En los últimos días, la derecha chilena ha podido concretar aquello que llevaba tantos años soñando: alcanzar el poder. Si bien Piñera aún no asume formalmente su cargo, todos sabemos que el fenómeno relevante se produjo la noche del 17, y el cambio fue tan profundo que carecemos de perspectiva para apreciarlo.
En efecto, cuesta acostumbrarse a la nueva situación: el sector que parecía tener eterna vocación de minoría alcanzó la presidencia, y el otro fue derrotado en las urnas después de acumular tantos triunfos que se les olvido hasta perder.
De hecho, una de las grandes oportunidades de Piñera pasa un poco por aquí: en la nueva oposición prima la confusión cuando no la desesperación, y son muy escasos quienes conservan la lucidez necesaria para leer correctamente el nuevo escenario político. Por lo mismo, a esta Concertación le tomará tiempo encontrar su lugar y dar con el tono adecuado. Eso le permitirá al nuevo presidente desplegar su propia agenda e intentar dividir a la Concertación, ofreciéndole así una dosis de su propia medicina.
Sin embargo, Piñera también enfrenta desafíos de importancia, y buena parte del éxito de su gobierno depende de cómo logre resolverlos en los días que vienen. El primero de ellos tiene que ver con la conformación de sus equipos. No hay que ser un genio para imaginar el tipo de presiones que, más allá de las declaraciones públicas, los partidos de la Coalición deben estar ejerciendo a todo nivel —ministerios, subsecretarías, intendencias, jefaturas de servicios. Y no es nada de raro, pues el apetito es proporcional a la cantidad de años que se ha estado mirando la fiesta por la ventana.
No obstante, en esto Piñera debe ser inflexible y honrar sus compromisos: nada de cuoteos. Y si bien es obvio que debe tomar en cuenta la configuración política de la alianza que lo respalda, no puede aceptar listas cerradas de nombres o exigencias de cualquier especie. Si lo acepta, habrá perdido la primera batalla con los partidos políticos, y la primera batalla suele ser la más importante. Si lo acepta, su gobierno comenzará asumiendo para sí los peores vicios de la Concertación. En cambio, si Piñera envía una señal clara y decidida, en el momento en el que tiene la fuerza política para hacerlo, se ahorrará muchos problemas de cara al futuro.
La conclusión es clara: nada de ternas para los cargos, y menos aún exigencias de pureza casi racial para integrar el comité político: ese tipo de imposiciones no son ni sanas ni democráticas.
Un poco por lo mismo, sería un enorme error nombrar ministros a parlamentarios en ejercicio. Por muchas que sean las ganas y la vocación del senador Longueira, él fue elegido para legislar. Además, esta posibilidad se enfrenta a un mecanismo de reemplazo bastante impresentable: en caso de renuncia, son los partidos los encargados de nombrar al sucesor, y no hay reemplazo si se trata de un independiente.
La Constitución de Lagos instauró así dos categorías de parlamentarios y, por ende, dos categorías de ciudadanos. El hecho final es que, si Longueira es nombrado ministro, unos pocos dirigentes de la UDI tendrán el curioso y exorbitante privilegio de nombrar a dedo al reemplazante de un senador electo con más de trescientos mil votos. Aunque es cierto que la democracia representativa tiene bastante de ficción, llevar las cosas a ese extremo puede ser peligroso.
En segundo término, Piñera debe abandonar cuanto antes esa detestable práctica de las pautas periodísticas —y los medios deberían abandonar la práctica de aceptarlas. Considerando que sigue siendo dueño de Chilevisión, su conducta en esta materia no puede dar lugar a ningún tipo de dudas o reproches: el periodista decide las preguntas y el entrevistado decide cómo y qué responde. Pero si esa diferencia esencial entre uno y otro se difumina, se vuelve difusa también la distinción entre prensa seria y agencias de comunicación. (Por cierto, uno esperaría también que los medios informaran explícitamente si una entrevista ha sido pauteada: así podríamos saber si los temas tratados fueron fruto de una legítima decisión profesional o de la mera voluntad del entrevistado).
Piñera debe comprender que hay mucha gente esperando que se equivoque y que, por tanto, su relación con la prensa no puede estar cruzada por malos entendidos.
Por último, el presidente electo debe deshacerse lo más rápido posible de sus intereses empresariales. Si ya era difícilmente explicable que un candidato presidencial fuera dueño de un canal de televisión y de una línea área, la cuestión resulta un poco inadmisible en las actuales circunstancias. Es llamativa la improvisación con la que se enfrentó un tema que era cualquier cosa menos sorpresivo: han abundado las respuestas ambiguas y las aclaraciones confusas allí donde todo debería haber estado perfectamente planificado y previsto desde hace varios meses. En lugar de calificar de miserables a quienes lo critican, Piñera haría bien en trazar, de una buena vez, una distinción nítida entre intereses públicos e intereses privados, y evitar así que el foco de atención este puesto en sus asuntos personales más que en su gestión.
Desde luego, la principal tarea es realizar un buen gobierno. Pero si resuelve bien estas cuestiones, podrá despejar su radio de acción y abocarse a cumplir su ambicioso programa. De lo contrario, perderá tiempo y energía vitales en discusiones estériles y dando explicaciones que no satisfarán a nadie. No hay que olvidar que cuatro años no es un período muy largo y que, por lo mismo, cada minuto vale oro.
Publicado en El Mostrador el jueves 28 de enero de 2010
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