viernes, 30 de diciembre de 2011

Merkozy sin poder

El lunes se reunieron en París Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, en la enésima reunión clave para salvar el Euro. La imagen final de dos dirigentes anunciando profundas reformas a los tratados no puede ser más decidora respecto del estado de la Unión Europea: por más que se multipliquen los procedimientos y la burocracia, todo se sigue jugando en el acuerdo (o desacuerdo) entre franceses y alemanes — ¿una especie de revancha de la política?

La reforma propuesta consiste básicamente en sancionar a los países que incumplan las reglas de disciplina presupuestaria para asegurar cierta estabilidad económica. Empero, el proyecto tiene varias dificultades. Por un lado, hay que recordar que el tratado de Maastricht ya suponía un compromiso de los estados miembros a controlar la deuda y el déficit: si los países no lo han cumplido, uno puede preguntarse por qué habrían de cumplirlo ahora, sobre todo considerando que el proyecto no especifica el tipo de sanción a aplicar. Por otro lado, todo indica que la reforma no será sometida a referéndum, lo que genera dudas respecto de la legitimidad democrática de Europa, que lleva años construyéndose de espaldas a los ciudadanos. Hace pocas semanas, Jürgen Habermas advertía el riesgo que corre la Unión de entrar en una era post-democrática, donde los gobiernos elegidos pierden facultades que la burocracia europea —no elegida— va asumiendo para sí. Para peor, la última vez que los europeos votaron sobre Europa dijeron que no, y ése parece ser argumento suficiente para no volver a preguntar.

El problema, como siempre, no es sólo económico sino también político. De hecho, incluso al interior de la dupla franco-alemana cunden las desconfianzas. El tono de las críticas de la izquierda francesa puede ser útil para tomar la temperatura: mientras algunos recuerdan la Alemania de Bismarck, Sarkozy ha tenido el dudoso privilegio de ser comparado con el Napoleón III de Sedan y con Daladier, el mismo de los acuerdos de Munich de 1938. La situación es un poco paradójica, porque mientras en París se cree que los alemanes han impuesto todos sus términos, en Berlín la impresión es exactamente contraria. Esto podría ser síntoma de que los acuerdos son equilibrados, pero la verdad es un poco distinta: es síntoma más bien de una distancia que nadie ha querido recorrer, es síntoma más bien de la coexistencia de distintos modelos de desarrollo que no encuentran un terreno común y que no se sienten cómodos con una moneda común. No hay consenso ni en el diagnóstico ni en los remedios, ni hay disposición real a generar las convergencias necesarias. Por eso los acuerdos son mínimos y casi ridículos frente a la gravedad de la crisis —y por eso las “reuniones clave” están lejos de terminar. Por lo demás, las salidas para el Euro tampoco se cuentan por decenas. En rigor, se reducen a tres: intervención directa del banco central (con la inflación consecuente), asumir parte de la deuda en común, gobierno federal —o todas las anteriores. Nada de eso está en el horizonte hoy. Digamos que en Europa nadie quiere divorciarse —los divorcios pueden ser muy caros—, pero los esposos tampoco están dispuestos a compartir el lecho. Así, por su incapacidad de tomar decisiones sustantivas, Europa está renunciando a ser dueña de su propio destino.

Publicado en Qué Pasa el viernes 8 de diciembre de 2011

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