viernes, 25 de febrero de 2011

¿El fin de la realpolitik?

Uno de los grandes problemas que enfrentarán las grandes potencias occidentales luego de terminado lo que podríamos llamar el ciclo de revoluciones árabes, será el siguiente: ¿qué actitud adoptar en el futuro frente a los países de dudosas credenciales democráticas?

Por ahora, todos parecen subirse al carro de la victoria y los mismos políticos que hasta hace pocas semanas trataban a Ben-Ali, Moubarak y Kadhafi con extrema delicadeza, no trepidan hoy en criticarlos y exigir que salgan del poder. Y si los trataban bien no es porque fueran simpáticos, ni porque ignoraran las condiciones en las que dichos personajes habían ejercido el poder durante decenios, sino simplemente por intereses geopolíticos y, sobre todo, comerciales. Unos tienen petróleo, otros compran aviones y trenes, y los de más allá permiten invertir en un entorno particularmente generoso.

En un mundo globalizado, donde la competencia por obtener mercados es descarnada, ninguna de las grandes potencias (ni tampoco de las pequeñas) parece dispuesta a darse el lujo de ceder posiciones por defender los derechos de nadie. Y no hay que sorprenderse mucho: las relaciones exteriores han sido siempre así, terreno fértil para la hipocresía y el cálculo de intereses privados de cada nación. La defensa de los principios sólo se realiza cuando va acompañada de algún otro beneficio, pero nunca por sí sola.

Así, hoy todos exigen que Kadhafi deje el poder. Y, desde luego, tienen razón: es difícil imaginar un personaje más detestable, al que Fito Páez ya le cantaba con acidez a mediados de los ochenta. Pero no podemos olvidar que, con la anuencia más o menos explícita de todos los líderes occidentales, Kadhafi gozó de un estatuto privilegiado en los últimos años, en parte porque ayudó a obtener información de inteligencia, y en parte porque comercialmente era un muy buen socio (no debe haber nada más simple que negociar con un dictador). En ese sentido, no hay que engañarse: el cambio de actitud respecto a él y los otros no tiene que ver con una supuesta convicción democrática sino que con el más vulgar de los oportunismos. Por eso no hay que tomarse demasiado en serio a Obama cuando dice, en tono grave, que hoy todos somos tunecinos y egipcios: sus palabras hubieran tenido valor de haber sido pronunciadas antes, cuando había que pagar costos.

A partir de estos sucesos, muchos analistas internacionales han proclamado el fin de la realpolitik: nunca más, dicen, Occidente podrá mostrar la misma complacencia con dictadores y regímenes de naturaleza dudosa.

Confieso que la conclusión me suena seductora, pero temo que pierde de vista lo esencial. Y, en cualquier caso, tendremos la oportunidad de confirmar la tesis, porque hay una pregunta que estaremos obligados a responder mañana: ¿Qué hacer con los chinos? ¿Habrá alguien en el mundo dispuesto a denunciar fuerte y claro que se trata de una dictadura donde no se respetan las libertades mínimas? ¿Habrá alguien dispuesto a poner en juego sus intereses comerciales por defender ciertos principios? La respuesta me parece obvia: no, no habrá nadie. Y, hasta cierto punto, es lógico que así sea: no podemos pedirle a los gobiernos que se transformen en ONGs, ni a las cancillerías que se conviertan en predicadoras de buenas costumbres, porque su rol es distinto.

El problema es que la distancia entre las palabras y las acciones es tal, que va erosionando lenta pero inexorablemente la legitimidad del discurso occidental, de modo que podemos decir lo que decía Maquiavelo en el capítulo XV del Príncipe: es mucha la distancia entre el ser y el deber ser. Por cierto, el florentino escribía esas palabras en un momento crucial de la historia occidental, abriendo con su afirmación una época de cambios radicales que hoy llamamos modernidad. Y la pregunta, creo, que los acontecimientos de estos días nos obligan a formular es si acaso la modernidad no está volviendo a su punto de inicio. Desde luego, no tengo una respuesta, pero la mera posibilidad me parece inquietante.

Publicado en El Post el viernes 25 de febrero de 2011

La resaca

Pasada la farra veraniega que rodeó al caso Van Rysselberghe, no faltarán los que minimicen la importancia de lo sucedido, arguyendo que todo fue más bien anecdótico, que se trató de una simple polémica estival y que, más temprano que tarde, pasará al olvido. Y algo de razón tienen, pues hay una notoria desproporción entre los hechos denunciados por el senador Navarro y las dimensiones que adquirió la discusión posterior. Por lo mismo, la acusación constitucional que la oposición busca emprender no parece muy justificada: dicho instrumento debe reservarse para situaciones que pongan en riesgo la institucionalidad, y éste no parece ser el caso. La Concertación podrá darse un gustito, pero lo que gane en la cuenta chica lo perderá en credibilidad y ésta no le sobra.

Sin embargo, y justamente porque la cuestión no daba para tanto, habría que ser ciego para no ver que en esta historia la Coalición expuso sus peores debilidades. Esas que tienen que ver con cierta inmadurez crónica para asumir responsabilidades, esas que guardan relación con las dificultades de la derecha para jugar en equipo. Muchos no han entendido que, les guste o no, todos navegan en el mismo barco y que el destino es compartido. Quizás el problema podría resumirse del modo siguiente: muchos oficialistas no consideran este gobierno como "su" gobierno, sino que lo ven como algo ajeno. Están obligados a seguirlo, pero lo hacen de mala gana. Por eso, al primer conflicto están dispuestos a sacar artillería pesada, como si por una intendencia más o menos pudiera ponerse en juego la estabilidad política del oficialismo.

Esto no sólo muestra que las susceptibilidades están muy altas, sino también que los grados de desafección, cuando todavía no se cumple un año de gobierno, están al alza. Y aunque es innegable que el diseño inicial de la actual administración, sumado a la propia trayectoria del Presidente inspiraron desde un inicio desconfianza en los partidos, aquí hay algo más hondo.

En esto la UDI lleva la delantera, pero Renovación Nacional no lo hace mal: a los partidos de la Coalición les llora una reflexión un poco más profunda de lo que significa ser gobierno y de las responsabilidades que conlleva, porque, hasta ahora, no parecen tener ninguna conciencia de la gravedad de la tarea. Uno quisiera suponer que la derecha no pasó 50 años sin ganar una elección presidencial para terminar dando este tipo de espectáculos y dividiéndose en absurdas querellas personales. Querellas donde, por lo demás, no hay ninguna cuestión doctrinaria en juego, sino sólo ambiciones más o menos mezquinas. Se ha dicho que a la Coalición le tomó un año lo que a la Concertación le había tomado 20, y es triste, pero cierto.

Por de pronto, el gobierno debe aumentar los grados de interlocución política y anticipar mejor los problemas. Pero, sobre todo, los partidos deben asumir que esto no es un juego, y que ser gobierno exige una cultura colectiva que difiere cualitativamente de la cultura de oposición a la que estaban acostumbrados. De lo contrario, terminarán dando razón a sus detractores: un sector incapaz de gobernarse a sí mismo es incapaz de gobernar un país. Hay que reconocer que, a ratos, tal parece ser el destino de la derecha chilena.

Publicado en La Tercera el miércoles 23 de febrero de 2011

¿El último disidente?

En la fauna política francesa de los últimos cincuenta años, Jean Pierre Chevènement es sin duda un fenómeno singular.

Comprometido desde muy joven con la izquierda, se unió a François Mitterrand a fines de los años ’60, y su apoyo fue vital para que el líder socialista pudiera tomar el control del partido. Más tarde, Chevènement sería el encargado de elaborar el programa presidencial que, en 1981, llevaría a la izquierda a la presidencia por primera vez en la historia de la quinta república. Mitterrand lo nombró ministro, pero renunció en 1983 tras el giro liberal que tomó la administración socialista; actitud que se repetiría en otras dos ocasiones: en 1991 renunció al Ministerio de Defensa por el apoyo francés a la guerra de Irak, y en 2000 volvería a hacer la gracia al retirarse del gobierno dirigido por Lionel Jospin por sus desacuerdos en torno al estatuto de Córcega.

Pero su trayectoria no acaba allí: el 2002 fue candidato presidencial y el 5% que obtuvo bastó para que Jospin -que tenía la presidencia en el bolsillo- no pudiera pasar a la segunda vuelta, que se terminó jugando entre Chirac y Le Pen. Por cierto, la derrota socialista de ese año no fue culpa exclusiva de Chevènement, pero éste se convirtió en el chivo expiatorio perfecto de un sector que siempre ha tenido dificultades con la lógica presidencial. Como si esto fuera poco, ha sido, desde un principio, un ferviente opositor a la construcción europea, al menos en la manera en que ésta se ha edificado. Por lo mismo, llamó a votar “No” tanto en 1992 (tratado de Maastricht) como en 2005 (tratado constitucional europeo), lo que le ha valido cierto desprecio de las élites pro-federalistas.

Todo esto habla de un carácter bien complicado, pero también de cierta coherencia fundada en convicciones profundas que van dando sentido a una historia política que no deja de tener atractivo. Chevènement ha sido un disidente del camino que ha tomado Francia en los últimos decenios, pero hay que reconocer que su disidencia ha sido siempre inteligente y bien fundada.

En su último libro, publicado hace algunas semanas, Chevènement relata la historia de su disidencia y de sus desacuerdos. El texto lleva por título La France est-elle finie? (algo así como ¿Se acabó Francia?) y es estimulante por muchos motivos. Uno de ellos es que permite repasar, desde una perspectiva crítica, la historia política reciente del país galo. Quizás la parte más interesante sea su propia relación con Mitterrand y su legado: el autor le guarda cariño, afecto e incluso admiración, pero su conclusión es bien lapidaria respecto del ex mandatario. Quizás no sea inútil recordar que Mitterrand alcanzó al poder con un discurso muy marcado hacia la izquierda que intentó aplicar en sus dos primeros años de gobierno. Sin embargo, en 1983 las circunstancias ¿lo obligaron? a dar un giro radical, y Mitterrand terminó asumiendo, un poco sin quererlo, las premisas del capitalismo y del libre mercado que durante años había combatido.

Sí, 1983 es para Chevènement el momento en que Francia se jugó (mal) su destino. Ese año Mitterrand no sólo da un giro liberal, sino que también marca su acercamiento con el canciller Kohl, que está en el origen de la actual comunidad europea. Mitterrand, según el autor, traicionó los valores de la izquierda para obtener a cambio una Europa liberal. Según él, Europa se ha construido desde paradigmas liberales y monetaristas. Esto último ha sido un perfecto negocio para los alemanes pero uno pésimo para los franceses, y allí estaría el origen de la decadencia gala. A partir de allí, el texto se lanza en una fina reflexión sobre lo que Chevènement llama la “apuesta pascaliana” de Mitterrand: la apuesta de fe por la construcción europea, por superar y dejar atrás las realidades nacionales, para entrar en una era de nuevas formas políticas. En otras palabras, Mitterrand abandonó la izquierda para lanzarse en la aventura europea, aventura lejana de los ideales socialistas. Chevènement cree en la idea nacional, y por eso es un convencido de que nada sólido puede construirse sin la consideración nacional (como se hizo recientemente con el tratado de Lisboa).

Es obvio que Chevènement peca de cierto idealismo, de cierta distancia con la realidad política e internacional que imponen, nos guste o no, orientaciones determinadas. Pero su rebeldía es bienvenida y saludable porque permite cuestionarse sobre los dogmas dominantes más firmemente asentados, esos que (casi) nadie cuestiona, con la única excepción de los extremos políticos (que lo hacen siempre con histeria y populismo). Por de pronto, habrá que ver si Chevènement se anima a presentarse de nuevo en las presidenciales del 2012. Podría, una vez más, arruinarle la tarde a más de alguno.

Publicado en El Post el viernes 11 de febrero de 2011

viernes, 11 de febrero de 2011

La UDI y sus amigos

DICE MILAN Kundera que uno de los rasgos que siempre admiró de François Mitterrand fue la lealtad inquebrantable que éste tuvo con sus amigos, hasta el final y sin importarle los costos. Allí residía, según Kundera, toda la nobleza del ex presidente francés: la amistad pasa antes que la política.

Uno quisiera creer que la férrea defensa que hace la UDI de sus militantes cada vez que alguno enfrenta problemas tiene que ver con esa nobleza. Después de todo, el gremialismo es un grupo de amigos antes que un partido político, y eso podría explicar el modo en el que todos cierran filas detrás de los acusados con una disciplina digna de admiración. Por dar sólo dos ejemplos, ni la diputada que incurrió en malas prácticas en la administración de fondos ni el alcalde con problemas de corrupción han recibido el más mínimo reproche de su colectividad, sino más bien todo lo contrario. La UDI es tan rápida para denunciar los males ajenos como para esconder los propios, y eso es bien difícil de entender desde fuera. Así, Jovino Novoa puede decir que es político y no predicador, y le creemos: ya ni siquiera predica hacia dentro.

Es cierto que el caso de la intendenta Jacqueline van Rysselberghe es distinto de los anteriores, pues no hay en este caso sospecha alguna de enriquecimiento personal. Con todo, uno hubiera esperado un poco más de distancia, una mirada un poco más crítica. Pero la respuesta del senador Coloma fue inmediata: respaldamos a la intendenta a todo evento. Como si la intendenta no pudiera equivocarse, como si los militantes de su partido fueran necesariamente puros. Hay algo de profundamente perverso y maniqueo en este tipo de defensa corporativa que no admite la posibilidad del error propio, rechazando de plano cualquier acusación, sin darse el tiempo de tener todos los antecedentes a la mano.

Esta tendencia gremialista a cubrir incondicionalmente a los suyos incluso si hay que dejar caer a la ministra de Vivienda puede transformarse en la peor pesadilla del gobierno. Este pierde todo margen de maniobra, pues hay en su interior una especie de logia cuya máxima parece ser: si te metes con uno, te metes con todos. La actual administración se ve entonces obligada a exponer su propia credibilidad por ahorrarse un conflicto con la UDI.

Por cierto, no se trata de poner el grito en el cielo ni de caer en puritanismos hipócritas. Al fin y al cabo, lo que hizo la intendenta no es nada tan excéntrico, pero es obvio que Van Rysselberghe debió ser removida de su cargo desde un primer momento. Las reglas de este juego siempre han sido así, y es sin llorar. En política las señales son fundamentales, y el gobierno desperdició una magnífica oportunidad de mostrar que la excelencia es algo más que una consigna y que no habrá ninguna tolerancia con situaciones irregulares.

En cualquier caso, si acaso esto es el ADN de la UDI, tiendo a pensar que el Presidente no se equivoca al quererlo lejos de Palacio. Porque aquí hay un simple y prosaico apego a los cargos, un banal apetito de poder. Por eso Coloma puede pedir, sin arrugarse, que el próximo candidato sea UDI, sin decir una palabra sobre el proyecto que lo inspira. Estamos lejos, muy lejos, de la nobleza a la que aludía Kundera. La realidad es más simple, y también más triste.

Publicado en La Tercera el miércoles 9 de febrero de 2011.