miércoles, 27 de julio de 2011

La tragedia noruega

Pocos días antes de perpetrar el crimen, Anders Behring Breivik posteó un único mensaje en su cuenta de twitter: "una persona con una convicción tiene tanta fuerza como cien mil que sólo tienen intereses". La frase es del filósofo liberal John Stuart Mill, y Breivik se la quiso tomar en serio el viernes pasado, cuando puso una bomba en el centro de Oslo y luego asesinó a mansalva a decenas de jóvenes en un campamento del Partido Laborista, con el fin de purificar su país. El mundo quedó estupefacto, pues Noruega es admirada en todo el globo por su modelo político, económico y cultural. ¿Cómo explicar que hechos así puedan suceder en una sociedad que ha alcanzado tal nivel de desarrollo? ¿Cómo entender que una nación próspera y estable pueda ser víctima de un fanatismo tan frío, ciego e implacable?

Cabe recordar que Breivik había militado en un grupo de extrema derecha y, de hecho, dejó una especie de testamento que no permite dudar de sus afinidades ideológicas. El hombre mezcla en sus escritos una xenofobia bien primaria con las más disparatadas teorías de la conspiración. Todo esto envuelto en una delirante construcción imaginaria, en la que Europa está enfrentando una guerra que durará varios decenios, y donde él mismo desempeña un rol crucial. El viernes fue simplemente el día en que la realidad se cruzó con la ficción.

Con estos antecedentes a la vista, no es raro que la primera reacción del mundo bien pensante haya sido la de culpar de los hechos al discurso de extrema derecha o a un supuesto fundamentalismo cristiano. Ni los masones se salvaron, pues el asesino también pertenecía a una logia. Sin embargo, todo esto es un poco simplista: antes de repartir culpas inciertas -muchas veces de modo absurdo- es necesario realizar un mínimo esfuerzo de comprensión y en esto no hay atajos. No se trata de exculpar al criminal: él es responsable de sus actos y deberá responder por ellos. Pero a la hora de desentrañar las causas profundas de lo ocurrido, no hay que apurarse tanto en buscar responsables, pues se corre el riesgo de caer en actitudes maniqueas. En éstas, el mal queda necesariamente fuera de quien acusa y grabado a fuego en el acusado: el mal son siempre los otros (Sartre). No obstante, hay que recordar una evidencia: Breivik, como Eichmann y tantos más, pertenece a la misma especie que todos nosotros. Es indispensable buscar las causas que lo llevaron a cometer un crimen de esa naturaleza, y es indispensable también rebatir racionalmente el discurso que sustentó su acción, si es que lo hay. Pero con el mismo cuidado hay que intentar descifrar el misterio implícito en aquella paradójica frase de Mill (¿cómo se defiende a sí misma una tolerancia puramente formal y sin contenido?). Con el mismo cuidado, hay que admitir que el mal es inherente a nuestra condición y que no hay sociedad que pueda eximirse de esa dimensión de lo humano, por más avanzada que sea: el progresismo, entendido en su sentido profundo toca aquí uno de sus límites. Una de las enseñanzas que deja la tragedia noruega es una lección de humildad: somos precarios y nuestras posibilidades son limitadas. Para peor, el paraíso terrenal no existe. Ni siquiera en Noruega.

Publicado en La Tercera el miércoles 28 de julio de 2011

No-preguntas a un no-gobierno

¿Qué significa un acuerdo de convivencia no matrimonial (ACNM) que no modifica el estado civil pero que no pueden contraer quienes ya están casados? ¿Qué entiende el gobierno por estado civil? ¿Qué valor y qué estabilidad puede tener un contrato que puede romperse mediante mera manifestación de voluntad de una de las partes? ¿Por qué calcar las inhabilidades del matrimonio si es un no-matrimonio? ¿Por qué, si se busca resguardar los derechos generados en una convivencia, se excluye de dicha posibilidad a los parientes directos? ¿Por qué no podría tener derechos el hijo que cuida al padre hasta el fin de su vida, o los hermanos que se acompañan hasta la muerte? ¿O debemos deducir que el gobierno no cree que esas relaciones puedan ser afectivas? ¿Cuál sería el fundamento filosófico, la teoría de la afectividad, subyacente en una distinción de ese tipo? ¿Habrá alguien capaz de explicarlo con peras y manzanas? ¿Qué otro tipo de relaciones humanas piensa el gobierno que deben ser validadas ante notario? ¿Por qué un gobierno que prometió fortalecer a la familia crea una institución que terminará debilitándola, como admiten los liberales serios? ¿O bien el Ejecutivo cree que la precariedad jurídica es una solución adecuada para los cientos de miles de chilenos que conviven? Si es así, ¿dónde están las encuestas y los datos que muestren que quienes no se casan sí querrán suscribir un ACNM? ¿Es esta propuesta fruto de un estudio serio sobre la realidad de la familia chilena? ¿O es pura frivolidad? ¿Vamos a modificar el derecho de familia confiando en que las intuiciones del ex senador Allamand sean, por una vez, las correctas? ¿O cometeremos el contrasentido de normar la familia en función de derechos individuales, siguiendo esa costumbre burguesa que tanto irritaba a Marx? Si el gobierno considera que debe reconocerse la dignidad de las uniones entre personas del mismo sexo, ¿por qué no muestra un poco más de coherencia intelectual y acepta que, según sus propias premisas, no hay ninguna razón para no abrir el matrimonio? ¿Por qué no aceptar que, más que otorgar dignidad, se está creando una institución de segunda clase? ¿O debemos inferir que ése es justamente el concepto de dignidad que maneja el piñerismo? O aún más simple: ¿no estamos frente a una manifestación más de un gobierno sin brújula y sin horizonte? ¿No es acaso lógico seguir a la masa cuando se carece de ideas? ¿O no habría que decir más bien que el gobierno padece de una especie de cobardía moral, que le impide decir lo que piensa en voz alta? ¿Y que por eso termina buscando soluciones intermedias incluso allí donde no existen? ¿No es revelador que el gobierno tenga que bautizar con un no-nombre a un matrimonio no-matrimonial? ¿No saber nombrar las cosas no es acaso signo inequívoco de ausencia de reflexión? ¿Y por qué extrañarse tanto si se trata del mismo gobierno que en 15 meses nunca ha sido capaz de controlar la agenda por más de 20 minutos, al que se lo comen las movilizaciones, los ambientalistas, los estudiantes y cualquier consigna gastada que alguien se dé el trabajo de rayar en un muro? ¿Y cuánto me dijo que faltaba para que se acabe este no-gobierno?

Publicado en La Tercera el miércoles 14 de julio de 2011

viernes, 8 de julio de 2011

Kundera

En aquellos tiempos, solía frecuentar la escuela de ingeniería comercial de la gloriosa Universidad de Valparaíso. Conservo de la vieja casona de calle La Paz los mejores recuerdos, pues allí hice grandes amigos y nunca nos faltó la cerveza helada. Sin embargo yo vivía un poco preso de la angustia que me provocaba la idea de tener que dedicarle mi vida a cosas como el marketing o la contabilidad de costos. Nada personal contra esas nobles disciplinas, simplemente sentía que lo mío no iba por ahí. En uno de esos días confusos, por allá por 1996, o quizás 1997, tuve uno de esos encuentros difíciles de olvidar. Creo que era sábado, estoy seguro que el frío era invernal, cuando encontré en casa de mi papá La insoportable levedad del ser, en la colección Andanzas de Tusquets.

Lo comencé a mirar, más por ganas de matar el tedio sabatino que por un interés demasiado genuino, y confieso que el título me dio algo de modorra. En aquellos tiempos yo estaba más o menos convencido que Sobre héroes y tumbas era algo así como la cumbre de la literatura occidental y, por lo mismo, sólo leía novela latinoamericana. A Kundera no le debe haber tomado más de un minuto terminar con todos mis prejuicios: recuerdo bien la impresión que me produjeron las primeras líneas, ésas sobre Nietzsche y el eterno retorno. Tomé el libro, no sin antes prometer devolvérselo a mi padre (promesa que por cierto nunca cumplí ni cumpliré. Gracias, Papá), y partí con el presentimiento de llevarme bajo el brazo algo importante, algo realmente importante. Y no me equivoqué: la historia de Tomás y Teresa me quedó grabada un poco como la misma Teresa se había inscrito en la memoria poética de Tomás. La insoportable levedad del ser me abrió mundos insospechados y, de paso, me ayudó a encontrar salidas a mis laberintos. Luego, con hambre adolescente, fui leyendo todas sus novelas. Digamos que le debo a Kundera buena parte de mi educación sentimental.

Esos encuentros son raros, casi diría que únicos: en mi panteón personal Kundera está muy arriba, y por muchas razones. Supongo que el único placer comparable al de leer un buen libro es el de leerlo de nuevo, porque el sabor del reencuentro permite evocar la experiencia primigenia. Algo de eso me ha ocurrido con Kundera, pues he tenido el privilegio de volver a recorrer sus textos en la edición definitiva de su Obra —y vaya que han envejecido bien sus libros. Hace poco el novelista checo recibió una de las más altas consagraciones a la que puede aspirar un escritor: ser publicado en la colección La Pléiade de Gallimard. Se trata de una de las ediciones más prestigiosas del mundo, y Kundera es uno de los pocos que ha entrado al catálogo estando vivo (ese exclusivo club lo integran quince personas, entre las que se cuentan Gide, Malraux, Ionesco y Yourcenar).

Con todo, Kundera no se quedó tranquilo con el reconocimiento que supone ser publicado en La Pléiade, sino que obtuvo algo tanto o más relevante: imponer sus propios criterios estéticos en la edición definitiva de su Obra, que estuvo a cargo de François Ricard. Y digo bien Obra, y no Obras ni Obras completas porque ése es el título que llevan los dos tomos de la edición. Hace ya varios años, en Los testamentos traicionados, Kundera había erigido la voluntad del autor como criterio absoluto para determinar el contenido de una obra literaria. Eso explica que textos importantes estén ausentes en esta edición, como los teatros y dramaturgias de su juventud, o el discurso que dio en 1968 frente a la Unión de escritores checoslovacos, o ese artículo que tanto contribuyó en los años ochenta a la comprensión de lo que ocurría al otro lado de la cortina de hierro (Un occidente secuestrado o la tragedia de Europa central). La edición de su Obra sólo incluye lo que él considera que posee valor literario perenne: nueve novelas, cuatro ensayos y una variación inspirada en Diderot. Todo está naturalmente en francés, pues hace tiempo que el checo escribe en ese idioma, y hace años también que revisó exhaustivamente las traducciones francesas de sus textos. Kundera es un extraño caso de escritor que cambia de lengua cuando su carrera ya está muy avanzada, y con éxito.

Pero eso no es todo: el novelista checo también logró torcerle la mano a esa odiosa costumbre que tenemos los universitarios de hacer uso y abuso de las notas a pie de página. La edición no tiene ninguna anotación porque, en el mundo de Kundera, una novela debe necesariamente explicarse por sí misma. La novela, dice el autor de La identidad, debe contener la información necesaria para ser comprendida, y toda explicación extrínseca —por más erudita que sea— no puede sino perjudicar su carácter propiamente literario. Por eso no hay tampoco indicaciones biográficas del autor: Kundera es un convencido de que la novela no tiene que deberle nada a la vida de quien la escribió, y de allí su distancia con toda literatura colindante con la autobiografía. El checo no da entrevistas, pues no cree que los detalles de su vida formen parte de su obra. El arte de la lectura de Kundera se parece un poco al de Leo Strauss: el principal contexto de los libros es el texto mismo, y un libro de valor no puede reducirse a cuestiones circunstanciales.

Hay aquí una paradoja curiosa, que tiene que ver con lo siguiente. La novela por la que Kundera accedió a la fama fue La broma, cuya publicación en Francia coincidió con la primavera de Praga. El texto fue prologado por Aragon, quien escogió la ocasión para desmarcarse por primera vez de la ortodoxia comunista. Todo esto contribuyó a que La Broma, y también sus entregas posteriores, fuera leída como el texto de un disidente. No obstante, para Kundera el ejercicio de la literatura es radicalmente incompatible con la asunción de una postura política, y el checo luchó muchos años contra ese modo de leer sus libros. Es obvio que en sus textos hay una crítica severa al poder comunista, pero eso siempre es lateral. Un libro circunstancial, un libro de tesis no puede, a sus ojos, ser verdadera literatura: el checo no sólo desprecia a Orwell (todo lo que dice Orwell, dice Kundera, podría haber sido dicho, y mejor, en un panfleto), sino también a Camus y Solzhenitsyn.

En muchos sentidos, la obra de Kundera representa el despliegue final de lo que él mismo llama la tradición de la novela centroeuropea (Kafka, Broch, Musil y Gombrowicz: aunque sólo fuera porque permite descubrirlos, ya vale la pena leer al checo) que es, a su vez, heredera directa de Sterne y Diderot. Y es que en el autor de La despedida, contrariamente a la novela decimonónica, no hay una aspiración a la verosimilitud, y la idea no es convencer al lector de la ocurrencia efectiva de los hechos narrados. Eso le permite liberar un enorme horizonte de recursos literarios, pues el narrador puede intervenir, tomar partido y también alejarse de la historia. Kundera busca una nueva forma de hacer novela, que no sea esclava de lo que llama la unidad de la acción. De hecho, en La inmortalidad nos dice que está escribiendo un libro cuya adaptación cinematográfica sea imposible, porque el desarrollo no tiene nada de lineal: ¿cómo podría hacerse una película de La inmortalidad? Lo importante no es tanto el desenlace de la historia como el transcurso; y por eso una buena novela no puede ser resumida ni transcrita en otro formato: Kundera quedó profundamente decepcionado con la experiencia de la cinta basada en La insoportable levedad del ser. El checo se siente libre de las estructuras clásicas, y allí reside la plasticidad de su arte, que se mueve con toda libertad en el tiempo y en el espacio y que va multiplicando los puntos de vista, pues el objetivo es iluminar desde distintas perspectivas una determinada situación humana (por ejemplo: el capítulo 6 de La vida está en otra parte). Para lograrlo, Kundera usa dos registros inspirados en la música: la sonata (que corresponde a sus novelas escritas en checo) y la fuga (las escritas en francés). Kundera explica todo esto en sus ensayos dedicados al arte de la novela, que son como una especie de taller del escritor: impagable testimonio para todos quienes llevamos dentro un novelista frustrado.

Por cierto, la innovación de Kundera no es sólo formal. Es cierto que la forma no está al servicio de un mensaje, pero sí está asociada a una posición, la posición del novelista. Dicha posición es fundamentalmente irónica. El novelista observa siempre con cierta distancia las múltiples dimensiones de la realidad humana. El objetivo de la novela kunderiana no es darnos tesis hechas sino explorar la fragilidad de la condición humana. Para lograrlo, la novela genera situaciones existenciales que van revelando la ambigüedad de lo humano (por ejemplo: la frustrada venganza de Ludvik en La broma). Las circunstancias son siempre marginales, y en Kundera los motivos históricos (por ejemplo: el exilio) son siempre pretextos para introducir temas existenciales (por ejemplo: el peso y la levedad). La novela kunderiana es un género interrogativo, que hace muchas preguntas pero que casi no da respuestas. La novela, dice, busca conocer y revelar posibilidades humanas que permanecían ocultas; la novela, dice, descubre lo que está escondido en cada uno de nosotros. Por eso Kundera percibe de modo tan lúcido las trampas inherentes en todo progresismo, todo militantismo y todo lirismo: actitudes llenas de certezas —y acaso de buenas intenciones— pero que inevitablemente se topan con la complejidad de lo humano. No es que Kundera se abstenga de todo juicio de valor, y el checo ejerce como nadie el oficio de disecar las debilidades de nuestro mundo (por ejemplo: el totalitarismo implícito en la hipermediatización). Sin embargo, lo hace siempre con un humor escéptico y con una mirada que también es escéptica sobre sí misma, pues el problema humano es siempre más fuerte y más rebelde que nuestras ganas de resolverlo. En ese sentido, puede decirse que la novela kunderiana es una novela propiamente socrática, no porque contenga tesis filosóficas (cuestión que Kundera rechaza formalmente), sino porque intenta recuperar la conciencia de cuán ignorantes somos respecto de nosotros mismos. Y si el arte de la novela tiene algún sentido, es justamente lograr —gracias a tipos como Milan Kundera— que esa ignorancia sea menos trágica.

Publicado en El Post el viernes 8 de julio

La mala fama

Unas dos semanas antes de su detención en Nueva York, Dominique Strauss-Kahn sostuvo varios encuentros con periodistas en el marco de su inminente candidatura presidencial. En uno de ellos, Strauss-Kahn explicitó los tres flancos que la derecha intentaría explotar: su condición de judío, su dinero y su gusto por las mujeres. El hombre incluso imaginó un escenario: nada más simple, aseveró, que pagarle a una mujer para que me acuse de haberla violado en un estacionamiento. El temor ya lo acechaba, como quien presiente que camina sobre un terreno minado.

Y, en efecto, pocos días después, Dominique Strauss-Kahn fue detenido en Nueva York, y en ese instante se hundieron su vida, sus sueños y todas sus certezas. Uno de los hombres más poderosos del mundo se transformó en un paria, en la peor versión del machismo y en la encarnación del poder del dinero y de la elite globalizada. Sin embargo -miserias y grandezas del sistema judicial de los Estados Unidos-, el cuadro tuvo uno de esos vuelcos cinematográficos, pues la credibilidad de la presunta víctima se vino abajo por declaraciones contradictorias. Alguien podría objetar que una persona poco amiga de la verdad puede perfectamente ser víctima de una violación, y es cierto. No obstante, es obvio que la tarea de convencer a un jurado sobre la base de un testimonio débil es titánica, más aún en un caso que tiende necesariamente a ser de palabra contra palabra. Por lo mismo, es muy probable que el procurador Vance desista en los próximos días de ir a un proceso, y DSK podrá entonces recuperar su pasaporte y su libertad.

¿Significa esto que Strauss-Kahn podrá regresar a Francia como si nada hubiera ocurrido, y recuperar en unos días las posiciones perdidas? Nada es más improbable. Y aunque ni el diablo sabe cómo reaccionará la opinión pública, y no se puede descartar del todo un efecto péndulo que lo favorezca, este caso es un buen ejemplo de cómo puede destruirse la reputación de alguien que está en el suelo. ¿Cuántos políticos, cuántos personajes públicos podrían resistir una prueba de ese tipo? Las palabras se liberaron, y muchos se sintieron libres de decir todo lo que antes decían entre líneas o callaban. Por un lado, su vida personal y sexual fue expuesta en la plaza pública: lo menos que se dijo fue que es un sexómano altamente peligroso. En ese contexto, ni siquiera es llamativa la aparición de una periodista que dice haber sido agredida por el ex director del FMI en 2003. Por otro lado, el episodio dejó en evidencia que los Strauss-Kahn no tienen precisamente problemas de dinero. Esto podrá importarle poco al mundo, pero es un pecado grave en el singular mundo de la izquierda francesa, que mira con desprecio todo lo que huela a ostentación.

Strauss-Kahn se quedó además sin soldados, pues los que eran sus aliados jugaron sus propias fichas mientras él estaba encerrado: en política es imposible detener el tiempo, y los duelos suelen durar poco. Martine Aubry -la primera secretaria de la tienda socialista que había prometido apoyar a DSK- lanzó su propia candidatura, y ya dijo que no daría un paso al costado; e incluso sus delfines más cercanos negociaron posiciones en otros equipos. Por eso, si acaso quisiera participar en las primarias de octubre, su partido volvería a convertirse en un lindo gallinero.

Por último, y aunque los políticos son animales muy singulares, supongo que Strauss-Kahn necesita también un tiempo de reconstrucción personal que no coincide necesariamente con los tiempos políticos.

Es innegable que todo esto puede resultar injusto si acaso Dominique Strauss-Kahn es inocente: un procurador seguro de tener entre sus manos el caso de su vida no debería poder destruirle la vida a alguien con tanta facilidad. Por cierto, todavía quedan algunos viudos febriles que agitan la tesis de la conspiración (que Sofitel pertenece a una cadena francesa cercana a Sarkozy, que la CIA y la KGB). Empero, la verdad es que si conspiración hubo, fue de DSK contra sí mismo. En el mejor de los casos, el ex director del FMI tuvo una relación sexual consentida con la cuestionada Naffisatou Diallo. Sin hacer el menor juicio moral, es evidente que Dominique Strauss-Kahn cometió una imprudencia de proporciones al exponerse así. Un poco como si él mismo hubiera querido ser su propio victimario, y cumplir así su propia profecía.

Publicado en Qué Pasa el viernes 8 de julio de 2011