En 1960, cuando terminó su monumental Vida y destino, la respuesta que recibió Vasili Grossman del poder soviético fue clara y directa: un libro como el suyo no podría ser publicado antes de unos doscientos años. Todos los manuscritos fueron requisados y Grossman, que había sido comunista comprometido, se sintió devastado. Sin embargo, comprendió que su deber era seguir escribiendo, más allá de sus nulas perspectivas de publicación. Su última novela, Todo fluye, fue terminada en 1964, pocos días antes de su muerte. Constituye así una especie de testamento literario y político. Aunque fuera por esa sola razón, el libro ya valdría una lectura reposada.
Todo fluye es la historia de un regreso. Iván Grigorievich estuvo deportado treinta años, y es liberado en 1953 tras la muerte de Stalin. Es un regreso inacabado y parcial: en tres décadas el mundo puede cambiar demasiado y, además, ya casi nadie lo recordaba. Peor aún, para sus antiguos conocidos su regreso tiene mucho más de complicaciones que de alegrías, pues los intocados cargan con un sentimiento de culpa que lo contamina todo. Iván observa y se da cuenta del malestar que produce su presencia. Como un espectro, intenta rehacer su vida, e intenta también reconstruir treinta años de historia, treinta años de ausencia. El relato, escrito con la mejor pluma de Grossman, es conmovedor.
En buena medida, el valor de la novela reside en que Grossman está mucho más interesado en comprender que en juzgar. En parte porque alguna vez él mismo cedió a la presión, firmando una carta acusatoria, pero en parte también porque Grossman era demasiado consciente de esa lección agustiniana según la cual el mal atraviesa el corazón de todos los hombres. En un momento, tratando de aclarar la cuestión, el autor presenta extraordinarios retratos de cuatro Judas, de cuatro delatores, cada uno con sus motivos y sus pulsiones, con sus miserias y sus grandezas. Los responsables de la deportación de Iván también tenían sus razones, y es menester comprenderlos antes de condenarlos. Dicho de otro modo, Grossman busca rescatar la complejidad del fenómeno humano, pues sabe que, de no hacerlo, caerá en el vicio de los opresores. Como Camus, entiende bien que una comprensión adecuada de lo ocurrido tiene que pasar, necesariamente, por una consideración seria de la naturaleza humana.
Así, la novela está cruzada por excursos y anotaciones, que le van dando altura y densidad al relato. Nos encontramos con una larga reflexión en torno a la unidad profunda entre Lenin y Stalin, reflexión que, por cierto, contradice las ideas dominantes en la época de Kruschev. También hay una comparación entre nazismo y comunismo, que tiene tanto más valor por cuanto Grossman no podía conocer la noción de totalitarismo. Pero el pasaje más estremecedor es la descripción de la hambruna de Ucrania, en la que millones de personas perecieron de hambre. El autor siente cierta impotencia, pues conoce los límites de su arte: "Puedo contar todo esto, naturalmente, pero un relato, un relato no es sino palabras y esto, esto era la vida, el sufrimiento, la muerte por el hambre".
Si acaso es cierto que la literatura nos ofrece un acceso privilegiado a la comprensión de la realidad, entonces la lectura de Todo fluye puede ser mucho más ilustrativa que la de muchos libros de historia. Y no podemos sino agradecer la existencia de escritores con tan alta idea de sus propios deberes, como fue Vasili Grossman.
Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 7 de mayo de 2010
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