miércoles, 23 de noviembre de 2011

Europa en peligro

¿Qué tienen en común Mario Monti, Lucas Papademos y Mario Draghi? Los tres asumieron recientemente cargos clave para el futuro de la Unión Europea: Monti es el nuevo jefe del gobierno italiano, Papademos el nuevo primer ministro griego, y Draghi el nuevo presidente del Banco Central Europeo. Pero las coincidencias no acaban allí: además, los tres trabajaron en un pasado no tan lejano en el banco Goldman Sachs, el gigante norteamericano que ayudó durante años a "maquillar" el estado de las finanzas griegas con tal de seguir prestando dinero. Casualidad o no, el hecho ha servido para alimentar las dudas respecto de la influencia del mundo financiero en las democracias europeas. De hecho, Berlusconi y Papandreu cayeron por no dar suficiente confianza a los agentes económicos, en lo que puede leerse como un regreso encubierto del voto censitario.

Por cierto, las dudas son más que razonables: el mundo financiero ha mostrado en esta larga crisis sus imperfecciones y, sobre todo, su carencia de racionalidad. Y sin embargo es un poco injusto culparlo de todos los males: después de todo, nadie obligó a los estados europeos a financiar con deuda sus generosos aparatos públicos por tantos años. Los políticos europeos se apuran en apuntar con el dedo a los bancos y a los traders -y no dejan de tener razón-, pero son bastante más cautos a la hora de asumir sus propias responsabilidades en la debacle: ellos instauraron la lógica de endeudarse hoy y pagar en cuarenta años con el fin de ganar elecciones.

Ahora bien, la crisis también tiene directa relación con el diseño del Euro, y allí los mercados financieros tampoco tienen mucho que ver: la unión monetaria carece de los medios mínimos para garantizar cierta convergencia, y no puede en consecuencia resolver los profundos desequilibrios internos. El consenso actual va por este lado: es urgente pensar en reformas profundas, que permitan superar esta crisis y abrir perspectivas más optimistas para el futuro.

Empero, todas las alternativas presentan, al día de hoy, tantas ventajas como dificultades -y los mercados no se van a calmar mientras no vean salidas claras-. Por eso todos los gobiernos miran con tanto nerviosismo las agencias de notación. La primera medida ha sido aplicar reducciones presupuestarias que pueden a veces ser draconianas. Y aunque suena bonito, el arma es de doble filo: la austeridad puede debilitar aún más el crecimiento, que es justamente el mal endémico de la Zona Euro: un país que no crece no puede pagar sus deudas, por más que suba los impuestos. Otra posibilidad es apartar a los malos alumnos, programando el retiro de algunos países de la Zona Euro. Esto permitiría a los salientes depreciar su moneda, pero quedarían con una deuda colosal en euros.

Hay una alternativa inmediata que permitiría aliviar la presión y detener la especulación sobre los países más vulnerables y que, además, es relativamente simple: que el Banco Central Europeo haga lo que norteamericanos e ingleses hacen todos los días sin ponerse colorados: imprimir billetes para respaldar deuda. Pero eso produce inflación, y los alemanes no quieren escuchar esa palabra. Les cuesta entender que 5 ó 7 puntos de inflación pueden ser menos dramáticos que una implosión violenta del euro (y no hay que olvidar que Alemania realiza dos tercios de su excedente comercial al interior de la zona Euro).

Otras soluciones van por el lado de dotar de herramientas más poderosas a las autoridades europeas, esto es, avanzar en la creación de un gobierno económico común. Pero hay un fundado temor de que esto redunde en una toma de control de Europa por la dupla germano-francesa: en Italia ese peligro ya tiene hasta nombre -"Merkozy"-, y en Grecia las comisiones supervisoras son calificadas como "fuerzas de ocupación".

¿Qué hacer entonces? Me parece que se dibujan tres escenarios posibles. El primero es el de avanzar hacia una federación, pero esto tendría que pasar necesariamente por una validación democrática directa -con éxito incierto-. El segundo es que los alemanes hagan concesiones, y permitan al instituto emisor respaldar la deuda. Sin embargo, el tiempo apremia: si esperan demasiado, será muy tarde. Un tercer escenario es el de la división de la Zona Euro en dos áreas: la del norte -Alemania y los países de su órbita- y la del sur, con una política monetaria más laxista. Lo único seguro por ahora es que, en las condiciones actuales, el euro es simplemente inviable: o muta o muere. Y en esa decisión Europa se juega buena parte de su destino.

Publicado en Qué Pasa el viernes 18 de noviembre de 2011

jueves, 17 de noviembre de 2011

Elogio del deber

"SALVEMOS la democracia": con esa consigna, los creyentes en la inscripción automática lanzaron una nueva ofensiva, esperando que ésta pueda ser aplicada en las elecciones del próximo año. Así, dicen, nuestro sistema recibirá el oxígeno que necesita, pues hay más de cuatro millones de chilenos que no están inscritos en los Registros Electorales.

El problema es grave y merece una discusión serena. Un error en el medicamento podría agravar la enfermedad. Desde luego, los partidarios de la inscripción automática deberían evitar la sospecha sistemática sobre quienes no piensan como ellos, pues se puede ser contrario a su propuesta sin tener intereses creados. La inscripción obligatoria también puede defenderse con argumentos.

Cabe recordar que la inscripción no está prohibida en nuestro país, aunque a veces el discurso sugiera lo contrario. Es más, el trámite ni siquiera es especialmente complicado. Debo confesar que no guardo un recuerdo traumático de mi inscripción en calle Cinco Oriente en Viña del Mar. Si millones de chilenos no se han inscrito, es simplemente porque no han querido hacerlo. Inscribirlos automáticamente podría facilitar las cosas, pero tiene más de atajo facilista, que de verdadera solución. Dicho de otro modo, es difícil entender por qué razones, quienes no se han inscrito, se volcarían en masa a votar poseídos por un súbito e irrefrenable deseo de participar.

Pero las cosas se complican más si recordamos que de aprobarse hoy, la inscripción automática iría acompañada del voto voluntario. La combinación de ambos principios deja a la noción misma de ciudadanía en una peligrosa ambigüedad. En el fondo estamos presenciado el triunfo del ciudadano-consumidor. Soy ciudadano, sí, pero cuando quiero y como quiero. Cornelius Castoriadis solía insistir en la importancia de la dimensión imaginaria de la sociedad, y con esa expresión buscaba mostrar cuán decisivas son las imágenes que van modelando y configurando nuestros modos de acción colectiva. Aquí no cabe la neutralidad, y parece imponerse el modelo del ciudadano vacío que no le debe nada a nadie (y por tanto, no tiene deberes) y que mira su participación política como algo de tanta importancia como ir o no al mall.

Es, al menos, discutible que a partir de esa imagen pueda construirse un orden republicano medianamente denso, pues una participación auténtica requiere algún grado de compromiso. Por lo demás, la inscripción automática, sumada al voto voluntario, no sólo terminará provocando más problemas de participación y mayor segregación sociopolítica; también generará el más desatado de los clientelismos.

Para tener sentido, la inscripción automática debiera ir acompañada de voto obligatorio. Este último no es contrario a la libertad, sino al revés. El ejercicio efectivo de la libertad es el fruto de la comunidad política, cuya existencia exige condiciones mínimas. Y la comunidad no puede crearse a partir del ciudadano-consumidor, porque se trata de un orden distinto. Se trata de crear un "nosotros", donde nadie sobre; un "nosotros" donde la noción de deuda pueda cobrar sentido; un "nosotros" que permita a la república ser eso (la cosa de todos) antes que la copia (in)feliz del mercado.

Publicado en La Tercera el miércoles 16 de noviembre de 2011

jueves, 10 de noviembre de 2011

Europa sin salida

HACE POCOS días los dirigentes europeos alcanzaron un enésimo acuerdo para evitar el desplome de Grecia. Y aunque en un primer momento los mercados recibieron bien la noticia, es innegable que el futuro del Euro sigue rodeado de muchas más dudas que certezas. Los líderes del Viejo Continente llevan demasiado tiempo acumulando desacuerdos, impericias, desequilibrios y miopía política.

En lo económico, el problema actual tiene que ver con una política monetaria muy rígida impuesta por una Alemania que aún no se sacude de sus traumas ligados a la hiperinflación, pero cuyo rigorismo perjudica a las endeudadas economías del sur de Europa, que ven cómo su competitividad se sigue deteriorando sin tener las herramientas monetarias para salir de allí. Así las cosas, no es difícil predecir que las tensiones se seguirán acumulando en el futuro próximo.

Con todo, y a pesar de las apariencias, el problema europeo no es económico. En rigor, quienes pensaron la actual Unión nunca consideraron seriamente lo que Raymond Aron llamaba la primacía de lo político. La construcción europea adolece de una falla estructural, pues fue erigida con una fe tan ciega como infundada en que la unidad económica generaría por sí sola la unidad política. Por eso pudo concebirse algo tan demencial como una moneda común sin atisbo de gobierno económico común, y por eso también el problema del Euro es uno de esos problemas sin solución. Los europeos son demasiado progresistas como para siquiera pensar en retroceder y demasiado conservadores como para seguir avanzando en la integración. Están así entre dos mundos, en el peor de los mundos.

Para ser viable la zona Euro tendría que avanzar hacia una forma federativa, en la que cada nación perdería su soberanía. Esta posibilidad es evocada de modo cada vez más explícito por los líderes europeos, pero de momento sigue enfrentando muchos obstáculos, y el fastidio de David Cameron es el menos importante.

Por de pronto, habría que empezar por dotar de legitimidad democrática a los órganos ejecutivos europeos antes de darle mayores atribuciones. Hoy, éstos son percibidos por la población como instituciones burocráticas y desconectadas de la realidad, y la sola mención de Bruselas (especie de capital europea) se ha convertido en algo parecido a un insulto. También urge entablar un diálogo con los ciudadanos para intentar persuadirlos de las bondades del federalismo, y abandonar el camino de la imposición iluminada desde arriba. No olvidemos que el tratado constitucional de 2005 fue rechazado en las urnas y aprobado luego por los parlamentos.

Pero sobre todo, los partidarios de la federación deberían meditar más esa reflexión del filósofo Pierre Manent: el cambio de forma política debe ser la operación más delicada y profunda que un cuerpo social pueda padecer. Salir de la nación es menos fácil de lo que parece, pues ésta configura todos los aspectos de la vida humana, aunque no siempre seamos conscientes. En ese sentido, la crisis del Euro no es más que el aspecto más visible e inmediato de una crisis de identidad: Europa (y el Euro) navega a la deriva, porque no sabe lo que es ni lo que quiere ser.

Publicado en La Tercera el miércoles 2 de noviembre de 2011

Cuestiones previas

LA IDEA de una reforma tributaria empieza a recorrer su camino, y no saldrá fácilmente de nuestro horizonte. Y es que la demanda por mayor igualdad parece haber encontrado aquí su próxima batalla y, en ese contexto, un alza de impuestos aparece como inevitable. Y el conflicto estudiantil está allí, abierto, interminable y estirado, como chicle barato para quienes duden: sin inyección generosa de recursos, no tenemos cómo mejorar.

Pero, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la reforma tributaria? Para muchos, es una especie de panacea que resolvería todos nuestros conflictos, o casi. En sus mentes febriles parece dibujarse un escenario como el siguiente: si forzamos a los ricos a pagar más impuestos, entonces los niveles de desigualdad se reducirán, y nuestra sociedad será más pacífica y justa. Aunque todo esto suena bonito, es una quimera: una reforma tributaria por sí sola no resolverá ninguno de nuestros problemas. Esta mirada es bien sintomática de un mal que nos aqueja: nos está costando mucho poner distancia entre nuestros deseos y la realidad. Esto va matando la política, cuyo rol es justamente deliberar y mediar en esa distancia, aunque tantos indignados se nieguen a verlo. Así, pensamos que basta con exigir educación gratuita y de calidad para obtenerla; y creemos que la inscripción automática y el voto voluntario van a resolver mecánicamente nuestros problemas de participación (aunque lamento decepcionar al lector: los van a agravar). Casi sin darse cuenta, incluso los más críticos del mercado se han rendido a su lógica: lo quiero, lo tengo. Es raro, pero estamos pasando de un inmovilismo indolente al más lírico de los voluntarismos, y perdemos de vista que estos cambios también requieren de cierto esfuerzo sobre nosotros mismos.

Por su lado, los detractores de la reforma tributaria no lo hacen mucho mejor: al negarse a toda discusión sobre el modelo, sólo ilustran su propia incapacidad para entender las dinámicas que el mismo mercado genera. Y aunque bastaría con leer a Schumpeter para disipar la ilusión, varios siguen pensando que la política no es mucho más que una rama auxiliar de la economía de mercado. En cualquier caso, toda esta discusión carece de sentido si no resolvemos antes una cuestión previa: ¿Para qué queremos una reforma tributaria? Queremos mejorar la educación y queremos reducir las desigualdades, pero no hemos discutido seriamente el cómo, más allá de las consignas y de los viajes. Nuestro aparato público no funciona demasiado bien y la calidad de la política no anda precisamente por las nubes. Muchos de nuestros problemas no son tanto de recursos como de gestión, y otros no son tanto de gestión como culturales. Nuestra convivencia se está degradando, y eso no se resuelve con dinero. Además, si hoy se pusieran recursos sobre la mesa, los universitarios se lo llevarían casi todo, cuando es evidente que las desigualdades más urgentes están mucho antes.

En dos palabras: es obvio que necesitamos una reforma tributaria, pero necesitamos mucho más que una reforma tributaria. Mientras no le tomemos el peso a este problema, toda reforma está condenada al fracaso, y toda discusión, condenada a repetirse una y mil veces. Pero no se engañe: seguiremos exactamente en el mismo lugar.

Publicado en La Tercera el miércoles 19 de octubre de 2011.