En su extraordinario libro La democracia en América, Alexis de Tocqueville observaba un paradójico fenómeno propio de la democracia moderna, el despotismo suave. Con esta expresión, advertía sobre lo siguiente: aunque en principio el mundo moderno debería ser el lugar donde abundara la diversidad y el pluralismo en el modo de pensar, con frecuencia termina ocurriendo todo lo contrario. Ciertamente, no hay una policía orwelliana del pensamiento, pero el resultado no es muy distinto: todos piensas de modo parecido, las opiniones tienden a la uniformidad. Aunque Tocqueville era liberal, no podía dejar de temer y temblar pues veía que, en democracia, las personas no se atreven a pensar contra la corriente, contra el peso de la masa. Lo que llamamos "opinión pública" adquiere un poder infinitamente grande. El análisis de Tocqueville es admirable por donde se le mire, y cabe preguntarse qué habría dicho de haber conocido esos demiurgos contemporáneos que son las encuestas y la televisión, que se han encargado de acentuar la tendencia hasta el paroxismo.
Comienzo así estas líneas, aludiendo al gran Tocqueville, porque en el Chile de hoy tampoco es fácil desafiar a la opinión común sin ser tachado, a priori, de intransigente y de intolerante. De este modo, los apóstoles de la tolerancia rechazan, sin darse el trabajo de argumentar, cualquier opinión que no sea la de ellos. Pues bien, advierto entonces que me dispongo a criticar la propuesta de los senadores Allamand y Chadwick.
La proposición consiste en regular las uniones de hecho, con una nueva figura jurídica a la que llaman “Acuerdo de vida en común” (AVC). Una de las razones que ofrecen para tal innovación es que habría demasiados chilenos que se encuentran en una situación de cierto vacío jurídico: se habla de dos millones de personas. Aunque el número es discutible, se trata de una realidad que nadie en su sano juicio podría negar. En virtud de lo mismo, dicen, la cuestión debe tener une regulación jurídica, sobre todo en lo que respecta a cuestiones patrimoniales. Este pacto estaría abierto para personas del mismo sexo que deseen contraerlo.
La propuesta tiene para ella toda la apariencia del buen sentido y de la moderación. Además, proviniendo de dos influyentes senadores de oposición, no sería raro que la cuestión prosperara en un plazo no demasiado largo. Sin embargo, tras ella se oculta una concepción de la sociedad que, al menos, merece ser discutida con seriedad, dejando de lado los eslóganes y los progresismos de cartón.
El problema tiene múltiples dimensiones, y es naturalmente imposible abordarlas todas en estas líneas. Pero no es imposible que la cuestión de fondo vaya por acá: más allá de lo que nuestros políticos quieran hacernos creer, el problema más urgente que enfrenta Chile es el de la desintegración de la familia. No ahondaremos aquí en los detalles de dicha desintegración, pues son evidentes para quien quiera tomarse la molestia de mirar la realidad. Pero es claro que, si queremos mirar las cosas de frente en lugar de conformarnos con aspirinas, algún día tendremos que tomar conciencia y hacernos cargo de este problema central. Las dificultades muchas veces dramáticas que enfrenta nuestro país encuentran su origen remoto, y a veces no tan remoto, en la falta de familias, en la ausencia de vínculos familiares suficientemente sólidos. No solucionaremos ni la pobreza ni la pésima calidad de la educación ni la delincuencia mientras no nos tomemos esta cuestión en serio. Es un problema que no podemos eludir si queremos avanzar de verdad. La familia chilena ha volado en mil pedazos, y eso tiene, inevitablemente, efectos perversos en todas las áreas de la vida social. Las razones de esta crisis son múltiples y diversas, pero es innegable que algunas políticas públicas aplicadas por la Concertación no han ido, precisamente, en la dirección correcta. Y los resultados están a la vista para quien quiera verlos. Dicho de otro modo: es imposible siquiera soñar con resolver estos problemas sin el apoyo de una base social sólida: el Estado no lo puede todo solo, necesita del concurso de las familias.
Intuyo que el lector atento estará esperando que diga entonces qué diablos es la familia. Lamento decepcionarlo: esta vez no me aventuraré en tales honduras. Es obvio que se trata de una cuestión demasiado compleja como para resolverla a la ligera en unas pocas palabras, y es difícil dar una respuesta unívoca. Baste señalar que todos conocemos realidades que distan mucho de la familia tradicional, y nadie pretende negarles a éstas ni su valor ni su rol social. No habremos avanzado nada si convertimos el problema en una cuestión semántica, ni tampoco si oponemos algunos tipos de familia a otros.
Pero hay una característica que, me parece, es propia de toda familia: el afecto sin exigencias, el amor incondicional. En un mundo en el que las coordenadas son cada día más difusas, en el que todas las realidades humanas tienden a mercantilizarse, en el que todo cambia a una velocidad inaudita y en el que las personas tenemos dificultades para hallar ejes más o menos seguros, la familia da eso que nadie más da: afecto incondicional. Es, por excelencia, el espacio en el que las personas valen por lo que son y no por lo que tienen, es el lugar donde cada uno puede ser como es sin temores, pues allí el afecto se entrega y se recibe sin exigencias ni compensaciones de ninguna especie.
Este afecto incondicional no surge de modo espontáneo, sino que requiere un contexto. Para darse y desarrollarse, necesita determinadas condiciones. Supone un espacio en el que las cosas permanecen de una determinada manera en el tiempo: la familia supone estabilidad. Sin estabilidad, es difícil que las familias puedan florecer y desplegarse; sin estabilidad es improbable que las diversas realidades familiares que hay en Chile puedan encontrar el espacio que les es propio, y que les debemos.
La pregunta entonces cae de cajón: ¿el proyecto presentado por los senadores opositores va en la dirección correcta?, ¿tiende o no a fortalecer a ese núcleo fundamental que es la familia? Sin duda alguna, la propuesta sabe respirar muy bien el aire de los tiempos, pero, ¿es realmente lo que necesita Chile hoy?, ¿contribuye a enfrentar los problemas que tenemos? Lamentablemente, a la luz de lo visto, la respuesta es bastante clara: la propuesta no sólo no soluciona nada, sino que agrava la situación actual. Lo que este proyecto hace, quiéralo o no, es institucionalizar la precariedad familiar, es darle valor legal a la inestabilidad. De hecho, es tan delirante que en uno de sus puntos establece las obligaciones que adquieren las partes al momento de contraer el pacto, para luego decirnos que el acuerdo puede terminarse con la mera manifestación de voluntad de una de las partes. Es decir, una obligación que no obliga: si querían sorprendernos, lo lograron.
Resumiendo: son las familias las que necesitan un apoyo urgente y decidido. Son las familias las que requieren que las políticas públicas asuman que las soluciones pasan por fortalecerlas, no por debilitarlas. El camino de restarle importancia al matrimonio —porque ése es uno de los efectos de la propuesta— es equivocado pues va terminar afectando ese dato esencial que es la estabilidad. Por lo mismo, Piñera se equivoca al pretender que ambas cosas son compatibles. Es normal que como candidato quiera quedar bien con todos, pero no se puede todo en la vida: o bien usted toma el camino de fortalecer a la familia y el matrimonio jugándosela por la estabilidad y poniendo los incentivos en esa dirección; o bien usted explora vías alternativas como lo han hecho los senadores Allamand y Chadwick. En ese sentido, uno esperaría de parte del candidato opositor un pronunciamiento más claro.
Al tratar los problemas relativos al derecho de familia, Marx anotaba que, en las sociedades liberales, las personas siempre buscan el modo de evitar los compromisos y las obligaciones. Miran las cosas, dice, desde un punto de vista hedonista, sin fijarse en los efectos que sus acciones puedan tener en terceros. Marx pensaba sobre todo en los hijos: ¿cómo es posible, se preguntaba, que el derecho de familia se piense siempre en torno a los derechos individuales y nunca en torno al bien de los hijos? A veces, pareciera que la crítica de Marx no ha perdido nada de validez: seguimos discutiendo estos problemas siempre desde las lógicas liberales, desde las lógicas individualistas. Formulamos siempre las preguntas equivocadas. Es siempre el derecho individual el que nos importa, pero olvidamos que ninguna sociedad medianamente próspera se ha construido a partir de puras libertades individuales. Y la izquierda, al subirse al tren, tampoco se da cuenta que asume al mismo tiempo todos los presupuestos de la economía liberal que tanto aborrece: pero sería tema para otra columna.
Última observación: cabe la posibilidad que los senadores Allamand y Chadwick hayan actuado por puro afán de “ser lo suficientemente progresistas”. Si es así, no sólo están equivocados, sino que además son muy ingenuos —por usar una palabra suave. Carecen además del más mínimo tacto político (lo que no es sorpresa en Andrés Allamand): en estos temas, la izquierda siempre será más progresista que la derecha. Pero es quizás sólo una muestra más de que la derecha, como tal, está desapareciendo en Chile: de un tiempo a esta parte, parece tener como único objetivo hacerse de las banderas del adversario. Sin embargo, no las encuentra ni las encontrará nunca pues siempre, siempre, estarán un poco más allá. Más propio del teatro del absurdo que de la política chilena.
Publicado en el blog de La Tercera el 13 de octubre de 2009
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