En las elecciones del domingo, la UDI obtuvo 40 diputados. Es una cantidad apreciable, que ningún partido había obtenido desde 1990: un tercio de la Cámara Baja. Una primera consideración es que deberíamos tomarnos con más cuidado esa idea, tan políticamente correcta, según la cual las ideas que representa la UDI son completamente minoritarias y alejadas de “la realidad”, como si ésta última fuera unívoca y, más aún, tuviera intérpretes autorizados. Las cosas parecen ser un poco más complejas, y nuestro debate público haría bien en dejar de lado ese prejuicio: la UDI no es tan resistida como a veces se nos quiere hacer creer.
Sin embargo, las caras el domingo por la noche no estaban muy alegres en calle Suecia. Primó un sentimiento amargo, producto de derrotas particularmente dolorosas: Joaquín Lavín, Rodrigo Álvarez, Marcelo Forni y Claudio Alvarado fueron vencidos por sus compañeros de lista. Se trata de figuras simbólicas y, en el caso de Lavín, de la pérdida de un alto capital político. Dolió, y es normal que así fuera, aunque ciertamente se desperdició una excelente oportunidad de sacarle más brillo al excelente resultado de diputados: no fue buena táctica centrar todos los focos en dos o tres figuras, por más importantes que hayan sido.
Sin embargo, las cosas son menos normales cuando del dolor se pasa a lamentaciones que toman otro camino: el de culpar, directa o indirectamente, a sus socios de haber sido poco cuidadosos con sus figuras emblemáticas, de haberle dedicado muchos recursos a tal o cual campaña, o de haber librado una batalla demasiado dura. Algunos llegaron a insinuar que la derrota de Lavín ponía en riesgo el compromiso con la campaña de Sebastián Piñera. Y aquí uno no puede sino quedar algo perplejo, por varias razones.
La primera cuestión es que las elecciones no están hechas para ser cuidadosos o gentiles con el adversario: están hechas para competir. Y la competencia suele ser ruda. No tiene ningún sentido quejarse, pues son las reglas del juego, y además la Alianza obtuvo muchos más votos allí donde compitió en serio. Y, ¿hay que decirlo?, la competencia conlleva un riesgo: a veces se gana y a veces se pierde. No podría ser de otro modo. Las lamentaciones de la UDI implican que Chahuán no tenía derecho a competir en serio, que tenía que conformarse al rol de mero comparsa de Lavín. Pero, ¿acaso Chahuán no podía competir buscando un triunfo? Todo esto es perfectamente ridículo: en la cancha se ven los gallos, y si Lavín quería ser senador, tenía que sacar más votos que su contendor. Nadie puede pretender, en democracia, tener espacios protegidos artificialmente.
Por otro lado, no está de más recordar que cada vez que ha podido la UDI no ha tenido ningún escrúpulo en derribar a figuras emblemáticas de Renovación: Andrés Allamand es el caso más ilustre, pero no el único. Y está bien que así sea: nada peor que los senadores designados por secretaría (como el mismo Allamand…).
Otra queja repetida es que Piñera habría favorecido mucho a los candidatos de Renovación Nacional. No tengo la menor idea de cuán cierto sea, pero habría que decir que la UDI nominó a Piñera como su candidato en perfecto conocimiento de causa. Al renunciar a tener un candidato propio, el gremialismo asumió los costos y las ventajas de esa decisión. Ahora bien, es obvio que negociar con Piñera, cuando éste tiene las cartas en la mano, no es cosa fácil. Pero tampoco hay que sorprenderse: Piñera siempre ha sido así, y nadie lo sabe mejor que la tienda gremialista. El dilema es complejo sobre todo pensando en el futuro: si quiere influir de verdad en el gobierno de Piñera, la UDI no puede hacerlo exigiendo los cuoteos que tanto ha criticado, pero tampoco puede guardar un silencio absoluto. El equilibro es delicado y el margen de maniobra reducido. Y aunque Piñera se pasaría de listo si ignorara el peso electoral y territorial de la UDI, no es difícil predecir que las negociaciones serán complicadas, cruzadas además por cuestiones internas.
Pero volviendo a las derrotas simbólicas, éstas se explican más bien por causas puntuales. Lavín, por ejemplo, llegó a la quinta región sin medir bien la fuerza electoral de Chahuán en Viña del Mar, quizás convencido que su mero nombre bastaba para resultar elegido. Esto no hace sino confirmar que los candidatos “foráneos” corren el riesgo de equivocarse medio a medio en la evaluación de una contienda electoral, pues carecen de un conocimiento acabado de la zona.
Lavín pecó porque siempre pensó que Chahuán no era rival. Sin embargo, si se conoce la región, no era tan difícil predecir que la disputa iba a ser cuerpo a cuerpo. Por su lado, Rodrigo Álvarez falló pues su campaña fue un poco tardía. Quizás confiado en que su rol de presidente de la cámara le garantizaba la reelección, Álvarez no vio bien que, en política, las cosas nunca son tan simples. Nadie niega que la Cámara se privó de un diputado de lujo, pero las elecciones se ganan con votos.
Así es el juego, aunque en honor a la verdad hay que decir también que, en el caso de Providencia-Ñuñoa, Álvarez subestimó el peso de las dinastías políticas. Lamentablemente, el apellido es muchas veces credencial suficiente para ingresar al club: ese, creo, es el problema de raíz de Marcela Sabat. Sé bien que es imposible legislarlo, pero uno esperaría un poco más de pudor: si un “hijo de” tiene interés en hacer política, el mínimo sentido común indica que debería abstenerse de hacerlo en la misma zona que su pariente. La práctica es impresentable por donde se le mire y recordemos que el mismísimo Marco Enríquez, paladín de las buenas prácticas, escogió precisamente esa puerta para llegar al Congreso.
En ese sentido, la UDI debería tomar con algo más de espíritu deportivo estas derrotas. Además, es sabido que en política no hay cadáveres: mire usted al novato Andrés Zaldívar, quien fuera nombrado ministro hace más de 40 años por Frei Montalva y que se apresta, cual escolar, a iniciar un período senatorial de ocho años. Por lo mismo, el tono y el contenido de algunas lamentaciones son bien incomprensibles, y no se corresponden con un partido que ha creído en la competencia dura cada vez que le ha convenido. Lo otro suena a protección de intereses creados y a corporativismo un poco añejo: no es un discurso ni muy atractivo ni muy legítimo. Ojalá para la próxima sea distinto.
Publicado en El Mostrador el viernes 18 de diciembre de 2009
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