, él podrá argüir que aunque perdió en las urnas, sus ideas arrasaron. No obstante, no somos tan mentecatos: si sus proyectos tienen urgencia, es única y exclusivamente por consideraciones electorales de la peor especie. Si ése era el nuevo estilo, tanto mejor que se haya quedado en primera vuelta.

En su favor podría decirse que la actitud de los otros candidatos no contribuye demasiado. Si algo quedó claro en el debate del día lunes es que ambos candidatos están muy lejos de hacerse cargo de las verdaderas preguntas. Frei repitió su discurso añejo, y tiene enormes dificultades para convencernos que puede, efectivamente, encarnar la necesaria renovación de una coalición gastada. Además, cuando lo interrogaron sobre Aninat, perdió una excelente oportunidad de aclarar su posición sobre un problema delicado, prefiriendo quedarse en formalismos vacíos. Por su lado, Sebastián Piñera insistió con propuestas irrealizables, y dejó claro —por si alguien tenía dudas— que los conflictos de interés lo tienen sin cuidado: afirmó sin inmutarse que no se desprenderá de sus acciones en Colo Colo, respondió con la peor versión del liberalismo económico cuando lo inquirieron por la Clínica las Condes, y su réplica sobre Chilevisión fue simplemente inaceptable. Para remate, ambos candidatos hicieron gárgaras con la clase media, confirmando así nuestros temores: viven en cualquier país, menos en el nuestro.

Todo esto puede ser muy cierto, pero la actitud de Marco representa, en el fondo, más de lo mismo. Tenía la oportunidad de crear un referente que intentara superar las viejas dicotomías, pero sus palabras de ayer mostraron que él también sigue anclado en el pasado. Tenía la oportunidad de mostrar, con su testimonio, que quería cambiar el modo de hacer política, pero con su actitud mezquina y calculadora dejó en claro que lo suyo es más una aventura personal que colectiva. Tenía la oportunidad de hacer política en serio, pero optó por mostrar su lado más frívolo con su presencia en la comisión de Constitución, como si hubiera querido protagonizar su propio “ruido de sables”. Pero tampoco nos sorprendamos tanto. Al final, después de tanto pregonar una supuesta pureza de la que siempre careció, Marco terminó cayendo en sus propias trampas: dicen que no hay peor mentiroso que quien cree sus propias mentiras. Así, su campaña presidencial no será más que un bonito recuerdo para quienes fueron sus partidarios, y uno pésimo para Eduardo Frei. Para todo el resto, caerá simplemente en el olvido.

Publicado en El Mostrador el jueves 14 de enero de 2010

martes, 12 de enero de 2010

¿Museo de la memoria instrumental?

El Museo de la Memoria intenta rescatar la memoria de las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante el régimen militar. La intención es, de por sí, digna de encomio: vivimos en un país al que le cuesta mirar y pensar su pasado, y tenemos escasa noción de la importancia del patrimonio si no tiene directa relación con rentabilidad financiera. A ratos parece que, ebrios del afán de progreso, queremos avanzar como ciegos sin detenernos un instante en el camino recorrido. Pero no es más que una peligrosa ilusión: es imposible construir seriamente un país sin conciencia de nuestro pasado. Hay pocas cosas tan frívolas como pretender que podemos avanzar sin mirar reflexivamente hacia atrás.

Sin embargo, la iniciativa no ha estado libre de polémica: el gobierno decidió que el museo estuviera consagrado exclusivamente a los crímenes cometidos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990. Aunque es cierto que la medida es discutible por varios motivos, no deja de ser coherente con cierta actitud que Michelle Bachelet ha mantenido durante su gestión. Cuando viajó a Cuba se apuró en acudir a reunirse con Fidel Castro, al mismo tiempo que se negaba a realizar gesto alguno a la disidencia cubana. Quizás sea muy descaminado esperar algo más de cierta izquierda que exige de la derecha, con buenas razones, gestos decidores sobre el asunto, pero que es ella misma incapaz de asumir sus propias responsabilidades. Es políticamente incorrecto recordarlo, pero no por eso es menos cierto: la violencia como método de acción política no fue inventada en septiembre de 1973. Da la impresión que muchos aún no han leído El hombre rebelde, de Albert Camus, pero quizás sería mucho pedir.

Con todo, hay algo complejo en la decisión gubernamental que va por un lado ligeramente distinto. Al seccionar la historia de modo tan tosco, las autoridades no sólo pecan contra la más elemental sutileza. Ni eso quizás sería tan grave, si no fuera porque, al mismo tiempo, permiten que se ciernan sobre la iniciativa sospechas y dudas que pueden resultar fatales para el propósito central que se persigue, si hemos de creer a las declaraciones explícitas. Porque si las violaciones a los derechos humanos son un tema de tanta importancia y gravedad -y lo son-, no pueden entonces quedar reducidas a una cuestión de trincheras y de blanco y negro, sobre todo pasados ya tantos años. El esfuerzo tendría que ir más bien por el lado de hacer de la memoria colectiva algo verdaderamente común y compartida por todos, en la que los chilenos pudiéramos reconocernos más allá de nuestras historias personales o de nuestras legítimas visiones sobre la historia del país. Y eso pasa necesariamente por una condición inviolable: sustraer el tema de las reivindicaciones políticas para hacerlo entrar en algo más digno, en algo más sagrado: algo que no se usa ni debe usarse. Como decía Charles Péguy a propósito del caso Dreyfus: no se puede mezclar de ese modo lo místico con lo político. En la actual configuración, el Museo corre el riesgo de perder buena parte de su legitimidad, pues no es capaz de tomar distancia de las divisiones que tanto daño le causaron a nuestro país.

Explicar no es aprobar ni justificar: es simplemente ser capaces de mirar, al mismo tiempo, con los dos ojos. Es dejar atrás, de una buena vez, esa ilusión óptica tan propia del siglo pasado. Me temo que insistir en lo contrario es banalizar una memoria que, definitivamente, merece mucho más.

Publicado en La Tercera (y en el blog) el lunes 11 de enero de 2010.

jueves, 7 de enero de 2010

Querido Vidente

Querido Vidente,

Te escribo después de un largo silencio porque necesito, con cierta urgencia, tus valiosos consejos. Yo sé que te molestaste conmigo cuando publiqué un correo tuyo hace algunos meses, pero también sé que nuestra amistad está por sobre esas minucias. Por lo demás, no exageremos. Tuve la delicadeza de no publicar tu nombre y además todos creyeron —salvo uno que otro despistado— que se trataba de un invento mío: ¡no podía parar de reír!

Pero no nos alarguemos de más, y vamos a lo nuestro. Sabes bien que mi tiempo es escaso, cada día más escaso. Pues bien, todo indica que Sebastián ganará el 17 con una ventaja cómoda. Créeme que con Eduardo lo hemos intentado todo —todo—, pero ya terminé de convencerme que se trata de una tarea imposible. Eduardo es buena persona, pero como candidato no he visto nada peor. Tratamos que apareciera lo menos posible, pero nunca faltó el genio que lo mostró más de la cuenta. Así no se puede trabajar. Como si eso no bastara, la Concertación y sus alrededores se parecen cada día más a Bagdad. Ni hablar del comando, donde ya prefiero ni asomarme. Es cierto que la Carola tiene la mejor de las intenciones, pero ella misma es consciente que esta historia se acabó. La paradoja es que trajimos a las caras nuevas justo cuando ya no servían para nada, ya sabes, las ironías de la vida. A decir verdad, la candidatura de Eduardo nació muerta. Igual te confieso —no lo divulgues por favor— que, en un momento creí que era posible repuntar. Ahora sé que no era más que una ilusión. Ya abrí los ojos y, ¿sabes?, he sentido un gran alivio interior.

El cadáver de la Concertación es demasiado pesado y ni yo ni nadie está en condiciones de resucitarlo. Tendríamos que haber inventado una nueva Michelle, pero esta vez no resultó. En verdad, ni siquiera lo intentamos Para peor, como están las cosas, no habrá ni entierro digno ni honores ni nada: se acabó no más, como se acaba todo en la vida. No será la primera vez que nos toque, bien recuerdas. Me gusta mucho ganar, pero también hay que saber perder. Además, hay muchas formas de perder. Me cito a mí mismo, y digo entonces: a otra cosa mariposa. Sebastián triunfará, y sabes mejor que nadie que no es mi estilo privar a nadie de mi sabiduría cultivada a lo largo de tantos y trabajados años. Yo soy pluralista de verdad, digan lo que digan mis detractores.

Un poco por lo mismo, escribí una columna, que pienso publicar en la página 3. A mí me gusta mucho, pero necesito tu opinión: tú conoces mejor que yo algunas sensibilidades que no quisiera herir. Échale una mirada y dime qué te parece. Me permito pedirte este favor por una razón que debes intuir: ya no tengo derecho al error. Me he equivocado demasiadas veces en los últimos meses y, a veces, en las noches, me angustio un poco pensando en el futuro. Yo sé que son leseras, pero qué quieres que le haga, cada cual con sus fantasmas.

Decidí convertirme en el ideólogo y en el apólogo del piñerismo: ¿qué tal? Hasta ahora, muy poca gente ha escrito en serio sobre la cuestión, y es una oportunidad que no puedo desaprovechar. Bien sabes que quien define los conceptos tiene ganada buena parte de la batalla. Y como la derecha mantiene esa curiosa incapacidad de pensarse a sí misma, haré el trabajo por ellos. No te asustes, no será como las prédicas dominicales de Carlos: no es lo mío. Diré varias cosas en direcciones distintas y daré un par de pistas falsas para confundir: ¡te apuesto un helicóptero que con sólo mencionar a la UDI lloverán las cartas al director! Y de paso, obvio, infiltraré una que otra idea, enviaré uno que otro mensaje que me interesa hacer llegar a los que importan, a los de siempre. Al fin y al cabo, no nos saquemos la suerte entre gitanos: Pareto (el sociólogo, no el alcalde) no estaba tan equivocado, y gane quien gane el 17 la idea es que las cosas no se muevan demasiado. Ya hay demasiado trabajo hecho, y sería una lástima desperdiciarlo así como así. Yo estoy dispuesto a poner mis fichas y apostar en esa dirección: de eso se trata todo esto y estoy seguro que, a pesar de nuestras legítimas diferencias, seguimos de acuerdo en lo central.

Por cierto, la columna que te adjunto tiene riesgos. Temo parecerme, aún cuando sea de lejos, al doctor Mandelbrod, ese personaje de Las Benévolas, ¿lo recuerdas? A mi favor juega el hecho de que en Chile nadie lee, y menos un libro de mil páginas como el de Littell —quiero creer que tú, querido Vidente, sí lo leíste-. Por otro lado, publicarla en la A3 puede ser un arma de doble filo: ¿no habrá quienes pensarán que es demasiada la osadía?, ¿que he ido demasiado lejos? No obstante, a veces también pienso que por algo Maquiavelo decía que en la guerra hay que hacer precisamente aquello que el enemigo no te cree capaz de hacer. Y no tengo para qué explicarte a ti, Vidente, que la política se parece demasiado a la guerra. Yo creo que una cosa así, en la página 3, sorprende de tal modo que pocos serán capaces de medir la audacia del gesto. Recuerda además que en Chile no sólo la gente no lee, sino que no entiende lo poco que lee.

Tampoco creo que sea un problema la mezcla de roles. Aunque te concedo que la confusión en la que he caído puede parecer un poco impúdica, estoy lejos, muy lejos, de ser el único caso. Ya es casi una moda, qué diablos.

De cualquier modo, si acaso se levantara mucha polvareda, siempre podré retractarme, salir jugando, dar explicaciones, decir que me malinterpretaron y ese tipo de cosas que conoces de sobra. Pero lo que me importa ahora son tus consejos y tu clarividencia. Ojalá puedas contestarme rápido, los plazos se acortan y a veces siento que ya es muy tarde. Muchos saludos a tu señora y a los niños, espero verlos pronto. Y, desde luego, confírmame si estás libre para almorzar el 18: hay muchas cosas que empezar a ver.

Recibe un fuerte abrazo.


Publicado en El Mostrador el jueves 7 de enero de 2010