jueves, 30 de junio de 2011

Más que un accidente

LA PARADOJA del capitalismo, decía Schumpeter, consiste en lo siguiente: la alquimia mediante la cual los vicios privados se transforman en virtudes públicas exige el cumplimiento de dos condiciones difíciles de obtener en una sociedad de mercado. La primera condición es que los agentes económicos deben respetar la ley, y no sólo por razones instrumentales. La segunda es que la economía debe ser controlada por políticos, funcionarios, jueces y policías cuyo código de conducta no tiene nada que ver con el egoísmo.

Es importante tener en mente la paradoja descrita por Schumpeter a la hora de pensar lo ocurrido en La Polar. No se trata de negar las responsabilidades individuales amparándose en supuestas fallas estructurales: aquí cada cual deberá pagar por sus propias decisiones. Por lo demás, cada sistema es lo que sus integrantes quieren que sea, y no existe el modelo perfecto que permita ahorrarse dosis mínimas de virtud individual. Por eso, aunque es posible que la industria necesite más regulación (los chilenos nunca perderemos la fe en la regulación), sería bien ingenuo suponer que el problema central pasa por allí. Esto queda bastante claro si nos detenemos un instante a considerar cuántos actores fallaron, por acción u omisión, en este caso; y son muchos.

Porque si queremos comprender lo que ocurrió en La Polar, tenemos que preguntarnos seriamente si acaso estos escándalos son accidentales, o si no habría que decir más bien que están inscritos en la configuración misma del capitalismo liberal que hemos aplicado. Y la verdad es que no tiene nada de raro que algunos excedan la velocidad permitida cuando hay estímulos para ello. Al fin y al cabo, nuestro modelo tiende a exaltar el consumismo, la competencia descarnada y el éxito económico. Algunos incluso se han dado el lujo de tratar de convencernos de que la codicia es una virtud con resultados benéficos, olvidando que también puede tener otro tipo de secuelas. Así las cosas, el resultado no es muy difícil de prever: la ley pierde su valor intrínseco al mismo tiempo que la ética del funcionario tiende a desaparecer.

¿Significa esto que nuestro sistema está podrido y que el capitalismo ya no tiene vuelta? Por cierto que no: sería insensato desconocer cuánto ha cambiado nuestro país en los últimos 30 años. Pero ésa tampoco es razón para perder toda lucidez, y dejar de ver las tensiones inherentes al modelo y, al menos, intentar atenuarlas. El capitalismo puede producir efectos perversos, y no podemos hacer como si no existieran. Esto, a su vez, supone entender que el liberalismo económico sólo tiene sentido si reposa sobre bases culturales suficientemente sólidas, y que éstas no surgen por generación espontánea. Por eso es tan importante cuidar esas bases: sin ellas, la sociedad capitalista se parece más a una selva que a un lugar que permita el despliegue efectivo de las posibilidades humanas. Por lo mismo, es extraño el empeño que pone parte de la izquierda en destruir todo tipo de bienes culturales y morales, pues liberan así la peor lógica capitalista y permiten que el mercado invada todas las áreas de la vida común: porque olvidan a Schumpeter, trabajan para Milton Friedman. Y en ese contexto, el engaño de La Polar tiene poco de accidental.

Publicado en La Tercera el miércoles 29 de junio de 2011

Esa bendita igualdad

"El matrimonio es, en su principio y como institución, la unión de un hombre y una mujer". La frase pertenece al ex primer ministro francés Lionel Jospin, en cuyo gobierno se otorgó reconocimiento jurídico a las parejas del mismo sexo mediante la institución del pacto civil de solidaridad.

Sin embargo, hace ya varios años Jospin es minoritario en su propio partido. De hecho, los socialistas decidieron pasar a la ofensiva en este tema luego de que el Consejo Constitucional, frente a un recurso presentado por una pareja homosexual, declarara que la definición del vínculo conyugal es de competencia legislativa. Ni corto ni perezoso, el Partido Socialista presentó entonces una moción para abrir el matrimonio. Y aunque, por prudencia, no incluyó la adopción de hijos en el proyecto, la derecha se opuso arguyendo que es sólo el primer paso en esa dirección. El pasado 14 de junio la proposición fue votada, y rechazada sin sorpresa, pues la derecha cuenta con mayoría parlamentaria.

Pero los socialistas pretenden insistir, y prometen hacer de este tema uno de los ejes de la campaña presidencial que se avecina. Nada de raro, considerando que la discusión logró incomodar a una derecha que no fundamentó bien su posición y debió enfrentar divisiones internas. Esto se explica porque la derecha francesa ha ido perdiendo convicción en sus propias convicciones, y por eso no sabe muy bien cómo defender las que, se supone, son sus ideas. En estas discusiones, la derecha suele estar a la defensiva, sin lograr articular respuestas convincentes, y al final se deja arrastrar por el movimiento de la historia. Porque si algo deja en evidencia la discusión en torno al matrimonio homosexual es la irresistible dinámica de la igualdad. Nadie percibió ni describió mejor esta dinámica, en sus miserias y en sus grandezas, que Alexis de Tocqueville. Los pueblos modernos, decía Tocqueville, sienten por la igualdad un amor "insaciable, eterno e invencible"; amor que los vuelve ciegos y sordos a cualquier consideración ajena al progreso de la igualdad. Y es justamente esa pasión la que permite explicar ese curioso fenómeno por el cual los partidarios del matrimonio homosexual suelen abstenerse de argumentar, pues consideran que la afirmación de la igualdad basta y sobra. Los socialistas galos captaron bien ese movimiento y, aunque está lejos de ser un camino exento de riesgos, saben que aquí pueden cercar a la derecha, olvidando de paso la opinión de Jospin. Un poco por lo mismo, todo indica que tarde o temprano Francia tendrá no sólo matrimonio homosexual sino también eso que los franceses llaman la "homoparentalidad".

El proceso tiene, eso sí, un bemol difícil de soslayar. Se trata de lo siguiente: cuando se introduce una disyunción en la noción tradicional de matrimonio, esto es, cuando se separa de la capacidad de engendrar, no sólo se abandona la idea de que el matrimonio es entre un hombre y una mujer, sino que también se abandona la idea de que el matrimonio es de a dos. Esa modificación obligaría, tarde o temprano, a considerar el problema de la poligamia. La cuestión puede sonar excéntrica para nuestros oídos, pero no lo es en Francia, donde dicha práctica existe entre los musulmanes de modo más o menos oculto. Es, desde luego, un problema más que explosivo, en el que se juegan cuestiones culturales muy hondas, cuestiones que tienen tanta o más importancia que la consideración abstracta de los derechos individuales.

Publicado en Qué Pasa el viernes 24 de junio de 2011

El golpe de Pablo Longueira

EL GOLPE perpetrado por Pablo Longueira en el consejo de la UDI (¿cómo calificar de otro modo la renuncia de vicepresidentes elegidos para reemplazarlos por los notables de siempre?) es la enésima muestra de fastidio hacia un gobierno que muestra un manejo político, cuando menos, deficiente.

En algunos sentidos, es difícil no encontrarle razón a la queja gremialista. El déficit de la actual administración en gestión política es bien evidente, y se está pagando cada día más caro. Podrá parecer una anécdota, pero el hecho de que el Presidente evoque, aunque sea en broma, su eventual reelección, es un signo inequívoco de cierta desorientación. El almuerzo con los presidentes de la Concertación buscaba suavizar las relaciones con la oposición, pero logró el objetivo exactamente contrario. Para peor, nada de esto es casualidad ni se corrige con simples arengas: si el gobierno está en una situación delicada, es porque, a pesar de sus aciertos, carece de ideario. Ni siquiera muestra demasiada convicción por sus convicciones, y por eso todos se sienten con el legítimo derecho de presionar públicamente por los más diversos temas y en los más diversos sentidos. No habiendo hoja de ruta ni acuerdos mínimos, siempre hay expectativas de obtener algo con un poco de forcejeo, y eso la UDI lo captó muy bien, acaso demasiado.

No obstante, es menester decir que el gremialismo tiene una cuota importante de responsabilidad, pues parece mucho más preocupado de sus intereses particulares que de formar parte de un gobierno exitoso. Aún no comprende (y me temo que ya es tarde) que ser oficialista supone responsabilidades. Hasta donde yo sé, la UDI no entró al gobierno obligada y debería asumir las consecuencias de sus decisiones. Ante cada crisis, se repite el mismo (aburrido) libreto: defensa de los amigos, críticas a Rodrigo Hinzpeter, y amenaza de regreso de Pablo Longueira. Y el problema pasa, en buena medida, por los estados de ánimo del mismo Longueira: él ungió a Coloma como presidente cuando era obvio que se necesitaba otro perfil; él vive anunciando su retiro como si en política los liderazgos pudieran ejercerse sin proyección en el tiempo; él, en fin, quiere tomar las riendas sin asumirlas del todo. Esta constante involución de la UDI hacia la figura de Longueira y hacia un supuesto espíritu interno cuasi esotérico es un síntoma de enfermedad que debería preocupar más que exaltar a sus militantes: la coherencia doctrinaria no tiene por qué tener ese precio.

Ahora bien, este golpe no implica ningún cambio real, fuera de seguir tensando las relaciones, pues el problema de fondo tiene que ver con la ausencia de una cultura común que vaya más allá de la persona de Andrés Chadwick. Los espacios comunes no se improvisan, y ni el senador Longueira ni el Presidente Piñera han estado nunca interesados en algo semejante. El primero lidera un exitoso proyecto colectivo que vive cerrado sobre sí mismo, mientras el segundo construyó toda su trayectoria desde el individualismo. Por eso se da esa curiosa situación en la que prefieren hundirse juntos antes que ceder a las exigencias del otro. Así las cosas, no hay indicios de que el escenario vaya variar un milímetro en lo esencial. Y ésa si que es, para todos, una mala noticia.

Publicado en La Tercera el miércoles 15 de junio de 2011.

domingo, 12 de junio de 2011

AVC y matrimonio

Hoy, en El Mercurio, Harald Beyer y Álvaro Fischer publican una saludable columna sobre la discusión en torno a la regulación de parejas homosexuales, que lleva por título ¿Matrimonio civil o AVC para los homosexuales?. Digo saludable porque, aunque no estoy de acuerdo con lo que sostiene, tiene la capacidad de poner las cartas sobre la mesa y asumir las consecuencias de sus puntos de vista, sin embolinar la perdiz con argumentos especiosos.

El primer mérito de la columna es reconocer la inutilidad del AVC para parejas heterosexuales: habiendo matrimonio y divorcio, se entiende mal cuál es el interés de crear una nueva forma jurídica que, guste o no, debilita al matrimonio. El AVC no es un buen instrumento para los heterosexuales, y los impulsores de la agenda “progresista” rara vez han tenido la honestidad intelectual de admitirlo (Lucas Sierra había sido otra notable excepción en este sentido). Naturalmente, esto lleva a preguntarse por la legitimidad del matrimonio homosexual, puesto que un AVC “cerrado” para parejas del mismo sexo carece de sentido si se busca reconocer cierta dignidad, más que regular cuestiones patrimoniales. Con toda lógica entonces, Beyer y Fischer afirman que el matrimonio debería ser abierto a todas las parejas, sean estas heterosexuales u homosexuales: es el único modo de igualar realmente ambas relaciones.

Todo esto suena sensato y tiene cierta lógica interna. Sin embargo, hay dos cuestiones que la columna de Beyer y Fischer no tratan (seguramente por razones de espacio), pero que son indispensables para deliberar una cuestión de este calibre. En primer término, los autores se dicen favorables a la apertura del matrimonio, pero no dicen una palabra sobre si eso conlleva o no la posibilidad de adoptar hijos. La lógica indicaría que sí: si el objetivo es igualar derechos, el matrimonio no debería implicar discriminaciones de ningún tipo (la dinámica de la igualdad, decía Tocqueville, no descansa hasta llegar hasta sus últimas consecuencias). Se trata de un problema sumamente delicado y, en cualquier caso, no deberíamos discutirlo con el lenguaje de los derechos, pues los niños no son, bajo ningún respecto, instrumentos para satisfacer derechos individuales. Lo que hay que preguntarse entonces es si creemos que la alteridad sexual es necesaria en la formación de los menores, o si se trata más bien de algo indiferente. La pregunta aquí es antropológica, y en ella no cabe esa ilusión liberal de la neutralidad. En todo caso, lo único claro es que no podemos pretender discutir matrimonio homosexual sin detenernos en este problema.

La segunda cuestión que echo de menos en la argumentación de Beyer y Fischer es un esfuerzo por definir (o redefinir) el matrimonio. Si queremos introducir un cambio tan profundo, me parece que no podemos ahorrarnos ese trabajo. La noción tradicional puede parecer discutible, o deficiente; pero es muy fácil criticarla sin proponer una alternativa ¿Qué es el matrimonio, qué queremos que sea el matrimonio? Es cierto que las definiciones pueden cambiar, pero deben tener alguna consistencia mínima si no queremos que sean completamente inútiles. ¿Se trata de una relación de amor reconocida por el Estado? Suena bonito, pero hay muchas relaciones de amor que el Estado no reconoce ni tiene por qué hacerlo, como la amistad o mi amor por mi abuelita. ¿Habría que decir entonces que es una relación de amor con una carga erótica? Suena mejor, pero ¿desde cuando el erotismo es fuente de derechos?, ¿supondría eso que el Estado tendría que verificar la realidad de ese erotismo para evitar fraudes? (todo esto puede sonar descabellado, pero ha ocurrido en otros países). Tengo un buen amigo que tiene excelentes relaciones eróticas (eso dice al menos) de a tres, ¿también deberíamos permitirles casarse a mi amigo y sus amigas?, ¿y adoptar niños?, ¿por qué limitarlo a dos?, ¿y en caso de familiares directos?

Perdón si ofendo almas sensibles y conservadoras con este tipo de preguntas pero, aunque parezcan absurdas (y en alguna medida lo son), me parecen indispensables para intentar definir qué entendemos por matrimonio y hasta dónde estamos dispuestos a llegar. Sólo así podremos estar seguros de no discriminar a nadie. De lo contrario, estaremos simplemente siguiendo la moda, y es al menos dudoso que la moda sea el mejor criterio en este tipo de materias.

Publicado en El Post (con una discusión muy interesante en los comentarios) el viernes 10 de junio de 2011

miércoles, 1 de junio de 2011

Cuchillos de Delfos

Podría decirse que el AVC, esa idea que ayer parecía vanguardista y hoy parece añeja, tiene el mismo problema que el cuchillo de Delfos: en principio busca cumplir varias funciones, pero por lo mismo no hace nada bien. Y es que el AVC intenta normar al mismo tiempo dos realidades distintas por su naturaleza.

En cuanto a las uniones heterosexuales, nadie ha podido explicar por qué sería necesario este proyecto si se trata de parejas que, libremente, han decidido no formalizar su relación. Además, el AVC no hace otra cosa que institucionalizar la precariedad, y es al menos dudoso que las familias chilenas necesiten señales en ese sentido. En lo que concierne a parejas del mismo sexo, el sentido del AVC depende de los objetivos perseguidos. Si se busca regular aspectos patrimoniales, no es una norma indispensable. Ahora bien, todo indica que el AVC busca también otorgar cierto reconocimiento social a las uniones homosexuales. Y por aquí el proyecto corre el serio riesgo de naufragar, pues sus supuestos beneficiarios lo consideran abiertamente insuficiente. Porque, en efecto, una vez aceptado el principio, no hay ningún motivo para quedarse en el AVC, y eso explica la tierna frivolidad de los autores de la moción.

La discusión que se abre entonces, inevitablemente, es la del vínculo conyugal entre personas del mismo sexo. Desde luego, si acaso queremos tener un diálogo y no un festival de imprecaciones mutuas, hay requisitos ineludibles. Propongo, por ejemplo, argumentar más que (des)calificar (sugerencia metódica Nº 1: no use la palabra "homofóbico"). Por otro lado, haríamos bien en tomarnos en serio los argumentos contrarios antes de descartarlos a priori (sugerencia metódica Nº 2: nunca olvide que el matrimonio heterosexual no es un invento cristiano, por lo que su fundamento no es religioso).

En lo que atañe al fondo, la duda que suele formularse es: ¿qué motivos justifican la exclusión del matrimonio en función de la orientación sexual? Aunque la pregunta suena razonable, lleva implícita su respuesta y por eso es un poco tautológica: así es muy fácil ganar. Lo que la pregunta pierde de vista es que el matrimonio no es una institución cuyo fin sea la garantía de derechos individuales. Tampoco busca regular estados afectivos ni asegurar reconocimiento social: el matrimonio no es un cuchillo de Delfos. Pensar la familia como el lugar para, a imagen y semejanza del mercado, convertir nuestros deseos en derechos (¡ah, esa ensoñación moderna!) importa ignorar sus fundamentos. Estos pueden cambiarse, pero cabe una reflexión, pues se trata de una de las articulaciones mayores de nuestro mundo. Hay que despojarse de las emociones para medir bien el gesto y sus consecuencias que, paradójicamente, poco tienen que ver con los homosexuales. Por cierto, esto exige comprender las razones por las que el matrimonio es, hasta ahora, heterosexual. El progresista quiere derribar todas las barreras que encuentra en su camino, y yo le diría: derríbelas si quiere, pero con una condición: pregúntese antes por qué alguien puso esa barrera en ese lugar, sin suponer que ese alguien era un perfecto idiota. De lo contrario, como decía Chesterton, el progresista no sabe lo que hace, porque no sabe lo que deshace.

Publicado en La Tercera el miércoles 1º de junio de 2011