viernes, 25 de marzo de 2011

El suspenso de la industria

El lunes 14 de marzo, apenas tres días después de la tragedia japonesa y cuando aún se sabía poco del desastre de Fukushima, los ecologistas dieron el tono de la discusión: el eurodiputado Daniel Cohn-Bendit exigió la organización de un referendo para decidir si Francia debe o no abandonar definitivamente la energía nuclear. El gobierno no se demoró mucho más en salir a calificar la propuesta de "indecente" para con las víctimas del maremoto, asegurando que las centrales nucleares francesas son las más seguras del mundo. Por su parte, el presidente Sarkozy defendió con fuerza la opción nuclear, descartando de plano cualquier posibilidad de renuncia a ella. Los socialistas optaron por un incómodo silencio: aunque siempre han sido partidarios (e impulsores) del desarrollo nuclear, necesitan los votos ecologistas en las elecciones presidenciales de 2012.

El debate se avizora rudo, y es bastante normal, pues Francia es el país más dependiente del átomo. En efecto, casi el 80% de su generación eléctrica proviene de sus 58 reactores nucleares, y eso lo convierte en el segundo productor mundial. Fukushima vino entonces a reabrir un debate que había pasado a segundo plano por la insistencia puesta en el cambio climático y en la reducción de los gases de efecto invernadero. Uno podrá entonces discrepar con Cohn-Bendit respecto de si el referendo es el instrumento más adecuado para deliberar sobre este tipo de problemas, pero es difícil negar la pertinencia de su pregunta: si una catástrofe como la de Fukushima no es la ocasión para formular este tipo de dudas, entonces sí que las víctimas lo habrán sido en vano.

El problema tiene varias aristas. Una de ellas es, por cierto, el apego de buena parte de los franceses a cierta concepción de la soberanía que inspiraba la acción política del general De Gaulle. Francia tomó la decisión estratégica de desarrollar la energía nuclear en los años setenta, cuando el precio del petróleo sufrió alzas bruscas: la energía nuclear apareció como la mejor alternativa para garantizar la autonomía en materia energética. Por eso, abandonar la energía nuclear tiene, para muchos, un insoportable aire a renuncia, pues implicaría volver a una situación de vulnerabilidad. Y aunque es cierto que los reactores nucleares funcionan con uranio importado, nadie tiene muchas ganas de pasar a depender del gas ruso.

Pero la discusión tiene también una dimensión económica: lo que menos necesita Francia en este momento es un desplome de la industria nuclear. No sólo porque tiene la electricidad más barata de Europa, sino sobre todo porque la exportación de reactores nucleares es uno de sus negocios más lucrativos, y Areva, empresa gala, es líder mundial en el rubro. Como si esto fuera poco, los franceses llevan años invirtiendo una enorme cantidad de recursos para desarrollar un reactor de tercera generación (el EPR) que, dicen, sería mucho más eficiente y seguro que sus predecesores. Por eso, la situación actual es como una delicada cornisa: si después de Fukushima el mundo decide insistir con la energía nuclear, aumentando los niveles de seguridad, Francia tiene mucho que ganar: sus reactores son más caros pero más seguros. Si, por el contrario, el mundo opta por abandonar la energía nuclear, un área crucial de la economía francesa, y que ha recibido inmenso apoyo público, estaría en la ruina. Así, no es difícil que la discusión se convierta rápido en diálogo de sordos, pues frente al discurso ecologista, que a veces adquiere carices delirantes ("no queremos ni nuclear ni hidroelectricidad ni generación térmica"), hay poderosísimos intereses económicos que obligan a tomarse con cuidado los argumentos del bando pronuclear.

Con todo, es innegable que la pregunta central no es económica, y ni siquiera es técnica, sino que es moral. Los ingenieros podrán explicarnos con todo detalle que los nuevos reactores son mucho más seguros, que el riesgo es mínimo, que Francia no es un país sísmico y que no hay nada que temer. Pero el hecho es que los accidentes nucleares ocurren poco, pero ocurren. Ni la técnica parece capaz de dominar completamente el entorno, ni las decisiones humanas son necesariamente las mejores. Los mismos franceses han cedido varias veces a la tentación de ahorrar en seguridad extendiendo la vida útil de centrales cuyo costo ya ha sido amortizado. No hay una respuesta satisfactoria para el tratamiento de los desechos, y el costo de desmantelar una central es colosal (¿cómo garantizar que Francia, o cualquier país nuclearizado, dispondrá mañana de esos recursos?). Es cierto que toda acción humana, por definición, conlleva riesgos, pero todo parece indicar que el riesgo nuclear es particularmente elevado. ¿Está dispuesta Francia a seguirlo asumiendo?

Fue justamente un francés quien, hace varios siglos, propuso la creación de una ciencia que nos permitiría dominar el mundo. Su promesa era que el hombre podría transformarse en "maestro y dueño de la naturaleza": Descartes se convirtió así en uno de los fundadores de la modernidad. ¿Estará el proyecto cartesiano y, con él, la idea misma de progreso, tocando aquí uno de sus límites? Ésa es, en el fondo, la pregunta que Fukushima obliga a formular, en Francia y en el mundo, del modo más explícito posible. La discusión está abierta.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 25 de marzo de 2011

Problemas en Libia

Aunque es difícil predecir cómo se va a resolver la situación en Libia, todo indica que el desenlace será menos rápido del esperado por los países que se sumaron hace algunos días a esta aventura.

Quizás todo encuentra su origen en los términos ambiguos de la resolución nº 1973 de la ONU que permitió la operación militar. Según dicho texto, el objeto de la intervención es la protección de los civiles por medio del establecimiento de una zona de exclusión aérea. El texto suena bonito, pero esconde varias preguntas: ¿qué significa proteger a los civiles? ¿Se les puede proteger “preventivamente” o sólo si son atacados? ¿En qué medida proteger implica también atacar? ¿Hasta qué punto? ¿Puede entenderse, como lo ha sugerido el mismo Obama, que la intervención sólo terminará cuando Kadhafi deje el poder? ¿Espacio de exclusión aérea puede implicar bombardear tanques como se ha hecho hasta ahora? Las preguntas no pueden sino multiplicarse a medida que el escenario se va complicando.

Todo indica que la coalición subestimó las fuerzas del coronel libio, y eso implica que las cosas corren serio riesgo de llegar a un punto muerto, donde los occidentales no puedan intervenir directamente y en tierra, pues no cuentan con la debida autorización de la ONU, pero tampoco podrán irse pues deben cumplir con el mandato de protección. Y lo que menos necesita el mundo son más occidentales clavados en algún lugar del globo sin encontrar una manera digna de retirarse. Esta situación se explica porque los rebeldes no parecen contar ni con la organización ni con el armamento necesario para derrotar por sí solos a las fuerzas de Kadhafi, y éste último tampoco puede moverse. Las voces más tiernas esperan simplemente un alto al fuego de ambos bandos para zanjar la situación, pero eso también es bien improbable: las lógicas desencadenadas por las guerras civiles suelen ser menos pacíficas, y el mismo Kadhafi sabe muy bien que aquí no tiene muchas más opciones que vencer o morir.

A esto se suman las enormes dificultades de la comunidad internacional para construir un discurso medianamente coherente que permita explicar (ni hablar de justificar) su intervención. No se trata sólo de las dificultades interpuestas por Francia a la entrada de la OTAN, o de las divergencias estratégicas entre los países de la Coalición, sino también de la oposición silenciosa de grandes potencias. Rusos y chinos se oponen, pues no quieren dar ningún espacio a una aplicación demasiado extensa al derecho de injerencia que mañana pudiera afectarlos, a ellos o a sus vecinos más próximos. ¿Cómo justificar que se intervenga en Libia y no mañana en otros lugares? Una justicia que se aplica sólo con los más débiles tiene bastante de injusticia. Por otro lado, resulta difícil de explicar que los mismos que hasta hace unas semanas habrían hecho todo lo posible por vender unos cuantos aviones de guerra a Kadhafi hoy estén embarcados en esta operación. Para no decir nada de las tensiones que esto puede generar en el mediano plazo con el mundo árabe, sobre todo después que un ministro francés tuviera la genial idea de pronunciar justo la palabra que no debía: cruzada. No pretendo defender a Kadhafi, ni negar que la intervención haya tenido efectos benéficos (por de pronto, evitar una carnicería segura en Benghazi) pero es innegable que la intervención -tardía, mal pensada y objeto de múltiples desacuerdos- corre el serio riesgo de terminar generando complicaciones impensadas y difíciles de manejar.

En todo caso, si algo quedó claro con esta operación fue la absoluta incapacidad de los europeos para tener algo siquiera parecido a una política exterior común. Ni siquiera cuando las cosas ocurren a unos pocos cientos de kilómetros de sus fronteras -¡al otro lado del Mediterráneo!-, pudieron concordar una política común, y Alemania terminó absteniéndose en la ONU, cuando un voto favorable ni siquiera la obligaba a contribuir materialmente. Ni qué decir que la representante de la Unión Europea para las relaciones exteriores (Catherine Ashton, ¿la conoce?), cargo creado para subsanar esta falencia, no tuvo ninguna participación. Esto no puede sino dejar un grueso manto de dudas respecto de la verdadera capacidad de Europa para constituirse en verdadera unidad política capaz de actuar como tal, sin tener que recurrir a los Estados Unidos incluso cuando la crisis estalla frente a sus narices. Por ahora, más allá de las intenciones, Europa también ha quedado al debe.

Publicado en El Post el viernes 25 de marzo de 2011

El mundo según Guido

ES, POR lejos, uno de los políticos más hábiles de su generación. Constituye una extraña mezcla de liberal, socialdemócrata, ambientalista, progresista, díscolo, defensor de las minorías y farandulero, y es difícil prever sus opiniones, porque en su cabeza bullen consignas difícilmente conciliables, pero en verdad nada de eso parece importarle mucho. Es un animal político, en el más estrecho sentido del término; es decir, un animal de poder. Un poco como su propio partido, Girardi no tiene ideología distinta que el poder mismo, y por eso suele hacerle un flaco favor a las causas que defiende.

Es lo más parecido a un gato de siete vidas que podamos encontrar en la comarca, capaz de sobrevivir a todo: accidentes, cartas pagadas por el Fisco, regalo de zapatillas con fines oscuros, quejas por multas, facturas falsas, y así. Si hay algo seguro, es que Girardi ciertamente puede ser llamado progresista en el sentido de que ha ampliado de modo inaudito el ámbito de lo posible. Eso habla de una voluntad férrea, y por eso yerran quienes lo subestiman. Desde los primeros tiempos de nuestra democracia hizo gala de un raro talento para usar a los medios, especialmente la televisión, en la construcción de una imagen política. Siempre supo mejor que nadie que la imagen es todo y, por eso, en el mundo según Guido, lo central es aparecer y ganar segundos. Poco importa si se arrastran ataúdes o se si pronostica la muerte de cien mil personas por la gripe porcina, ésos son el tipo de detalles en los que no vale la pena detenerse.

Un poco por lo mismo, es uno de los políticos chilenos que ha hecho más esfuerzos por simplificar todos nuestros desacuerdos en una disputa de buenos y malos, y por resumir todas las cuestiones complejas en una frase bien golpeadora: la calidad de la deliberación pública no ha ganado en ese trance. Por eso interpela más que argumenta, y prefiere blandir el brazo antes que hacerse preguntas. Simboliza las peores prácticas clientelistas de nuestro sistema político, y no es imposible que en esto seamos bien injustos, porque Guido está muy lejos de ser el único caso.

Todo esto le funcionó a la perfección durante mucho, demasiado, tiempo, pero como todo tiene un límite -por más que le pese-, en algún minuto su estrategia se volvió contra él: la fortuna, decía Maquiavelo, es cambiante y hay que saber leerla. El pecado de Guido fue justamente ser el más talentoso de su generación y no saber frenar en el momento oportuno: la velocidad lo cegó.

Pero como todo tiene un tiempo, finalmente Guido entendió, o al menos eso parece. Matizó, bajó el tono, abandonó su estilo inquisitivo, todo para obtener la preciada testera del Senado. Para ello, tuvo que someterse a las cúpulas concertacionistas que desprecia y lo desprecian, pero qué va, París bien vale una misa. Guido parece confiar en eso que los sociólogos llaman el carisma de la función: la presidencia de la Cámara Alta le haría tomar altura por el solo hecho de estar allí. El riesgo se lo lleva el Senado, porque las cosas bien podrían ser a la inversa. Y aunque es cierto que la sociología no hace milagros, en el mundo según Guido todo puede suceder, incluso aquello que usted cree imposible.

Publicado en La Tercera el miércoles 23 de marzo de 2011

viernes, 11 de marzo de 2011

Los nuevos puritanos

Hace algunos días, Jacques Attali -quien fuera estrecho asesor de François Mitterrand- propuso sin pestañear la prohibición absoluta de producir, distribuir y consumir tabaco. La sugerencia recibió el rápido apoyo del inefable Daniel Cohn-Bendit, el mismo que en Mayo de 1968 enarbolaba la bandera de "prohibido prohibir". Esto último no deja de ser llamativo, pues muestra bien que quienes buscan expulsar la moral por la puerta tienden a hacerla entrar más tarde por la ventana. Y el tabaco es, sin duda, uno de los principales enemigos del nuevo moralismo que se impone poco a poco en las sociedades occidentales. La máxima consiste en proscribir el cigarro y, para lograrlo, se han ideado múltiples estrategias: impuestos exorbitantes, severas restricciones a la publicidad y segregación social de los fumadores. Se ha llegado al extremo de querer eliminar la aparición de fumadores en el cine, limitando así las posibilidades de expresión artística. Si alguien creía que el arte se había liberado de todas las ataduras, estaba muy equivocado: el imperio de lo políticamente correcto todo lo invade.

Chile no ha estado ajeno a esta lógica: hace algunos años se aprobó una ley (razonable) que obliga a separar los ambientes en lugares públicos, de modo que cada cual pueda elegir si quiere respirar o no el humo del cigarro. Sin embargo, algunos aún no están satisfechos, y el ministro de Salud ha planteado la prohibición total del cigarro en espacios públicos. Yo no sé muy bien si lo más molesto de la propuesta es el arribismo que lleva implícito -algo así como "si los españoles lo hacen, nosotros también"- o el fondo -, que no es otra cosa que ocultar ese horrible pecado bajo la alfombra-; pero sí sé que está presente aquí el germen de algo peligroso.

Porque todas estas propuestas tienen algo en común: están inspiradas por un puritanismo rayano en el fanatismo. En su entusiasmo, olvidan una cuestión central: las sociedades no pueden erradicar todos los males. Tomás de Aquino decía que no deben prohibirse todos los vicios, sino sólo aquellos más graves; y un poco por lo mismo Montaigne afirmaba que todo intento de reforma radical es inútil y peligroso, por una razón muy simple: la naturaleza humana no se presta para ese tipo de aventuras.

Pero nada de esto amilana a los nuevos puritanos, que sólo buscan avanzar en su cruzada. Elaboran sofismas de todo orden, tratando de convencernos de que el cigarro es el peor de los peligros que acecha a la humanidad, que el tabaquismo pasivo constituye el más grave atentado a las libertades personales (como si Santiago fuera un oasis), y así. Pero ninguno de esos argumentos logra esconder el verdadero objetivo que persiguen: la proscripción de aquello que consideran inconveniente, como si los hombres no pudiéramos evitar prohibir aquello que no nos gusta. Yo no fumo y, es más, detesto el olor del cigarro, pero el tabaco me parece inofensivo al lado de estos nuevos puritanos.

Publicado en revista Qué Pasa el viernes 11 de marzo de 2011.

¿Delito de opinión?

“La mayoría de los traficantes son negros o árabes. Es así, es un hecho”. Esta breve frase fue pronunciada hace algunos meses en un programa de la televisión francesa. Su autor, Eric Zemmour, es un escritor y polemista que participa activamente en las discusiones públicas.

Lo menos que puede decirse de sus opiniones es que no suelen concordar con lo políticamente correcto, por decirlo de un modo suave. La frase encendió una rápida polémica, y recibió el repudio inmediato de muchas ONG anti-discriminación. Éstas, de hecho, no dudaron en querellarse, y Zemmour fue obligado a responder por sus dichos en tribunales. Hace algunos días, la justicia dictó sentencia: Zemmour fue declarado culpable del delito de “incitación a la discriminación racial”, aunque declarado inocente del delito de difamación.

El caso es interesante porque ilustra bien cierto tipo de problemas a los que se enfrentan las sociedades contemporáneas. Es obvio que los dichos de Zemmour fueron violentos y provocadores, además de ser pronunciados sin anestesia alguna. Así las cosas, la polémica que se siguió es completamente natural en una sociedad hipersensibilizada con la cuestión del racismo y que, además, no sabe muy bien cómo enfrentar a una extrema derecha que adquiere cada día más fuerza.

Sin embargo, es dudoso que la vía judicial sea la más adecuada para resolver este tipo de problemas, y esto por varias razones. Por un lado, los jueces se ven obligados a zanjar discusiones públicas complejas y establecer verdades judiciales en asuntos donde es muy difícil dar con una respuesta unívoca. Por otro lado, la vía jurídica termina acallando -con una condena penal- la verdadera discusión, que es lo único que debiera importar. La pregunta por la legitimidad termina eludiendo el debate de fondo. De hecho, al rechazar la acusación de difamación, el tribunal admitió la posibilidad de que la aseveración fuera verídica. La condena supone entonces que hay cosas que, aunque ciertas, no deben ser dichas públicamente.

En rigor, me temo que aquí tenemos el regreso -en gloria y majestad- del delito de opinión, que es justamente el delito que los más grandes teóricos del liberalismo se esforzaron en erradicar. La libertad de expresión, decía John Stuart Mill, debe ser lo más amplia posible, porque incluso los errores contribuyen al progreso intelectual. Convertir en delito la expresión de ideas que no nos gustan o que no nos acomodan, representa una curiosa vuelta atrás en la historia de Occidente, que equivale a olvidar que las libertades de las que gozamos son fruto de un largo recorrido. Por cierto, ya no se trata de penalizar la blasfemia, ni los delitos de lesa majestad, pero poco a poco se va imponiendo una nueva verdad revelada frente a la cual deben callar los que disienten. El historiador Alain Besançon sugería hace algún tiempo que el imperio de lo políticamente correcto está en vías de transformarse en una nueva religión universal, con las limitaciones de todo orden que éstas imponen. ¿Será acaso el destino de la modernidad el de negarse a sí misma?

Y no se trata aquí de encontrarle más o menos razón a Zemmour, pues para el caso da igual; se trata más bien de recordar la célebre máxima de Voltaire. La defensa de la libertad de expresión sólo tiene valor cuando no nos gusta lo que escuchamos. Dicho de otro modo, hay que tener el valor de rebatir con ideas más que blandiendo el código penal. Por lo demás, la frase que dio origen a la polémica no buscaba tanto opinar sobre la realidad como constatar un hecho. El hecho es, por cierto, discutible (y, dicho sea de paso, imposible de verificar, pues en Francia están prohibidas las “estadísticas étnicas”), pero silenciar este tipo de cuestiones en sede judicial es quizás la mejor manera de convertirse en avestruces. Y los avestruces, hasta donde sé, nunca han mostrado mucho aprecio por la libertad de expresión.

Publicado en El Post el viernes 11 de marzo de 2011

Un año en la Moneda

A LA HORA de elegir un modelo en nuestra historia política, el Presidente Piñera no dudó: Patricio Aylwin. Queremos, dijo, encabezar un gobierno de unidad nacional tan exitoso como el de don Patricio; queremos, siguió, liderar una transición tan exitosa como la de principios de los 90. La idea era simple: pedir prestada una épica difícil de obtener por los propios medios, y para eso qué mejor que recurrir al pasado. Es cierto que la comparación peca por lo gruesa, pero qué diablos, a nadie le importan mucho las sutilezas. Sin embargo, es obvio que los escenarios de 1990 y 2010 no pueden ponerse en el mismo plano: allá la democracia era frágil, acá estaba consolidada; allá se trataba de cicatrizar heridas profundas y de cerrar el ciclo más trágico de nuestra historia; acá los desafíos eran más prosaicos.

Todo esto daría un poco lo mismo: al fin y al cabo, Piñera no es el primero ni el último en invocar la historia para hacer política. Lo grave es que, a ratos, pareció creer que ese paralelo podía guiarlo efectivamente. Es preocupante, por ejemplo, su insistencia en el concepto de unidad nacional, pues sugiere que toda divergencia con el gobierno constituye un atentado a la manida unidad. Olvida así que la democracia no se define por la búsqueda de unidad a cualquier precio, sino por la confrontación organizada de fuerzas: por eso Maquiavelo podía decir que la armonía no es precisamente signo de vitalidad social.

La comparación con Aylwin, sumada a la reivindicación constante del legado de la Concertación y a la puesta en práctica de ideas ajenas al imaginario conceptual de la derecha han sido, a lo mejor, hábiles jugadas políticas, pero han tenido el costo de ir desdibujando a un gobierno que parece carecer de coordenadas que vayan más allá de la retórica empalagosa. Es indudable que el gobierno ha tenido aciertos valiosos, y que las reformas prometidas para este 2011 son muy significativas. Tampoco puede negarse que Piñera encarna una energía que nos hacía falta, pero todo esto puede transformarse en algo pasajero si el oficialismo no logra inscribir su acción en un discurso más o menos coherente. Por eso la acción del gobierno parece errática y episódica: no habiendo líneas directrices identificables, cada decisión se va improvisando según los humores del momento. Eso explica también, al menos en parte, el acelerado proceso de infantilización que padecen los partidos de la Coalición: no habiendo proyecto al que sumarse, cada cual afila sus cuchillos.

Hasta ahora, el gobierno de Piñera tiene más de anécdota ligada a su propia personalidad que de verdadero proyecto colectivo. Alguien podrá decir que no es mal signo, pero es sintomático que la mayoría de las discusiones del último año hayan estado ligadas a la personalidad del Presidente. Este parece no haber aprendido la lección más importante de Aylwin: las cualidades personales deben estar al servicio de un proyecto, y aquí la tendencia es inversa, lo que termina ocultando las cosas buenas del gobierno. ¿Irrenunciables trazos del carácter, pura y simple testarudez, trayectoria? No tengo la respuesta. Sólo sé que, si el Presidente quiere ser recordado como algo más que un buen administrador, debe abrirse a una ambición más elaborada que la que hemos visto este año.

Publicado en La Tercera el miércoles 9 de marzo de 2011