El lunes recién pasado, el consejo constitucional francés dio a conocer los nombres de los diez candidatos autorizados a concurrir a la próxima elección presidencial, en lo que debía señalar el inicio de la campaña. Sin embargo, este lunes fue diferente. En la mañana, un profesor, sus dos hijos y otro niño fueron asesinados en una escuela judía en Toulouse. El victimario perpetró el acto con una frialdad asombrosa: cambió de arma cuando la primera no funcionó, y luego partió como si nada en scooter. Este último dato permitió vincular el caso con otros crímenes recientes: tres militares -dos de origen norafricano, otro de origen antillés- habían sido abatidos hace pocos días en Montauban, al norte de Toulouse. ¿Qué motivación común puede esconderse tras la elección de esas víctimas? ¿Estamos frente a alguien cargado de odio hacia los judíos, hacia los militares, hacia los extranjeros? ¿O todas las anteriores?
Naturalmente, todos los medios fueron desplegados para intentar dar con el asesino. Al momento de escribir estas líneas, los servicios de seguridad tienen cercado al principal sospechoso, un cercano a movimientos islamistas y que había estado hace no mucho en Pakistán. Sería apresurado deducir cualquier conclusión a partir de los datos disponibles, pero es obvio que todos los discursos pueden intentar recuperar para sí el asunto. Es cierto que los candidatos han guardado, en general, un tono respetuoso -varios incluso suspendieron sus actividades-, pero nadie duda de que lo sucedido en Toulouse marcará un punto de inflexión. De hecho, en marzo de 2002, un análogo movió el eje de la campaña hacia los temas de seguridad, y ése fue el inicio del fin de la vida política de Lionel Jospin.
Por de pronto, el candidato centrista François Bayrou se permitió criticar veladamente a Nicolas Sarkozy el mismo lunes: según él, estos hechos tienen que ver con el estilo provocador y rupturista del mandatario que tiende, según Bayrou, a dividir a los franceses. Una acusación tan audaz como incierta. En la extrema derecha, Marine Le Pen se mueve en una delicada cornisa: por un lado, su partido ha estado siempre más o menos cerca del antisemitismo, pero si el culpable forma parte del islamismo radical, entonces su discurso antimusulmán se verá reforzado, y el registro le acomoda perfectamente: los extremos no sólo se tocan, también pueden confundirse. En cuanto a Sarkozy, abandonó abruptamente el traje de candidato para volver a calzarse el de presidente. Y aunque es mezquino sacar cuentas, es indudable que la tragedia lo favorece, pues le permite encarnar la unidad de la república en un momento emotivo. François Hollande, cuya candidatura ya mostraba signos de agotamiento, se ve obligado entonces a guardar un incómodo silencio: debe respetar la figura presidencial y esperar un mejor momento para el contraataque.
De cualquier modo, y más allá de los innegables efectos políticos, la pregunta de fondo seguirá siendo cómo evitar que algo así vuelva a ocurrir. Esto obliga, por un lado, a interrogarse sobre el destino de las sociedades llamadas multiculturales. No se trata de condenar un fenómeno inevitable, sino de saber si acaso éste puede ser viable sin un sustrato fuerte que lo articule y lo dote de sentido. Es cierto que el mal es una posibilidad inherente a la condición humana, y que no hay modo de erradicarlo completamente; pero también es cierto que una sociedad que deja de creer en sí misma es particularmente vulnerable. Ninguno de los candidatos presidenciales ha mostrado, hasta ahora, signos de poder responder adecuadamente este tipo de preguntas.
Publicado en Qué Pasa el viernes 23 de marzo de 2012
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