"ME REPUGNA que sea el Estado el que decida". Con estas palabras, Evelyn Matthei confirmó su apoyo al proyecto de aborto terapéutico que se discute en el Senado. Pero la ministra también formuló, con su estilo tan singular, un argumento que se repite entre los partidarios de la legalización del aborto: en una cuestión tan controvertida, lo mejor es dejar que cada cual decida según sus propias convicciones.
Debo confesar que una solución de ese tipo suena razonable, pues resguarda la autonomía de la mujer y parece conservar cierta neutralidad. Según esta lógica, la prohibición del aborto implica la imposición ilegítima de una concepción particular de lo bueno -eso que Rawls llamaba las doctrinas comprensivas- en el espacio público.
Por cierto, si la ministra del Trabajo quisiera ser coherente, debería admitir que el argumento está lejos de ser válido sólo para el aborto terapéutico (que por lo demás no requiere de nuevas leyes), y abre la puerta para una legalización generalizada. En ese sentido, los partidarios de la legalización harían bien en sincerar el debate, pues todos sabemos cuál es el desacuerdo de fondo, aunque lo ocultemos bajo interminables disquisiciones casuísticas.
Con todo, la principal dificultad de la posición que la ministra hace suya va por otro lado, y tiene que ver con su supuesta neutralidad. En efecto, la ventaja de la legalización, según sus partidarios, es justamente su carácter neutral, pues respeta todas las posiciones sin fijar una verdad. Sin embargo, dicha pretensión es falaz. Legalizar cualquier tipo de aborto conlleva necesariamente, de modo más o menos implícito, un juicio moral sobre el estatuto del no-nacido. La autorización del aborto, quiéralo o no, implica asumir una posición sustantiva sobre el valor y la protección jurídica debidos al nonato. Hace ya muchos años el filósofo Michael Sandel ilustró la falacia comparando la discusión contemporánea relativa al aborto con el debate sobre la esclavitud del siglo XIX. En esa época, los partidarios de la neutralidad eran los partidarios de la esclavitud: el Estado central, decían, no debe tomar posición ni fijar una verdad moral en una cuestión controvertida.
Permitir cualquier tipo de aborto no equivale a poner entre paréntesis nuestras convicciones morales. Muy por el contrario, equivale más bien a "imponer" una visión según la cual el no-nacido carece de dignidad. Desde luego, es posible que haya muy buenos argumentos para sostener esto último, pero los partidarios de la legalización no deberían esconder una posición sustantiva sobre el valor de la vida humana bajo una falsa apariencia de neutralidad, si acaso discuten de buena fe.
Dicho de otro modo, la discusión no enfrenta a liberales respetuosos y neutrales con fanáticos que intentan imponer su propio punto de vista (como tampoco enfrenta a heroicos pro-vida con malvados pro-muerte). Es una discusión entre dos concepciones igualmente fuertes sobre el significado de lo humano, y que buscan, legítimamente, que su punto de vista sea recogido por la sociedad. Pero si seguimos jugando a las falacias, un debate tan decisivo como éste se condena a transformarse en diálogo de sordos, donde sólo se escuchan los gritos y las consignas vacías.
Publicado en La Tercera el miércoles 21 de marzo de 2012
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