domingo, 28 de marzo de 2010

Desorientados

El regreso de la derecha al poder ha sido más accidentado de lo esperado. Dilaciones, errores infantiles, cargos vacantes y cacofonías varias han caracterizado las primeras semanas del nuevo gobierno. Esto, en principio, no tendría nada de raro: si alguna vez alguien pensó que para hacerse cargo del aparato público bastaba con buena voluntad y experiencia empresarial, estaba muy equivocado. Tomarle el pulso a la nueva situación puede tomar semanas, o quizás meses. En ese sentido, la dificultad pasa más bien por las expectativas creadas por el propio gobierno. Luego de tanto agitar la bandera de la excelencia y de la nueva forma de gobernar, los resultados no están a la altura de lo ofrecido.

En cualquier caso, ha quedado claro lo siguiente: es muy fácil criticar desde la oposición, pero un poco más complejo es asumir las responsabilidades desde dentro. Sin ir más lejos, la derecha hoy guarda silencio frente a lo que ayer la escandalizaba. Por dar un solo ejemplo, los mismos que ayer incriminaban el cuoteo hoy lo exigen por la prensa sin ningún pudor. Por su lado, la Concertación muestra una preocupación extrema por todos los detalles allí donde hizo la vista gorda durante veinte años. Estas lamentables actitudes dejan ver la escasa coherencia de nuestros políticos, siempre tan apurados para ver la paja en ojo ajeno. Parecen no darse cuenta de que al actuar así pierden la poca credibilidad que les va quedando.

Con todo, la pregunta que sigue abierta es saber cuánto demorará el nuevo gobierno en ordenarse y tomar el control de la situación política. Hasta ahora, el oficialismo ha sido mucho más reactivo que activo y la agenda se le va de las manos con demasiada facilidad, lo que no deja de ser extraño en una administración que recién comienza. Por cierto, la demora en la venta de Lan ―que generó una polémica tan predecible como evitable― es el caso más simbólico, pero está lejos de ser el único.

Es obvio que nada de esto es irrevocable, pues el gobierno lleva muy poco tiempo como para sacar ningún tipo de conclusión. Además, basta recordar el lamentable comienzo del sexenio de Lagos para saber que las cosas pueden cambiar si hay voluntad política eficaz. No obstante, eso no impide que haya interrogantes sin resolver, y varias de ellas podrían haber sido resueltas antes del 11 de marzo. En varios sentidos, el gobierno de Piñera sigue siendo una gran incógnita. Desde luego, una de las interrogantes tiene que ver con los conflictos de interés. Mientras Piñera no se desprenda de Chilevisión y de Colo Colo, tendrá un peligroso flanco abierto -y en política más vale cerrarlos. Otra pregunta abierta guarda relación con la UDI, el principal partido de gobierno. Piñera no logra encontrar un modus operandi que le permita anticipar los conflictos, y así la tensión sólo puede ser creciente. El presidente debe buscar un equilibrio, y ambas partes deben estar dispuestas a ceder: ni la UDI puede mantener esa especia de chantaje constante sobre el gobierno, ni el mandatario puede ignorar que se trata de un partido indispensable para su propio éxito. Otra cuestión relevante es el orden interno del gobierno: aún no se sabe muy bien cómo está organizado, ni qué rol cumple cada cual, y ni hablar de una delimitación clara de responsabilidades. A veces pareciera que están todos sumidos en una precipitación continua que les impide reflexionar y tomar distancia de su propia acción: así es difícil evitar los errores. El estilo del propio Presidente no contribuye, pues le cuesta delegar y concentra en sus manos todas las decisiones. Naturalmente, eso le deja poco espacio a los ministros para ir tomando confianza. Un poco por todo esto, no hemos visto hasta ahora una conducción nítida ni un liderazgo claro. Tampoco hemos visto un discurso más o menos coherente que cohesione las propias filas, y ni siquiera el terremoto ha servido para elaborar un relato que le de sentido al activismo febril.

Es cierto que es muy pronto para establecer juicios definitivos. También es cierto que la oposición no lo hace mucho mejor, y el presidente del senado se encarga de recordarnos todos los días cuán lejos está la Concertación de comprender su derrota. No obstante, sería peligroso olvidar que cuatro años pasan muy rápido: los minutos que se están desperdiciando valen oro.

Publicado en El Mostrador el viernes 26 de marzo de 2010

domingo, 21 de marzo de 2010

Explicando lo inexplicable

Escuchar a la ministra vocera, joven y talentosa, dando explicaciones por el retraso en la venta de Lan no puede sino resultar un poco decepcionante para quienes todavía creemos en la existencia de ciertas reglas en la vida pública. En efecto, culpar a Celfin no sólo es completamente inverosímil, sino que además hace dudar respecto del grado de confianza que los chilenos podemos depositar en el nuevo gobierno. Pero también es decepcionante porque la función de los ministros es gobernar el país, no gastarse explicando los incidentes financieros de Piñera.

Desde todo punto de vista, y supongo que esto lo admitiría el más acérrimo de los piñeristas, es lamentable que los ministros estén perdiendo su tiempo y energía en explicar lo inexplicable, dando la cara por algo que, simplemente, no es su problema. Es una especie de “privatización” de los ministros.

Nunca pensamos que Piñera llegaría tan lejos. Por cierto, la ministra sólo se hunde más intentando esgrimir que no es “tema de gobierno”: desde el minuto en que Piñera no verificó su promesa, la cuestión se transforma en asunto gubernamental, guste o no. Otro secretario de Estado fue más lejos, y acusó de mal gusto a quienes preguntaban sobre este tema, como si pudiera ser impropio inquirir por los compromisos adquiridos durante la campaña.

Piñera prometió vender antes de asumir, y no cumplió. Para peor, aún no es capaz de dar una respuesta satisfactoria. Es cierto que en el intertanto hubo una catástrofe, pero todo indica que las cosas deberían haber estado ya zanjadas el día del terremoto, que ocurrió tan sólo 12 días antes del cambio de mando.

Por lo demás, la bolsa no interrumpió sus actividades. También cabe la posibilidad que Piñera haya tardado la venta porque las acciones bajaron luego del terremoto. En tal caso, podemos darnos por enterados: el Presidente sigue especulando y, por tanto, sus promesas están condicionadas al valor de sus acciones. Por último, quizás Piñera simplemente no quiso vender para ver cómo reaccionaba la opinión pública: por si pasa, como se dice en buen chileno.

Como sea, el caso es que ninguna de las tres explicaciones posibles es muy estimulante, pues todas dejan claro que el presidente es incapaz de realizar una demarcación clara y nítida entre lo público y lo privado, entre sus legítimos intereses personales y sus responsabilidades como Presidente de la república. Chile no es un juego ni una empresa, y la república merece cuidados y atenciones: por lo mismo, encabezarla exige tener plena conciencia de los deberes implicados.

Es cierto que la Concertación no siempre hizo las cosas demasiado bien en este sentido —los cruces de veredas fueron demasiado frecuentes y, a veces, obscenos—, pero eso no constituye un argumento, menos aún si se pretende instaurar una nueva forma de gobernar. Además, sería de ciegos negar que, en esta materia, la derecha tiene que rendir un examen bastante más severo que la izquierda. Y si bien es innegable que Piñera no siempre observó estas reglas de modo muy estricto en el pasado —basta recordar su discusión con Allamand a propósito del caso Chispas—, uno esperaría mayor conciencia de lo siguiente: en un país tan presidencialista como Chile, ocupar la primera magistratura conlleva obligaciones infinitamente superiores a las de ser senador. Y no se trata de un problema legal, sino de un problema ético, porque —como diría Ricardo Lagos— el Presidente de Chile no puede necesitar una ley para cumplir con su deber.

En ese sentido, salvo que Piñera modifique radicalmente su actitud, su gobierno estará inevitablemente marcado por ese pecado original, por esa ambigüedad irresuelta. Podrá quizás hacer una buena gestión, es posible que resuelva muchos problemas y quizás se destaquen algunos ministros. Sin embargo, difícilmente su mandato podrá liberarse del estigma de haber permitido abundantes conflictos de interés en su seno, propiciados por el propio Presidente.

Dicho de otro modo, la república saldrá dañada porque cuando se mezclan los ámbitos de un modo tan abierto, a vista y paciencia de todos, el perjuicio es difícil de reparar. Violar las reglas por primera vez es difícil, pero luego puede convertirse en rutina.

En ese sentido, lo de Piñera es grave por demasiadas razones. Alguien podría objetar que mis argumentos son nostálgicos, que estas cosas ya no importan, y que lo crucial hoy es ser eficiente, y que el resto importa poco. Por mi parte, sigo pensando que la buena gestión exige reglas claras, y que cuando esas reglas se hacen difusas, todo se confunde y todo se vuelve posible.

Sigo pensando que los servidores públicos deberían estar libres de cualquier sospecha, y sobre todo el primero de ellos, el Presidente. Sigo pensando que la política es una actividad noble que impone cierto ethos. Sigo pensando, en fin, que mi abuelo no estaba tan equivocado cuando me enseñaba que las promesas son para cumplirlas y que lo público es distinto de lo privado.

Publicado en El Mostrador el viernes 19 de marzo de 2010

Sarkozy a pique

En la primera vuelta de las elecciones regionales efectuadas el pasado domingo, Nicolás Sarkozy recibió un duro golpe electoral. Su partido (UMP) quedó por debajo de los socialistas y, aun peor, a diferencia de estos últimos no cuenta con aliados a los que recurrir en la segunda vuelta de este domingo. Todo indica entonces que casi todas las regiones, si no todas, quedarán en manos de la izquierda.

¿Cómo pudo sucederle algo así al mismo que hace tres años llegó al Elíseo tras conducir una campaña brillante y que es celebrado en todo el mundo por sus excepcionales dotes de liderazgo?

Hay varias explicaciones, pero quizás la principal se refiere a cierto activismo voluntarista que no ha dado resultados. Sarkozy ganó la presidencial del 2007 con un discurso rehabilitador de la política y de las posibilidades de la acción pública, y la verdad es que no ha podido refrendarlo con hechos. En parte porque muchas de sus reformas son de largo alcance; en parte porque tiene demasiados flancos abiertos a la vez. El hecho es que hasta ahora los resultados son escasos.

A eso se suma que, con su actitud, Sarkozy se expone mucho más que un presidente corriente: le gusta estar en todos los frentes e involucrarse personalmente en los temas. Esa conducta no sólo le deja muy poco espacio a su gabinete, sino que también termina por afectarlo si no se cumplen las metas esperadas. La paradoja es que hoy el primer ministro -que suele ser el fusible en la tradición francesa- está mucho mejor evaluado que el presidente.

Otro factor por considerar: Sarkozy se mueve en tantos registros distintos, dice tantas cosas contradictorias, que su discurso termina siendo muy poco legible. Así, mientras en Copenhague buscaba encarnar el liderazgo ecológico mundial, pocas semanas después les decía a los agricultores que estaba cansado de las demandas ambientalistas: al final del día, nadie sabe muy bien qué piensa Sarkozy (si acaso piensa algo).

En otro orden de cosas, Sarkozy vio fracasar la estrategia electoral que tantos dividendos le reportó en 2007. Ésta consistía en lograr el mayor grado de unidad de la derecha en primera vuelta, para distanciarse de los socialistas, y generar a partir de allí una dinámica ganadora para el balotaje. Además, para reducir al Frente Nacional (la extrema derecha) a su mínima expresión, el discurso se inclinaba un poco -a veces más que un poco- hacia la derecha. Pues bien, toda esa estrategia voló en mil pedazos el domingo pasado: la unión de la derecha no logró ni siquiera superar al Partido Socialista y, por otro lado, el movimiento de Le Pen -el líder de la extrema derecha- obtuvo porcentajes significativos en varias regiones.

Así las cosas, el escenario se presenta oscuro para Sarkozy, no sólo pensando en la segunda vuelta de este domingo, sino porque la oposición retomará nuevos bríos de cara a la presidencial de 2012. Y aunque es imposible dar por muerto a Sarkozy antes de tiempo, pues posee habilidades políticas innatas, es claro que enfrenta una cuesta bien empinada si quiere intentar la reelección. En lo inmediato, modificar su estrategia electoral y elaborar un discurso creíble que no parezca gastado. En lo mediato, reconquistar a los franceses, que parecen estar algo cansados de su estilo. No la tiene fácil.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 19 de marzo de 2010

viernes, 12 de marzo de 2010

Los misterios de Piñera

El cambio de mando realizado ayer, en medio de movimientos telúricos y alertas de maremoto, tiene algo de nostálgico para todos quienes hicimos nuestras primeras armas en los últimos veinte años, más allá de la posición política de cada cual. Muchos rostros con los que crecimos se van para sus casas, y llegan otros que siempre habíamos visto en la oposición. Estábamos acostumbrados a cierto modo de hacer las cosas, con sus grandezas y sus miserias, y ahora tendremos que habituarnos a otro, que seguro traerá también sus propias grandezas y miserias.

Así, se abre un nuevo período histórico, y nadie sabe a ciencia cierta cuánto durará la derecha en el poder. Con todo, es evidente que tiene cancha para jugar, y los nombres elegidos por la Concertación para presidir el senado los próximos tres años son una excelente muestra de su desconexión total con la nueva realidad política. Con Jorge Pizarro, Camilo Escalona y Guido Girardi en la primera línea, Piñera puede estar tranquilo: la oposición tardará un buen tiempo en recuperar su credibilidad y volver a convertirse en alternativa seria de gobierno.

Por cierto, la administración entrante debe aprovechar las circunstancias evitando enredarse en cuestiones menores. Pero la verdad es que, hasta ahora, las señales no han sido de lo más alentadoras: en pocas semanas, el piñerismo no sólo ha cometido errores infantiles, sino que también se ha negado a resolver cuestiones de importancia. Por un lado, hay muchas autoridades que aún no han sido nombradas, y eso no puede sino plantear un signo de interrogación respecto de la capacidad de la derecha para hacerse cargo del aparato público, pues la segunda vuelta fue hace ya dos meses.

Por otro lado, el tema del logo, aunque menor, no es por eso menos sintomático, e ilustra bien cuán fácil es enarbolar desde la oposición la bandera de las cosas bien hechas, y cuán distinto es ponerle prolijidad a la gestión una vez adentro: hay varias lecciones que sacar sobre este punto. Y aunque es obvio que hay que darle tiempo a la nueva administración para que le tome el ritmo a las nuevas circunstancias ―después de todo, son veinte años en la oposición―, esa excusa no puede servir durante mucho tiempo, menos aún si Piñera quiere imprimirle sentido de urgencia a su gobierno. Sabemos además que la primera etapa de los mandatos suele ser la más productiva.

Pero en verdad lo más complicado viene por otro lado: en un gabinete donde abundan los conflictos de interés, el mismo Presidente optó por hacer oídos sordos a los suyos propios. Así, el presidente Piñera investido ayer en Valparaíso conserva su participación en Colo Colo, aún no aclara el nuevo estatuto de Chilevisión y, pese a que había prometido lo contrario, no se ha desprendido de su participación en Lan. Si eso no es conflicto de interés, yo no sé qué pueda serlo. El problema es complejo por varias razones. Una de ellas tiene que ver con lo siguiente: como es el jefe quien da la pauta, resulta difícil imaginar qué razones tendrían las otras autoridades para aplicar un criterio distinto al del Presidente.

Dicho de otro modo, en esta materia Piñera no puede exigir mucho pues él mismo ha optado por hacer poco. Así, por dar sólo un ejemplo, tendremos que conformarnos con que el subsecretario de deportes sea uno de los dueños del club deportivo más popular del país, como si nada. La cuestión tiene mucho de decepcionante, pues nada de esto daría para discusión en una democracia seria, pero la verdad es que en Chile Piñera puede darse el lujo de incumplir una promesa de campaña sin que a nadie parezca importarle mucho y puede también darse el lujo de poseer un medio de comunicación masivo sin que nadie se inquiete demasiado.

No se trata de presumir mala fe, pues el problema central no pasa por ahí. Se trata más bien de tomarse en serio esa lección de Montesquieu según la cual es preferible limitar el poder que lamentarse luego por no haberlo hecho: es una regla básica de la democracia, que ni Piñera ni nosotros parecemos haber escuchado con la suficiente atención.

Es cierto que el terremoto hizo pasar a segundo plano todas estas consideraciones, además de representar una oportunidad política para el nuevo presidente. Si antes tenía que darse el trabajo de bajar las expectativas, hoy ese problema está resuelto. Si antes carecía de mística y de relato, hoy se enfrenta a la titánica tarea de reconstrucción nacional. Pero también recién ahora podemos medir cuán frívolo fue su llamado a realizar un gobierno de unidad nacional cuando no había motivo serio para hacerlo. En cualquier caso, sería un poco triste, por decir lo menos, que la catástrofe fuera entendida como simple excusa para incumplir las promesas.

Con todo, el hecho final es que cuesta entender que Piñera, un hombre que lleva exactos veinte años mirando fijo hacia La Moneda sin pausa y sin descanso, no esté dispuesto a poner toda su atención y toda su energía en realizar un buen gobierno, despejando todos los problemas anexos. Es difícil comprender por qué está dispuesto a exponerse por cuestiones que podría y debería haber resuelto hace mucho tiempo, e insista en poner fichas en dos canchas distintas.

Es misterioso que ni La Moneda, ese objetivo tan anhelado y por el que estuvo dispuesto a hacer tantas cosas, lo haga cambiar de actitud. Sus detractores siempre podrán alegar que siempre fue así, que cuando fue senador la cosa no fue muy distinta, que la política para él no es mucho más que medio para otros fines y que, simplemente, es su naturaleza: donde ve una oportunidad, la aprovecha sin hacerse muchas preguntas y donde hay un espacio, lo toma sin fijarse en detalles. Ignoro cuánta verdad hay en esos argumentos, pero hay algunos hechos que no merecen discusión. El primero es que, al exponerse así, Piñera abre flancos que le pueden costar caro en un futuro no tan lejano. Otro es que da la impresión que Piñera es un poco inconsciente de la gravedad histórica del proceso que encabeza, pues está dispuesto a contaminarlo con cuestiones de índole privada.

En ese sentido, sólo cabe esperar que Piñera resuelva cuanto antes eso que podríamos llamar “la cuestión previa”, que no es otra cosa que el problema Piñera, aunque el mismo hecho que estos problemas subsistan a fecha 12 de marzo habla más que mil palabras. Como sea, si no lo hace, sólo dará buenas razones a quienes piensan que su aventura es más individual que colectiva y más personal que política, y eso no puede sino perjudicar a su propio gobierno.

Publicado en El Mostrador el viernes 12 de marzo de 2010

jueves, 11 de marzo de 2010

Adiós, Michelle

A diferencia de la mayoría de los presidentes de nuestra historia, Michelle Bachelet alcanzó el poder sin buscarlo. La paradoja es que, una vez que lo encontró, optó por no usarlo: tal podría ser una de las conclusiones de su gobierno. Y en efecto, Bachelet llegó a la Moneda contra la voluntad de los jerarcas, pero elevada por esa especie de oráculo contemporáneo que son las encuestas, y hoy sale de Palacio elevada por el mismo oráculo. Sin embargo, su gobierno tuvo muchos más problemas que aciertos y muchas más dificultades que momentos de brillo.

Se han ensayado muchas explicaciones para intentar explicar esta paradoja, y seguramente varias de ellas tienen algo de razón. Una cosa, en todo caso, parece indiscutible: Bachelet siempre se movió en una zona alejada del liderazgo propiamente político, prefiriendo quedarse en la zona de la simpatía y del cariño personal. Así, nunca dejó de manifestar cierta calidez humana que conectó bien con los chilenos, pero siempre vaciló a la hora de arriesgar capital político en decisiones difíciles. Quizás la única excepción haya sido su irrestricto apoyo al ministro de Hacienda, pero hasta eso le terminó reditando. Bachelet, desde el inicio de su mandato, blindó su imagen rodeándose de un grupo de asesores cuyo único objetivo era mantenerla en el limbo político: rara vez aceptó preguntas directas de los periodistas, no intervino en conflictos complicados, e incluso intentó invalidar a priori toda crítica haciendo suya esa delirante tesis del femicidio político. En buena medida, lo logró: salvo Carlos Larraín, son muy pocos quienes se atreven a criticar con dureza a la presidenta y, de hecho, durante la campaña presidencial, Piñera y Marco Enríquez intentaron apropiarse de parte de su legado. Los beneficios de una situación así son innegables, pues siempre es cómodo no recibir ataques. Pero la verdad es que también tiene costos: Bachelet eligió no ocupar su popularidad, prefiriendo conservarla a gastarla, cuidarla a ponerla en riesgo. Esa opción, quizás útil y recomendable para animadores de televisión, resulta contraproducente en política, pues implica dejar de ser un actor relevante del escenario. En algún momento, Michelle Bachelet decidió parecerse más a don Francisco que a un político, y aunque eso pueda parecer simpático desde alguna perspectiva, es fatal desde el punto de vista de la acción política. Eso explica que Bachelet no haya siquiera intentado cumplir con algunas de sus promesas emblemáticas, como la supresión del binominal o las reformas laborales. También explica por qué la supuesta jefa de la Concertación tomó palco mientras ésta se caía a pedazos. Asimismo, permite comprender por qué tiene que entregarle hoy la banda a un opositor, al mismo tiempo que mantiene índices de popularidad más bien raros en una democracia occidental.

En el fondo, Michelle Bachelet construyó una imagen, una marca y una idea que tiene poco que ver con la política. Por cierto, sus defensores podrán decir que ella está reinventando el mundo, o que feminizó el poder: todo eso suena muy bien, pero sabemos que descansa en una ilusión sin asidero en la realidad. Y si alguien tenía dudas, el terremoto las aclaró: con su tardanza en tomar decisiones clave, Bachelet mostró cuán obsesionada está con su propia imagen: aún en caso de catástrofe, son las frías consideraciones políticas las que priman. Si ése era el nuevo estilo y la nueva política, yo prefiero volver a la antigua pues, esta vez, muchos chilenos anónimos pagaron la cuenta. Pero el terremoto también mostró cuán vacío puede llegar a ser el discurso estatista cuando no está respaldado por una verdadera voluntad de hacer las cosas bien. El lamentable rol jugado por la Onemi deja en evidencia que el Estado chileno hace agua por muchos lados, y que no basta con la buena voluntad. Del mismo modo, quedó claro que en los últimos años se instaló una concepción muy débil de la responsabilidad política, y en este tema la actitud asumida por la presidenta, desde el caso Provoste hacia adelante, tiene mucho de discutible.

Ahora bien, la pregunta es: ¿podrá Michelle Bachelet regresar a la Moneda en cuatro años más? Es difícil aventurar una respuesta definitiva, pero lo primero que uno podría preguntarse es: ¿para qué?, ¿qué sentido tendría su regreso? Si Michelle Bachelet quisiera volver, debería responder ésas, y otras, preguntas. Además, debería mostrar que es capaz de ejercer un liderazgo político efectivo al interior de ese caos llamado Concertación. También debería encarnar una claridad programática de futuro, pues ya sabemos que la mera referencia al pasado no basta para ganar elecciones. Pero, sobre todo, debería entender que el capital político no sirve de absolutamente nada guardado bajo el colchón: hay que estar dispuesto a invertirlo y a correr riesgos. Sin embargo, no hay demasiadas razones para suponer que en los próximos cuatros años Michelle Bachelet vaya a encarnar todo aquello a lo que obstinadamente se resistió en los últimos cuatro. Adiós, Michelle.

Publicado en el blog de La Tercera el jueves 11 de marzo de 2010

lunes, 8 de marzo de 2010

La burka y la república

¿Tiene derecho una mujer a cubrir su rostro con un velo integral (burka) en el espacio público? Por más excéntrico que parezca, es una pregunta que ha agitado la discusión francesa el último tiempo, desde que Sarkozy dijera hace unos meses que la burka no es bienvenida en el territorio francés. Hace unas semanas, una comisión parlamentaria entregó un informe que aconsejaba la prohibición legal en ciertos espacios públicos.

El problema es endiablado por donde se le mire, pues toca al mismo tiempo cuestiones tan sensibles como las libertades públicas, el lugar de las prácticas religiosas en la vida social, las exigencias de la vida en comunidad y la dignidad de la mujer: difícil imaginar una mezcla más explosiva de problemas complicados. Es, además, un caso de libro respecto de las limitaciones de ciertos dogmas modernos, que son simplemente incapaces de resolver problemas de este tipo.

En principio, la respuesta parece simple: cada cual puede pasearse por la calle como mejor le plazca, y el rol del Estado no es inmiscuirse en ese tipo de decisiones que tocan el ámbito puramente privado. Sin embargo, la realidad suele ser más compleja que la ideología, y este tipo de problemas no se resuelven con respuestas tan simples. Nos guste o no, nuestra vida cotidiana está plagada de prohibiciones, pequeñas y no tan pequeñas, que regulan la vida social, y no podríamos prescindir de ellas.

Desde ese punto de vista, la prohibición de la burka podría ser análoga a la prohibición de pasearse desnudo por la calle: una simple restricción de la libertad personal exigida por la vida en comunidad. Ahora bien, la cuestión se complica si recordamos que las mujeres que usan este tipo de velo dicen hacerlo por razones religiosas: prohibir la burka, dicen, atentaría contra la libertad de culto. Se ha discutido mucho si se trata efectivamente o no de una prescripción religiosa, pero es al menos dudoso que el Estado deba realizar disquisiciones teológicas para dirimir un asunto de esta naturaleza.

Otro argumento esgrimido por los partidarios de la prohibición tiene que ver con la dignidad de la mujer: quienes usan el velo integral son, en general, mujeres que carecen de espacios de libertad personal por estar duramente sometidas a sus maridos. Nos encontramos aquí con una pregunta central: ¿puede el Estado defender a alguien contra su propia voluntad? ¿Si las mujeres aceptan libremente el velo integral, puede el Estado impedirlo? Por cierto, la esclavitud está prohibida sin importar si hay o no consentimiento, y podríamos aplicar aquí la misma regla: la dignidad de la mujer es contraria a la burka y por eso debe prohibirse sin otro tipo de consideraciones. No obstante esto último suena convincente, puede ser arriesgado también el confundir esclavitud con burka, pues se trata de fenómenos distintos: si en un caso la explotación es evidente, en el otro se cruzan a la vez otros aspectos.

Si bien la importancia del tema puede parecer desproporcionada -al fin y al cabo, aunque se dejan ver en las calles de Paris, las mujeres que usan burka son una franca minoría-, la cuestión tiene una relevancia indiscutible, pues permite plantear algunas preguntas cruciales que no siempre son bienvenidas en el reino de lo políticamente correcto como, por ejemplo, la importancia y el lugar de la religión en la vida pública. Dicho de otro modo, la neutralidad religiosa del Estado no puede ser equivalente a ceguera respecto de los efectos públicos de la religión. En ese sentido, y más allá del resultado práctico (que probablemente sea la prohibición en servicios públicos, hospitales y escuelas), será interesante mirar de cerca cómo se sigue desarrollando la discusión en los próximos meses.

Publicado en revista Qué Pasa el viernes 5 de marzo de 2010

jueves, 4 de marzo de 2010

Cómo duele

En momentos como este, toda palabra no puede sino resultar un poco vana y hasta frívola. Supongo además que las sensaciones y las ideas e incluso los afectos sufren distorsiones y que, por lo mismo, no es el momento de análisis fríos. Asumo también que la distancia no sólo me impide tener una idea muy precisa de lo que ocurre en Chile, sino que también me convierte en privilegiado. Pero todo eso no quita que la cabeza bulla y que el corazón se agite: me duele todo y no podría ser de otra manera. Y aunque es obvio que escribir no es el modo más efectivo de contribuir, qué diablos, es casi lo único que tengo a mano, es casi lo único que sé hacer.

Un terremoto seguido de un maremoto seguido de una cadena de errores absurdos seguida de una ola de vandalismos nos devastaron. Desde todo punto de vista. No sólo se derrumbaron muchas casas, muchos edificios y muchas iglesias: también se derrumbaron muchas de nuestras certezas, revelando de paso grietas sociales muy profundas que hubiéramos preferido obviar. Se nos movió el piso en todos los sentidos posibles, y si esta tragedia fue extremadamente dura desde el punto de vista material, también lo fue por otras razones. Si el viernes nos acostamos con cierta idea de lo que éramos, pocas horas después todo eso se había esfumado. Ya nunca volveremos a ser los mismos.

Partiendo por lo práctico, quedó en evidencia una verdad espeluznante: pese a nuestros aires de desarrollo y tecnología de punta, pese a que ahora nos gusta jugar en la liga de la OECD, la verdad es ligeramente distinta. No tenemos ninguna capacidad ni ningún método para enfrentar un evento de estas proporciones. Como ha quedado claro tras las tristes declaraciones de la directora de la Onemi, la precariedad de los sistemas de alarma (con fax incluido) es simplemente vergonzosa. Y si la catástrofe no fue peor, fue simplemente gracias a la lucidez de algunas personas que supieron prever que, esta vez, el mar no perdonaba. Ni qué decir de las comunicaciones gubernamentales, al punto que uno se pregunta si en la guerra del Pacífico, allá en pleno siglo XIX, las autoridades no tenían un acceso más expedito a la información. Buena parte del país quedó completamente incomunicada durante días, y mejor ni pensar qué podría ocurrir en caso de conflicto militar. Como sea, es inaceptable que las más altas autoridades del país hayan tardado tanto —a veces días enteros— en tener noticias más o menos precisas de lugares no muy distantes de la capital, como si su medio de comunicación fueran los celulares con tarjeta. Pelluhue, Curanipe, Dichato, Cobquecura, Iloca: a estos lugares llegaron los medios antes que el Estado, la prensa antes que el gobierno. Y si esto habla muy bien de los periodistas, habla pésimo de las autoridades que, se supone, disponen de instrumentos privilegiados para enfrentar este tipo de situaciones. De Lota y Coronel aún se sabe demasiado poco, y quizás cuántas localidades cuyos nombres desconocemos todavía no reciben el socorro necesario. Durante varios días fue una experiencia singular escuchar a los ministros, pues quedaba la sensación de que, en el fondo, no tenían ni mucha más ni mucha mejor información que nosotros. Los problemas de gestión han sido gravísimos, y no basta con la buena voluntad para resolverlos. No nos engañemos: por más loable que sea la iniciativa, no es una Teletón la que va a solucionarlo todo, pues las principales dificultades han venido por otro lado.

Lo de Concepción es un capítulo aparte, y daría para mucho. Pero qué difícil resulta tratar de entender cómo y por qué la segunda ciudad del país, vecina del principal puerto militar, se demoró tan poco en convertirse en algo parecido a Bagdad. Es claro que el gobierno reaccionó tardíamente, que no entendió o no quiso entender la gravedad de la situación y que, al demorarse en tomar decisiones, dejó de cumplir uno de sus deberes más básicos. El gobierno estuvo demasiado tiempo obsesionado por la imagen de la presidenta y por los equilibrios políticos de la nueva transición, obsesionado con evitar la “humillación” de recibir ayuda internacional, obsesionado luego con recibir a Lula y a Hillary, obsesionado con sus propias fobias militares y su inexplicable renuencia a hacer uso de la fuerza, pero lamentablemente nunca estuvo obsesionado con lo importante: ayudar prontamente a las víctimas. En el mejor de los casos, hubo una lentitud inexcusable y, en el peor, una indolencia francamente incomprensible en quien fue -hasta el viernes-, el estandarte del Estado protector. La Moneda está plagada de estrategas varios, gurús comunicacionales y asesores de toda especie, pero nadie estaba preparado para enfrentar una situación así. Es insólito, por ejemplo, que aún no se haya nombrado una autoridad de enlace, acordada entre el gobierno entrante y el saliente, que asegure la continuidad de las medidas de ayuda en las semanas y meses que vienen. Por cierto, quedará abierta la cuestión de saber cuánto habría tardado todo esto en convertirse en crisis política de no producirse el cambio de mando en pocos días.

El resultado en todo caso fue que durante dos días en muchas ciudades reinó una especie de estado de guerra de todos contra todos. Nunca Hobbes había tenido tanta razón, y muchas de las imágenes que vimos no podían sino evocar la vívida y pesimista pintura del estado naturaleza que puede leerse en el Leviatán. Y aunque es obvio que mucho de lo visto tiene que ver con una abdicación temporal del Estado, que a su vez generó una suerte de suspensión de derechos y la desbandada consecuente, quedarse sólo en eso sería taparse los ojos. Porque si algo podemos sacar de todo esto es tener presente que, más allá de los indicadores económicos, aún estamos muy lejos del desarrollo y que, si en algunas cosas nos parecemos a Europa, en otras tantas nos parecemos más a Puerto Príncipe. Ver a turbas saqueando a vista y paciencia de la fuerza pública da para hacerse algunas preguntas. Preguntas que guardan relación con cierto permisivismo ambiente que pone siempre el acento en los derechos y nunca en los deberes y según el cual el carabinero siempre juega, por definición, el papel de victimario. Preguntas que guardan relación con qué han devenido la familia y la educación chilenas en los últimos decenios, y también con el tipo de liberalismo económico (y de liberalismo a secas) que hemos aplicado. Y, aunque parezca contradictorio, las preguntas también tienen que ver con un discurso estatista que tiende siempre a reducir la importancia de las responsabilidades personales. La secuela lógica de todo esto es que hemos construido un país con enormes carencias materiales y morales, un país con muchas desigualdades, un país en el que la indigencia está lejos de ser erradicada: no deberíamos dormir tranquilos. Voces venidas de horizontes tan distintos como Felipe Berríos y Gonzalo Vial lo han dicho desde hace mucho tiempo: en Chile se han ido incubando condiciones sociales muy complejas, y nadie puede prever qué puede suceder con ellas en el futuro. Quizás porque es una verdad demasiado incómoda, quizás porque no sabemos bien qué hacer, quizás simplemente porque nos importa poco, o por los motivos que sean, pero el hecho es que no hemos querido escuchar. Ojalá esta catástrofe sirva para aguzar el oído.


Publicado en El Mostrador el jueves 4 de marzo de 2010