miércoles, 21 de julio de 2010

La ley de Gabriel

“El gobierno funciona en un Estado de Derecho y la frontera entre lo bueno y lo malo en un Estado de Derecho es si se cumple o no la ley (…) la ética, en lo social, se expresa en la ley, que regula la forma de vivir en sociedad”. Estas palabras bien podrían haber sido pronunciadas por Gabriel Ruiz Tagle. En efecto, el subsecretario de deportes se resiste a desprenderse de sus acciones de Colo Colo, y su principal argumento es tan simplista como irritante: la ley me lo permite. Ni siquiera un documento de la Contraloría, que lo inhabilita para tomar decisiones relativas al fútbol profesional, lo ha hecho modificar su postura: ni vendo ni renuncio.

En todo caso, lo más lamentable es que las palabras citadas más arriba no son de Ruiz Tagle sino de Francisco Vidal. El ex-ministro las pronunció por allá por julio del 2005, al calor de un escándalo provocado por denuncias de nepotismo y corrupción durante el gobierno de Ricardo Lagos. La tesis de Vidal, que podríamos definir como positivismo rabioso, es exactamente idéntica a la de Ruiz Tagle: a los políticos les podemos pedir que cumplan la ley, pero no se nos ocurra pedirles que tengan un comportamiento correcto. Después de todo, ¿quién define qué es correcto y qué no? Así se refugian en la ley, tratando de convencernos de que toda acción permitida por la ley es, de por sí, correcta.

El detalle que parecen olvidar Ruiz-Tagle y Vidal es que ciertas conductas no están tipificadas por una razón muy sencilla: las buenas maneras no se imponen por ley. Es posible que a partir de este caso decida legislarse, y lo más probable es que los políticos nos presenten, en una ceremonia pomposa y republicana, la nueva normativa como un gran avance de nuestra democracia. Sin embargo, será todo lo contrario: cuando hay que regular comportamientos que antes eran considerados como evidentes hay mucho más retroceso que avance, pues significa que necesitamos de una ley para cumplir con lo mínimo. Por eso Montesquieu podía decir que las leyes abundan allí donde escasean las buenas costumbres. Dicho de otro modo: que al subsecretario de deportes le parezca normal ser al mismo tiempo accionista mayoritario del principal club de fútbol del país es un pésimo síntoma de nuestra situación.

Desde luego, la oposición puede vociferar cuanto quiera, pero lo cierto es que carece de toda autoridad moral. Ya vimos cómo Vidal sostenía la misma tesis cuando a la administración laguista le faltaba poco para contratar a la mascota en alguna asesoría imprescindible para la estabilidad de la república. Y la derecha, en aquella época, ponía el grito en el cielo arguyendo que lo justo no es lo mismo que lo legal. ¿Qué podemos esperar de esta clase política, que a ratos parece desconocer el principio de no contradicción, para no hablar de coherencia intelectual? Al final del día, izquierda y derecha están más de acuerdo de lo que parecen: no se trata tanto de pensar como de encontrar el argumento útil en el momento adecuado. Logran salir del paso —aunque ni eso es tan seguro—, pero el precio es alto: la discusión pública se degrada y la credibilidad del sistema político va sufriendo una merma lenta pero inexorable.

De cualquier modo, Ruiz-Tagle tiene un poderoso aliado en el Presidente. En efecto, mientras el subsecretario no venda, funciona como fusible, pues Piñera tampoco rebosa de ganas de vender su participación en Colo Colo. La inaudita obstinación muestra, una vez más, que al gobierno lo tienen sin cuidado los conflictos de interés: no ha sido capaz, en meses, de tomárselos en serio. De hecho, Colo Colo es sólo uno de ellos, y quizás el menos importante. Algunos guardábamos la esperanza de que el incidente Bielsa pudiera convencer al mandatario de lo inadecuado de la situación a la que se expone, pero todo indica que no fue suficiente. A estas alturas, lo único claro es que cuando el gobierno cambie de actitud no será por convicción sino por mera conveniencia. Porque no hay que ser un genio para prever que, más temprano que tarde, los costos políticos se harán insostenibles.

Acaso nadie haya expresado mejor la doctrina oficialista que Pablo Castillo, presidente de la Fundación de Ingenieros Comerciales UC, quien dijo hace algún tiempo, en un homenaje a Piñera, que la crítica de los conflictos de intereses esconde el “terrible germen de la mediocridad y la flojera”. Aunque quizás soy un poco flojo, y seguramente algo mediocre, quiero creer que la política exige ciertos deberes y cierto ethos, y que éstos no son incompatibles con las virtudes propias del trabajo. Es más bien todo lo contrario.

Publicado en El Mostrador el miércoles 21 de julio de 2010

lunes, 12 de julio de 2010

Pare. Mire. Escuche.

"De un momento a otro, un hombre endereza la cabeza, toma aire, escucha, considera, reconoce su posición: piensa, suspira, y, sacando su reloj del bolsillo alojado contra el costado, mira la hora. ¿Dónde estoy?, y ¿qué hora es?". Ésas, dice Paul Claudel en su "Arte poética", son las preguntas inagotables cuando no buscamos tanto prever el futuro como comprender el presente.

De algún modo, las palabras de Claudel reflejan el desafío que emprendimos junto a otros dos profesores del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes -Joaquín García-Huidobro y Hugo Herrera- al escribir el libro "8.8. Escombros en el Bicentenario". Nació de una convicción compartida: el terremoto del 27 de febrero es una oportunidad imperdible para detenernos y hacer algo a lo que no estamos muy acostumbrados: formular preguntas. Como dijo el poeta estadounidense Todd Temkin, no es tanto un libro sobre el terremoto como un libro sobre Chile pues, en efecto, quisimos aprovechar la ocasión para mirar de un modo distinto nuestro país, sin dogmas ni conformismos de ninguna especie.

Algunos se extrañaron por el hecho de que un libro semejante fuera escrito por profesores de filosofía. Pero, ¿por qué no habríamos de hacerlo? Creemos que los profesores debemos intervenir en el debate público, pues tenemos cosas que decir y hay problemas que nos interesa mostrar. Para lograr nuestro objetivo, elegimos comentar once imágenes que marcaron aquella jornada del 27 de febrero, once imágenes que ilustran cómo el terremoto desnudó nuestras miserias y nuestras grandezas. Quisimos preguntarnos por las causas profundas e invisibles que fueron permitiendo que ocurriera todo lo que sucedió, en lo bueno y en lo malo.

Como es lógico, la escritura a tres manos tiene complicaciones y ventajas: varias veces no estuvimos de acuerdo y, por eso, muchas páginas son fruto de apasionadas discusiones. A través de ellas pudimos ver mejor qué queríamos decir y cómo queríamos decirlo.

Al final, fue surgiendo un texto que tiene algo de barroco y en el que se van delineando las preguntas en torno a las cuales gira el libro: ¿por qué abdicó la autoridad estatal esa madrugada?, ¿estamos construyendo ciudades y viviendas que permitan el despliegue de lo humano?, ¿qué hacer con el adobe?, ¿qué le ocurre a nuestro sistema económico que presenta falencias tan dramáticas? Por cierto, no pretendemos dar respuesta a todas estas preguntas, ni de lejos. No obstante, creemos que en el mero hecho de enunciarlas hay algún mérito, pues el terremoto nos dejó demasiadas tragedias como para que no seamos capaces de preguntarnos con calma dónde estamos y adónde queremos ir.

La reconstrucción no es sólo la indispensable tarea de remover escombros: es también saber qué y cómo queremos reconstruir. Si acaso el libro contribuye modestamente a esta ineludible reflexión común, entonces habrá valido la pena escribirlo.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 9 de julio de 2010

La señora Fifa

El estrepitoso fracaso de Francia en el Mundial de Fútbol tardó poco en convertirse en tema de Estado. La Asamblea Nacional citó al entrenador y al presidente de la federación, mientras que el gobierno lanzó la idea de convocar a unos "estados generales del fútbol". Hasta aquí, nada raro en un país acostumbrado hace siglos a resolver sus problemas a través del poder público, tanto para lo mejor como para lo peor. Sin embargo, estas iniciativas no cayeron muy bien en la FIFA. En efecto, Joseph Blatter advirtió rápidamente que, de acuerdo con los estatutos, este organismo no permitiría ninguna injerencia política en el fútbol, so riesgo de desafiliar a la federación francesa. La amenaza fue proferida de un modo particularmente severo, sin dejar lugar a ningún matiz.

Es obvio que la acción estatal no es el mejor remedio para los problemas que aquejan al fútbol francés. Además, Francia tiene en estos días prioridades un poco más urgentes que averiguar qué le dijo tal jugador al entrenador o quién lideró la huelga del plantel. Empero, me interesa detenerme en otra cuestión, que es esta suerte de chantaje constante que ejerce la FIFA para defender su propia parcela de poder. Supongo que uno tiene, al menos, el derecho a preguntarse en virtud de qué principio una actividad de la relevancia pública y económica del fútbol tendría que sustraerse completamente de la acción pública. Es, cuando menos, un atentado a la independencia.

Si hacemos un poco de memoria, recordaremos que hace no tanto tiempo las amenazas de la FIFA también cayeron sobre nuestro país. En noviembre de 2009, un club recurrió a los tribunales por considerar que sus derechos no habían sido respetados, como se hace en cualquier país civilizado, y las bravatas intimidatorias provenientes de la FIFA llegaron con la velocidad del rayo: los asuntos del fútbol los resuelve el fútbol, se dijo, como si los asuntos del fútbol no fueran al mismo tiempo asuntos públicos. Imaginemos qué ocurriría si el jefe de alguna iglesia, o de cualquier otra organización realizara algo semejante: impedir que sus miembros recurran a los tribunales ordinarios, so pena de expulsión. O impedir que eso que Blatter llama despectivamente "la política", que no es otra cosa que el legítimo ejercicio de la soberanía, regule aquellas áreas de la vida social que le parece necesario regular. A no dudarlo, el escándalo sería mayúsculo. Sin embargo, si es Blatter quien lo dice, a nadie parece importarle mucho. De hecho, la ministra francesa de Deportes salió rápidamente a retractarse de sus dichos: al Estado francés le faltó poco para pedir disculpas.

La cuestión también es interesante porque es síntoma de otros fenómenos. En nuestra época, esa que algunos llaman el fin de la historia, el fútbol es uno de los últimos vehículos de expresión de las identidades y los sentimientos nacionales. Sin embargo, exige un precio elevado para jugar ese papel: renunciar a la soberanía, aceptando la exclusión del fútbol de la acción pública. La paradoja es tan decidora como profunda, y cabe preguntarse si vale la pena pagar tan alto precio.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 2 de julio de 2010