"NO SERÁ punible la interrupción de un embarazo cuando se haya verificado por un grupo de tres médicos la inviabilidad fetal". Así reza la segunda parte del proyecto de ley presentado por los senadores Rossi y Matthei. La propuesta parece tener para sí todo el buen sentido. ¿Por qué habríamos de obligar a una madre a terminar un embarazo si sabemos que su hijo es inviable? ¿No corresponde, en esas circunstancias, darle a ella la libertad de decidir y trazar su destino según su propia voluntad? Estas preguntas son, desde luego, atendibles y merecen una discusión seria.
En cualquier caso, quizás no sea inútil intentar precisar de qué estamos hablando antes de entrar al fondo. El tema cruza tantas sensibilidades y despierta tantas pasiones, que el debate tiende a transformarse en diálogo de sordos. Sin embargo, y dado que el asunto reviste la más alta importancia, no haríamos mal en tratar de generar las condiciones de un verdadero diálogo; y éste exige que nos tomemos en serio las razones de quienes no piensan como nosotros. Así, esta no es una discusión entre fanáticos fundamentalistas que intentan imponer sus creencias contra liberales amables y tolerantes. Tampoco es una discusión entre malvados partidarios de la muerte contra defensores de la vida. Ese tipo de consignas se repiten con frecuencia -140 caracteres obligan-, pero no es seguro que contribuyan a la deliberación común. La discusión sobre el aborto consiste en determinar quiénes forman parte de la especie humana: es un debate sobre el significado de lo humano.
Dicho de otro modo, se trata de definir a quiénes consideramos como iguales y quiénes pueden, por tanto, gozar de protección jurídica. Es una manera de retomar el hilo con la vieja discusión de Bartolomé de las Casas. Por eso resulta tan desencaminado centrar el debate en torno a la autonomía personal, porque acudir a esa noción supone resuelto el punto que se discute. El atajo es tan cómodo como falaz.
Un poco por lo mismo, el proyecto en cuestión es menos inocente de lo que parece. Por un lado, no define qué entiende por "inviabilidad", y sabemos cuánto puede esconderse tras un concepto mal definido. Pero, además, la iniciativa contiene una aseveración implícita relativa a la dignidad del no nacido. La razón es simple: a la hora de definir si alguien merece o no respeto, su "viabilidad" es completamente irrelevante. La moción supone entonces que el feto tiene menos dignidad, lo que implica al final que no la tiene, porque la dignidad humana no se troza en pedazos ni se cuenta por mitades. Se admite así un principio que puede justificar una autorización mucho más amplia del aborto. Defender este punto de vista es perfectamente legítimo, pero lo sano sería discutir el tema con menos eufemismos.
Ahora bien, y en lo que atañe a la cuestión de fondo, los partidarios de la legalización del aborto deben darnos razones lo suficientemente poderosas como para excluir a los no nacidos, o a un grupo de ellos, de nuestra comunidad. En otras palabras: si el embrión o feto, organismo vivo, no pertenece a la especie humana, ¿a qué especie pertenecería? ¿Podemos tratarlo como objeto sólo porque se encuentra en un estado temprano de su desarrollo? A estas preguntas, que han sido ignoradas por los impulsores del proyecto, debemos tratar de responder con la mayor exactitud posible, porque aquí los errores no son puramente estadísticos. Es una cuestión de mínima y estricta justicia.
Publicado en La Tercera el miércoles 29 de diciembre de 2010
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