Por varios motivos, el discurso del 21 de mayo estuvo rodeado de mucha expectativa. Y no tenía nada de raro ya que, después de un inicio accidentado, se esperaba que Sebastián Piñera diera definiciones claras sobre el rumbo que tomará su gobierno en los meses y años por venir. Recordemos además que su campaña tampoco había dado señales demasiado nítidas. Pues bien, el pasado viernes el primer mandatario mostró un rumbo. A algunos podrá gustarle más que a otros, pero al menos ya sabemos más o menos de qué se trata esto: los contornos del piñerismo comienzan a delinearse. Un poco tarde, es verdad, pero más vale tarde que nunca.
El discurso tuvo un primer mérito de hacernos sentir con claridad y con sentido de la urgencia cuánto nos falta por hacer y por avanzar. El Presidente supo manejar ese efecto con destreza, algo así como: “muchachos, la siesta se acabó, es hora de ponerse a trabajar duro”. Es cierto que la épica del discurso es más bien limitada, y también es cierto que la retórica de Piñera no será recordada en los próximos siglos. Pero convengamos que ni Eduardo Frei ni Michelle Bachelet eran grandes oradores, y en la comparación con Ricardo Lagos cualquiera sale mal parado. Además, Piñera no tiene ningún interés en salir a jugar en una cancha que no le es favorable, pues sabe que allí tiene mucho que perder y poco que ganar. Prefiere elegir el terreno que más le acomoda, y desplegar allí sus habilidades. Por eso el acento en la gestión y los números, en las metas y las estadísticas. Allí se siente bien, y allí es donde cree que puede estar su aporte. No es Pericles, qué duda cabe, pero no es imposible que el Estado chileno necesite con urgencia algunas dosis de piñerismo.
En ese sentido, un segundo mérito del discurso fue la conciencia de las propias fortalezas y debilidades. Por eso resultaron tan equivocadas aquellas proyecciones según las cuales Piñera buscaría refundar la derecha y mover las placas tectónicas. Eso es no conocer al personaje. A Piñera le interesa hacer un buen gobierno, y las refundaciones ideológicas simplemente no son lo suyo, al menos no de un modo tan explícito. Así también se explica la bullada ausencia de propuestas sobre la convivencia de personas del mismo sexo. Para Piñera no tenía ningún sentido introducir un tema altamente conflictivo al interior de su propia coalición, sobre todo si recordamos que nunca fue especialmente partidario de la moción Allamand-Chadwick, por más que Carlos Peña quiera hacernos creer lo contrario. Además, desde el punto de vista de la eficiencia, tampoco tenía sentido gastar energías allí, habiendo tantas otras tareas por sacar adelante. Los costos eran evidentemente mayores a los beneficios, y uno no puede sino preguntarse cómo y por qué se filtró ese tema en los días que precedieron el discurso.
Por su parte, la Concertación quedó aún más desorientada de lo que ya estaba, si cabe. Primero, criticó a Piñera por plantear metas que van más allá de su período, sin considerar que los países se construyen con miradas de largo plazo, y no es culpa de Piñera si el período presidencial fue rebajado a cuatro años. Luego, se enredó en una discusión infantil sobre si las ideas eran de ellos o de nosotros, como si la autoría intelectual tuviera alguna relevancia en política. En el fondo, la Concertación quedó descolocada porque Piñera supo moverse en registros semánticos tradicionalmente ajenos a la derecha: en esto, Piñera ha mostrado ser un buen alumno de Sarkozy. Tiene habilidad para desconcertar y libertad para moverse con soltura, y ése fue otro mérito del discurso. Y no es que se esté moviendo a la izquierda: está jugando para ganar tiempo y espacio. Está acumulando capital político.
Ahora bien, como toda estrategia, el camino elegido también tiene sus riesgos, y la evolución del presidente francés bien puede servir para ilustrarlos. Por un lado, una apertura muy marcada a las ideas del adversario puede resultar contraproducente, pues se corre el riesgo de perder al electorado duro sin necesariamente ganar al del frente; por eso, más vale utilizarla con prudencia para no desdibujarse. También hay una enorme interrogante en lo referido al financiamiento: no es seguro que el estado actual de la economía chilena se corresponda con todos los desafíos planteados, más aún considerando que el escenario global es particularmente difícil. Y, por cierto, ni necesitamos ni queremos populismo de derecha. Por otro lado, son tantos los flancos abiertos que una última pregunta queda inevitablemente en el aire: ¿es posible que un gobierno de cuatro años pueda hacerse cargo de tantas cosas a la vez?, ¿no sería mejor privilegiar dos o tres temas centrales y focalizar allí las energías antes de dispersarse en muchos frentes distintos? El ejemplo de Sarkozy no es muy alentador: de tanto querer reformar, el mandatario francés se quedó sin recursos políticos en la mitad de su período. Piñera parece convencido de que se puede caminar y mascar chicle a la vez, pero tendrá que mostrar con hechos que no se trata de puro voluntarismo que da vueltas en banda. La vara para medir a Piñera será especialmente exigente porque él lo quiso así, y tendremos que cobrarle la cuenta.
Publicado en El Mostrador el jueves 27 de mayo de 2010
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