miércoles, 31 de octubre de 2012

Lo que esconden las cenizas


CUANDO aún conservaba la lucidez política, Pablo Longueira solía lanzar una advertencia: para la derecha, ganar el gobierno constituye una oportunidad histórica en un país donde la mayoría sociológica se inclina más bien a la izquierda. Si lo hacemos mal, decía Longueira, nuestro gobierno no será más que un episodio aislado en el gran ciclo histórico de la Concertación.

Todos esos fantasmas se hicieron carne súbitamente el domingo por la tarde cuando, en el lapso de pocos minutos, fueron derrumbándose una por una todas las certezas oficialistas. Las cifras son elocuentes, y baste sólo mencionar que en concejales la Coalición ni siquiera alcanza el 33%. Este porcentaje es justo la cifra mágica que permite una subsistencia cómoda bajo el binominal, pero que resulta bien inútil si acaso hay algo parecido a la vocación de mayoría.

No existe, desde luego, una sola causa que permita dar cuenta del desaguisado. Tampoco hay un solo responsable, porque los problemas estructurales de la derecha son compartidos. Por dar un ejemplo, nadie -ni los partidos ni el gobierno ni los candidatos- se dio el trabajo de intentar prever cuáles podían ser los efectos del voto voluntario en el electorado oficialista. Tanta fue la improvisación y tan exitista fue el diseño, que durante días la derecha sólo se preocupó del balcón, como si la elección fuera un mero trámite: un candor de aficionados del que sólo parece salvarse Andrés Allamand.

La oposición, por su parte, tiene justificados motivos de alegría. Porque si pudo aplicarle tal correctivo a la Coalición en un contexto de agudas divisiones internas, uno puede preguntarse qué habría ocurrido con una centroizquierda ordenada. Naturalmente, esto no la exime de la indispensable autocrítica. El triunfo es inobjetable, pero precario, porque descansa en una bajísima participación y en la anomia de la derecha, y esos no son buenos síntomas para nuestra democracia.

Pero qué diablos, esto es política, y es innegable que en esa cancha la oposición, a pesar de todas sus dificultades, gana con demasiada comodidad. Con la notable excepción de Michelle Bachelet, la oposición cree en la política y en sus virtudes, y propone discursos coherentes en ese sentido. El oficialismo cree poco y nada en la política, porque vive en la ilusión de que todos los problemas son de gestión o de comunicación, y eso es dar mucha ventaja. Por raro que suene, el hecho es que el gobierno nunca ha creído en la dimensión propiamente política de su labor, y eso se paga caro cuando hay elecciones. La nueva forma de gobernar sólo fue una forma sofisticada de ignorar la política, escondiéndose detrás de los pendrive, las planillas excel, las encuestas, los ingenieros comerciales, el 24/7, las parcas rojas, las sonrisas, los semáforos, los asesores de imagen, los números, los gerentes, el marketing, la excelencia, los mineros y las bilaterales.

El pecado original es haber intentado elaborar un discurso (a)político a partir de esas coordenadas que no son capaces de convocar a nada ni a nadie. Falló el diseño, porque falló el diagnóstico. Y falló el diagnóstico porque  la  derecha no ha tenido la honestidad -intelectual ni práctica- de asumir en serio el desafío de lo público.

Publicado en La Tercera el miércoles 31 de octubre de 2012

El precio de la paz


El premio Nobel de la Paz atribuido a la Unión Europea -por su aporte a la reconciliación, a la paz y a los DD.HH.- no debería sorprendernos demasiado. Después de todo, el club de los ganadores es un tanto excéntrico, y en él comparten techo Kissinger y Arafat con la Cruz Roja; y el mismo Obama lo recibió antes de hacer nada.  La distinción de este año sólo podría llamar la atención por lo tardío. En efecto, el hecho mayúsculo que encarna el esfuerzo europeo por la paz es la reconciliación franco-alemana, que tiene ya 60 años. El acuerdo que funda el mercado común del acero y el carbón, firmado en 1952, marca la voluntad por terminar definitivamente con la guerra en el territorio europeo. El objetivo, decía Schuman, era hacer de la guerra “no solamente algo impensable, sino también imposible”. El argumento tenía fuerza, pues Europa había protagonizado las dos guerras más sangrientas de la historia en un lapso de tres décadas. Es justamente el proceso iniciado en 1952 el que es universalmente reconocido, y a ese coro ha venido a sumarse la academia de Oslo.

Sin embargo, es importante no confundir la causa con el efecto. En la Segunda Guerra, Europa agotó todas sus fuerzas, y debió pedir auxilio a fuerzas extraeuropeas. El Viejo Continente cedió entonces su posición dominante en el mundo, abriendo paso a la guerra fría, donde Europa no fue más que un escenario de enfrentamiento entre las grandes potencias. Así, el proyecto europeo, que parece tan idílico, sólo puede explicarse a partir de la protección brindada-hasta hoy- por los Estados Unidos y la OTAN. Si durante décadas los europeos han podido construir un mundo pacífico, como si el conflicto no existiera, es simplemente porque hay un hermano mayor al que acudir en caso de urgencia (baste recordar los casos de Yugoslavia y Libia, por nombrar sólo dos ejemplos).

En palabras del filósofo Pierre Manent, el proyecto europeo está basado en el olvido de la condición política del hombre. Eso explica todas sus incoherencias y dificultades, tanto en el plano económico como en el político. El diseño inicial del euro confiaba ciegamente en que la economía terminaría por subordinar, necesariamente, a la política, y ese error se sigue pagando hasta el día de hoy. Por otro lado, resulta cuando menos irónico que se premie a la UE por su aporte a la democracia, en circunstancias que ésta viene avanzando desde al menos diez años contra la voluntad popular: en Europa, ya nadie se atreve a hacer un referéndum. Un buen síntoma del limbo europeo es el problema protocolar producido por el premio: nadie sabe quién debe recibirlo, si el presidente de la comisión (Barroso) o el presidente del consejo (Van Rompuy), ambas autoridades burocráticas carentes de legitimidad democrática.

En ese sentido, el Nobel de la Paz -más allá de los buenos sentimientos- puede ser leído como el mejor testimonio de la irrelevancia política de Europa. Si acaso es cierto, como sugería Maquiavelo, que la política siempre conlleva una dosis importante de conflicto, entonces el Nobel de la Paz sólo viene a confirmar lo que muchos ya sospechábamos: Europa ha dejado de ser un actor propiamente político, para convertirse en un actor moral. Triste destino para la cuna de la polis.

Publicado en Qué Pasa el viernes 19 de octubre de 2012

La falacia científica


MIENTRAS más avanza el conocimiento, dice Rousseau, menos sabemos quién es el hombre. Con esta paradoja, el filósofo alude al problema siguiente: mal utilizada, la ciencia puede estorbar más que facilitar el conocimiento de lo humano.

La frase se me viene a la mente luego de pasar días escuchando a los activistas de la causa homosexual buscando cerrar toda discusión, e incluso impedir la exposición de puntos de vista distintos, con la ayuda de estudios científicos y estadísticas varias.

La ciencia habló, afirman, y no hay nada más que discutir sobre el asunto (olvidando de paso que lo propio de toda teoría científica es justamente su carácter refutable). Con todo, la argumentación es persuasiva, pues el prestigio del que goza la ciencia en las sociedades modernas sólo es comparable al que pudo haber tenido la religión en épocas anteriores. Y de hecho es difícil no confiar en este nuevo oráculo, que dice buscar la verdad sin dogmatismos. Pero, ¿cumple la ciencia en su acepción actual todas sus promesas? ¿Nos permite acceder a la verdad con asepsia y veracidad? Nada es menos seguro y, justamente, por aquí iban los temores de Rousseau. Cuando la actitud científica pretende erigirse en vía exclusiva para conocer, excluyendo otras consideraciones, puede terminar siendo tan dogmática como sus predecesoras. Esto, por una razón muy simple: no existe algo así como la neutralidad científica, en parte porque los científicos no son ángeles, y en parte porque la ciencia no es autoexplicativa.

En rigor, la ciencia no es capaz de responder las preguntas que más nos importan, porque están fuera de su horizonte. La ciencia siempre parte de supuestos teóricos que no pueden demostrarse siguiendo el método científico, y por eso Nietzsche podía decir que detrás de toda ciencia hay un acto de fe. Es imposible, por ejemplo, determinar científicamente si acaso la homosexualidad es o no una enfermedad, porque ni siquiera la definición de enfermedad es meramente científica. Esto no convierte la cuestión en pura arbitrariedad, pero nos abre necesariamente a interrogaciones filosóficas que no podemos eludir. Hay muy buenas razones para pensar que la homosexualidad no es una enfermedad, pero ninguna de ellas es estrictamente “científica”. La manera correcta de argumentarlo no es blandiendo estudios y papers, sino asumiendo con honestidad que dicha posición implica supuestos filosóficos que no son neutros. Escudarse en la supuesta neutralidad de la ciencia equivale a discutir con muletas, sin querer hacerse cargo de las nociones sustantivas que se defienden. En castellano eso se llama contrabando y, al menos en lo tocante a la deliberación pública, es más aconsejable discutir a cara descubierta.

No se trata de descartar a priori la contribución de la ciencia a la discusión pública, pero sí de conocer sus límites. Cada vez que Pablo Simonetti nos explica que no debemos discutir tal o cual problema porque una asociación de científicos ya votó sobre él hace décadas, no sólo se erige en juez acerca de qué podemos debatir, sino que también invoca un tipo de argumento -el de autoridad- del que decía querer liberarnos. La causa homosexual se merece argumentos un poco menos falaces y discusiones un poco más honestas.

Publicado en La Tercera el miércoles 17 de octubre de 2012

lunes, 15 de octubre de 2012

La ciudad y los impuestos


SE ACERCA el momento del reavalúo fiscal de las propiedades afectas a contribuciones, con la inevitable agitación política subsiguiente. No faltarán, de hecho, los parlamentarios quejándose nuevamente de los efectos de leyes que ellos mismos han votado. Y aunque el reavalúo puede parecer hasta trivial, tiene algunas aristas que conviene mirar más de cerca.

La primera tiene que ver con el supuesto implícito en el reavalúo constante, según el cual todos somos especuladores inmobiliarios más o menos encubiertos: el Estado supone que todo propietario busca, en cuanto propietario, una plusvalía. En otras palabras, todos seguiríamos la vieja máxima que Marx le atribuye a la burguesía: “acumulad, acumulad, es la ley y los profetas”. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de quienes acceden a la propiedad tienen motivos bastante más pedestres: buscan un lugar para vivir junto a los suyos más que aumentar su capital.

Hay en este asunto una confusión de planos, pues se cruzan dos lógicas que no van en el mismo sentido. Esto exige una conducción propiamente política, pues cobrar las contribuciones según el estricto valor de mercado importa olvidar que la vivienda no es sólo ni primeramente un objeto de intercambio: es más bien allí donde transcurre buena parte de nuestras vidas y donde lo humano encuentra su metabolismo más propio. En ese sentido, lo natural sería que el cobro de contribuciones estuviera precedido por una consideración de la realidad personal y familiar del contribuyente. De lo contrario, el impuesto tiende a ser expropiatorio, excluyendo en los hechos a quienes no tienen los ingresos coherentes con el barrio.

Esta última observación nos conduce a otra dimensión del problema, tanto o más importante que la anterior: el impuesto territorial tiene también una incidencia directa en la configuración de la polis. Nos encanta lamentarnos por la segregación de nuestras ciudades, pero, ¿qué hace cada reavalúo sino expulsar a aquellos cuyos recursos ya no se corresponden con la última moda inmobiliaria? ¿No son acaso las contribuciones uno de los mayores instrumentos de exclusión social que cabe imaginar?  Este impuesto, tal como se cobra hoy, es la mejor manera de construir, al decir de Platón, dos ciudades en una, dos ciudades que no se tocan ni se ven. Si no estamos dispuestos a facilitar la integración con medidas efectivas, no nos quejemos luego del país que se va dibujando.

Es cierto que las contribuciones sólo afectan a cierto tipo de propiedades, y también es cierto que  las urgencias en materia habitacional van por otro lado. Empero, ya es hora de empezar a pensar nuestras ciudades de modo más integral, y los sectores que necesitan mayor integración son justamente los medios y altos. No se trata de eludir el justo pago de impuestos de quienes tienen altos ingresos, pero sí de concebir fórmulas que no dividan tan drásticamente nuestro espacio común. La ciudad no debe ser una mera agregación de espacios privados (que es el efecto del reavalúo constante), pues su razón de ser es exactamente contraria: constituirse como lugar de encuentro para lo diverso y para la creación de cosas comunes. Si nuestras ciudades no están cumpliendo ese rol, entonces vale la pena formular este tipo de preguntas del modo más explícito posible.

Publicado en La Tercera el miércoles 3 de octubre de 2012

Un espacio vacío


LA POLEMICA que enfrenta al gobierno con la Corte Suprema puede leerse en varios niveles. El primero tiene que ver con la “cuestión previa”: ¿puede el gobierno emitir opiniones sobre los fallos judiciales? La pregunta es delicada, pues una mala respuesta puede terminar afectando la independencia de los poderes del Estado. Pero esa independencia tampoco debe pensarse en términos muy estrechos, porque no equivale a inmunidad total. Los fallos de la Corte pueden (y a veces deben) ser criticados si hay buenas razones. Esto también vale para una ministra que, en el legítimo ejercicio de sus atribuciones, considera que una decisión judicial contiene errores graves. Es cierto que los jueces tienen la última palabra, pero eso no les otorga infalibilidad.

En cuanto al fondo, la crítica de la ministra alude a una cuestión importante: según ella, la autoridad judicial está sustituyendo en los hechos a la autoridad técnica. Si esto es cierto, o al menos plausible, podría configurarse una paradoja bien delicada: no sería la independencia del Poder Judicial la amenazada, sino la del Ejecutivo, que se vería invadido por jueces que toman decisiones que no les competen. Por cierto que la afirmación es discutible, pero se trata de eso: discutirla en lugar de intentar ganar por secretaría. No podemos reducir al silencio toda crítica si acaso queremos deliberar públicamente.

Pero la polémica tiene otro nivel más profundo que guarda relación con nuestra incapacidad para tomar decisiones políticas. Si nuestras dificultades tienden a ser zanjadas en sede judicial, entonces el problema no es tanto de los jueces como de los políticos. Dicho de otro modo: la judicialización creciente de nuestros conflictos es signo de un déficit político. Cuando la comunidad y sus representantes abdican de sus funciones propias, los jueces no hacen más que llenar un espacio que nadie ocupa. Bien decía Aristóteles que la naturaleza le tiene horror al vacío.

 En ese sentido, la intervención de los jueces no llama la atención si nos damos el trabajo de recordar algunos hechos simples: nuestra institucionalidad ambiental es débil, nuestras autoridades llevan años sin tomar decisiones relevantes en materia energética, y el gobierno actual liquidó Barrancones con un telefonazo. Si la ministra fuera rigurosa, debería formular estas preguntas que no son ajenas al problema. Algo parecido ocurre en materia de salud, donde el tribunal constitucional ha exigido corregir algunas distorsiones del sistema de isapres, después de una larga indolencia política.

 El problema no tiene solución fácil, pero hay una cosa segura: si no lo enfrentamos, seguiremos empantanados. Urge recuperar el sentido de la acción colectiva, que reside en la capacidad de tomar decisiones compartidas. Ponemos tanta atención en la protección de los derechos individuales, que perdemos de vista los aspectos políticos de nuestra situación. Si nuestros hombres públicos no asumen estos desafíos, están renunciando a ser políticos. Habrán optado por la mera administración de intereses privados o por la jefatura de pandillas rivales. Mientras, los jueces seguirán tomando las decisiones que nos competen a todos y ocupando el lugar que la política ha dejado vacío.

Publicado en La Tercera el miércoles 19 de septiembre de 2012

Descifrando a M. Hollande (entrevista a Laurent Binet)


Laurent Binet es, sin duda, una de las grandes estrellas noveles de la literatura francesa. Hace dos años publicó HHhH, una novela que narra el atentado, en 1942, al sanguinario oficial nazi Reinhard Heydrich. Recientemente publicado en español, el libro fue premiado y elogiado como un gran debut. El autor estuvo en Chile esta semana para participar del ciclo La ciudad y las palabras, del doctorado de Arquitectura de la UC, y habló sobre sus particulares opciones narrativas.

Pero Binet es también un apasionado de la política, y su último trabajo -lanzado recientemente en Francia- no es estrictamente literario: Binet siguió muy de cerca la campaña de François Hollande, con acceso a todo tipo de reuniones, conciliábulos y todo lo que puede ocurrir al interior de un comando presidencial. A partir de allí, escribió una crónica en forma de diario: Rien ne se passe comme prévu (Nada ocurre según lo previsto), donde Binet devela aspectos desconocidos del primer mandatario francés y de su camino hacia el Elíseo. Así, el autor, un declarado izquierdista, es un  testigo privilegiado para intentar conocer al enigmático Hollande.

-En Francia y en el mundo existe bastante curiosidad por la figura del presidente francés, ¿puede hablarse de un “misterio Hollande”?

-Ciertamente hay un misterio, pues todo el mundo se pregunta por él. Mi objetivo no era tanto hacer un retrato como un relato de la campaña, pero me suelen preguntar sobre la persona Hollande. Desde ya, creo que es una victoria para él que todo el mundo se haga la pregunta: hasta hace no mucho, todos pensaban que Hollande no valía gran cosa, y que su gran virtud eran los chistes. Hoy todos piensan que hay un misterio: ¡es un progreso! Hollande es inteligente y astuto, y si bien no es como Mitterrand, al que le decían la Esfinge, su astucia es habernos hecho creer, durante mucho tiempo, justamente que no había misterio.

-Una de sus frases de campaña fue “un presidente normal”, para diferenciarse de Sarkozy. ¿Sigue siendo pertinente buscar la “normalidad” hoy, cuando Europa y el mundo viven una crisis extraordinaria? ¿No corre el riesgo de banalizarse y caer en la inacción?

-En esto hay dos niveles. Está la cuestión de su actividad, que es una pregunta política; y está la pregunta de su “normalidad”. Yo creo que el concepto de “normalidad” no quiere decir nada.  Da igual, y mientras nos preguntamos eso, no hablamos del Banco Central Europeo, ni de Merkel, ni del tratado europeo que rechazaba y que ahora aprueba. La normalidad es signo de su habilidad, pues le permite evitar las preguntas más complicadas.

-Usted admite haber estado tentado de votar por Mélenchon, el candidato de la extrema izquierda, pero finalmente decidió votar por Hollande. ¿Se arrepiente?

-Había razones políticas que explican mi voto. Yo estoy marcado, como muchos de mi generación, por el trauma del 2002  (año en que el candidato socialista no llegó a segunda vuelta por la dispersión de votos de la izquierda en primera vuelta). Yo nunca había votado socialista en primera vuelta, pues estaba bastante más a la izquierda. Pero ya en 2007 voté socialista, aunque Ségolène Royal no me convencía mucho. Al final, la alternativa es entre la derecha y el socialismo. Haga lo que haga Hollande, estoy muy feliz de que Sarkozy haya perdido el poder.

-Hollande acaba de lanzar un plan de austeridad, donde reniega explícitamente algunas de sus promesas. ¿Lo decepciona o se esperaba que esto ocurriera?

-Sí, hay cosas que decepcionan. Por ejemplo, la regla de oro (una reforma propuesta por Sarkozy, que inscribe en la Constitución un máximo de déficit en el gasto público; los socialistas la rechazaron, pero ahora Hollande se ha mostrado favorable), que prohíbe todo margen de acción al gobierno, es la típica  trampa de la derecha en la que caen los socialistas. Eso me decepciona. Al mismo tiempo, como elector de izquierda, estoy acostumbrado a que los socialistas me decepcionen: no hay que esperar mucho. También sé que en Francia el debate es muy caricaturesco. Después de todo, Hollande logró que Merkel aceptara un impuesto sobre las transacciones financieras, y ésa es una victoria de la izquierda, de la que no se habló mucho, pero fue un avance en el buen sentido. Esperaba un poco más, pero todavía espero, todavía queda tiempo. Además, me gusta mucho creer en la profecía de Emmanuel Todd, el intelectual francés que asegura que, de todos modos, Hollande no tendrá opción: la crisis es de tal profundidad, que tendrá que virar a la izquierda para modificar este viejo sistema de derecha y de capitalismo desregulado. Quiero creer que Hollande tendrá esta oportunidad histórica y sabrá aprovecharla.


-El filósofo Marcel Gauchet dice que Sarkozy tenía objetivos pero carecía de método, y que Hollande tiene método, pero carece de objetivos. ¿Le parece pertinente esa formulación del problema?

En lo referido a Sarkozy, eso no tiene sentido. Sarkozy fue todo y nada a la vez, no tenía ninguna dirección. Incluso se vanagloriaba de ser una especie de blanco móvil: antes que lo criticaran por alguna medida, él ya estaba haciendo otra cosa. Su única constante, como dice Todd, es haber sido suave con los fuertes y duro con los débiles.


-¿Cree que el presidente tiene alguna idea de lo que la izquierda debe hacer en esta crisis globalizada, más allá de los equilibrios europeos y socialdemócratas?

-Tiene una idea socialdemócrata que es el intervencionismo y la regulación. Tiene dificultades para aplicarla por causa de Merkel, pero tiene al menos esa idea, esa finalidad que no tenía Sarkozy, que era fundamentalmente un ultraliberal, en el sentido europeo. Hollande es socialdemócrata, con sus limitaciones: quiere la reforma, no la revolución. Por lo demás fue elegido con un programa que anunciaba alzas de impuestos. Su programa no es tanto reducir los gastos como aumentar los ingresos. No escondió que había problemas, y quiere establecer una austeridad de izquierda: no es lo mismo subir los impuestos que reducir los gastos. Por mi parte, prefiero pagar más impuestos y que los hospitales sigan funcionando.

-¿Se reconoce usted en la ambivalencia propia de la izquierda, entre el realismo y las ganas de ir más lejos?

-Me siento muy melenchonista. Creo que el pseudorrealismo de derecha, de Sarkozy y Merkel, nos tiene al borde del abismo. En los años 30, el realismo de Roosevelt consistía en grandes obras públicas y en impuestos elevados, y eso nos parece utópico hoy. Pero Roosevelt no era un soñador, era lo que necesitábamos.

-Después de haber pasado una temporada en el corazón de una campaña presidencial, ¿cuál es el elemento que usted rescata de esa experiencia?

-Descubrí la importancia del terreno. Yo pensaba que el terreno era un folclorismo, que saludar gente en el mercado, o incluso hacer una concentración, no pasaba de lo anecdótico. Pero en rigor estaba equivocado. Por una lado, el terreno crea una dinámica para el candidato y, por otro, es su único vínculo con el mundo real. Un debate por TV no es el mundo real, estás al otro lado del espejo; pero cuando el candidato se enfrenta a la gente, hay algo diferente, hay una dinámica. Aprendí eso, la importancia del terreno y de la realidad. Yo creía que estábamos en una sociedad post-debordiana, que la realidad había dejado de existir, pero en verdad todavía existe.

-Su libro toma el título de la frase de Hollande: “Nada ocurre según lo previsto”. Pero, ¿no puede decirse al mismo tiempo que en Hollande todo es fruto del cálculo y la perseverancia?

-Es cierto, es un tipo muy determinado. Pero nada ocurre según lo previsto, y hay dos casos en la campaña. Primero el caso Strauss-Kahn, que es a propósito del cual Hollande pronuncia la frase. Y luego está el caso Mohamed Merah, el joven musulmán que asesinó a varias personas (ante lo cual los candidatos suspendieron la campaña para evitar una escalada social del caso).

-¿Hollande siempre conservó la cabeza fría?

-Sí. En todo caso, si pierde la calma, no se nota. Lo vi nervioso una sola vez, la noche de la primera vuelta, cuando Mélenchon anunció que lo apoyaría.

-En sus trabajos, usted suele poner su propia subjetividad en primer plano, citando incluso una frase de S. Thompson (“Si quiere objetividad, vaya a revisar los resultados del deporte”). ¿Cómo concibe usted la articulación entre escritura y subjetividad?

-Yo no lo digo para parecer más literario, lo hago más bien por honestidad intelectual. No me gusta afirmar algo si tengo dudas, y los historiadores no siempre siguen esa regla. Tampoco me gusta hablar de un hecho histórico inventando algo sin advertir al lector. Es algo que me viene naturalmente. No sé si eso hace que mis textos sean más o menos literarios, pues la cuestión de la literatura es una pregunta muy complicada, pero me gusta la idea de que esto instaura una forma de diálogo con el lector. El lector puede enojarse conmigo, con este profesor de izquierda, hijo de comunistas; eso saca al lector de su actitud pasiva, lo vuelve activo. Esa idea me gusta mucho.


-Milan Kundera dice que lo propio de la novela es suspender el juicio moral. Dicho de otro modo, que la moral de la novela es no tener moral. En su libro HHhH, usted abandona un poco esa regla, pues asume siempre un punto de vista moral. ¿No perjudica eso el esfuerzo de comprensión al que alude Kundera?

-No creo. El problema central del libro no pasa por saber si los nazis son buenos o malos, porque todos saben que los nazis son malos. No es una cuestión interesante de discutir. A mi modo de ver, la pregunta interesante es la relación entre la historia y la literatura. Yo me ubico del lado de la historia, pero la ambigüedad de mi posición reside en el hecho de que cedo con frecuencia a la literatura, tengo la impresión de perder terreno frente a la literatura. Allí hay una tensión, y entonces una ambigüedad, y entonces es interesante. Por ejemplo, en HHhH, soy muy duro con Chamberlain y Daladier, a veces incluso más duro que con Hitler, lo que es obviamente injusto. Pero el lector dispone de los elementos de juicio, porque también explico mi cercanía sentimental con los checos, y por qué me duelen tanto los acuerdos de Münich.

-¿Cuáles son sus inspiraciones literarias?, ¿cree usted estar abriendo un nuevo camino literario con HHhH y su estilo tan singular?

-Hay algo de Xavier Cercas y la Anatomía de un instante; no es el mismo estilo, pero sí el mismo dispositivo. Algo parecido me ocurre con Emmanuel Carrère. La referencia principal, aunque insconsciente, es Maus, de Art Spiegelman. Hay un ir y venir entre pasado y presente que me parece muy interesante. Maus es un muy buen cómic, pero es sobre todo una formidable metanovela.

-¿Qué piensa de la polémica que se ha generado a partir de los últimos textos de Richard Millet, donde éste intenta explicar los crímenes de Breivik en clave literaria?

Creo que se trata de una polémica mal planteada. Desde luego, un escritor tiene derecho de hablar de lo que quiera y cómo quiera. El problema es que Millet quiere hacerse pasar por un escritor, pero todos sabemos cuál es su fantasma: Céline y los panfletos antisemitas de los años 30. El problema central de la literatura francesa es que nos tomamos muy en serio esa frase de Gide, “no se hace literatura con buenos sentimientos”. ¡Algunos cerebros débiles dedujeron de allí que los malos sentimientos pueden bastar para hacer literatura! Pero no es así, son órdenes diferentes, los sentimientos no garantizan la buena literatura, sean buenos o malos. No es sobre la moral que hay que criticar  Millet, es sobre su modo de escribir.

Entrevista publicada (parcialmente) en Qué Pasa el viernes 14 de septiembre de 2012

Los niños ausentes


¿COMO MEDIR la calidad de un régimen político? Para esta difícil pregunta, Rousseau propone una respuesta muy sencilla: si la población crece, el régimen es bueno; si disminuye, el régimen es malo. El criterio sugerido por Rousseau nos obliga a formular una tonelada de preguntas incómodas, pues el censo 2012 confirma una tendencia anunciada hace años: nuestra población crece a un ritmo tan lento, que no es descabellado suponer que los chilenos empecemos a reducirnos en un plazo no demasiado largo. De hecho, la tasa de natalidad apenas alcanza 1,9, lo que es inferior a la tasa de reposición: en Chile faltan niños, y muchos.

La cuestión tiene dimensiones económicas, sociales y estratégicas, aunque no puede reducirse a ninguna de ellas. Es un problema económico, porque el crecimiento no es sustentable sin una población activa predominante, y no podemos recurrir eternamente a la inmigración. Es un problema social, porque no es seguro que en Chile estemos preparados para hacernos cargo, entre tan pocos, de todos nuestros abuelos. Es un problema estratégico, porque la población es el soporte de nuestro territorio. Pero es, sobre todo, un problema existencial: ¿los chilenos queremos seguir existiendo y perpetuar aquello que nuestros padres nos legaron? Después de todo, nación y nacimiento tienen la misma raíz semántica.

En todo caso, lo más grave es que a nadie parece importarle demasiado. Los políticos siguen enfrascados en sus discusiones, los actores sociales guardan silencio, y no faltarán los pueblerinos que se alegren porque estos números nos acercan al primer mundo. Y aunque no se trata de predicar el apocalipsis, es un problema de primera magnitud que merece toda nuestra atención. Por más que lo ignoremos, dudo de que haya un fenómeno de mayor calado en el Chile de hoy.

Parte de la dificultad que tenemos para siquiera percibir el problema, tiene que ver con nuestra manera algo estrecha de encasillar los temas. La preocupación por la familia es “de derecha” o, peor, “conservadora”. Así, la izquierda se da el lujo de obviar una cuestión tan relevante y a la que podría sacarle tanto provecho, como la natalidad: de tanto perseguir el curso de la historia, los más progresistas suelen desorientarse. Como fuere, se hace indispensable un acuerdo transversal (como ocurre en el resto del mundo) para intentar revertir la tendencia. En rigor, sólo hace falta voluntad política, pues disponemos de una buena cantidad de experiencia comparada. Y todos los instrumentos son válidos, porque la cuestión toca todas las dimensiones de la vida humana: políticas tributarias que consideren las realidades familiares antes de cobrar, construcción de viviendas adaptadas a la vida familiar, sistemas de salud que no penalicen sistemáticamente a las mujeres en edad fértil ni a las familias con varios hijos, e incluso ayudas directas a las familias numerosas de escasos recursos.

El desafío es arduo, pues supone dejar de ver a los hijos como algo puramente privado. El nacimiento de un niño no nos puede ser indiferente, porque tiene un significado político. La natalidad, decía Arendt, es el milagro que salva al mundo y a los asuntos humanos de su ruina natural, y por eso urge pensarla políticamente, aunque sólo sea para superar el misterioso silencio que rodea a nuestros niños ausentes.

Publicado en La Tercera el miércoles 5 de septiembre de 2012