viernes, 23 de septiembre de 2011

Primarias al rouge

En un principio, las inéditas primarias abiertas para definir al candidato presidencial del Partido Socialista francés fueron organizadas con una idea central: darle las facilidades del caso a Dominique Strauss-Kahn. De hecho, se hablaba de "primarias de confirmación". DSK parecía además el candidato ideal para enfrentar a Sarkozy en una campaña cuyo tema principal será la crisis sistémica del euro. La operación interna de DSK tenía mucho de proeza, porque tras la traumática derrota de Jospin en la primera vuelta de las elecciones del 2002 los socialistas no habían dado con un líder tras el cual ordenarse. No obstante, el affaire del Sofitel de Nueva York cambió todo, y las pacíficas primarias se fueron transformando en una competencia ruda e incierta, con todos los riesgos que ello supone.

Digo riesgos porque es innegable que las primarias tienen virtudes y peligros. Es cierto que en Estados Unidos funcionan bien y dinamizan la vida política, pero la tarea de imitarlas no es fácil. Por de pronto, en EE.UU. la elección presidencial tiene sólo una vuelta, mientras que en Francia históricamente ha sido justamente la primera vuelta la que ha jugado el papel de primaria (eso fue lo que provocó la derrota de Jospin). Además, en el país galo no hay (ni habrá) bipartidismo. Todo esto implica que el ganador de una primaria tiene que enfrentar en seguida dos batallas muy difíciles: la primera vuelta contra los candidatos cercanos, y la segunda contra el adversario. Por eso es tan importante para los socialistas que la contienda se mantenga dentro de límites razonables, y por eso es tan importante también lograr una alta convocatoria, de modo que el ganador salga más fortalecido que debilitado. El ejercicio es completamente original, y por eso es difícil predecir cuántos franceses concurrirán a votar el 9 de octubre.

El candidato que parece ocupar la pole position es François Hollande, quien dirigiera el partido por diez años y que representa al sector moderado. Hollande se instaló en el primer lugar porque fue el único dirigente de importancia que desde un principio estuvo dispuesto a competir con DSK, tras cuya caída quedó como favorito. Su principal adversaria es Martine Aubry, quien se ubica más hacia la izquierda y con quien se detestan cordialmente. Aubry está en una situación exactamente inversa, pues lanzó su candidatura cuando DSK ya estaba fuera de juego, y le ha sido difícil sacarse el mote de ser una candidata por defecto: en política las ganas no se inventan, y Aubry nunca ha parecido demasiado convencida. Desde mayor distancia compiten también Ségolène Royal -la fallida candidata del 2007-, Manuel Valls y Arnaud Montebourg .

En cualquier caso, el ganador tendrá enormes retos por delante: por un lado, convertirse en el segundo socialista en conquistar el Elíseo en la Quinta República -y renovar así un partido que sigue anclado en la experiencia mitterrandiana- y, por otro, elaborar un proyecto de izquierda capaz de dar respuestas coherentes a la gigantesca crisis que enfrenta Europa. Vaya desafíos.

Publicado en Qué Pasa el viernes 23 de septiembre de 2011

Palos de ciego

AUNQUE MATAR a la Concertación ya es casi tan banal como matar la transición, hace pocos días, el PPD volvió a intentarlo con un documento que llama a la creación de una "Convergencia opositora" (¿invitarán a Hermógenes?). El texto es sintomático de muchas cosas, y debe ser leído como el grito desesperado de alguien que lleva un buen tiempo perdido. Su idea central parece ser algo así como: "Hagamos algo, no importa qué, pero hagamos algo ahora".

De más está decir que en el documento sobran los lugares comunes y que las ideas brillan por su ausencia. Tampoco cabía esperar mucho más: después de todo, el PPD nació como partido instrumental y nunca ha logrado forjar una identidad propia, prefiriendo siempre el brillo de las cámaras al silencio de la reflexión. A pesar de su bancada numerosa, el PPD bien podría desaparecer mañana, sus dirigentes emigrar a otros partidos y nadie se daría mucha cuenta, con la salvedad de las familias Lagos y Girardi. Supongo que en eso estaba pensando Ignacio Walker cuando verbalizó aquello que no se debe verbalizar: la puerta es grande y está abierta. Es de sentido común, pero en el contexto es también una invitación explícita a retirarse, y en eso Walker juega con fuego.

El fenómeno que subyace a este desorden es la incapacidad de leer el actual momento social: todos quieren subirse al carro de lo que está pasando, pero nadie sabe muy bien cómo hacerlo porque nadie sabe muy bien qué está pasando (en ese intento, dicho sea de paso, se pasan a llevar incluso las formas republicanas que tanto deberían cuidar los que lucharon por recuperarlas). La paradoja es que la ansiedad del PPD y el inmovilismo de la DC son actitudes exactamente simétricas, pues ambas son consecuencia de un grave déficit de comprensión. Quienes esperan sentados el regreso de Michelle Bachelet cometen el mismo error, pues es obvio que ese regreso será un desastre si no se cumplen ciertas condiciones mínimas. Así, unos se agitan sin entender -llamando a una nueva coalición como quien organiza un asado- y otros prefieren ni actuar ni entender, confiados en que el esquema actual les garantizará porciones de poder. Mientras, las tareas siguen pendientes: en la Concertación pocos han siquiera intentado explicar las causas de la derrota, por no decir nada de los nuevos desafíos. La Concertación podrá dividirse en activistas y conservadores, o en complacientes y flagelantes, pero por ahora, todos comparten la misma desorientación.

La oposición no haría mal en mirar la situación oficialista para medir bien su posición: la derecha quiso ahorrarse el trabajo doctrinario y llegó al poder por el desgaste del adversario, más que por virtudes propias. Las consecuencias están a la vista. Por otro lado, el esfuerzo que debe realizar la Concertación requiere de cierta libertad intelectual, libertad que da estar en la oposición. Tanto el PPD como la DC siguen enredados en las viejas lógicas de coalición que impiden que cada cual despliegue su propio proyecto, condición indispensable para sacar conclusiones. A falta de eso, seguirá primando el miedo a lo desconocido, que bien puede traducirse en agitación o en inmovilismo, pero nunca en verdadera acción política.

Publicado en La Tercera el miércoles 21 de septiembre de 2010

Política fisión

El accidente ocurrido el pasado lunes en una planta de tratamiento de desechos nucleares en el sur de Francia (Marcoule) no sólo dejó un muerto y varias personas gravemente heridas; también fue la ocasión para volver a encender una polémica que aún tiene para muy largo. Aunque el incidente no fue muy grave desde un punto de vista técnico, y ni siquiera califica como accidente nuclear (no ocurrió en una central ni produjo emanaciones radioactivas), la epidermis en este asunto quedó en niveles elevados después de Fukushima. En Francia la cuestión es especialmente sensible porque se trata del país del mundo más dependiente del átomo (80% de su electricidad proviene de allí) y, por tanto, del país que tendría más dificultades si quisiera abandonar ese camino. La opción nuclear les ha permitido a los galos mantener precios relativamente bajos en el mercado interno, conservar su preciada autonomía energética y exportar tecnología de punta: las ventajas están lejos de ser irrelevantes. Los franceses incluso se dan el lujo de vender electricidad de origen nuclear a países como Austria, cuya Constitución prohíbe la construcción de centrales.

La reacción ecologista no era muy difícil de adivinar: hay que abandonar la generación nuclear, repitieron. Por su parte, el gobierno también se apegó a su libreto, minimizando lo ocurrido. Personalmente, no tengo mayor simpatía por el discurso ecologista: me parece que tiende a pecar de alarmismo y de lirismo, rechaza casi todos los tipos de energías convencionales y tiene una fe casi religiosa en el futuro de las energías renovables, pero olvida que éstas también dañan el entorno y que no se ve bien cómo podrían convertirse en una alternativa seria. Con todo, cumple una función imprescindible, que es la de formular preguntas correctas. ¿Está Francia realmente preparada para un accidente nuclear?, ¿está informada la población de los pasos a seguir?, ¿son razonables los riesgos implicados en la generación nuclear? Las dudas son legítimas, y una anécdota muy sencilla puede servir para graficar. El lunes, cuando aún había muy poca información disponible sobre la naturaleza del incidente, las farmacias de los pueblos aledaños a Marcoule se llenaron de gente ansiosa por comprar pastillas de yodo, pero no pudieron: dichas pastillas sólo se venden con receta médica. Mejor ni imaginar qué habría ocurrido si el accidente hubiera sido más grave.

El tema será central en la campaña presidencial que se avecina, y puede ser decisivo. El asunto no es sólo ecológico, sino también económico e industrial, porque un eventual abandono de la generación nuclear tendría efectos en la frágil economía francesa. Por de pronto, cada cual toma sus posiciones. La derecha defiende el modelo y niega que haya alternativas viables. Los ecologistas exigen el abandono total de la energía nuclear en un plazo de diez o veinte años, buscando replicar el modelo alemán, que consiste en cerrar las centrales que cumplen su vida útil. Los socialistas están divididos, y han sido lo suficientemente ambiguos como para hacer creer que están de acuerdo con todos. Saben que es un tema en el que no pueden dar pasos en falso: si quieren destronar a Sarkozy, no pueden privarse del voto ecologista en la segunda vuelta, pero saben también que la elección se jugará en el terreno de la credibilidad y de la coherencia, donde no caben las promesas imposibles de cumplir (y el fin de la energía nuclear tiene ese olor). En cualquier caso, bienvenido sea un debate abierto en el que cada cual presente sus razones en el espacio público. La historia de la energía nuclear en Francia se ha escrito de espaldas a la ciudadanía: cambiar ese paradigma ya sería un triunfo de los ecologistas.

Publicado en Qué Pasa el viernes 16 de septiembre de 2010

Adiós

NO TUVE el privilegio de conocerlo en vida, pero lo admiraba hace mucho; y por eso lamento no haber escrito antes estas líneas. Aunque no lo conocí, quiero creer que su testimonio no me será indiferente, a mí ni a nadie.

Lo admiraba, porque nos mostró que los chilenos le podemos cambiar la cara a nuestro país si nos lo proponemos. Lo admiraba, porque abrazó su causa con una intensidad tal que terminó confundiéndose con ella. Lo admiraba, porque nunca perdió un sólo segundo quejándose por nuestros problemas ni por los errores de otros, sino que prefirió -tan simple y tan fácil- ayudar con sus propias manos. Lo admiraba, porque no se cansó de recordarnos a quienes somos privilegiados que en Chile hay realidades inaceptables, y que no sacamos nada con seguir mirando hacia el lado ni infatuarnos en la autocomplacencia. Lo admiraba también porque supo decirlo con firmeza, pero sin ninguna odiosidad, pues entendía que mejorar Chile pasa por unir más que por apostar siempre a las divisiones. Lo admiraba, porque le sobraban la energía y el liderazgo, y de hecho me bastó conocer a quienes trabajaron con él para sentir ese entusiasmo que sólo saben transmitir los que tienen el alma grande. Lo admiraba, porque supo enseñarnos que Chile no es más ni menos que lo que nosotros queramos que sea, que no debemos esperarlo todo del Estado y que más vale resolver los problemas antes que esperar que otro lo haga. Lo admiraba, porque era un tipo capaz de hacer muchas cosas a la vez, y de hacerlas todas bien, pues ponía siempre ese cuidado que sólo ponen quienes aman lo que hacen. Lo admiraba, porque nunca temió exponer sus convicciones ni dar peleas con tal de lograr sus objetivos, pero sin nunca llevar las diferencias al plano personal. Lo admiraba, porque logró sacar adelante sus sueños.

Admiraba a Felipe Cubillos porque siguió su vocación, sin temores ni cálculos, y porque sabía que la única manera de ser feliz es siendo fiel a uno mismo y desplegando las propias posibilidades, un poco como se despliegan las velas de los veleros a los que tanto quería. Lo admiraba, porque logró, con alegría y sencillez, transformar el desastre del 27 de febrero en una oportunidad para convocar a hacer el bien, sacando lo mejor de todos. Lo admiraba, porque sabía enfrentar las adversidades con fortaleza difícil de imitar. Lo admiraba, porque siempre buscó retribuir lo que la vida le dio. Logró encarnar lo mejor de Chile, ese Chile que se levanta una y otra vez, y si me siento orgulloso de ser chileno, es porque tengo compatriotas como él. Lo admiraba, porque se atrevió a dar la vuelta al mundo en velero, y porque sé que yo nunca tendré el valor de hacerlo.

Lo admiré porque murió en lo suyo: ayudando a los demás y sirviendo a su patria. El mar que tanto lo inspiró se lo terminó llevando a otros puertos, y ahora nosotros tendremos que arreglárnoslas sin él, y no será fácil.

Felipe Cubillos nos dejó, pero sus sueños siguen ahí, esperando que nuestras manos se sumen a la tarea de hacer de Chile un país mejor y más justo. Se fue, pero sus desafíos se quedaron acá. Partió a su navegación más larga, aunque los tipos como él nunca se van del todo: seguro sigue buscando la mejor manera de servir.

Publicado en La Tercera el miércoles 7 de septiembre de 2011.

Quiero mi plebiscito ahora

Entre las múltiples y exóticas exigencias del movimiento estudiantil, hay una que merece ser discutida en serio: la de organizar un plebiscito que permitiría a la ciudadanía zanjar una discusión que se ha ido estirando como chicle barato. Después de todo, ¿por qué no darles la palabra directamente a los chilenos si los llamados a encauzar la deliberación pública se han mostrado incapaces de dialogar? ¿Escuchar directamente la voz del pueblo no es acaso la esencia misma de la democracia?
Aunque todo esto es cierto, no hay que olvidar tan rápido que la democracia representativa fue pensada justamente para intentar resolver las dificultades de la democracia directa, y que en esta empresa participaron algunas de las cabezas más brillantes de la modernidad. Por cierto, la representación tiene incontables defectos, y basta acercarse a la despiadada pluma de Rousseau para conocerlos en detalle. Empero, se trata de un régimen que permite organizarse democráticamente de modo civilizado, y hay que tomar bien el peso del fenómeno antes de criticarlo a la ligera. El conflicto educacional ilustra bien la dificultad, pues es evidente (lo decía Carlos Concha en estas mismas páginas) que estamos muy lejos de siquiera concordar en las preguntas a formular. Es un poco infantil pretender que nuestros problemas en educación puedan reducirse a preguntas de sí o no; y precisamente porque la cuestión es harto más complicada es que tenemos políticos y parlamentarios. Dicho de otro modo: si plebiscito queremos, tenemos que partir por entender que no es un instrumento mágico: una consulta no mejorará la calidad de la educación y, para peor, tampoco nos eximirá del deber (ni de la necesidad) de alcanzar acuerdos -y ya sería tiempo que los líderes de la Concertación (si es que todavía los hay) lo vayan entendiendo-. En ese sentido, agitar la ilusión del plebiscito como si éste pudiera ahorrarles el trabajo a los políticos no es sólo un error conceptual: es también una irresponsabilidad mayúscula.
Ahora bien, en el fondo de la discusión, ampliar las posibilidades de plebiscito no es una mala idea: le daría oxígeno a un sistema cerrado sobre sí mismo y podría revitalizar nuestra alicaída discusión pública. Pero es un debate que debe realizarse con altura de miras, y al margen del conflicto estudiantil, pues si el plebiscito puede ser un buen instrumento, también puede ser uno muy peligroso si está mal diseñado. Los sistemas políticos son más precarios de lo que parecen, y un cambio de esta naturaleza merece una reflexión profunda que permita calibrar sus alcances. La ironía reside en que esa discusión sólo podría ver la luz si existe voluntad de dialogar: el plebiscito no puede imponerse por plebiscito. Muchos de los que abogan por darles la palabra a los chilenos lo hacen degradando las condiciones para que algo así sea posible, que son justamente las condiciones de la política democrática. Por paradójico que parezca, el plebiscito supone que queremos crear cosas comunes, que queremos hacer política, y sólo encuentra sentido en una lógica de ese tipo. No obstante, todo indica que ya son demasiados los actores que han perdido la confianza en las reglas intangibles de la política, y ese problema, que es el problema central, no lo resuelve ni uno ni varios plebiscitos.

Publicado en La Tercera el miércoles 24 de agosto de 2011

¿Una revolución lírica?

EN SU INTENTO por explicar su distancia con los sucesos de mayo de 1968, Milan Kundera suele comparar lo ocurrido en Francia con la primavera de Praga. La revuelta parisina fue, según Kundera, la exaltación del sentimiento lírico. Este último supone la pérdida del sentido de los límites de la acción: en nombre de la poesía, todo parece posible. Por el contrario, la primavera de Praga fue una revuelta de escépticos y moderados, cuyas pretensiones eran mucho más modestas: nada de transformar la condición humana, sino simplemente hacer del mundo un lugar un poco más amable.
En la delicada cornisa por la que transita todo movimiento social, nuestros estudiantes parecen haber renunciado a la sabiduría de Praga con tal de imitar a los jóvenes del 68. Han escogido el peor de los caminos, porque la actitud lírica supone la renuncia al diálogo: los líricos siempre buscan imponer antes que persuadir. Nada más revelador de este rasgo que el vocabulario: los estudiantes emplazan, exigen, plantean plebiscitos (¿?) y ultimátum, pues ven en el mero hecho de discutir una abdicación indigna para con la grandeza que creen encarnar. Son incapaces de guardar distancia con sus propias ideas, y faltan así a la primera regla de la democracia, que consiste en aceptar que nadie posee toda la verdad. Nuestros estudiantes han salido del plano de la política, y están jugando otro juego, que tiene otros nombres. De paso, horadan alegremente las frágiles bases de nuestra convivencia. No se trata de condenar todo conflicto pues, como sugería Maquiavelo, éste puede ser signo de vitalidad; pero sí de entender que los conflictos sólo encuentran sentido si dan lugar a una deliberación común.
En cualquier caso, la aventura lírica de los estudiantes no ha sido solitaria. Han contado con la complicidad de nuestras elites que, durante decenios, se han tomado el problema educativo con una indolencia difícil de explicar. Han tenido también la colaboración de los rectores y de la oposición, que han carecido del coraje mínimo para asumir sus propias responsabilidades y enfrentar el lirismo. Algunos miran a nuestros dirigentes estudiantiles como profetas portadores de una nueva verdad, como mensajeros de lo absoluto y, en esa lógica, cualquier disenso se convierte en herejía: todo lirismo tiene una dimensión religiosa. Por último, el gobierno no lo ha hecho nada de mal, y en su proverbial irreflexión, ha oscilado entre un entreguismo acomplejado (sin entender que para los líricos toda propuesta es insuficiente, porque el mundo les parece insuficiente) y un tardío interés por el orden público (que no puede sino atizar aun más los ánimos).
Y sin embargo, la verdad es que para enfrentar en serio nuestros problemas, el lirismo no sólo es inútil, sino que también es un estorbo, pues no existen los atajos y las consignas vacías sólo oscurecen el debate. Las soluciones son lentas y, peor, requieren mucho estudio, trabajo y reflexión común. Naturalmente, hay que cuidarse de no volver a caer en el conformismo complaciente en el que nos hemos descansado por demasiado tiempo, pero no será el lirismo envuelto en el discurso de los estudiantes el que nos ayude a salir de allí. Porque las revoluciones líricas, aunque triunfen, están condenadas al fracaso.

Publicado en La Tercera el miércoles 10 de agosto de 2011