miércoles, 31 de octubre de 2012

Lo que esconden las cenizas


CUANDO aún conservaba la lucidez política, Pablo Longueira solía lanzar una advertencia: para la derecha, ganar el gobierno constituye una oportunidad histórica en un país donde la mayoría sociológica se inclina más bien a la izquierda. Si lo hacemos mal, decía Longueira, nuestro gobierno no será más que un episodio aislado en el gran ciclo histórico de la Concertación.

Todos esos fantasmas se hicieron carne súbitamente el domingo por la tarde cuando, en el lapso de pocos minutos, fueron derrumbándose una por una todas las certezas oficialistas. Las cifras son elocuentes, y baste sólo mencionar que en concejales la Coalición ni siquiera alcanza el 33%. Este porcentaje es justo la cifra mágica que permite una subsistencia cómoda bajo el binominal, pero que resulta bien inútil si acaso hay algo parecido a la vocación de mayoría.

No existe, desde luego, una sola causa que permita dar cuenta del desaguisado. Tampoco hay un solo responsable, porque los problemas estructurales de la derecha son compartidos. Por dar un ejemplo, nadie -ni los partidos ni el gobierno ni los candidatos- se dio el trabajo de intentar prever cuáles podían ser los efectos del voto voluntario en el electorado oficialista. Tanta fue la improvisación y tan exitista fue el diseño, que durante días la derecha sólo se preocupó del balcón, como si la elección fuera un mero trámite: un candor de aficionados del que sólo parece salvarse Andrés Allamand.

La oposición, por su parte, tiene justificados motivos de alegría. Porque si pudo aplicarle tal correctivo a la Coalición en un contexto de agudas divisiones internas, uno puede preguntarse qué habría ocurrido con una centroizquierda ordenada. Naturalmente, esto no la exime de la indispensable autocrítica. El triunfo es inobjetable, pero precario, porque descansa en una bajísima participación y en la anomia de la derecha, y esos no son buenos síntomas para nuestra democracia.

Pero qué diablos, esto es política, y es innegable que en esa cancha la oposición, a pesar de todas sus dificultades, gana con demasiada comodidad. Con la notable excepción de Michelle Bachelet, la oposición cree en la política y en sus virtudes, y propone discursos coherentes en ese sentido. El oficialismo cree poco y nada en la política, porque vive en la ilusión de que todos los problemas son de gestión o de comunicación, y eso es dar mucha ventaja. Por raro que suene, el hecho es que el gobierno nunca ha creído en la dimensión propiamente política de su labor, y eso se paga caro cuando hay elecciones. La nueva forma de gobernar sólo fue una forma sofisticada de ignorar la política, escondiéndose detrás de los pendrive, las planillas excel, las encuestas, los ingenieros comerciales, el 24/7, las parcas rojas, las sonrisas, los semáforos, los asesores de imagen, los números, los gerentes, el marketing, la excelencia, los mineros y las bilaterales.

El pecado original es haber intentado elaborar un discurso (a)político a partir de esas coordenadas que no son capaces de convocar a nada ni a nadie. Falló el diseño, porque falló el diagnóstico. Y falló el diagnóstico porque  la  derecha no ha tenido la honestidad -intelectual ni práctica- de asumir en serio el desafío de lo público.

Publicado en La Tercera el miércoles 31 de octubre de 2012

El precio de la paz


El premio Nobel de la Paz atribuido a la Unión Europea -por su aporte a la reconciliación, a la paz y a los DD.HH.- no debería sorprendernos demasiado. Después de todo, el club de los ganadores es un tanto excéntrico, y en él comparten techo Kissinger y Arafat con la Cruz Roja; y el mismo Obama lo recibió antes de hacer nada.  La distinción de este año sólo podría llamar la atención por lo tardío. En efecto, el hecho mayúsculo que encarna el esfuerzo europeo por la paz es la reconciliación franco-alemana, que tiene ya 60 años. El acuerdo que funda el mercado común del acero y el carbón, firmado en 1952, marca la voluntad por terminar definitivamente con la guerra en el territorio europeo. El objetivo, decía Schuman, era hacer de la guerra “no solamente algo impensable, sino también imposible”. El argumento tenía fuerza, pues Europa había protagonizado las dos guerras más sangrientas de la historia en un lapso de tres décadas. Es justamente el proceso iniciado en 1952 el que es universalmente reconocido, y a ese coro ha venido a sumarse la academia de Oslo.

Sin embargo, es importante no confundir la causa con el efecto. En la Segunda Guerra, Europa agotó todas sus fuerzas, y debió pedir auxilio a fuerzas extraeuropeas. El Viejo Continente cedió entonces su posición dominante en el mundo, abriendo paso a la guerra fría, donde Europa no fue más que un escenario de enfrentamiento entre las grandes potencias. Así, el proyecto europeo, que parece tan idílico, sólo puede explicarse a partir de la protección brindada-hasta hoy- por los Estados Unidos y la OTAN. Si durante décadas los europeos han podido construir un mundo pacífico, como si el conflicto no existiera, es simplemente porque hay un hermano mayor al que acudir en caso de urgencia (baste recordar los casos de Yugoslavia y Libia, por nombrar sólo dos ejemplos).

En palabras del filósofo Pierre Manent, el proyecto europeo está basado en el olvido de la condición política del hombre. Eso explica todas sus incoherencias y dificultades, tanto en el plano económico como en el político. El diseño inicial del euro confiaba ciegamente en que la economía terminaría por subordinar, necesariamente, a la política, y ese error se sigue pagando hasta el día de hoy. Por otro lado, resulta cuando menos irónico que se premie a la UE por su aporte a la democracia, en circunstancias que ésta viene avanzando desde al menos diez años contra la voluntad popular: en Europa, ya nadie se atreve a hacer un referéndum. Un buen síntoma del limbo europeo es el problema protocolar producido por el premio: nadie sabe quién debe recibirlo, si el presidente de la comisión (Barroso) o el presidente del consejo (Van Rompuy), ambas autoridades burocráticas carentes de legitimidad democrática.

En ese sentido, el Nobel de la Paz -más allá de los buenos sentimientos- puede ser leído como el mejor testimonio de la irrelevancia política de Europa. Si acaso es cierto, como sugería Maquiavelo, que la política siempre conlleva una dosis importante de conflicto, entonces el Nobel de la Paz sólo viene a confirmar lo que muchos ya sospechábamos: Europa ha dejado de ser un actor propiamente político, para convertirse en un actor moral. Triste destino para la cuna de la polis.

Publicado en Qué Pasa el viernes 19 de octubre de 2012

La falacia científica


MIENTRAS más avanza el conocimiento, dice Rousseau, menos sabemos quién es el hombre. Con esta paradoja, el filósofo alude al problema siguiente: mal utilizada, la ciencia puede estorbar más que facilitar el conocimiento de lo humano.

La frase se me viene a la mente luego de pasar días escuchando a los activistas de la causa homosexual buscando cerrar toda discusión, e incluso impedir la exposición de puntos de vista distintos, con la ayuda de estudios científicos y estadísticas varias.

La ciencia habló, afirman, y no hay nada más que discutir sobre el asunto (olvidando de paso que lo propio de toda teoría científica es justamente su carácter refutable). Con todo, la argumentación es persuasiva, pues el prestigio del que goza la ciencia en las sociedades modernas sólo es comparable al que pudo haber tenido la religión en épocas anteriores. Y de hecho es difícil no confiar en este nuevo oráculo, que dice buscar la verdad sin dogmatismos. Pero, ¿cumple la ciencia en su acepción actual todas sus promesas? ¿Nos permite acceder a la verdad con asepsia y veracidad? Nada es menos seguro y, justamente, por aquí iban los temores de Rousseau. Cuando la actitud científica pretende erigirse en vía exclusiva para conocer, excluyendo otras consideraciones, puede terminar siendo tan dogmática como sus predecesoras. Esto, por una razón muy simple: no existe algo así como la neutralidad científica, en parte porque los científicos no son ángeles, y en parte porque la ciencia no es autoexplicativa.

En rigor, la ciencia no es capaz de responder las preguntas que más nos importan, porque están fuera de su horizonte. La ciencia siempre parte de supuestos teóricos que no pueden demostrarse siguiendo el método científico, y por eso Nietzsche podía decir que detrás de toda ciencia hay un acto de fe. Es imposible, por ejemplo, determinar científicamente si acaso la homosexualidad es o no una enfermedad, porque ni siquiera la definición de enfermedad es meramente científica. Esto no convierte la cuestión en pura arbitrariedad, pero nos abre necesariamente a interrogaciones filosóficas que no podemos eludir. Hay muy buenas razones para pensar que la homosexualidad no es una enfermedad, pero ninguna de ellas es estrictamente “científica”. La manera correcta de argumentarlo no es blandiendo estudios y papers, sino asumiendo con honestidad que dicha posición implica supuestos filosóficos que no son neutros. Escudarse en la supuesta neutralidad de la ciencia equivale a discutir con muletas, sin querer hacerse cargo de las nociones sustantivas que se defienden. En castellano eso se llama contrabando y, al menos en lo tocante a la deliberación pública, es más aconsejable discutir a cara descubierta.

No se trata de descartar a priori la contribución de la ciencia a la discusión pública, pero sí de conocer sus límites. Cada vez que Pablo Simonetti nos explica que no debemos discutir tal o cual problema porque una asociación de científicos ya votó sobre él hace décadas, no sólo se erige en juez acerca de qué podemos debatir, sino que también invoca un tipo de argumento -el de autoridad- del que decía querer liberarnos. La causa homosexual se merece argumentos un poco menos falaces y discusiones un poco más honestas.

Publicado en La Tercera el miércoles 17 de octubre de 2012

lunes, 15 de octubre de 2012

La ciudad y los impuestos


SE ACERCA el momento del reavalúo fiscal de las propiedades afectas a contribuciones, con la inevitable agitación política subsiguiente. No faltarán, de hecho, los parlamentarios quejándose nuevamente de los efectos de leyes que ellos mismos han votado. Y aunque el reavalúo puede parecer hasta trivial, tiene algunas aristas que conviene mirar más de cerca.

La primera tiene que ver con el supuesto implícito en el reavalúo constante, según el cual todos somos especuladores inmobiliarios más o menos encubiertos: el Estado supone que todo propietario busca, en cuanto propietario, una plusvalía. En otras palabras, todos seguiríamos la vieja máxima que Marx le atribuye a la burguesía: “acumulad, acumulad, es la ley y los profetas”. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de quienes acceden a la propiedad tienen motivos bastante más pedestres: buscan un lugar para vivir junto a los suyos más que aumentar su capital.

Hay en este asunto una confusión de planos, pues se cruzan dos lógicas que no van en el mismo sentido. Esto exige una conducción propiamente política, pues cobrar las contribuciones según el estricto valor de mercado importa olvidar que la vivienda no es sólo ni primeramente un objeto de intercambio: es más bien allí donde transcurre buena parte de nuestras vidas y donde lo humano encuentra su metabolismo más propio. En ese sentido, lo natural sería que el cobro de contribuciones estuviera precedido por una consideración de la realidad personal y familiar del contribuyente. De lo contrario, el impuesto tiende a ser expropiatorio, excluyendo en los hechos a quienes no tienen los ingresos coherentes con el barrio.

Esta última observación nos conduce a otra dimensión del problema, tanto o más importante que la anterior: el impuesto territorial tiene también una incidencia directa en la configuración de la polis. Nos encanta lamentarnos por la segregación de nuestras ciudades, pero, ¿qué hace cada reavalúo sino expulsar a aquellos cuyos recursos ya no se corresponden con la última moda inmobiliaria? ¿No son acaso las contribuciones uno de los mayores instrumentos de exclusión social que cabe imaginar?  Este impuesto, tal como se cobra hoy, es la mejor manera de construir, al decir de Platón, dos ciudades en una, dos ciudades que no se tocan ni se ven. Si no estamos dispuestos a facilitar la integración con medidas efectivas, no nos quejemos luego del país que se va dibujando.

Es cierto que las contribuciones sólo afectan a cierto tipo de propiedades, y también es cierto que  las urgencias en materia habitacional van por otro lado. Empero, ya es hora de empezar a pensar nuestras ciudades de modo más integral, y los sectores que necesitan mayor integración son justamente los medios y altos. No se trata de eludir el justo pago de impuestos de quienes tienen altos ingresos, pero sí de concebir fórmulas que no dividan tan drásticamente nuestro espacio común. La ciudad no debe ser una mera agregación de espacios privados (que es el efecto del reavalúo constante), pues su razón de ser es exactamente contraria: constituirse como lugar de encuentro para lo diverso y para la creación de cosas comunes. Si nuestras ciudades no están cumpliendo ese rol, entonces vale la pena formular este tipo de preguntas del modo más explícito posible.

Publicado en La Tercera el miércoles 3 de octubre de 2012

Un espacio vacío


LA POLEMICA que enfrenta al gobierno con la Corte Suprema puede leerse en varios niveles. El primero tiene que ver con la “cuestión previa”: ¿puede el gobierno emitir opiniones sobre los fallos judiciales? La pregunta es delicada, pues una mala respuesta puede terminar afectando la independencia de los poderes del Estado. Pero esa independencia tampoco debe pensarse en términos muy estrechos, porque no equivale a inmunidad total. Los fallos de la Corte pueden (y a veces deben) ser criticados si hay buenas razones. Esto también vale para una ministra que, en el legítimo ejercicio de sus atribuciones, considera que una decisión judicial contiene errores graves. Es cierto que los jueces tienen la última palabra, pero eso no les otorga infalibilidad.

En cuanto al fondo, la crítica de la ministra alude a una cuestión importante: según ella, la autoridad judicial está sustituyendo en los hechos a la autoridad técnica. Si esto es cierto, o al menos plausible, podría configurarse una paradoja bien delicada: no sería la independencia del Poder Judicial la amenazada, sino la del Ejecutivo, que se vería invadido por jueces que toman decisiones que no les competen. Por cierto que la afirmación es discutible, pero se trata de eso: discutirla en lugar de intentar ganar por secretaría. No podemos reducir al silencio toda crítica si acaso queremos deliberar públicamente.

Pero la polémica tiene otro nivel más profundo que guarda relación con nuestra incapacidad para tomar decisiones políticas. Si nuestras dificultades tienden a ser zanjadas en sede judicial, entonces el problema no es tanto de los jueces como de los políticos. Dicho de otro modo: la judicialización creciente de nuestros conflictos es signo de un déficit político. Cuando la comunidad y sus representantes abdican de sus funciones propias, los jueces no hacen más que llenar un espacio que nadie ocupa. Bien decía Aristóteles que la naturaleza le tiene horror al vacío.

 En ese sentido, la intervención de los jueces no llama la atención si nos damos el trabajo de recordar algunos hechos simples: nuestra institucionalidad ambiental es débil, nuestras autoridades llevan años sin tomar decisiones relevantes en materia energética, y el gobierno actual liquidó Barrancones con un telefonazo. Si la ministra fuera rigurosa, debería formular estas preguntas que no son ajenas al problema. Algo parecido ocurre en materia de salud, donde el tribunal constitucional ha exigido corregir algunas distorsiones del sistema de isapres, después de una larga indolencia política.

 El problema no tiene solución fácil, pero hay una cosa segura: si no lo enfrentamos, seguiremos empantanados. Urge recuperar el sentido de la acción colectiva, que reside en la capacidad de tomar decisiones compartidas. Ponemos tanta atención en la protección de los derechos individuales, que perdemos de vista los aspectos políticos de nuestra situación. Si nuestros hombres públicos no asumen estos desafíos, están renunciando a ser políticos. Habrán optado por la mera administración de intereses privados o por la jefatura de pandillas rivales. Mientras, los jueces seguirán tomando las decisiones que nos competen a todos y ocupando el lugar que la política ha dejado vacío.

Publicado en La Tercera el miércoles 19 de septiembre de 2012

Descifrando a M. Hollande (entrevista a Laurent Binet)


Laurent Binet es, sin duda, una de las grandes estrellas noveles de la literatura francesa. Hace dos años publicó HHhH, una novela que narra el atentado, en 1942, al sanguinario oficial nazi Reinhard Heydrich. Recientemente publicado en español, el libro fue premiado y elogiado como un gran debut. El autor estuvo en Chile esta semana para participar del ciclo La ciudad y las palabras, del doctorado de Arquitectura de la UC, y habló sobre sus particulares opciones narrativas.

Pero Binet es también un apasionado de la política, y su último trabajo -lanzado recientemente en Francia- no es estrictamente literario: Binet siguió muy de cerca la campaña de François Hollande, con acceso a todo tipo de reuniones, conciliábulos y todo lo que puede ocurrir al interior de un comando presidencial. A partir de allí, escribió una crónica en forma de diario: Rien ne se passe comme prévu (Nada ocurre según lo previsto), donde Binet devela aspectos desconocidos del primer mandatario francés y de su camino hacia el Elíseo. Así, el autor, un declarado izquierdista, es un  testigo privilegiado para intentar conocer al enigmático Hollande.

-En Francia y en el mundo existe bastante curiosidad por la figura del presidente francés, ¿puede hablarse de un “misterio Hollande”?

-Ciertamente hay un misterio, pues todo el mundo se pregunta por él. Mi objetivo no era tanto hacer un retrato como un relato de la campaña, pero me suelen preguntar sobre la persona Hollande. Desde ya, creo que es una victoria para él que todo el mundo se haga la pregunta: hasta hace no mucho, todos pensaban que Hollande no valía gran cosa, y que su gran virtud eran los chistes. Hoy todos piensan que hay un misterio: ¡es un progreso! Hollande es inteligente y astuto, y si bien no es como Mitterrand, al que le decían la Esfinge, su astucia es habernos hecho creer, durante mucho tiempo, justamente que no había misterio.

-Una de sus frases de campaña fue “un presidente normal”, para diferenciarse de Sarkozy. ¿Sigue siendo pertinente buscar la “normalidad” hoy, cuando Europa y el mundo viven una crisis extraordinaria? ¿No corre el riesgo de banalizarse y caer en la inacción?

-En esto hay dos niveles. Está la cuestión de su actividad, que es una pregunta política; y está la pregunta de su “normalidad”. Yo creo que el concepto de “normalidad” no quiere decir nada.  Da igual, y mientras nos preguntamos eso, no hablamos del Banco Central Europeo, ni de Merkel, ni del tratado europeo que rechazaba y que ahora aprueba. La normalidad es signo de su habilidad, pues le permite evitar las preguntas más complicadas.

-Usted admite haber estado tentado de votar por Mélenchon, el candidato de la extrema izquierda, pero finalmente decidió votar por Hollande. ¿Se arrepiente?

-Había razones políticas que explican mi voto. Yo estoy marcado, como muchos de mi generación, por el trauma del 2002  (año en que el candidato socialista no llegó a segunda vuelta por la dispersión de votos de la izquierda en primera vuelta). Yo nunca había votado socialista en primera vuelta, pues estaba bastante más a la izquierda. Pero ya en 2007 voté socialista, aunque Ségolène Royal no me convencía mucho. Al final, la alternativa es entre la derecha y el socialismo. Haga lo que haga Hollande, estoy muy feliz de que Sarkozy haya perdido el poder.

-Hollande acaba de lanzar un plan de austeridad, donde reniega explícitamente algunas de sus promesas. ¿Lo decepciona o se esperaba que esto ocurriera?

-Sí, hay cosas que decepcionan. Por ejemplo, la regla de oro (una reforma propuesta por Sarkozy, que inscribe en la Constitución un máximo de déficit en el gasto público; los socialistas la rechazaron, pero ahora Hollande se ha mostrado favorable), que prohíbe todo margen de acción al gobierno, es la típica  trampa de la derecha en la que caen los socialistas. Eso me decepciona. Al mismo tiempo, como elector de izquierda, estoy acostumbrado a que los socialistas me decepcionen: no hay que esperar mucho. También sé que en Francia el debate es muy caricaturesco. Después de todo, Hollande logró que Merkel aceptara un impuesto sobre las transacciones financieras, y ésa es una victoria de la izquierda, de la que no se habló mucho, pero fue un avance en el buen sentido. Esperaba un poco más, pero todavía espero, todavía queda tiempo. Además, me gusta mucho creer en la profecía de Emmanuel Todd, el intelectual francés que asegura que, de todos modos, Hollande no tendrá opción: la crisis es de tal profundidad, que tendrá que virar a la izquierda para modificar este viejo sistema de derecha y de capitalismo desregulado. Quiero creer que Hollande tendrá esta oportunidad histórica y sabrá aprovecharla.


-El filósofo Marcel Gauchet dice que Sarkozy tenía objetivos pero carecía de método, y que Hollande tiene método, pero carece de objetivos. ¿Le parece pertinente esa formulación del problema?

En lo referido a Sarkozy, eso no tiene sentido. Sarkozy fue todo y nada a la vez, no tenía ninguna dirección. Incluso se vanagloriaba de ser una especie de blanco móvil: antes que lo criticaran por alguna medida, él ya estaba haciendo otra cosa. Su única constante, como dice Todd, es haber sido suave con los fuertes y duro con los débiles.


-¿Cree que el presidente tiene alguna idea de lo que la izquierda debe hacer en esta crisis globalizada, más allá de los equilibrios europeos y socialdemócratas?

-Tiene una idea socialdemócrata que es el intervencionismo y la regulación. Tiene dificultades para aplicarla por causa de Merkel, pero tiene al menos esa idea, esa finalidad que no tenía Sarkozy, que era fundamentalmente un ultraliberal, en el sentido europeo. Hollande es socialdemócrata, con sus limitaciones: quiere la reforma, no la revolución. Por lo demás fue elegido con un programa que anunciaba alzas de impuestos. Su programa no es tanto reducir los gastos como aumentar los ingresos. No escondió que había problemas, y quiere establecer una austeridad de izquierda: no es lo mismo subir los impuestos que reducir los gastos. Por mi parte, prefiero pagar más impuestos y que los hospitales sigan funcionando.

-¿Se reconoce usted en la ambivalencia propia de la izquierda, entre el realismo y las ganas de ir más lejos?

-Me siento muy melenchonista. Creo que el pseudorrealismo de derecha, de Sarkozy y Merkel, nos tiene al borde del abismo. En los años 30, el realismo de Roosevelt consistía en grandes obras públicas y en impuestos elevados, y eso nos parece utópico hoy. Pero Roosevelt no era un soñador, era lo que necesitábamos.

-Después de haber pasado una temporada en el corazón de una campaña presidencial, ¿cuál es el elemento que usted rescata de esa experiencia?

-Descubrí la importancia del terreno. Yo pensaba que el terreno era un folclorismo, que saludar gente en el mercado, o incluso hacer una concentración, no pasaba de lo anecdótico. Pero en rigor estaba equivocado. Por una lado, el terreno crea una dinámica para el candidato y, por otro, es su único vínculo con el mundo real. Un debate por TV no es el mundo real, estás al otro lado del espejo; pero cuando el candidato se enfrenta a la gente, hay algo diferente, hay una dinámica. Aprendí eso, la importancia del terreno y de la realidad. Yo creía que estábamos en una sociedad post-debordiana, que la realidad había dejado de existir, pero en verdad todavía existe.

-Su libro toma el título de la frase de Hollande: “Nada ocurre según lo previsto”. Pero, ¿no puede decirse al mismo tiempo que en Hollande todo es fruto del cálculo y la perseverancia?

-Es cierto, es un tipo muy determinado. Pero nada ocurre según lo previsto, y hay dos casos en la campaña. Primero el caso Strauss-Kahn, que es a propósito del cual Hollande pronuncia la frase. Y luego está el caso Mohamed Merah, el joven musulmán que asesinó a varias personas (ante lo cual los candidatos suspendieron la campaña para evitar una escalada social del caso).

-¿Hollande siempre conservó la cabeza fría?

-Sí. En todo caso, si pierde la calma, no se nota. Lo vi nervioso una sola vez, la noche de la primera vuelta, cuando Mélenchon anunció que lo apoyaría.

-En sus trabajos, usted suele poner su propia subjetividad en primer plano, citando incluso una frase de S. Thompson (“Si quiere objetividad, vaya a revisar los resultados del deporte”). ¿Cómo concibe usted la articulación entre escritura y subjetividad?

-Yo no lo digo para parecer más literario, lo hago más bien por honestidad intelectual. No me gusta afirmar algo si tengo dudas, y los historiadores no siempre siguen esa regla. Tampoco me gusta hablar de un hecho histórico inventando algo sin advertir al lector. Es algo que me viene naturalmente. No sé si eso hace que mis textos sean más o menos literarios, pues la cuestión de la literatura es una pregunta muy complicada, pero me gusta la idea de que esto instaura una forma de diálogo con el lector. El lector puede enojarse conmigo, con este profesor de izquierda, hijo de comunistas; eso saca al lector de su actitud pasiva, lo vuelve activo. Esa idea me gusta mucho.


-Milan Kundera dice que lo propio de la novela es suspender el juicio moral. Dicho de otro modo, que la moral de la novela es no tener moral. En su libro HHhH, usted abandona un poco esa regla, pues asume siempre un punto de vista moral. ¿No perjudica eso el esfuerzo de comprensión al que alude Kundera?

-No creo. El problema central del libro no pasa por saber si los nazis son buenos o malos, porque todos saben que los nazis son malos. No es una cuestión interesante de discutir. A mi modo de ver, la pregunta interesante es la relación entre la historia y la literatura. Yo me ubico del lado de la historia, pero la ambigüedad de mi posición reside en el hecho de que cedo con frecuencia a la literatura, tengo la impresión de perder terreno frente a la literatura. Allí hay una tensión, y entonces una ambigüedad, y entonces es interesante. Por ejemplo, en HHhH, soy muy duro con Chamberlain y Daladier, a veces incluso más duro que con Hitler, lo que es obviamente injusto. Pero el lector dispone de los elementos de juicio, porque también explico mi cercanía sentimental con los checos, y por qué me duelen tanto los acuerdos de Münich.

-¿Cuáles son sus inspiraciones literarias?, ¿cree usted estar abriendo un nuevo camino literario con HHhH y su estilo tan singular?

-Hay algo de Xavier Cercas y la Anatomía de un instante; no es el mismo estilo, pero sí el mismo dispositivo. Algo parecido me ocurre con Emmanuel Carrère. La referencia principal, aunque insconsciente, es Maus, de Art Spiegelman. Hay un ir y venir entre pasado y presente que me parece muy interesante. Maus es un muy buen cómic, pero es sobre todo una formidable metanovela.

-¿Qué piensa de la polémica que se ha generado a partir de los últimos textos de Richard Millet, donde éste intenta explicar los crímenes de Breivik en clave literaria?

Creo que se trata de una polémica mal planteada. Desde luego, un escritor tiene derecho de hablar de lo que quiera y cómo quiera. El problema es que Millet quiere hacerse pasar por un escritor, pero todos sabemos cuál es su fantasma: Céline y los panfletos antisemitas de los años 30. El problema central de la literatura francesa es que nos tomamos muy en serio esa frase de Gide, “no se hace literatura con buenos sentimientos”. ¡Algunos cerebros débiles dedujeron de allí que los malos sentimientos pueden bastar para hacer literatura! Pero no es así, son órdenes diferentes, los sentimientos no garantizan la buena literatura, sean buenos o malos. No es sobre la moral que hay que criticar  Millet, es sobre su modo de escribir.

Entrevista publicada (parcialmente) en Qué Pasa el viernes 14 de septiembre de 2012

Los niños ausentes


¿COMO MEDIR la calidad de un régimen político? Para esta difícil pregunta, Rousseau propone una respuesta muy sencilla: si la población crece, el régimen es bueno; si disminuye, el régimen es malo. El criterio sugerido por Rousseau nos obliga a formular una tonelada de preguntas incómodas, pues el censo 2012 confirma una tendencia anunciada hace años: nuestra población crece a un ritmo tan lento, que no es descabellado suponer que los chilenos empecemos a reducirnos en un plazo no demasiado largo. De hecho, la tasa de natalidad apenas alcanza 1,9, lo que es inferior a la tasa de reposición: en Chile faltan niños, y muchos.

La cuestión tiene dimensiones económicas, sociales y estratégicas, aunque no puede reducirse a ninguna de ellas. Es un problema económico, porque el crecimiento no es sustentable sin una población activa predominante, y no podemos recurrir eternamente a la inmigración. Es un problema social, porque no es seguro que en Chile estemos preparados para hacernos cargo, entre tan pocos, de todos nuestros abuelos. Es un problema estratégico, porque la población es el soporte de nuestro territorio. Pero es, sobre todo, un problema existencial: ¿los chilenos queremos seguir existiendo y perpetuar aquello que nuestros padres nos legaron? Después de todo, nación y nacimiento tienen la misma raíz semántica.

En todo caso, lo más grave es que a nadie parece importarle demasiado. Los políticos siguen enfrascados en sus discusiones, los actores sociales guardan silencio, y no faltarán los pueblerinos que se alegren porque estos números nos acercan al primer mundo. Y aunque no se trata de predicar el apocalipsis, es un problema de primera magnitud que merece toda nuestra atención. Por más que lo ignoremos, dudo de que haya un fenómeno de mayor calado en el Chile de hoy.

Parte de la dificultad que tenemos para siquiera percibir el problema, tiene que ver con nuestra manera algo estrecha de encasillar los temas. La preocupación por la familia es “de derecha” o, peor, “conservadora”. Así, la izquierda se da el lujo de obviar una cuestión tan relevante y a la que podría sacarle tanto provecho, como la natalidad: de tanto perseguir el curso de la historia, los más progresistas suelen desorientarse. Como fuere, se hace indispensable un acuerdo transversal (como ocurre en el resto del mundo) para intentar revertir la tendencia. En rigor, sólo hace falta voluntad política, pues disponemos de una buena cantidad de experiencia comparada. Y todos los instrumentos son válidos, porque la cuestión toca todas las dimensiones de la vida humana: políticas tributarias que consideren las realidades familiares antes de cobrar, construcción de viviendas adaptadas a la vida familiar, sistemas de salud que no penalicen sistemáticamente a las mujeres en edad fértil ni a las familias con varios hijos, e incluso ayudas directas a las familias numerosas de escasos recursos.

El desafío es arduo, pues supone dejar de ver a los hijos como algo puramente privado. El nacimiento de un niño no nos puede ser indiferente, porque tiene un significado político. La natalidad, decía Arendt, es el milagro que salva al mundo y a los asuntos humanos de su ruina natural, y por eso urge pensarla políticamente, aunque sólo sea para superar el misterioso silencio que rodea a nuestros niños ausentes.

Publicado en La Tercera el miércoles 5 de septiembre de 2012

Jugando con fuego


IGNACIO Walker ha decidido sumarse al clamor por una asamblea constituyente. Tal sería, según él, la única salida disponible en nuestra situación. Cuando la política ya no logra dar con las respuestas, dice Walker, es imprescindible explorar alternativas para hacerse cargo de las demandas ciudadanas.

¿Tiene razón Walker? Sí y no. Sí, porque el fracaso de la democracia representativa puede producir, efectivamente, crisis impredecibles. Maquiavelo insistía mucho en esta cuestión: es mejor darles cauces institucionales a los humores sociales porque, de lo contrario, éstos siempre encontrarán cauces extra-institucionales para desahogarse. En ese sentido, hay claros indicios de que en Chile la clase política (y la elite en general) dejó de leer correctamente lo que sucede en el país. Y nadie puede responder una pregunta cuyos términos ni siquiera comprende.

Las dificultades comienzan después, al considerar el rol del mismo Walker en este proceso. Y aquí las cosas se complican. Digamos que resulta algo paradójico que el presidente del PDC, senador y ex ministro, se dé cuenta el 2012 que el sistema ya no funciona. Sus palabras, y las de toda su coalición tendrían más credibilidad de haber sido pronunciadas cuando ejercían el poder, aunque es cierto que estaban demasiado cómodos como para preocuparse de hojarascas. Lo menos que puede decirse es que dirigir un barco por 20 años sin complejos para declararlo inservible luego de perder las elecciones, no es síntoma de mucha convicción democrática. Pero hay más. Walker acusa al sistema político como si él mismo ocupara la posición del espectador. Pero no nos dejemos engañar: el fracaso de la política es también el fracaso de Walker y de tantos otros. En rigor, lo de Walker no es tanto valentía como abdicación, pues no acepta ni asume sus propias responsabilidades.

En cuanto al fondo, la asamblea constituyente es una opción válida si las circunstancias son extremas, pero implica riesgos que deben ser medidos; y no es, en ningún caso, una especie de antídoto capaz de resolver todos nuestros problemas. En rigor, aquellos que buscan una nueva constitución deberían partir por tomarse más en serio las exigencias de la deliberación pública. Muchos parecen creer que la asamblea constituyente es sinónimo de tirar el mantel y patear la mesa, pero es más bien todo lo contrario: generar una nueva constitución exige condiciones de diálogo y de respeto que nuestro debate está lejos de cumplir.

Es cierto que una nueva constitución sólo tiene sentido si el consenso predominante está roto (lo que no es seguro), pero al mismo tiempo esa constitución debe ser fruto de un nuevo consenso. Y es difícil suponer que políticos incapaces de alcanzar acuerdos tributarios, podrán mañana alcanzar acuerdos constitucionales (y no crea si le dicen que la nueva constitución será elaborada por los ciudadanos, porque no es verdad).

Raymond Aron decía que las instituciones sólo se hacen respetables con el pasar del tiempo. Nuestra carta fundamental fue objeto de una reforma profunda hace pocos años, cuando el presidente Lagos estampó su firma como signo de legitimidad. La república se merece algo más que renegar, al poco andar, de todo lo obrado, aunque fuera por conservar un mínimo de coherencia política.

Publicado en La Tercera el miércoles 22 de agosto de 2012

Impuestos y segregación escolar


UNA DE las propuestas más polémicas de la reforma tributaria impulsada por el gobierno es la posibilidad de descontar del pago de impuestos los gastos en educación. Aunque la medida está orientada a un segmento muy específico de la población, ha recibido ataques severos que merecen atención.

Los críticos de la modificación sostienen que ésta sólo acentuará la segregación escolar. En efecto, al permitir descontar de la base imponible los gastos en educación, se genera un incentivo favorable a la educación privada. Esto terminaría afectando gravemente tanto a la educación pública como a la igualdad de oportunidades, pues significa más ayuda para los que ya tienen, y menos recursos para los que menos tienen. Si acaso es cierto que al educar buscamos compartir los bienes culturales, más que reservarlos a unos pocos privilegiados, entonces la lucha contra la segregación debe ser prioritaria.

Todo esto suena bien, pero hay un equívoco fundamental: la estructura tributaria no puede ser indiferente a la realidad. En ese sentido, permitir que un segmento muy determinado pueda reducir su pago de impuestos en función de sus gastos en educación tiene bastante de sentido común, sobre todo considerando que en nuestro país los grupos familiares no reciben demasiada ayuda en su tarea, que es a todas luces crucial. Para decirlo de otro modo, no puede imponerse de la misma manera y en la misma proporción el dinero gastado en La Parva, que el dinero gastado en educación. Estos son gastos de naturaleza distinta, y cuyos efectos sociales difieren cualitativamente. Es cierto que el copago tiende a generar segregación, pero habría que distinguir muy bien los planos para no intentar corregir una injusticia con otra.

No es justo cargar en la espalda de la clase media, que con esfuerzo paga un colegio subvencionado, un problema que tiene otras dimensiones y otros alcances. Para ir más lejos, es un error creer que la segregación es ante todo un problema escolar. La segregación educacional es más efecto que causa de un fenómeno distinto: la segregación espacial. Hemos construido una ciudad en la que los conciudadanos ni se tocan ni se ven, y hemos confiado el diseño de la ciudad a las fuerzas del mercado, fuerzas que nos separan según nuestro nivel de ingreso. Pretender que el sistema educativo pueda enfrentar y resolver una cuestión de ese calibre es síntoma de un voluntarismo bien extraviado. Una medida de este tipo sólo aliviará (y muy ligeramente) a familias de clase media que prefieren educar a sus hijos en el sistema privado.

Es legítimo que esa decisión no nos guste por sus externalidades negativas, pero la solución no pasa por castigarlas tributariamente, ni por forzarlas a permanecer en el sector público contra su voluntad. La salida tiene que ver más bien con la construcción de una educación pública de calidad, que pueda erigirse en alternativa legítima. Esto requiere que seamos capaces, alguna vez, de pensar los bienes públicos como tales: ni frutos del principio de subsidiariedad ni generados por el Estado contra la voluntad de las personas. Estos sólo surgirán si vislumbramos en nuestro horizonte la posibilidad de construir cosas comunes. ¿Queremos hacerlo?

Publicado en La Tercera el miércoles 8 de agosto de 2012

El futuro de la derecha


A PRIMERA VISTA, puede decirse que este gobierno cuenta con una proyección política nada de despreciable. En efecto, tres de sus ministros aparecen como presidenciables, y todos ellos se ubican en continuidad natural con la administración actual. Los tres son muy distintos entre sí, pero eso puede verse como signo de sana diversidad. En cualquier caso, tres proyectos alternativos parecen ser más interesantes que una candidata muda. Si todo esto es cierto, entonces la derecha puede mirar el futuro con moderado optimismo.

Sin embargo, si miramos un poco más de cerca, dicho optimismo tiene algo de ilusorio. Por de pronto, y a pesar de los números positivos, el gobierno no ha logrado (¿ni  logrará?) articular un discurso coherente que pueda, al menos, servir de base para pensar la derecha que viene. En ese sentido, cabe preguntarse qué significado puede tener el pretender continuar la obra del gobierno si éste no ha sido capaz de decirla ni definirla. Ni el gobierno de los mejores ni los guiños constantes a la izquierda constituyen un proyecto, y ni hablar de la nueva derecha, que nació asfixiada. La sociedad de oportunidades no se ha traducido en un eje claro y constante. Por su parte, los candidatos oficialistas no lo han hecho mucho mejor, y ninguno de ellos ha dado muestras de estar pensando en serio los desafíos del sector. De allí el interés en estirar al máximo la permanencia en el gabinete, donde los ministros están protegidos por la simbología propia del poder. Pero, una vez afuera, ¿tendrán algo sustantivo que aportar? ¿Cuáles serían las ideas centrales y las propuestas?

Son preguntas abiertas que los ministros-candidatos no se han molestado en responder, prefiriendo esconderse en el silencio o en las frases hechas. Por eso resulta tan sintomática -y absurda- la discusión sobre la fecha de las primarias: en ausencia de ideas, las únicas diferencias son puramente tácticas. En rigor, todo indica que las primarias no serán más que un nuevo concurso de popularidad desprovisto de contenido.

Nada de esto obsta, desde luego, a que la derecha pueda ganar los próximos comicios. El desorden de la Concertación es de tal magnitud, que Michelle Bachelet está lejos de tener la carrera corrida. Pero descansarse en las dificultades de la izquierda es la peor morfina para la derecha, pues su problema es mucho más grave: no se trata tanto del poder como de los fines. Dicho de otro modo, la derecha debería ser capaz, alguna vez, de ganar más por sus aciertos que por los errores del adversario (y en eso la campaña presidencial de Sebastián Piñera es un magnífico ejemplo de lo que no debe hacerse).

Todo esto supone un esfuerzo por pensarse a sí misma y hacerse cargo de los problemas que enfrenta el nuevo Chile, y debe hacerlo desafiando los lugares comunes impuestos por el progresismo, pero superando también el dogmatismo neoliberal más propio de la guerra fría que del siglo XXI. Si la derecha no hace ese trabajo, corre el serio riesgo de terminar siendo puramente episódica, esto es, incapaz de marcar una impronta o de sugerir un camino para nuestro destino común: seguirá administrando intereses, acaso apretando tuercas, pero confundiendo siempre la política con la mera administración.

Publicado en La Tercera el miércoles 25 de julio de 2012

El museo de la discordia


EL MUSEO de la Memoria busca impedir que en nuestro país se repitan las violaciones a la dignidad de la persona. El objetivo es loable, pero es legítima también la discusión sobre los medios más adecuados para lograrlo. Ahora bien, para permitir un debate adecuado, los críticos del museo deberían ser explícitos en su condena a las violaciones a los DDHH, y sus defensores deberían admitir que la demanda de contexto no necesariamente busca justificar. No se trata de anular el desacuerdo, pero sí de ponerlo en el lugar que le corresponde.

Ernesto Aguila anota que hay cierto tipo de hechos, cuyo desacople con el contexto político e histórico vuelven superflua cualquier explicación. Y tiene razón. Pero entonces, ¿por qué temerle tanto al contexto? ¿Acaso el contraste con las circunstancias no muestra mejor el carácter indecible del horror? Estas preguntas son reveladoras de la verdadera naturaleza del desacuerdo, que no es tanto sobre nuestro pasado, sino sobre el significado de lo humano. Para algunos, la única actitud válida frente al horror es la condena moral. Esto implica alejarlo de nosotros, y separar a los victimarios del plano de la humanidad: hay actos tan monstruosos que no admiten ningún tipo de explicación. En el imperio de la moral, cualquier otra actitud resulta sospechosa.

La posición puramente moral tiene para sí dos ventajas: es convergente con nuestros sentimientos y contiene un alto grado de verdad. En rigor, es una postura insuficiente más que equivocada: el punto de vista moral nunca se basta a sí mismo, porque al excluir el mal de nuestras posibilidades el hecho queda desnudo, y una historia sin narración no es historia. De hecho, el propio museo no logra apartar todo contexto: al interesarse sólo por los actos cometidos por los agentes del Estado en un período determinado, el museo de la memoria admite, de hecho, que determinadas circunstancias sí pueden ser decisivas para comprender. La elección de esas circunstancias es legítima y defendible, pero debiera asumirse como tal.

Con todo, la posición moral conlleva el peligro de impedir la reflexión, porque tiende a silenciar toda pregunta. Sin embargo, el horror reclama precisamente lo contrario: una interrogación profunda sobre la condición humana. Si realmente queremos que la condena a las violaciones a los DDHH sea radical, entonces la explicación es tan indispensable como dolorosa, porque sólo puede condenarse aquello que se comprende; el resto es gesticulación. Puede decirse que la postura moral engendra novelas como HHhH de Laurent Binet, mientras que la segunda posibilidad inspira las novelas de Vassili Grossmann: allí donde Binet exuda certezas y sentimiento de superioridad, Grossmann interroga con humildad el sentido de lo humano.

Para los más maniqueos, la pregunta central (¿qué hacer con el horror?) ni siquiera merece ser formulada: el mal está siempre afuera, el mal son siempre los otros. Montaigne tenía una opinión distinta, y por eso decía que todo hombre lleva en sí la forma entera de la condición humana. Si esto es cierto, entonces el defecto del museo no es pasar por alto el contexto y la narración -casi daría lo mismo- sino ignorar la complejidad del fenómeno humano. Y cuando se pretende educar, esa falta sí que es imperdonable.

Publicado en La Tercera el miércoles 11 de julio de 2012

Las paradojas del binominal


CON EL PASAR de los años, el binominal se ha ido convirtiendo en la perfecta bestia negra de la transición. Tanto es así, que ya no causa ninguna sorpresa escuchar a parlamentarios de todos los colores hacer gárgaras contra nuestro perverso régimen electoral, a sabiendas que los mismos se han negado sistemáticamente a toda modificación.

Puede decirse que el gran pecado de la UDI en esta materia es la excesiva sinceridad: es el único partido cuyo discurso público no es demasiado distinto al del privado. Y no tiene mucho sentido acusar al gremialismo de anteponer sus intereses al bien común, pues en este tema (casi) todos los actores actúan calculadora en mano. Los que están afuera quieren entrar; los que tienen poco, quieren tener más; y los que están satisfechos, quieren que todo siga igual. Siguiendo la vieja máxima de Smith, todos buscan maximizar sus propios intereses.

Ahora bien, como toda bestia negra, nuestro sistema electoral carga con imputaciones justificadas y otras que lo son menos. En efecto, el binominal no es el gran culpable de todos nuestros males, y modificarlo no contribuirá necesariamente a resolver nuestros problemas. Por de pronto, habría que precisar mejor qué nos molesta tanto del binominal, pues hay dos acusaciones distintas que suelen confundirse en el discurso. Por un lado, hay quienes lo critican porque tiende inevitablemente a producir un empate, impidiendo así que la mayoría pueda gobernar. Pero también hay, y no son los menos, quienes lo critican por ser poco representativo.

Ambas observaciones son legítimas, pero contradictorias: unos critican al binominal por ser muy poco mayoritario, y otros por serlo demasiado. Dicho de otro modo, no es claro si aquellos que buscan modificar el régimen electoral quieren avanzar hacia un sistema uninominal (que excluye a toda minoría) o hacia un sistema proporcional (que genera mayor inestabilidad). Cada una de estas posibilidades tiene ventajas y defectos, pero un mínimo de coherencia intelectual obliga a quienes quieren modificar el binominal a asumir una posición definida en este problema. Sólo así podremos saber si hay un consenso real para realizar los cambios necesarios, o si vamos a seguir 20 años más con gestos para la galería (para predicar con el ejemplo: soy partidario de reemplazar el binominal por un sistema uninominal).

En cualquier caso, la gran paradoja del binominal es que ha perjudicado más que beneficiado a la derecha. En rigor, puede decirse que el fervor religioso que buena parte del oficialismo siente por el binominal revela muy bien la vocación de minoría del sector. La derecha no se ha dado nunca el trabajo de preguntarse si acaso no es justamente el régimen electoral el gran responsable de su debilidad estructural: cuando se vive subsidiado, se hacen pocos esfuerzos por ganar. Ese empate no sólo afecta a la regla de mayoría (como Ernesto Aguila lo ha explicado muy bien), sino que también actúa como sedativo letal para la derecha. El caso de la UDI resulta cuando menos curioso, pues ha tenido un éxito electoral innegable: ¿cómo explicar entonces el miedo de ir a jugar en una cancha más competitiva que permita aspirar a ser mayoría? Esa es, en definitiva, la interrogante que la tienda gremialista debería formularse antes de rechazar a priori cualquier discusión.

Publicado en La Tercera el miércoles 27 de junio de 2012

El analgésico europeo


Los resultados de las elecciones legislativas del pasado domingo en Grecia y Francia se  interpretaron como un saludable respiro para la Zona Euro. En efecto, mientras en el país helénico los partidarios de la moneda común ya formaron un gobierno, en Francia el Partido Socialista obtuvo una sólida mayoría que, en el papel, le da al presidente Hollande grados importantes de libertad. Sin embargo, sería un error creer que éste puede ser el principio del fin de las dificultades del euro. Bien podría tratarse de lo contrario: un analgésico puede calmar los dolores más inmediatos, pero al costo de agravar insensiblemente la enfermedad.

El caso griego ilustra bien las causas profundas de la crisis. Gracias al euro, los griegos se beneficiaron durante mucho tiempo de tasas de interés muy bajas para endeudarse. A la hora de pagar las cuentas, luego de la crisis subprime, la verdad de una deuda exorbitante salió a la luz. Los drásticos planes de rigor impuestos por Bruselas podrán ser muy moralizantes, pero son perfectamente inútiles, pues una economía muerta no puede pagar ninguna deuda. La responsabilidad de la crisis no es tanto de los griegos, como de quienes  aceptaron su ingreso a la zona sabiendo que no podrían cumplir con ciertos requisitos mínimos. Y si queremos ir más lejos, la responsabilidad es de quienes, en los años 80, diseñaron una moneda común sin prever mecanismos efectivos de integración y de armonización. Podrá gustar más o menos, pero es un hecho que la rigidez del euro, que sigue el modelo del marco alemán, se hace insoportable para las economías del sur (y si mañana la crisis española se agrava, el caso griego pasará a ser anecdótico). Por eso llama tanto la atención la ceguera de los dirigentes europeos, que siguen pensando que basta que los griegos “cumplan sus compromisos” para que todo siga en regla, como Ángela Merkel suele decir. Los líderes del Viejo Mundo se niegan a ver la profundidad de la crisis porque no quieren admitir que la Europa que soñaron Mitterrand y Kohl fracasó o, en el mejor de los casos, se agotó.

Si alguien tiene dudas respecto de esto último, no hay más que ver cómo ha subido el tono del debate franco-alemán. El presidente francés, en un gesto inédito, recibió a dirigentes de la socialdemocracia alemana con el objeto de aislar a la canciller. Hollande pasó así a la ofensiva, multiplicando las iniciativas para obligar a Merkel a ceder sobre el punto central de la discusión: la mutualización de la deuda. La réplica no se hizo esperar: dejando de lado su diplomacia habitual, Merkel dijo claramente que la tesis de Hollande implica “la mediocridad”, y agregó a renglón seguido que el problema actual es la diferencia creciente entre las economías francesa y alemana, y precisó que Alemania es actualmente “el polo de estabilidad y crecimiento en Europa”. Las palabras son durísimas, y marcan un cambio de tono que debe ser bien leído. Merkel se sabe en posición de fuerza para imponer su punto de vista, y Hollande cuenta con pocos argumentos frente a esa realidad ni la mayoría parlamentaria ni los enormes poderes del presidente francés le son de gran ayuda. No habrá entonces política de crecimiento sin antes un salto federal que permita controlar el presupuesto de cada miembro de la Unión. El problema es que no hay agua en esa piscina, y pocos están dispuestos a seguir cediendo soberanía. Y ni hablar de democracia: cualquier referéndum sobre la materia sería un suicidio político. Para peor, el tiempo juega en contra: mientras más tiempo pasa sin decisiones de fondo, la crisis del euro no podrá sino agravarse. A medio camino entre la nación y la federación, Europa está en la incómoda posición de acumular las desventajas de ambas formas políticas sin obtener ninguno de sus beneficios.

Publicado en Qué Pasa el viernes 22 de junio de 2012

El espectro del pasado


EL NIVEL de desórdenes  ocurridos el domingo por la emisión del documental que busca reivindicar la figura de Augusto Pinochet son reveladores de algunos aspectos ocultos de nuestra situación. Por de pronto, y por más que matemos la transición, la verdad sigue ahí, inconmovible: las brasas del quiebre de 1973 siguen quemando 40 años después. Aún no somos capaces de mirar el pasado con un mínimo de distancia y cualquier gesto puede bastar para tocar la llaga y abrir nuevamente un capítulo que creíamos archivado. Es, quizás, una ironía de la historia: Pinochet sigue siendo la figura ordenadora de nuestra vida colectiva y lo seguirá siendo mientras nadie piense un proyecto político lo suficientemente poderoso como para sacarnos definitivamente del siglo XX.

Por eso, muchos simplemente no toleran la sola existencia de partidarios del extinto general. El consenso que hemos construido supone (enhorabuena) la condena irrestricta a las violaciones de los derechos humanos y el menor atisbo de disenso nos insoporta: queremos que todos piensen exactamente lo mismo que nosotros. Naturalmente, la dificultad estriba en que la libertad de expresión no tiene ningún valor si no vale para aquellos que cuestionan los consensos, basta releer a Mill. Y no deja de ser curioso cómo los detractores de Pinochet se esfuerzan por restablecer de facto el artículo octavo que tanto habían combatido. Nos encontramos  frente a una paradoja central del pensamiento moderno (que Popper intentó resolver sin éxito): ¿cómo justificar los límites a la libertad de expresión en una lógica liberal? ¿Puede una sociedad humana subsistir sin credos que funden la convivencia?

El problema es complicado y tiene varias dimensiones. Por un lado, nuestro consenso tiene mucho de razonable: no queremos, bajo ninguna circunstancia, que personas sean torturadas o tiradas al mar. Sin embargo, toda opinión dominante tiene defectos inherentes: el consenso tiende a convertirse en dogma y se pierde así el espacio para los matices, indispensables para dar cuenta de la historia. Por dar un solo ejemplo, la comparación (cada día más frecuente) entre Pinochet y Hitler puede ser muy gratificante para nuestras conciencias posmodernas, pero es absolutamente inútil si queremos avanzar en la comprensión de nuestro pasado.

No es exteriorizando el mal ni asumiendo un punto de vista puramente moral que lograremos ver mejor nuestra historia. Es obvio que la derecha está al debe, pues no ha emprendido una reflexión profunda sobre su propio rol en las atrocidades perpetradas, pero también le falta a la izquierda una crítica mucho más radical del uso de la violencia como método de acción política. Y no se trata de jugar al empate, ni menos aún de justificar la tortura por las circunstancias. No suscribo la tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, porque creo demasiado en la libertad y en la responsabilidad personales: ningún contexto puede justificar cierto tipo de actos. Con todo, debemos hacer al mismo tiempo un esfuerzo por ir más allá de la indignación moral, porque para desactivar la lógica de la violencia, hay que mirarla de frente e indagar sus resortes. Espero que mi generación logre hacer ese trabajo, porque nuestra tragedia se merece más que la comedia de la repetición.

Publicado en La Tercera el miércoles 13 de junio de 2012

Los dilemas de Hollande


Puede decirse que el gran mérito de la campaña presidencial de François Hollande fue haber convocado en torno a su persona a todos aquellos que, por distintos motivos, querían ver a Sarkozy fuera del poder. El socialista fue un maestro en el arte de encarnar un rechazo más que un proyecto, y por eso aun electo no deja pasar ocasión de marcar las diferencias: en la ceremonia de cambio de mando se permitió gestos poco amables para con su predecesor y en su primera entrevista televisiva habló mucho de él. Con todo, la mera diferencia no constituye un programa, y Hollande parece a ratos un poco extraviado, como si ya hubiera cumplido su objetivo principal. Un poco por lo mismo, hay que leer con sumo cuidado la presidencial francesa. Muchos “comentadores” se han apurado en celebrar el retorno de la izquierda al poder, y tienen algo de razón. Pero hay un movimiento exactamente inverso que es mucho más profundo: Francia está virando hacia la derecha, y bruscamente. Las aguas no serán tranquilas para el nuevo presidente.

Naturalmente, el contexto no le facilita las cosas: el margen de acción de Hollande es prácticamente nulo, y muchas de sus promesas no podrán ser cumplidas. En este plano, la imitación a Mitterrand -cuyo primer gobierno partió con un aumento brutal del gasto público- es simplemente impensable. El primer Mitterrand todavía conservaba la ilusión romántica de cambiar el mundo, mientras que Hollande es un moderado por donde se le mire. Por eso, el gallito que lo enfrenta a Ángela Merkel tiene más de efectista que de efectivo. Es cierto que Hollande quisiera que la Unión Europea pusiera más atención en el crecimiento y que el Banco Central Europeo permitiera algo de inflación para posibilitar un respiro a las economías del sur. También es cierto que Merkel, en función de sus malos resultados electorales y de la crisis griega, se muestra dispuesta a transar en algunos aspectos. Pero en lo esencial, la posición germana no ha variado ni un milímetro, y Merkel la reafirmó hace pocos días bajo la ovación de sus parlamentarios: el crecimiento generado con deuda es ilusorio, y no habrá plan de crecimiento sin reformas estructurales.

El desafío de Hollande es persuadir a sus vecinos y tratar de mover las líneas. Pero la tarea no es fácil, y de hecho su propuesta de mutualizar la deuda emitiendo bonos europeos fue rechazada por los alemanes. En rigor, la crisis europea tiene mucho de trágica en cuanto no tiene solución: la deuda es un camino sin salida, y la austeridad no permite pagar las deudas. Para peor, Europa ni siquiera puede aliviar con inflación los síntomas más dolorosos. El espacio para jugar es mínimo, y Hollande sólo busca introducir un poco de voluntarismo allí donde reina la tecnocracia de Bruselas. La ironía de la historia es que Sarkozy intentó lo mismo hace algunos años: todas las discusiones que Hollande va a emprender, Sarkozy ya las tuvo y sin éxito. Es cierto que el escenario ha cambiado (y puede seguir cambiando si Grecia sale de la Zona Euro), pero Francia no está en situación de imponer cambios sustanciales en las reglas del juego: el voluntarismo de Hollande corre el riesgo de ser tan vano como el de Sarkozy. Y aunque las instituciones europeas se han convertido en una trampa mortal para Francia, Hollande jamás patearía el tablero porque, en el fondo, es mucho más europeo que socialista.

Así, el pretendido socialismo del siglo XXI deberá construirse sin dinero para gastar, sin moneda que devaluar y bajo estricto control germano. Luego de la derrota de 1870 en la guerra franco-prusiana, el embajador inglés en Francia escribía a Londres: “Es inútil hablar con París. Las decisiones francesas más importantes se toman en Berlín”. La desventura de Hollande es justamente que puede terminar repitiendo la historia, esta vez sin necesidad de guerra: mientras más tarde Francia emprenda sus reformas estructurales, más tendrá que someterse a los designios de sus vecinos.

Publicado en Qué Pasa el viernes 1º de junio de 2012

Aylwin, Allende y la Concertación


“ALLENDE terminó demostrando que no fue un buen político, porque si hubiera sido buen político no habría pasado lo que pasó”. Con esa frase, Patricio Aylwin logró reabrir el viejo debate sobre las responsabilidades de la crisis institucional que vivió Chile en 1973. Y aunque el juicio podrá indignar a los infatigables sacristanes de la memoria, la verdad es que no tiene nada para sorprender. De hecho, sus afirmaciones son hasta un poco inocentes: ¿Cómo negar que Salvador Allende tuvo alguna responsabilidad en lo ocurrido mientras era presidente?

Ya Lenin enseñaba que los procesos revolucionarios deben conducirse con máxima responsabilidad y manteniendo a raya el infantilismo propio del extremismo: la revolución debe cuidarse tanto de su izquierda como de su derecha. Allende nunca entendió la radicalidad de ese dilema, y allí reside toda su tragedia que fue también la de Chile. El líder socialista mantuvo siempre una deliberada ambigüedad para con los grupos más incendiarios, como si nunca hubiera sabido qué tipo humano quería encarnar: el político tradicional y reformador de una democracia burguesa o el revolucionario latinoamericano que alimenta hasta hoy los clichés europeos.

Esta tensión nunca se zanjó y es visible incluso en los últimos minutos de su vida, mientras apelaba, fusil en mano, a los valores democráticos. Digamos que Allende tenía una excesiva confianza en sus dotes políticas para salir del atolladero -su famosa “muñeca”, cuya habilidad Aylwin reconoce-, pero cometió un error craso: las virtudes de un viejo negociador parlamentario son perfectamente inútiles en períodos revolucionarios.

Allende no advirtió cambios muy profundos que venían incubándose en su propio partido ni percibió las lógicas que se desarrollaron en su propio gobierno. Maquiavelo se quejaba de la incapacidad de los políticos para cambiar con los tiempos, y en Allende había algo de eso, algo así como una rara incomprensión respecto del proceso que él mismo encabezaba. Y es imposible conducir correctamente aquello que no se entiende. Es cierto que hubo factores externos que le complicaron la tarea, pero hay que ser marxista de macetero muy pequeño para ignorar que toda acción conlleva necesariamente una reacción.

Ahora bien, todo esto no tendría más interés que el de un legítimo debate histórico si no fuera por la excéntrica reacción del Partido Socialista que no acepta que Patricio Aylwin diga lo que piensa. Esa intolerancia a la divergencia es bien sintomática del estado terminal de la alianza entre el PS y la DC. En el origen mismo de la Concertación hay un pacto histórico entre el centro y la izquierda, pacto que no supuso nunca la negación de las profundas diferencias que ambos sectores tuvieron en los años 70. Se trataba más bien de pensar en algo común a partir de esas diferencias y la Concertación fue tan exitosa justamente porque supo alimentarse de esa dialéctica indispensable en la construcción de una mayoría política.

Si los socialistas se irritan tanto por las palabras anodinas de Aylwin, es justamente porque el matrimonio ya no resiste ni siquiera la explicitación de las diferencias. Cuando el futuro deja de ser un proyecto común, entonces es indispensable aferrarse al pasado: es inútil, pero es humano.

Publicado en La Tercera el miércoles 30 de mayo de 2012

La hora de los políticos


PUEDE decirse que la importancia adquirida por las encuestas es un signo inequívoco de la crisis que atraviesa la representación política. El vínculo entre representantes y representados se ha distendido de tal modo que pocos todavía tienen el coraje de enfrentar el mundo directamente, sin pasar antes por el nuevo Delfos.

Aunque las encuestas son un instrumento legítimo, conviene tomarlas con moderación: el mundo no cabe en un sondeo ni puede reducirse a un par de números. Las encuestas tienen tendencia a convertir la realidad en un pálido reflejo de sí mismas, pues configuran la realidad al mismo tiempo que la van desfigurando. Nada de raro entonces que nuestro espacio público pierda espesor, y se aparente cada día más a un pobre espectáculo de imágenes, sonrisas y máscaras gastadas.

Cuesta explicar de otro modo que los dos nombres que lideran, y por lejos, los sondeos presidenciales sean una completa incógnita. Ninguno de ellos ha pronunciado una sola palabra que nos permita hacernos una idea del Chile que quieren. Es cierto que Michelle Bachelet fue presidenta, pero en rigor eso no hace más que agravar su caso. Moró cuatro años en Palacio, pero nadie sabe qué país quiere construir, ni cómo piensa enfrentar los desafíos de la globalización, ni su sentir sobre el nuevo Chile, ni nada. Ni hablar de asumir responsabilidades por lo que hizo mientras estuvo en el poder. Las contorsiones de los dirigentes concertacionistas por allanarle el camino no logran esconder lo obvio: Bachelet es una tabla de salvación que los hundirá todavía más, justamente en razón de su carácter ilusorio. Y no deja de ser triste que la izquierda, que produjo para Chile un Pedro Aguirre Cerda y un Ricardo Lagos, no pueda ofrecernos nada más que una (repetida) tarjeta Village. La tradición política que mayor densidad republicana reivindica no tiene más argumentos que una encuesta, ni más propuestas que una servil sumisión a la moda.

Por su parte, el oficialismo corre el serio riesgo de cometer un error simétrico con Laurence Golborne. No se trata de descalificarlo a priori por haber liderado el rescate de los mineros ni por su escasa experiencia política, pero sí de exigirle un mínimo discursivo. El mismo Golborne debiera entender, si no quiere tropezar con las mismas piedras, que una presidencia no se improvisa, porque el país necesita algo más que espíritu deportivo y buena voluntad. Las ideas de Golborne, si es que la hay, siguen siendo un misterio insondable.

Como puede apreciarse, el cuadro es poco alentador. En efecto, ¿qué puede esperarse de candidatos que no hablan, que no piensan, que no se asumen? ¿Qué hace un candidato que no propone, que no arriesga, que no dibuja siquiera un atisbo de proyecto? Llegados a este punto, uno puede preguntarse si no habrá llegado el momento de rehabilitar a los políticos de verdad: los Escalona, los Allamand, los Insulza y los Longueira. Son aquellos que no llegarían a La Moneda a aprender ni a improvisar, porque conocen bien su oficio. Son aquellos que saben construir acuerdos y conocen a sus interlocutores. Son aquellos cuya acción política se inscribe en una tradición y trayectoria. La dificultad estriba en que ellos mismos parecen ceder a la nueva lógica. Y se equivocan porque, aunque suene descabellado, el país los necesita.

Publicado en La Tercera el miércoles 16 de mayo de 2012

Impuestos y clase media


Quizás el principal problema de la reforma tributaria impulsada por el gobierno sea su dispersión: al buscar satisfacer muchas demandas distintas, se termina sacrificando la coherencia. Y aunque no está mal orientada, la reforma es tímida y deja varios cabos sueltos. Las dificultades, como le suele ocurrir a esta administración, comienzan con las expectativas: la retórica empalagosa puede pagarse caro. Dicho de otro modo, el Ejecutivo deberá mantener la muñeca firme si no quiere salir trasquilado del Congreso, donde abundan los díscolos dispuestos a todo por un minuto de gloria.

Uno de los objetivos explícitos de la reforma es, según el Presidente, aliviar a la clase media. Al reducir el impuesto a la renta y permitir la deducción de parte de los gastos en educación, el gobierno hace una apuesta por una categoría social un poco difusa, pero no por eso menos real. Los más críticos dicen que estas medidas no apuntan tanto a la clase media, sino a los quintiles más altos que pagan altas tasas de impuesto y envían a sus hijos a colegios privados. El argumento no es completamente falso, pero olvida que la “clase media” tiene mucho más que ver con la sociología que con la estadística, porque es una disposición antes que un promedio.

Por lo mismo, la sola indicación de salario es bien insuficiente para dar cuenta de una categoría de este tipo, pues también hay que mirar la composición del grupo familiar: $ 800.000 de sueldo para un soltero joven no son lo mismo que $ 800.000 para una mujer que educa sola a tres hijos. Por eso yerran quienes critican la medida, porque incentivaría la segregación, al permitir el reembolso de gastos en educación. En rigor, la propuesta sólo busca hacer una distinción de justicia elemental: considerar la realidad del contribuyente antes de cobrarle impuestos.

Ahora bien, queda pendiente la pregunta de saber qué diablos es la clase media. El problema es que ésta se define justamente en su relación con otras categorías. Aristóteles hablaba de los “intermedios”, aquellos ni muy ricos ni muy pobres, y les atribuía el rol de proveer estabilidad a la polis. Una ciudad sin clase media, decía, está condenada a la tiranía por la dominación de uno de sus extremos, porque sólo los “intermedios” pueden aportar la necesaria cuota de moderación. La Concertación podrá hacer todas las gárgaras del mundo criticando una supuesta reforma de macetero, pero no olvidaremos que los grandes empresarios nunca estuvieron mejor que bajo su reinado. Los veinte años de Concertación tienen mucho de oligárquicos, y ese esperpento llamado Costanera Center nos lo recordará día a día.

Por eso el gobierno no se equivoca dirigiendo parte importante de sus esfuerzos hacia la clase media, y es más, podría ganar mucho en claridad si lograra articular un discurso coherente en ese sentido. Esto no implica olvidar que hay otros sectores mucho más vulnerables, sino comprender que por su posición, la clase “intermedia” es un formidable agente de transformación social, capaz de arrastrar en su dinámica a las otras categorías. Poner atención en la clase media no es un discurso populista ni difuso: es simplemente tomar nota de las energías implícitas en el cuerpo social, que pueden dar muchos frutos si son bien orientadas.

Publicado en La Tercera el miércoles 2 de mayo de 2012

Lo que eligen los franceses


Hace pocas semanas, el semanario británico The Economist publicó un número que generó un nuevo capítulo en la larga historia del incordio entre sajones y franceses. En su portada, parodiando el “Almuerzo campestre” de Manet, presentó a Nicolás Sarkozy y François Hollande en postura serena, sin mayor preocupación que la de atraer la mirada de una mujer. El texto era aun más directo: “Francia en la negación. La elección más frívola de Occidente”. La portada ilustraba perfectamente la perplejidad con la que buena parte del mundo mira la política francesa: mientras el buque se hunde, los principales candidatos están dedicados a distraer al electorado. Aunque el ataque tiene algo de injusto -en ninguna parte  las campañas electorales son un ejemplo de sinceridad-, es innegable que la campaña ha sido singular, pues ha esquivado sistemáticamente las preguntas decisivas que, más temprano que tarde, Francia deberá responder.

Mientras los griegos hacen esfuerzos colosales por salir del abismo, mientras los españoles acumulan los planes de rigor y los italianos tratan de ordenar sus cuentas con un tecnócrata a la cabeza, los franceses parecen vivir en una alegre inconsciencia de su verdadera situación, y ningún candidato parece siquiera dimensionar el problema. Es cierto que Francia sigue siendo la quinta economía del mundo, y que en pocos años más será el país más poblado de Europa, pero las luces rojas llevan mucho tiempo encendidas: una deuda que se acerca peligrosamente al 90% del PIB, un gasto público que representa algo así como 53% del producto y una degradación acelerada de la competitividad (la crisis de  la industria automotriz es el ejemplo más paradigmático) que se traduce en un enorme déficit de la balanza comercial y en un peligroso desequilibrio con Alemania. Como si todo esto fuera poco, Francia ni siquiera dispone de los medios para tomar decisiones con libertad, porque ya no está en condiciones de dictar sus propios términos a la Unión Europea: la devaluación no es alternativa para ganar en competitividad y el Banco Central Europeo no se ve muy interesado en respaldar las deudas de los estados.

Este escenario no tiene nada de auspicioso, y Francia corre el serio riesgo de encontrarse, en el corto plazo, en un círculo infernal análogo al de España: cuando el mercado pierde confianza en la economía, las tasas de interés suben y eso obliga a recortar los gastos, lo que contrae aún más la economía, y así. En ese contexto, uno esperaría de los candidatos una reflexión que permita comprender los peligros y calibrar libremente las alternativas. Porque no es  exagerado decir que en los meses y años que vienen Francia se juega buena parte de su destino, en Europa y en el mundo. Sin embargo, los candidatos hacen como si nada, prefiriendo multiplicar sus promesas a sabiendas que será imposible cumplirlas. No se trata de asumir el liberalismo sajón en su versión Economist, sino de tomarse en serio las dificultades:  la ilusión de financiar el estado de bienestar con pura deuda puede durar mucho tiempo, pero no eternamente.

Una elección  bipolar

El favorito de la elección es el socialista François Hollande, a quien todos los sondeos dan por ganador en la segunda vuelta con ventaja cómoda. Con todo, en las últimas semanas su campaña ha dado signos de agotamiento. Esto no debería poner en peligro su victoria final, pero sí abre una interrogación sobre su eventual gobierno. El eje de su discurso es el rechazo a la figura de Sarkozy, y eso no basta en una carrera larga: Hollande ofrece muchos motivos válidos para no votar por el presidente actual, pero ofrece pocos para votar por él. El hombre es moderado, inteligente y preparado, pero no ha sabido imponer un discurso convincente. Es un poco víctima -y victimario- de la situación de los socialistas franceses, los únicos en Europa que aún no asumen plenamente la socialdemocracia. Esto obliga al candidato a realizar un curioso juego de piernas: mientras responsabiliza al mundo financiero de todos los males, va a la City de Londres a tranquilizar a los inversionistas. Sólo la habilidad de Mitterrand podía manejar con éxito esas ambigüedades, y Hollande -por más que le pese- no es Mitterrand ni cuenta con un carácter que se imponga por sí solo. Quien saca todos los beneficios de la vacuidad del socialista es Jean-Luc Mélenchon, el candidato que se ubica a su izquierda. Mélenchon ha sido la revelación de la campaña, y si hace algunos meses apenas se empinaba sobre los 5 puntos, hoy anda cerca del 15%. Antiguo dirigente socialista, Mélenchon combina una oratoria explosiva con un lirismo desatado (ni siquiera se ha dado el trabajo de calcular el costo de su programa). La presión que ejerce Mélenchon sobre Hollande es quizás la dificultad mayor de este último, pues lo obliga a mantener un discurso muy anclado a la izquierda: impuesto de 75% sobre los ingresos más altos, creación de 60.000 puestos públicos, anulación de la reforma de las jubilaciones que hizo Sarkozy, ésas son las (inviables) promesas que Hollande ha debido hacer para cuidar su flanco izquierdo. La apuesta del socialista es arriesgada porque eleva las expectativas cuando es evidente que, de ganar, su gobierno se verá obligado -por Bruselas, por los alemanes, por el mercado- a aplicar dolorosas medidas de ajuste. Sin embargo, el programa de Hollande no contempla ninguna rebaja del gasto público ni planes serios para reducir la deuda. Por eso, uno de los números a mirar con atención este domingo será la distancia entre Hollande y Mélenchon: si hay menos de diez puntos entre los dos, Hollande tendrá una difícil ecuación que resolver.

Sarkozy, por su parte, no la tiene más fácil, a pesar de su energía. Hace pocos meses, nadie daba un peso por su candidatura, pero el mandatario ha sabido darle una vuelta de tuerca a la elección, poniendo algo de incertidumbre. Por de pronto, logró revertir la tendencia para la primera vuelta, donde los sondeos lo dan en primer lugar. Sarkozy ha puesto todas sus fichas allí, pues sabe que su única posibilidad de triunfo es repetir la proeza de 2007: sacarle varios puntos a su contrincante socialista en la primera vuelta, y generar a partir de allí una tendencia ascendente para el balotaje. Sin embargo, se ve gastado como para triunfar en un ambiente hostil. Tiene a su haber el manejo de la crisis económica y el liderazgo internacional, pero también tiene un largo pasivo. Su estilo frívolo en el ejercicio del poder no termina de convencer a los franceses, más acostumbrados a la figura sobria del monarca republicano. Sarkozy vive en una agitación constante, pero aquello es vano: es más efectista que efectivo. Como si esto fuera poco, tiene a una candidata fuerte a su derecha: Marine Le Pen, quien marca 15 puntos en las encuestas, le impide adoptar un tono más moderado.

El cuadro entonces es el siguiente: dos candidatos favoritos, pero cada uno presionado por su extremo respectivo. El efecto es que la campaña tiende a girar en torno a los problemas de los extremos. Dicho de otro modo, ni Sarkozy ni Hollande han logrado imponer su propia agenda, y han seguido simplemente la retórica de los extremos. En esa lógica, los verdaderos problemas no son ni siquiera mencionados, justamente porque el extremismo se caracteriza por el simplismo intelectual: Mélenchon quiere resolverlo todo expulsando a los ricos, Le Pen expulsando a los extranjeros. En rigor, hay un solo candidato que tiene un discurso (relativamente) sincero, el centrista François Bayrou. Sin embargo, Bayrou se condenó hace años a un  aislamiento político que lo tiene estancado en un 10% (obtuvo 18% en 2007).

Así las cosas, la campaña francesa abre una pregunta central sobre la situación de las democracias contemporáneas. Porque uno puede preguntarse cuán legítimo es un gobierno que accede al poder prometiendo medidas imposibles de aplicar. La dinámica obliga a los candidatos a esconder la realidad eludiendo las preguntas incómodas, pero eso tiene un costo altísimo en la credibilidad del sistema. Quizás habría que buscar por acá las causas profundas de la crisis de la democracia representativa, que necesita una buena dosis de verdad (en quien emite y en quien recibe) para poder funcionar.

Publicado en Qué Pasa el 20 de abril de 2012

La paradoja de Pascal

QUIEN QUIERA hacer el ángel, hace la bestia, decía Pascal buscando prevenirnos contra los excesos del puritanismo. La naturaleza humana, y es una lección que el mismo Pascal había aprendido de Montaigne, se aviene mal con los deseos de purificación total. Aquellos que quieren una humanidad transparente y completamente diáfana buscan un objetivo imposible de alcanzar. No entienden la ambigüedad inherente a nuestra condición, a medio camino entre el ángel y la bestia.

La preocupación de Pascal era sobre todo religiosa (contra los excesos de algunas versiones del cristianismo), pero puede aplicarse a otros ámbitos, pues el rigorismo absurdo no es monopolio de tal o cual credo. De hecho, está lejos de ser un peligro superado: el puritanismo no acecha menos hoy que en el siglo de Pascal.

La idea de hacer públicos los correos electrónicos de un ministro tiene que ver con la misma pretensión. La lógica es la siguiente: puesto que un secretario de Estado no tiene, en principio, nada que esconder, entonces debe mostrarlo todo. Cualquier zona de oscuridad es sinónimo de posible corrupción, y debe ser por tanto eliminada. Los hombres públicos deben ser puros, y si se niegan, la ley debe forzarlos a serlo: que la luz se haga. Sólo así, dicen los más afiebrados, tendremos una administración pública digna de ese nombre.

¿Es razonable todo esto? ¿Es cierto que el escrutinio de las acciones públicas debe ser ilimitado? ¿Es siquiera deseable que algo así ocurra? Parece haber aquí un equívoco mayúsculo. Nadie niega que la transparencia en los asuntos comunes sea una buena noticia, pero empujar el principio al extremo es, cuando menos, absurdo.

El buen funcionamiento del Estado necesita zonas de intimidad, porque toda actividad propiamente humana las requiere, y ocurre que la política es una actividad humana, acaso la más humana de todas. Un ministro debe tener la posibilidad de intercambiar correos electrónicos, llamadas telefónicas y mensajes con algún grado de libertad de espíritu. Los políticos también son personas, y por eso no es razonable aplicarles un test de blancura que, seamos honestos, (casi) nadie aprobaría: ¿quién podría hacerse cargo públicamente de todas sus conversaciones, correos y mensajes transmitidos en un contexto de confianza? Las palabras dichas en privado no tienen vocación a hacerse públicas, porque el despliegue de lo humano exige una distancia entre lo público y lo privado, y eso también vale para las actividades públicas. Es cierto que esa distancia hace posible la hipocresía, pero también hace posible la libertad. El dogma de la transparencia total tiene más rasgos totalitarios que democráticos.

Por lo demás, cabe reflexionar un segundo sobre los efectos de una disposición de ese tipo. Los ministros no utilizarán más los correos institucionales, prefiriendo siempre sus correos privados. No enviarán más mensajes desde equipos de propiedad pública, sino desde sus propios computadores o teléfonos. Las posibilidades del lenguaje serán aún más restringidas.

Así, los asuntos comunes se alejarán aún más del dominio público, privatizándose completamente. Los formalistas kantianos, queriendo engendrar al ángel, terminarán acercándonos un poco más a la bestia. No creo que haya que estar demasiado agradecidos.


Publicado en La Tercera el miércoles 18 de abril de 2012

La nueva moral


LOS BUENOS por acá; los malos, por allá. La discusión sobre la ley antidiscriminación refleja bien el maniqueísmo que se ha ido apoderando de nuestras discusiones. La táctica es tan vieja como Rousseau y consiste en evitar el debate racional apelando a la condena moral. Aplicado a este caso, el razonamiento es más o menos el siguiente: si usted es contrario a la ley antidiscriminación, entonces usted es una miseria moral. El contradictor es reducido así al silencio, y eso sin ninguna necesidad de argumentar: negocio redondo por donde se le mire.

El bando "progresista" se atribuye así el monopolio de la bondad moral y no duda jamás de estar en el lado correcto: el mal, son los otros (baste leer la columna publicada el lunes por el profesor Mauricio Tapia en estas mismas páginas). En efecto, ¿por qué molestarse en atender argumentos que no son más que la fachada de prejuicios más o menos pueriles? La insinuación, a veces, puede ser más directa: ¿cómo tomar en serio a quienes se hacen cómplices por sus ideas del asesinato de Daniel Zamudio? Desde luego, tipos así no merecen un minuto de nuestro tiempo y sólo demuestran la imperiosa necesidad de continuar la cruzada por extirpar el mal del mundo.

Así, poco a poco, se va erigiendo una nueva moral, cuyos defectos no tienen nada que envidiarle a la antigua, con su séquito de militantes y de profetas, con sus verdades sagradas y su beatería. En rigor, la única novedad de la nueva moral es su paradoja intrínseca: aunque insiste en la neutralidad liberal y en la prioridad de lo justo sobre lo bueno, asume de hecho un discurso moral tanto o más sustantivo que sus predecesoras.

De cualquier modo, esta manera de "discutir" les hace un flaco favor a las causas que defiende, que pueden ser perfectamente justas. En democracia nadie puede pretender poseer toda la verdad, y por lo mismo, no estamos obligados a pensar igual. Hace falta un esfuerzo común para aceptar que nuestros desacuerdos son legítimos, por más profundos que sean, y esto vale para todos los sectores. Si no queremos que nuestro horizonte se estreche, si no queremos caer en el más plano de los conformismos, entonces debemos crear el clima necesario para que todos los puntos de vista se expliciten con la mayor libertad posible: incluso del error ajeno, decía Camus, tenemos mucho que aprender.

Por eso es normal, y hasta deseable, que haya interrogaciones sobre la ley antidiscriminación. Uno puede preguntarse, por ejemplo, si el derecho penal es la mejor herramienta para resolver este tipo de problemas, o si es adecuado crear categorías que rompen el principio de igualdad ante la ley y que, de paso, pueden terminar atentando contra la libertad de expresión. Estoy lejos de tener respuestas para estas preguntas, pero me parece indispensable formularlas con el mayor cuidado si queremos hacer algo más que legislar al ritmo de las redes sociales. Dicho de otro modo: no existe ninguna relación causal entre el grado de indignación moral por el caso Zamudio y la capacidad de comprender cabalmente lo ocurrido, y poder dar así con los remedios indicados. Pero vaya que debe ser difícil de entender todo esto en el mundo de las certezas, allí donde no caben las dudas y reina la bondad moral.


Publicado en La Tercera el 4 de abril de 2012