viernes, 8 de abril de 2011

La muerte de Montaigne

Quizás podría decirse que el problema de La muerte de Montaigne -la última entrega de Jorge Edwards- se reduce a una cuestión de perspectiva. En El inútil de la familia, el autor había adoptado la posición del sobrino, sobrino un poco burlón pero sobrino al fin, firmando así un libro entrañable como pocos. Luego, en La casa de Dostoievski, el narrador no logra dar con una posición definida, y eso termina corroyendo lo que pudo haber sido una muy buena novela. Ahora, en La muerte de Montaigne, la posición de Edwards no tiene nada de confusa, sino que es asombrosamente clara: el narrador es, o pretende ser, Montaigne, el Montaigne de nuestro país y de nuestro tiempo. Podrá parecer un detalle, pero la portada del libro presenta a Jorge Edwards como el par del humanista francés. Lo menos que puede decirse es que la apuesta es audaz, y Edwards se juega allí el todo o nada, porque si el narrador no logra dar el tono de la comparación -a la que nadie lo obligó-, entonces lo que sigue corre el serio riesgo de naufragar.

Es un poco lo que ocurre con este texto, que se desarrolla como una suerte de larga variación sobre la vida de Montaigne, su pensamiento y su personalidad. Lo más parecido al hilo central del libro es el relato de la singular relación de Montaigne con una joven que se convertiría luego en la editora de sus Ensayos. Edwards explora también al Montaigne político, el mismo que supo conservar una rara lucidez mientras sus compatriotas se linchaban alegremente, y que prefirió mantener una sana distancia con el poder en un siglo agitado. A ratos, Edwards logra asir y cercar muy bien a su personaje -y ésos son, por lejos, los mejores momentos del libro-, pero rápidamente lo vuelve a perder. Y le ocurre por una razón muy simple: se inmiscuye en su narración una y otra vez, lo que obstaculiza el acceso a su relato. Esto se ve claro, por ejemplo, en el curioso sentimiento de superioridad que trasunta Edwards a lo largo del libro -que puede funcionar o no según el contexto-, sin percatarse de que Montaigne jamás habría dejado ver tal cosa del mismo modo. Vemos, entonces, a Jorge Edwards donde se nos prometía ver a Montaigne.

Esto nos lleva a mirar de cerca el estilo elegido por el escritor, estilo que busca imitar el de los Ensayos. La táctica podría ser ingeniosa, pero la verdad es que, en este caso, implica dificultades casi insolubles. En La muerte de Montaigne abundan los devaneos, el tono descosido sin orientación precisa y la divagación inconclusa. Edwards cede con mucha, demasiada, frecuencia a la tentación de transformar su relato en simple crónica, crónica que puede ser interesante a veces, pero que también puede ser perezosa o francamente aburrida. Con todo, el problema central tiene que ver con el modo adecuado de comprender a Montaigne y su modo de escribir: los Ensayos son mucho, infinitamente, más hilados de lo que parecen. Montaigne sabe con precisión milimétrica cómo y dónde quiere conducir a su lector, y es un maestro insuperable en la utilización de diversas técnicas para lograr su objetivo. Lo que en Montaigne es una fina estratégica retórica, un auténtico arte de escribir, se convierte en la pluma de Edwards en pura y simple digresión. A primera vista, los textos de Montaigne pueden parecer escritos a la rápida, a la que te criaste, pero se trata de una ilusión óptica, porque no hay nada menos improvisado que los Ensayos. Éstos son fruto de una larga elaboración, y por eso pueden rozar la perfección con tanta naturalidad. Así, la prosa de Edwards, que suele abusar de las repeticiones y de los rodeos, queda aquí atrapada por sus propias reglas, encerrada en sí misma, sin poder salir, sin poder contar.

Por cierto, no niego que la intención de Edwards sea loable. Por de pronto, no creo que haya ningún autor más indispensable que Montaigne para entender la comprensión propiamente moderna del mundo, y entendernos a nosotros mismos. El revolucionario proyecto de Montaigne, el recitarse a sí mismo, sentó las bases de un largo periplo histórico, y fundó también, en muchos sentidos, la literatura moderna. Sin embargo, para escucharlo, debemos afinar muy bien el oído y saber hacernos discretos, aunque sea por un momento. Edwards escoge el camino contrario, y termina mirándose a sí mismo, pues no parece tan interesado en descubrir a Montaigne como en descubrir al Montaigne que se esconde en él. El detalle es que el yo de Edwards no resiste la menor comparación con el yo de Montaigne.

Milan Kundera suele decir, inspirándose en el viejo Broch, que la única razón de existir de una novela es mostrar lo que sólo una novela puede mostrar. La novela que no contribuye por su propio arte a revelar una porción hasta entonces desconocida de la existencia humana, sigue Kundera, es inmoral. Edwards no duda en calificar su relato como novela, y lo hace en lugares muy estratégicos del libro. La pregunta que cabe formular entonces es si acaso lo que nos cuenta Jorge Edwards no podía decirse de otro modo y bajo otra forma. La respuesta a esta interrogante va a determinar, en último término, el juicio que cada uno se forme de La muerte de Montaigne.

Publicado en El Post el viernes 8 de abril de 2011

Francia en África

Cuando le tocaba enfrentar escenarios internos muy complicados, François Mitterrand se ceñía estrictamente al libreto previsto: dedicarse a las relaciones internacionales. Así, intentaba adquirir estatura, alejarse de la coyuntura y, quizás, buscaba también parecerse a quien fuera su gran adversario, el general De Gaulle. Nicolás Sarkozy atraviesa en estos momentos un momento político extremadamente delicado y, de hecho, ni siquiera tiene asegurado su paso a la segunda vuelta en las elecciones del 2012.

Es criticado con frecuencia por no saber encarnar la dignidad de su cargo, pues tiende a exponerse demasiado: Sarkozy está siempre en primera línea, y es innegable que eso no sólo le genera altos costos políticos, sino que también le impide tomar distancia, mirar de lejos. Un poco por todo esto, al presidente francés no le parece mala idea imitar a Mitterrand y tratar de recuperar protagonismo en la escena internacional: es una táctica que siempre paga. Así lo hizo en 2008, cuando ocupaba la presidencia de la Unión Europea y jugó un rol decisivo en la crisis que enfrentó a Rusia y Georgia, y así intenta hacerlo desde que ocupa la presidencia del G-20 y busca reformar el sistema financiero. Aunque hasta aquí las cosas no le han resultado demasiado bien, hay que reconocer que las últimas semanas le han brindado dos excelentes oportunidades para afirmar su presencia internacional, oportunidades que no demoró un segundo en tomar.

En un primer momento fue Libia, donde tras la inexplicable indiferencia de la Unión Europea por lo que pasaba al otro lado del Mediterráneo (indiferencia que prueba, una vez más, que dicha construcción supranacional puede ser bastante inútil para las cosas importantes), Sarkozy no dudó en asumir un liderazgo decidido, impulsar la intervención occidental y contribuir luego con los medios militares para concretarla.

El segundo caso se produjo hace pocos días, en medio del conflicto que vive Costa de Marfil, donde el presidente saliente Laurent Gbagbo se ha negado a reconocer el triunfo en las urnas de su contendor, Alassane Ouatarra. La situación estuvo paralizada durante meses, hasta que las fuerzas de Ouatarra comenzaron a imponerse. La guerra civil parecía inminente, pero la ONU, por iniciativa francesa, decidió intervenir para proteger a la población civil y forzar la salida de Gbagbo. Sin embargo, fueron los efectivos militares franceses quienes hicieron efectivo el cumplimiento de la resolución de la ONU.
Quizás no sea inútil recordar que Francia posee bases militares en Costa de Marfil, y en enero el mismo Sarkozy había descartado tajantemente cualquier posibilidad de intervención directa en los asuntos marfileños. La cuestión es especialmente sensible porque Francia ha mantenido durante decenios relaciones bastante promiscuas con Costa de Marfil (y con el mismo Gbagbo, y en verdad con todas sus antiguas colonias), y cualquier paso en falso puede revivir un sentimiento antifrancés que siempre está presente.

Pero el problema más amplio es que estas intervenciones, aunque justificadas desde el punto de vista humanitario, son altamente problemáticas. Es difícil determinar con precisión dónde termina la acción humanitaria y dónde empieza el neocolonialismo, si es que acaso no son lo mismo. Un ejemplo para ilustrar: en Costa de Marfil, los dos bandos han cometido crímenes gravísimos contra la población civil.

¿Por qué las fuerzas francesas e internacionales sólo protegen a los civiles en un solo sentido? Además, las intervenciones se realizan en países poco influyentes y contra líderes en retirada, pero una justicia que se aplica sólo a los más débiles se parece harto a la injusticia. Por otro lado, existe el riesgo de no encontrar un modo digno de retirarse, y el ejemplo de Libia (por no decir nada de Afganistán) parece encaminarse hacia allá: la situación está paralizada hace semanas, y la ambigüedad de la resolución de la ONU no permite hacer mucho más. Por último, no hay que olvidar que estas intervenciones suponen un costo elevadísimo, y no es seguro que las finanzas del Estado francés permitan seguirlo pagando por mucho tiempo (un solo ejemplo: en Libia, Francia ha lanzado once misiles Scalp, y cada uno de ellos vale un millón y medio de euros). Aunque es cierto que para Sarkozy nada de esto debe ser muy importante, son preguntas que cabría formular con mayor detención: el mundo actual entra en un período acelerado de cambios, que exige algo más que un puro activismo desprovisto de toda reflexión.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 8 de abril de 2011

Sin rumbo conocido

SPINOZA decía que los hombres son mucho más dados a la venganza que al perdón. Tiendo a estar en desacuerdo con dicha afirmación, pero debo admitir que los dirigentes oficialistas realizaron, durante semanas, conmovedores y meritorios esfuerzos por darle razón al filósofo holandés. Es cierto que, hacia el final, el instinto de sobrevivencia terminó primando, pero la farra costó cara.

Los partidos de la Coalición se encargaron de recordarnos que los cuchillos son parte indispensable del mobiliario de toda derecha que se precie de tal, y que ser gobierno los tiene sin cuidado cuando se trata de sus estrechos orgullos. Siguen predominando la mentalidad latifundista, según la cual nadie está dispuesto a recibir órdenes, y las viejas odiosidades parecen más vivas que nunca. No se entiende de otro modo el que parlamentarios oficialistas hayan estado dispuestos a apoyar una acusación constitucional que nunca tuvo el menor peso jurídico; ni tampoco que la UDI haya ejercido una presión rayana en el chantaje por mantener a la intendenta Van Rysselberghe en el cargo. Al final, ella tuvo que salir igual, y la Coalición -si acaso aún existe como tal- mostró todas sus debilidades. Y aunque es obvio que la ex alcaldesa tiene un talento bien singular para condensar sobre sí los conflictos, no se trata de un problema de personas: en este episodio, Van Rysselberghe fue mucho más síntoma que causa.

Por su lado, el gobierno no lo hizo mucho mejor. Al ceder en un primer momento al forcejeo de la UDI, cometió un grosero error de cálculo, mostró una sintonía casi nula con sus partidos y perdió durante semanas el control de la agenda. Como era esperable, ahora se nos anuncia por enésima vez la creación de mecanismos para evitar estos conflictos, pero uno puede permitirse cierto escepticismo. Nadie podría negar que en el oficialismo falta interlocución política, pero resulta iluso suponer que eso basta para superar dificultades que son estructurales y que tienen que ver con hábitos muy arraigados.

Esto nos retrotrae a una vieja discusión entre Sebastián Piñera y Andrés Allamand sobre el rol de los partidos políticos. Lo irónico de la situación es que el actual Presidente encarnó a la perfección, durante dos decenios, el paradigma del político de derecha que construye su carrera al margen de los partidos, hasta el punto de ignorarlos por completo en la conformación de su primer gabinete. Ahora, tarde, se da cuenta de los efectos desastrosos de un gobierno sin un soporte político sólido. Pero, ¿cómo podría el Presidente exigir hoy lo que ayer negó y pedir una disciplina a la que nunca se sometió? ¿Cómo podría hacerlo cuando todas sus actitudes confirman que lo suyo es una cuestión más personal que colectiva? No deja de ser sintomático que la reunión que buscaba institucionalizar a la Coalición se haya realizado en la casa del Presidente. Antes, sus grupos de trabajo habían sido bautizados con el nombre de su parque privado. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero vaya desafío que tiene el Mandatario si acaso quiere generar una cultura de coalición, pues tendría que partir negándose a sí mismo. Mientras eso no ocurra, nuestra derecha seguirá trenzándose en reyertas sin sentido y, de paso, le seguirá dando la razón a Spinoza.

Publicado en La Tercera el miércoles 6 de abril de 2010.