sábado, 29 de mayo de 2010

El piñerismo

Por varios motivos, el discurso del 21 de mayo estuvo rodeado de mucha expectativa. Y no tenía nada de raro ya que, después de un inicio accidentado, se esperaba que Sebastián Piñera diera definiciones claras sobre el rumbo que tomará su gobierno en los meses y años por venir. Recordemos además que su campaña tampoco había dado señales demasiado nítidas. Pues bien, el pasado viernes el primer mandatario mostró un rumbo. A algunos podrá gustarle más que a otros, pero al menos ya sabemos más o menos de qué se trata esto: los contornos del piñerismo comienzan a delinearse. Un poco tarde, es verdad, pero más vale tarde que nunca.

El discurso tuvo un primer mérito de hacernos sentir con claridad y con sentido de la urgencia cuánto nos falta por hacer y por avanzar. El Presidente supo manejar ese efecto con destreza, algo así como: “muchachos, la siesta se acabó, es hora de ponerse a trabajar duro”. Es cierto que la épica del discurso es más bien limitada, y también es cierto que la retórica de Piñera no será recordada en los próximos siglos. Pero convengamos que ni Eduardo Frei ni Michelle Bachelet eran grandes oradores, y en la comparación con Ricardo Lagos cualquiera sale mal parado. Además, Piñera no tiene ningún interés en salir a jugar en una cancha que no le es favorable, pues sabe que allí tiene mucho que perder y poco que ganar. Prefiere elegir el terreno que más le acomoda, y desplegar allí sus habilidades. Por eso el acento en la gestión y los números, en las metas y las estadísticas. Allí se siente bien, y allí es donde cree que puede estar su aporte. No es Pericles, qué duda cabe, pero no es imposible que el Estado chileno necesite con urgencia algunas dosis de piñerismo.

En ese sentido, un segundo mérito del discurso fue la conciencia de las propias fortalezas y debilidades. Por eso resultaron tan equivocadas aquellas proyecciones según las cuales Piñera buscaría refundar la derecha y mover las placas tectónicas. Eso es no conocer al personaje. A Piñera le interesa hacer un buen gobierno, y las refundaciones ideológicas simplemente no son lo suyo, al menos no de un modo tan explícito. Así también se explica la bullada ausencia de propuestas sobre la convivencia de personas del mismo sexo. Para Piñera no tenía ningún sentido introducir un tema altamente conflictivo al interior de su propia coalición, sobre todo si recordamos que nunca fue especialmente partidario de la moción Allamand-Chadwick, por más que Carlos Peña quiera hacernos creer lo contrario. Además, desde el punto de vista de la eficiencia, tampoco tenía sentido gastar energías allí, habiendo tantas otras tareas por sacar adelante. Los costos eran evidentemente mayores a los beneficios, y uno no puede sino preguntarse cómo y por qué se filtró ese tema en los días que precedieron el discurso.

Por su parte, la Concertación quedó aún más desorientada de lo que ya estaba, si cabe. Primero, criticó a Piñera por plantear metas que van más allá de su período, sin considerar que los países se construyen con miradas de largo plazo, y no es culpa de Piñera si el período presidencial fue rebajado a cuatro años. Luego, se enredó en una discusión infantil sobre si las ideas eran de ellos o de nosotros, como si la autoría intelectual tuviera alguna relevancia en política. En el fondo, la Concertación quedó descolocada porque Piñera supo moverse en registros semánticos tradicionalmente ajenos a la derecha: en esto, Piñera ha mostrado ser un buen alumno de Sarkozy. Tiene habilidad para desconcertar y libertad para moverse con soltura, y ése fue otro mérito del discurso. Y no es que se esté moviendo a la izquierda: está jugando para ganar tiempo y espacio. Está acumulando capital político.

Ahora bien, como toda estrategia, el camino elegido también tiene sus riesgos, y la evolución del presidente francés bien puede servir para ilustrarlos. Por un lado, una apertura muy marcada a las ideas del adversario puede resultar contraproducente, pues se corre el riesgo de perder al electorado duro sin necesariamente ganar al del frente; por eso, más vale utilizarla con prudencia para no desdibujarse. También hay una enorme interrogante en lo referido al financiamiento: no es seguro que el estado actual de la economía chilena se corresponda con todos los desafíos planteados, más aún considerando que el escenario global es particularmente difícil. Y, por cierto, ni necesitamos ni queremos populismo de derecha. Por otro lado, son tantos los flancos abiertos que una última pregunta queda inevitablemente en el aire: ¿es posible que un gobierno de cuatro años pueda hacerse cargo de tantas cosas a la vez?, ¿no sería mejor privilegiar dos o tres temas centrales y focalizar allí las energías antes de dispersarse en muchos frentes distintos? El ejemplo de Sarkozy no es muy alentador: de tanto querer reformar, el mandatario francés se quedó sin recursos políticos en la mitad de su período. Piñera parece convencido de que se puede caminar y mascar chicle a la vez, pero tendrá que mostrar con hechos que no se trata de puro voluntarismo que da vueltas en banda. La vara para medir a Piñera será especialmente exigente porque él lo quiso así, y tendremos que cobrarle la cuenta.

Publicado en El Mostrador el jueves 27 de mayo de 2010

El video de Michelle

El video que muestra lo ocurrido en la Onemi la madrugada del 27 de febrero es revelador por muchos motivos. Por de pronto, es posible apreciar en toda su crudeza la inmensa precariedad del Estado chileno, completamente incapaz de enfrentar una emergencia de ese tipo. También es llamativa una especie de indolencia de algunas autoridades: como que están allí, pero al mismo tiempo están ausentes. Y desde luego, por si alguien tenía alguna duda, queda claro que esa mañana nada funcionó como debía.

Ahora bien, es obvio que se trataba de un momento particularmente difícil, lo que explica muchas cosas. No obstante, también es cierto que los momentos de crisis son muy decidores respecto del verdadero carácter y hechura de quienes están al mando, pues ponen a prueba sus aptitudes y dotes de liderazgo. Así como los tiempos normales requieren condiciones más bien rutinarias, una crisis es mucho más exigente. Desde esa perspectiva, lo que puede verse en la grabación no es del todo alentador.

En efecto, la actitud de las autoridades fue, por decir lo menos, un poco desconcertante. Y aunque se ha escrito y dicho mucho sobre esto —algunas cosas sensatas y otras delirantes—, me interesa poner el acento en dos aspectos. Por un lado, el video deja en evidencia algo que Michelle Bachelet modificó profundamente, y cuyas consecuencias aún no alcanzamos a ver, algo que guarda relación con los ritos del poder. La mandataria instauró en su gobierno una manera horizontal de hacer las cosas, donde la afectividad tiende a primar sobre lo racional y la calidez humana sobre la relación vertical. Y si bien es innegable que dicha estrategia fue muy exitosa desde el punto de vista de su popularidad, llegados a este punto uno tiene derecho a formular otro tipo de preguntas.

Preguntas que tienen que ver con los efectos de su estilo en el legítimo ejercicio de la autoridad, o con el grado de efectividad de sus prácticas políticas. Y la verdad es que las respuestas son tan obvias como políticamente incorrectas: en un momento particularmente grave, la voz de la Presidenta era simplemente inaudible en sus propios subordinados. Nadie la escuchaba ni le obedecía. Cuando pide la presencia de un funcionario de la Armada, se le responde que no serviría de nada. Cuando pide un helicóptero, recibe respuestas cantinflescas. Cuando solicita información un poco más detallada o explicaciones más precisas, el público mira al techo. Todo esto sería gracioso si no fuera trágico, pero a ratos, más que Presidenta de la república, Michelle Bachelet parece funcionaria media de la Onemi. Y la razón es sencilla: Michelle Bachelet desacralizó al poder.

Al ponerse en situación de igualdad, mascando chicle, terminó exponiendo su propia investidura. Un Presidente debe imponerse por presencia, un Presidente no necesita pedir diez veces lo mismo. Uno que otro despistado ha atribuido el fenómeno al machismo, pero se trata de algo muy distinto. Al descubrir la solemnidad del poder, Bachelet le quitó una de sus atributos indispensables. Al rebajarlo, dejó de existir. Al despojarlo del misterio que le es propio, perdió su efectividad. Así, cuando necesitó usar ese poder, se dio cuenta que ya no lo tenía, que ya nadie le respondía. Supongo que esto servirá para tomarse más en serio los símbolos republicanos, que están lejos de ser meras formalidades sin sentido profundo.

Un segundo aspecto digno de notar es esa suerte de desidia que parece haberse alojado en ciertas autoridades esa madrugada. En un momento crítico, están idos, un poco como si el problema les fuera ajeno. Están cumpliendo una obligación, pero no tienen mucha disposición para resolver problemas. Es cierto que no hay información, que nadie da respuestas serias y que todo falló. Pero lo propio de las crisis es, precisamente, que los sistemas fallan y que no por eso hay que dejar de enfrentar la situación. Sin embargo aquel día todos esperaban que los sistemas se restablecieran y, por mientras, nadie hacía demasiados esfuerzos. Y este hecho es bien sintomático de un fenómeno propio de nuestra modernidad: tenemos una confianza ciega en los sistemas, en los procedimientos y en los procesos anónimos. Si fallan no sabemos qué hacer ni cómo reaccionar: nos sentimos ciegos y desnudos. Y aunque todo esto es, hasta cierto punto natural, tiene al mismo tiempo una dimensión preocupante: si algo no funciona como esperamos, no nos atrevemos a tomar decisiones. Y en el fondo eso quiere decir que somos incapaces de tomarlas, pues esperamos que los “sistemas” nos ahorren ese desagradable trabajo. De este modo, eludimos las responsabilidades, pues los responsables pasan a ser estructuras anónimas.

Dicho de otro modo, el video muestra que nuestra política padece de un síndrome grave: la ausencia de acción política, entendida ésta en su sentido original. Hay una asombrosa carencia de determinación, de tomar decisiones aún cuando la información sea muy insuficiente. Caídos los sistemas, caída también la capacidad de actuar. La incómoda conclusión es que ya no somos gobernados tanto por personas como por “procesos”, que desde luego no tienen ni nombre ni rostro. De ahí la indolencia: todos pasean, comentan y hasta se dan el tiempo para hacer chistes. Están preocupados, sí, pero ni tanto: el problema no es tanto de ellos como del sistema que se cayó. Hay una suerte de renuncia, de abdicación de aquello que da lugar a la política, que es la acción humana, el hacerse cargo del propio destino. Es una renuncia a la política de parte de los propios políticos.

El terremoto fue, en definitiva, el agotamiento de cierto estilo que demostró ser completamente inoperante en momentos de crisis, que es cuando más necesitamos una autoridad efectiva. Por cierto, las explicaciones posteriores de Michelle Bachelet están lejos de despejar las dudas. Al mostrar una capacidad de autocrítica cercana a cero, la ex mandataria no entiende que los chilenos esperamos de ella una reflexión un poco más profunda sobre lo ocurrido. Es, creo, lo mínimo que se merecen las víctimas.

Publicado en El Mostrador el viernes 14 de mayo de 2010

martes, 11 de mayo de 2010

Historia de un regreso

En 1960, cuando terminó su monumental Vida y destino, la respuesta que recibió Vasili Grossman del poder soviético fue clara y directa: un libro como el suyo no podría ser publicado antes de unos doscientos años. Todos los manuscritos fueron requisados y Grossman, que había sido comunista comprometido, se sintió devastado. Sin embargo, comprendió que su deber era seguir escribiendo, más allá de sus nulas perspectivas de publicación. Su última novela, Todo fluye, fue terminada en 1964, pocos días antes de su muerte. Constituye así una especie de testamento literario y político. Aunque fuera por esa sola razón, el libro ya valdría una lectura reposada.

Todo fluye es la historia de un regreso. Iván Grigorievich estuvo deportado treinta años, y es liberado en 1953 tras la muerte de Stalin. Es un regreso inacabado y parcial: en tres décadas el mundo puede cambiar demasiado y, además, ya casi nadie lo recordaba. Peor aún, para sus antiguos conocidos su regreso tiene mucho más de complicaciones que de alegrías, pues los intocados cargan con un sentimiento de culpa que lo contamina todo. Iván observa y se da cuenta del malestar que produce su presencia. Como un espectro, intenta rehacer su vida, e intenta también reconstruir treinta años de historia, treinta años de ausencia. El relato, escrito con la mejor pluma de Grossman, es conmovedor.

En buena medida, el valor de la novela reside en que Grossman está mucho más interesado en comprender que en juzgar. En parte porque alguna vez él mismo cedió a la presión, firmando una carta acusatoria, pero en parte también porque Grossman era demasiado consciente de esa lección agustiniana según la cual el mal atraviesa el corazón de todos los hombres. En un momento, tratando de aclarar la cuestión, el autor presenta extraordinarios retratos de cuatro Judas, de cuatro delatores, cada uno con sus motivos y sus pulsiones, con sus miserias y sus grandezas. Los responsables de la deportación de Iván también tenían sus razones, y es menester comprenderlos antes de condenarlos. Dicho de otro modo, Grossman busca rescatar la complejidad del fenómeno humano, pues sabe que, de no hacerlo, caerá en el vicio de los opresores. Como Camus, entiende bien que una comprensión adecuada de lo ocurrido tiene que pasar, necesariamente, por una consideración seria de la naturaleza humana.

Así, la novela está cruzada por excursos y anotaciones, que le van dando altura y densidad al relato. Nos encontramos con una larga reflexión en torno a la unidad profunda entre Lenin y Stalin, reflexión que, por cierto, contradice las ideas dominantes en la época de Kruschev. También hay una comparación entre nazismo y comunismo, que tiene tanto más valor por cuanto Grossman no podía conocer la noción de totalitarismo. Pero el pasaje más estremecedor es la descripción de la hambruna de Ucrania, en la que millones de personas perecieron de hambre. El autor siente cierta impotencia, pues conoce los límites de su arte: "Puedo contar todo esto, naturalmente, pero un relato, un relato no es sino palabras y esto, esto era la vida, el sufrimiento, la muerte por el hambre".

Si acaso es cierto que la literatura nos ofrece un acceso privilegiado a la comprensión de la realidad, entonces la lectura de Todo fluye puede ser mucho más ilustrativa que la de muchos libros de historia. Y no podemos sino agradecer la existencia de escritores con tan alta idea de sus propios deberes, como fue Vasili Grossman.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 7 de mayo de 2010

Problemas de convivencia

No es ningún misterio que, hoy por hoy, la oposición al gobierno de Sebastián Piñera no está tanto en la Concertación como al interior de la propia coalición oficialista. A falta de algo mejor, la UDI parece dispuesta a jugar el papel de oposición, mientras la centro-izquierda se enreda buscando explicaciones y culpables. Así, los gremialistas no pierden oportunidad de manifestar sus desacuerdos y su malestar de las más diversas maneras. Lo que partió siendo una curiosidad, empieza a transformarse en parte del paisaje.

A veces se trata de desacuerdos más o menos profundos, pero en muchas otras ocasiones se trata simplemente del disgusto propio del adolescente que no se siente suficientemente escuchado ni tomado en cuenta. Y aunque todo esto tiene bastante de anecdótico —después de todo, es inevitable que el poder genere ciertas tensiones— se equivocaría quien pensara que la situación no implica riesgos graves para el gobierno y para la UDI.

El problema tiene una doble dimensión. Por un lado, Piñera no tiene mucha afinidad histórica con la UDI, y si ésta se vio obligada a apoyarlo fue más por la fuerza de las circunstancias que por una convicción profunda. El primer mandatario se sentiría mucho más cómodo gobernando con la DC y, en consecuencia, tiende a marginalizar al gremialismo del centro del poder y de las decisiones. Un poco por lo mismo, Piñera decidió gobernar con plena independencia de los partidos y, en las actuales circunstancias, nadie se engaña con el verdadero significado de dicho principio: gobernar con independencia de la UDI.

Es posible que tenga muy buenas razones para ello, pero sería necio olvidar los peligros que conlleva la decisión. En ese sentido, es obvio que al gobierno le falta una interlocución más fluida con los partidos, que permitiría limar asperezas y tratar los temas complicados de modo privado antes que puedan convertirse en discusiones públicas. De no cuidar bien este flanco, la UDI bien podría estropearle buena parte de su gestión al presidente Piñera, pues cuenta con los medios y las ganas para hacerlo.

Por otro lado, la UDI no responde con demasiada prudencia a la situación. Puestos en la encrucijada de resolver las diferencias de modo interno o transformarlo todo en gallito público, ha elegido casi siempre lo segundo. Lo que partió en voz baja empieza a transformarse en hábito, y no se ve mucho ánimo de bajar el tono. En el fondo, la tentación de la UDI es tan suicida como predecible y bien podría formularse del modo siguiente: o al gobierno le va bien con nosotros, o nos encargaremos personalmente de que le vaya mal. Es cierto que la amenaza no es muy elegante, pero qué diablos, las cosas no están para sutilezas.

Además, por más esfuerzos que haga, Juan Antonio Coloma no tiene el control de la situación, pues la cuestión ni siquiera pasa por quien encabece la colectividad. Como sea, la UDI debería tomarle el peso a la responsabilidad que importa ser partido de gobierno, que no tiene nada que ver con estar en la oposición. Hay un proceso de reflexión y maduración que se echa en falta.

Por cierto, estas tensiones se ven agravadas por un hecho indesmentible: esa especie de constante activismo improvisado que va llenando día a día la agenda del gobierno. Así, un día se busca a un director para La Nación, al día siguiente se afirma que no se vende, y luego que quizás sí se vende. En el proyecto de reconstrucción, el presidente esperó hasta último minuto para tomar una decisión respecto de algunos contenidos polémicos. Estos titubeos abren demasiado espacio para los gallitos y las pruebas de fuerza que terminan generando un ruido innecesario.

Dicho de otro modo: cuando no hay orientación clara, cuando todo se improvisa, el más mínimo detalle puede transformarse en guerra mundial, pues al final las decisiones parecen depender más de una decisión personal del presidente que de un programa, y es exactamente lo que ocurre en el caso de La Nación. La falta de agenda bien definida es la razón por la cual, de un tiempo a esta parte, cada decisión es objeto de una discusión traumática, en la que las partes parecen poner su propia dignidad arriba de la mesa para saber quién le dobla la mano a quién.

Considerando que la oposición padece una desorientación que podría durar meses, o quizás años, todo esto se parece mucho a un autogol. Ambas partes deben entender que se necesitan mutuamente. Ni la UDI obtendrá réditos con una constante actitud plañidera, ni Piñera podrá hacer el gobierno que quiere si sus socios viven crispados. Al final del día, el dilema es menos complicado de lo que parece: o aprenden a convivir u optan por esa vieja costumbre de la derecha chilena llamada antropofagia.

Publicado en El Mostrador el jueves 6 de mayo de 2010