domingo, 1 de abril de 2012

Un atentado en la campaña

El lunes recién pasado, el consejo constitucional francés dio a conocer los nombres de los diez candidatos autorizados a concurrir a la próxima elección presidencial, en lo que debía señalar el inicio de la campaña. Sin embargo, este lunes fue diferente. En la mañana, un profesor, sus dos hijos y otro niño fueron asesinados en una escuela judía en Toulouse. El victimario perpetró el acto con una frialdad asombrosa: cambió de arma cuando la primera no funcionó, y luego partió como si nada en scooter. Este último dato permitió vincular el caso con otros crímenes recientes: tres militares -dos de origen norafricano, otro de origen antillés- habían sido abatidos hace pocos días en Montauban, al norte de Toulouse. ¿Qué motivación común puede esconderse tras la elección de esas víctimas? ¿Estamos frente a alguien cargado de odio hacia los judíos, hacia los militares, hacia los extranjeros? ¿O todas las anteriores?

Naturalmente, todos los medios fueron desplegados para intentar dar con el asesino. Al momento de escribir estas líneas, los servicios de seguridad tienen cercado al principal sospechoso, un cercano a movimientos islamistas y que había estado hace no mucho en Pakistán. Sería apresurado deducir cualquier conclusión a partir de los datos disponibles, pero es obvio que todos los discursos pueden intentar recuperar para sí el asunto. Es cierto que los candidatos han guardado, en general, un tono respetuoso -varios incluso suspendieron sus actividades-, pero nadie duda de que lo sucedido en Toulouse marcará un punto de inflexión. De hecho, en marzo de 2002, un análogo movió el eje de la campaña hacia los temas de seguridad, y ése fue el inicio del fin de la vida política de Lionel Jospin.

Por de pronto, el candidato centrista François Bayrou se permitió criticar veladamente a Nicolas Sarkozy el mismo lunes: según él, estos hechos tienen que ver con el estilo provocador y rupturista del mandatario que tiende, según Bayrou, a dividir a los franceses. Una acusación tan audaz como incierta. En la extrema derecha, Marine Le Pen se mueve en una delicada cornisa: por un lado, su partido ha estado siempre más o menos cerca del antisemitismo, pero si el culpable forma parte del islamismo radical, entonces su discurso antimusulmán se verá reforzado, y el registro le acomoda perfectamente: los extremos no sólo se tocan, también pueden confundirse. En cuanto a Sarkozy, abandonó abruptamente el traje de candidato para volver a calzarse el de presidente. Y aunque es mezquino sacar cuentas, es indudable que la tragedia lo favorece, pues le permite encarnar la unidad de la república en un momento emotivo. François Hollande, cuya candidatura ya mostraba signos de agotamiento, se ve obligado entonces a guardar un incómodo silencio: debe respetar la figura presidencial y esperar un mejor momento para el contraataque.

De cualquier modo, y más allá de los innegables efectos políticos, la pregunta de fondo seguirá siendo cómo evitar que algo así vuelva a ocurrir. Esto obliga, por un lado, a interrogarse sobre el destino de las sociedades llamadas multiculturales. No se trata de condenar un fenómeno inevitable, sino de saber si acaso éste puede ser viable sin un sustrato fuerte que lo articule y lo dote de sentido. Es cierto que el mal es una posibilidad inherente a la condición humana, y que no hay modo de erradicarlo completamente; pero también es cierto que una sociedad que deja de creer en sí misma es particularmente vulnerable. Ninguno de los candidatos presidenciales ha mostrado, hasta ahora, signos de poder responder adecuadamente este tipo de preguntas.

Publicado en Qué Pasa el viernes 23 de marzo de 2012

La gran falacia

"ME REPUGNA que sea el Estado el que decida". Con estas palabras, Evelyn Matthei confirmó su apoyo al proyecto de aborto terapéutico que se discute en el Senado. Pero la ministra también formuló, con su estilo tan singular, un argumento que se repite entre los partidarios de la legalización del aborto: en una cuestión tan controvertida, lo mejor es dejar que cada cual decida según sus propias convicciones.

Debo confesar que una solución de ese tipo suena razonable, pues resguarda la autonomía de la mujer y parece conservar cierta neutralidad. Según esta lógica, la prohibición del aborto implica la imposición ilegítima de una concepción particular de lo bueno -eso que Rawls llamaba las doctrinas comprensivas- en el espacio público.

Por cierto, si la ministra del Trabajo quisiera ser coherente, debería admitir que el argumento está lejos de ser válido sólo para el aborto terapéutico (que por lo demás no requiere de nuevas leyes), y abre la puerta para una legalización generalizada. En ese sentido, los partidarios de la legalización harían bien en sincerar el debate, pues todos sabemos cuál es el desacuerdo de fondo, aunque lo ocultemos bajo interminables disquisiciones casuísticas.

Con todo, la principal dificultad de la posición que la ministra hace suya va por otro lado, y tiene que ver con su supuesta neutralidad. En efecto, la ventaja de la legalización, según sus partidarios, es justamente su carácter neutral, pues respeta todas las posiciones sin fijar una verdad. Sin embargo, dicha pretensión es falaz. Legalizar cualquier tipo de aborto conlleva necesariamente, de modo más o menos implícito, un juicio moral sobre el estatuto del no-nacido. La autorización del aborto, quiéralo o no, implica asumir una posición sustantiva sobre el valor y la protección jurídica debidos al nonato. Hace ya muchos años el filósofo Michael Sandel ilustró la falacia comparando la discusión contemporánea relativa al aborto con el debate sobre la esclavitud del siglo XIX. En esa época, los partidarios de la neutralidad eran los partidarios de la esclavitud: el Estado central, decían, no debe tomar posición ni fijar una verdad moral en una cuestión controvertida.

Permitir cualquier tipo de aborto no equivale a poner entre paréntesis nuestras convicciones morales. Muy por el contrario, equivale más bien a "imponer" una visión según la cual el no-nacido carece de dignidad. Desde luego, es posible que haya muy buenos argumentos para sostener esto último, pero los partidarios de la legalización no deberían esconder una posición sustantiva sobre el valor de la vida humana bajo una falsa apariencia de neutralidad, si acaso discuten de buena fe.

Dicho de otro modo, la discusión no enfrenta a liberales respetuosos y neutrales con fanáticos que intentan imponer su propio punto de vista (como tampoco enfrenta a heroicos pro-vida con malvados pro-muerte). Es una discusión entre dos concepciones igualmente fuertes sobre el significado de lo humano, y que buscan, legítimamente, que su punto de vista sea recogido por la sociedad. Pero si seguimos jugando a las falacias, un debate tan decisivo como éste se condena a transformarse en diálogo de sordos, donde sólo se escuchan los gritos y las consignas vacías.

Publicado en La Tercera el miércoles 21 de marzo de 2012

Castro es Chile

EL MALESTAR generado por la construcción de un centro comercial en pleno centro de Castro tiene bastante de hipocresía y de puritanismo. Los chilotes simplemente quieren acceder a las mismas comodidades que el resto del país: un mall feo, pero bien ubicado, con estacionamientos, cines y patio de comidas. ¿Qué más podría ofrecer un país próspero como el nuestro a sus habitantes?

Digo que el malestar es hipócrita porque nos encantaría que Castro guardara su imagen impoluta para poder contemplarla en vacaciones y volver luego a nuestros propios malls. Queremos resolver nuestros problemas de conciencia cuidando una ciudad que queda bien lejos y que es bien pintoresca. El negocio parece perfecto: no renunciamos a ninguna de nuestras comodidades, y ellos, mil kilómetros al sur, se dan el trabajo de cuidar nuestro escuálido patrimonio urbano.

Que no se confunda el lector: eso que llaman el mall de Castro es un esperpento sin nombre, cuya construcción nunca debería haberse permitido. Pero la capital de Chiloé sólo está siguiendo aplicadamente el mismo camino que la mayoría de las ciudades de nuestro país: el de la destrucción sistemática de los centros históricos, de su colapso vial y de la demolición de todo lo que huela a patrimonio, pues un mall siempre será más rentable que un bonito barrio. Espantarse con lo que ocurre en Castro, sin haberse espantado antes con lo que ocurrió en el centro de Valparaíso, en Viña del Mar, en Chillán y en tantos otros lugares, revela simplemente cuán selectiva, paternalista y ondera puede ser nuestra indignación.

Naturalmente, los más complacientes siempre arriscarán la nariz frente a cualquier crítica del mall, pues ven allí una crítica de la modernidad, además de un insoportable juicio estético. Para ellos, el mercado es siempre el último juez y es, por tanto, imposible emitir cualquier tipo de juicio sobre sus resultados. Sin embargo, tal amputación de nuestras facultades críticas no tiene fundamento. Para decirlo de modo sencillo: no se trata de eliminar los centros comerciales, pero sí de hacer un esfuerzo por integrar las actividades humanas en un ambiente armónico, y por eso en los lugares civilizados los malls están fuera de los centros urbanos.

En la ciudad se articula lo público y lo privado, en espacios de encuentro abiertos al entorno; en la ciudad se despliega lo auténticamente humano. El mall en el centro de la ciudad supone una privatización completa de los espacios públicos, y eso -guste o no- tiene efectos perversos. Se trata, en suma, de pensar la ciudad sin ser esclavos de fatalismos imaginarios, justamente porque nuestra libertad es algo más que un mero apéndice de proyectos inmobiliarios.

En cualquier caso, más grave que la construcción del mall de Castro, es nuestra carencia total de medios para pensar estos fenómenos más allá de la indignación. Por un lado, las autoridades locales no pueden ni quieren hacerse cargo de este tipo de problemas. La derecha abandonó hace mucho tiempo cualquier función crítica respecto de los designios del mercado. Y la Concertación -sí, esa coalición de "centroizquierda" que hace gárgaras con los "ciudadanos"- promovió y perpetró fríamente la destrucción de nuestras ciudades durante 20 años. ¿Queda alguien en Chile dispuesto a cuidar nuestro patrimonio y a proteger el lugar de nuestra vida común?

Publicado en La Tercera el miércoles 7 de marzo de 2012

Protestas en Aysén

ES DIFICIL que las protestas de Aysén, más allá de las buenas intenciones, logren modificar de modo sustantivo la situación de nuestras regiones. Seguramente obtendrán algunas de sus reivindicaciones, todas importantes y acaso necesarias, y quizás logren también el ansiado subsidio a la energía. Pero hasta allí no hay mayor novedad, pues los actores sociales ya tomaron nota: el gobierno carece de criterios políticos que orienten su acción. La consigna, entonces, no puede ser más simple: pedir, protestar y abrazarse.

Con todo, sería injusto reducir lo que ocurre en Aysén a la lógica que han tenido otros movimientos. La Patagonia merece un tratamiento especial por una multitud de razones políticas, estratégicas y geográficas. La idea misma de nación -idea sobre la cual descansan todas nuestras acciones colectivas, aunque la olvidemos en el baúl- supone una determinada concepción del territorio y la manera de ocuparlo. En rigor, necesitamos a las zonas extremas mucho más de lo que ellas nos necesitan a nosotros, y eso ya lo entendía Pedro de Valdivia.

Ahora bien, la situación de las regiones es un ejemplo paradigmático de un problema que se repite con cierta frecuencia: llevamos demasiados años confiando en que el orden espontáneo tomará las decisiones en nuestro lugar. Sin embargo, en pocas cosas el mercado y la democracia son tan falibles como en la articulación entre territorio y población. Cuando recursos y votos se concentran en un solo lugar, no es difícil predecir un centralismo exacerbado.

En ese sentido, las dificultades de Aysén y de "Sanhattan" no son más que dos reversos de la misma moneda: si seguimos permitiendo que Santiago crezca indefinidamente, si no generamos los incentivos correctos para un desarrollo regional, de seguro habrá varios empresarios felices, pero no sé si realmente habremos ganado algo. Por mencionar un solo problema (pero se cuentan por decenas), es impensable siquiera intentar resolver las dificultades de segregación social -y por tanto de educación y desigualdad- en ciudades cuyo tamaño no guarda ninguna relación con el metabolismo de la vida humana. Los problemas humanos se resuelven a escala humana, no construyendo edificios cada vez más altos. Las ciudades deben adaptarse a nosotros (Aristóteles), y no a la inversa: es una cuestión política de primer orden, aunque nuestros hombres públicos no se percaten de su existencia.

No obstante, el resultado de los reclamos de Aysén puede ser el mismo que han tenido casi todas las reivindicaciones regionalistas: acentuar aún más el centralismo. Ocurre que la lógica de las demandas es siempre la misma: pedir ayuda de Santiago. Es inevitable por un lado, pues el poder reside en la capital. Pero hay también un síntoma preocupante: ¿puede haber algo más centralista que un regionalista plañidero?

Para salir del círculo vicioso es indispensable evitar los dos riesgos simétricos: las autoridades deben entender que les corresponde crear condiciones (no sólo cosméticas) que permitan un auténtico desarrollo de las regiones; pero éstas tampoco pueden quedarse en una constante actitud de espera respecto de la capital. Y no es exagerado decir que en ese dilema nos jugamos buena parte de nuestro destino.

Publicado en La Tercera el miércoles 22 de febrero de 2012

Todos candidatos

HAY UN modo optimista de leer la multiplicación de candidaturas presidenciales al interior de la Concertación, al que ceden muchos de sus jerarcas: ver en ella un signo de inequívoca vitalidad. Si tantos quieren emprender la aventura, es porque ésta pinta bien y nadie quiere dejar pasar su oportunidad. ¿Qué más querría una coalición moribunda que una nutrida lista de líderes capaces de convocar y de atreverse?

Sin embargo, la situación puede recibir otra lectura: la proliferación de aspirantes ilustra una profunda desorientación. En rigor, ninguna de las actuales candidaturas puede tomarse demasiado en serio, y es muy posible que ninguno de los nombres que circulan esté finalmente en la papeleta el 2013, ni tampoco más adelante. Andrés Velasco fue el primero en lanzarse, pero él mismo sepultó sus posibilidades al supeditar su opción a la decisión de Michelle Bachelet: un candidato que depende de otros no es un verdadero candidato. Si el ex ministro de Hacienda quiere levantar una alternativa creíble, debe zafarse de sus sombras, pues el arte presidencial es un arte muy solitario.

Con todo, es de justicia reconocer en Velasco una reflexión y un esfuerzo por elaborar un planteamiento. Se puede estar más o menos de acuerdo con él, pero el hombre es capaz de enunciar ideas, de sugerir y de proyectar, y eso basta para convertirlo en una rareza. De hecho, la consideración de las otras candidaturas (declaradas o no) es desalentadora. Algunos avanzan como la más lenta de las tortugas, pero creen realizar un supremo gesto de audacia (Orrego). Otros buscan convertir el anuncio en un trampolín personal, como si una candidatura fuera el inicio y no el resultado de un proceso personal (Rincón). No falta quien busca resucitar un partido que agoniza hace decenios (Gómez). Otros ni siquiera osan declarar abiertamente sus intenciones, y se descansan en la ilusión de que el tiempo corre a su favor (Walker y Lagos Weber).

Pero lo que más asombra es que ninguno de estos candidatos tiene una propuesta ni un discurso que los ciudadanos puedan distinguir con nitidez. Tampoco destacan por su ambición. En efecto, prima en ellos una rara timidez, fundada posiblemente en el temor de los próceres. Las candidaturas que se multiplican como panes y peces son síntoma de carencia de liderazgo y no de abundancia: no es que sobren los caciques, es que no hay ninguno, y por eso tantos buscan apropiarse del lugar vacío. Todos quieren encontrarle el secreto a este caballo chúcaro que es el nuevo Chile, pero ninguno sabe muy bien cuál es la naturaleza de la nueva situación. Todos sueñan con ser el Arturo Alessandri de nuestro siglo XXI, pero ninguno de ellos tiene ni la mitad del hambre ni la mitad de la estatura.

Hay aquí una paradoja, pues la candidatura más consistente viene siendo aquella que corre por fuera, aunque no tenga ninguna posibilidad real: Tomás Jocelyn-Holt no tiene miedos atávicos, tiene personalidad propia y es el único que podría, quizás, contarnos una historia. Y no es casualidad que deba hacerlo al margen, pues hoy por hoy la Concertación encierra más que libera. La coalición opositora se ha convertido en un peso demasiado grande para los candidatos, y eso también vale para Michelle Bachelet: a este muerto nadie podrá cargarlo.

Publicado en La Tercera el miércoles 8 de febrero de 2012

Presidente en aprietos

Aunque faltan sólo once semanas para la elección presidencial, Nicolás Sarkozy aún no confirma oficialmente su candidatura. Un poco como François Mitterrand en 1988, el presidente galo quiere retardar lo más posible el inicio de la campaña para mantener cierta superioridad. Hay, eso sí, un detalle: el mandatario socialista era un maestro del suspenso, mientras que en Sarkozy la majestad es un poco impostada. De hecho, nadie duda de su decisión. Es incluso una cuestión de temperamento: Sarkozy prefiere una derrota antes que pasar por pusilánime.

Sin embargo, la estrategia tiene riesgos. Por un lado, el candidato socialista, François Hollande, le lleva una buena ventaja en las encuestas, y no se entendería que se revirtera la tendencia en una campaña muy corta (Hollande no baja de 30 puntos, mientras Sarkozy apenas supera los 20). Además, el presidente en ejercicio tiene la difícil tarea de conjugar su rol de jefe de Estado con el de candidato-no-declarado, y esa ambigüedad es un arma de doble filo. Pero lo más complicado es que Sarkozy, que es un político que siempre ha jugado con las cartas sobre le mesa, se ve obligado a fingir, a atacar de modo lateral, y ése no es su mejor registro. El presidente francés es un animal de campaña y se le nota incómodo en su nuevo rol, donde tiene que hacer campaña sin decirlo. Hollande, por su parte, sólo espera pues sabe que el reloj corre a su favor. Es cierto que el socialista no despierta pasiones ni enciende las multitudes, pero ha mostrado una perseverancia digna de elogio: enfrentó a Strauss-Kahn antes del affaire Sofitel de Nueva York, venció luego a la jefa del partido en primarias abiertas, y en seguida ha logrado elaborar un discurso más o menos creíble. Con todo, su fortaleza es también su defecto: hasta ahora, la elección no la va ganando el socialista, sino que la está perdiendo Sarkozy, y es al menos dudoso que algo así baste para gobernar Francia.

Pero los problemas de Sarkozy no se acaban con Hollande, pues también tiene contendores que le respiran en la nuca, amenazando su presencia en una eventual segunda vuelta. Marine Le Pen, la nueva líder de la extrema derecha, marca entre 17 y 20% en intenciones de voto. Si el 21 de abril de 2002 el padre le amargó la tarde -y la vida- a Lionel Jospin, este año la hija podría hacer lo propio con Nicolás Sarkozy. La paradoja es que en 2007 Sarkozy había logrado reducir la votación del Frente Nacional, pero su estrategia se le devolvió como un boomerang: de tanto inclinarse a su derecha, terminó legitimando el discurso de la derecha más dura. Un poco más atrás, en posición expectante, se encuentra François Bayrou, el centrista que ronda el 14% en los sondeos. Bayrou llegó tercero el 2007, y tiene tal seguridad en su propio destino que es difícil saber si pertenece al club de los elegidos o simplemente al de los ridículos. En cualquier caso, si pasa a segunda vuelta tiene la presidencia en el bolsillo: en un duelo uno a uno le gana a cualquiera.

Nada de esto sería tan grave para Sarkozy si al menos pudiera dar con el tono adecuado: el brillante candidato del 2007 se ha convertido en un pálido remedo de sí mismo. Si antes encandilaba con su energía, hoy su activismo cansa y aburre; si antes sus promesas parecían respaldadas por una voluntad de hierro, hoy sus frases hechas ya no surten el menor efecto: Sarkozy se gastó, se usó y no supo responder a las expectativas que él mismo había generado. Puede decirse de los franceses lo mismo que Alberto Edwards decía de los chilenos en 1912, a propósito de Pedro Montt: en 2007, cuando eligieron a Sarkozy, eran más felices que hoy; entonces creían en un hombre, y hoy ya no creen en ninguno. Es, si se quiere, la tragedia del cazador cazado en su propia trampa, o la tragedia de Sarkozy.

Publicado en Qué Pasa el 2 de febrero de 2012

Insuficiencias de un acuerdo

EL ACUERDO entre la Democracia Cristiana y Renovación Nacional tiene, al menos, dos virtudes. La primera es la valentía: hay un esfuerzo por dar con una propuesta común a dos partidos que llevan decenios en veredas opuestas, y eso sugiere que quizá el país pueda empezar a superar, de una buena vez, la cartografía política heredada del plebiscito de 1988. Puede que falten años de maduración, pero Larraín y Walker tienen el mérito de mover un tablero gastado.

La segunda virtud tiene que ver con la capacidad de poner en la mesa un problema decisivo que, guste o no, habrá que enfrentar en algún momento. La UDI podrá quejarse porque la propuesta se acordó a sus espaldas, pero ya enseñaba Maquiavelo que el sigilo es indispensable cuando se busca producir un efecto político, y vaya si Jaime Guzmán sabía de eso. El Ejecutivo también podrá quejarse por no haber sido informado, pero no es culpa de Larraín y Walker si este (no-) gobierno es incapaz de controlar su propia agenda y prioridades: los espacios vacíos simplemente tienden a llenarse.

Ahora bien, y en lo que atañe al fondo, el documento presenta varias grietas. Por un lado, propone pasar a un régimen semipresidencial inspirado en el modelo francés. Sin embargo, este último es un híbrido más que un modelo, un híbrido que se explica por circunstancias históricas muy singulares -y que, además, se ha desdibujado con el tiempo. En 1958, luego de la crisis terminal de la Cuarta República, De Gaulle asumió el poder para darle a Francia una nueva institucionalidad. Los parlamentarios de la época, hostiles al héroe de la liberación, le impusieron una condición para intentar limitar sus poderes: la nueva Constitución debía incluir la responsabilidad del gobierno frente al Parlamento. De Gaulle, más hábil que sus detractores, eludió la condición instaurando un régimen parlamentario en el papel, pero con una fuerte impronta presidencial en la práctica. En el fondo, la Quinta República francesa es un traje a la medida de su fundador, en lo mejor y en lo peor, y no se entiende bien por qué deberíamos imitarla: ¿Quién sería nuestro De Gaulle?

Por lo demás, basta observar con un mínimo de atención la vida política francesa para percatarse de que el presidencialismo francés tiene bien poco de "semi": Nicolas Sarkozy encarna a la perfección la figura del monarca republicano que ejerce el poder sin grandes contrapesos. La excepción, claro, es la cohabitación, pero ésta no es una panacea: convierte la cima del Estado en duelo personal entre dos rivales, confunde las competencias y diluye las responsabilidades.

Pero la propuesta se pierde definitivamente cuando sugiere reemplazar el actual sistema electoral por un proporcional corregido (¿y qué sería entonces el binominal?). Porque si se quiere avanzar hacia un régimen (más) parlamentario, entonces deberíamos ir en la dirección exactamente contraria, hacia un sistema uninominal, capaz de generar disciplina allí donde abunda el discolaje. Los sistemas políticos deben pensarse en su conjunto, y aquí la propuesta peca, cuando menos, de falta de coherencia interna. En ese sentido, puede decirse que el acuerdo vale mucho más por el gesto implícito que por su contenido: aunque no es un mal comienzo, queda mucho trabajo por hacer.

Publicado en La Tercera el miércoles 25 de enero de 2012

Los desafíos del oficialismo

LA REUNION del lunes entre el Presidente Piñera y los dirigentes de la Coalición parece haber concluido en torno a dos decisiones. La primera es que el Ejecutivo enviará un proyecto de reforma tributaria aunque no logre el respaldo de todo el sector. La segunda es que la modificación al binominal seguirá condicionada a un consenso al interior del bloque oficialista. En buen chileno: una para ti, una para mí. Es un poco burdo, pero nunca es tarde para aprender a hacer política.

En la reforma tributaria, el Presidente apuesta alto. Es obvio que hay cuestiones que necesitan modificaciones profundas, como la diferencia de trato entre personas y empresas, o la consideración de los gastos en educación. La derecha debe entender que aquí se juega algo muy importante, y que no puede reducirse a supuestas encantaciones comunistas. No obstante, una reforma de este tipo no puede hacerse de modo precipitado. Es, más bien, un trabajo de orfebres, y éstos no abundan en Palacio.
Así las cosas, uno puede preguntarse qué va a salir de aquí en un año electoral si el gobierno ni siquiera es capaz de obtener el apoyo de sus propias huestes. Además, ya estamos todos informados de que el plan estratégico de la Concertación tiene sólo dos líneas: la primera contempla el regreso de Michelle Bachelet, y la segunda indica que hay que estropear todas las iniciativas del gobierno. Dicho de otro modo, si el Presidente ofrece uno, siempre le pedirán 10 ó 20 de vuelta; total, pedir es gratis. Quizá la única posibilidad de tener una reforma tributaria ordenada pasa por poner al frente a Pablo Longueira, quien cuenta con la experiencia para alcanzar acuerdos y el liderazgo para asegurar el apoyo de la UDI. Pero es al menos dudoso que el Presidente quiera darle (aún) más poder a su ministro de Economía.

En lo que respecta al binominal, el Presidente prefiere esperar, y tiene buenas razones: una imposición puede desatar una guerra civil. Por lo demás, la oposición no tiene mucha autoridad moral en el tema más allá de los alardes para la galería -baste recordar su hostilidad a las proposiciones de la comisión Boeninger. Con todo, la derecha haría bien en tomarse en serio este problema si quiere tener alguna proyección en el tiempo.

No se trata de demonizar al binominal, que está lejos de ser el responsable de todos nuestros males, como tantos quieren hacernos creer. Sin embargo, es innegable que el binominal ha producido, al menos, una consecuencia nefasta para la derecha: convertirla en rentista. La mayoría de los parlamentarios de la Coalición no están interesados en ser mayoría: no les toca ni les interesa, pues saben que un 30% es suficiente. El binominal explica, en buena parte, la debilidad estructural del sector, que carece simplemente de vocación mayoritaria.

Por eso, gobernar se le hace cuesta arriba a la Coalición, y ni hablar de gobernar con ideas de derecha. En ese sentido, si el oficialismo no accede a cambiar el binominal por convicción, quizá debería hacerlo en función de sus propios intereses. Por paradójico que parezca, el actual sistema electoral condena a la derecha a una eterna posición defensiva y minoritaria: nada de raro entonces que siga perdiendo incluso las batallas que parece haber ganado.

Publicado en La Tercera el 11 de enero de 2012