La propuesta de instaurar cuotas en el régimen de admisión de las Grandes Escuelas francesas (Grandes Écoles), de modo que éstas se vean obligadas a incluir en sus aulas a un determinado porcentaje de alumnos de condición social modesta, generó rápida y encendida polémica en el país galo. Esto no es tan raro si recordamos que en Francia reina sin mucho contrapeso eso que Tocqueville llamaba la pasión igualitaria, y por lo mismo este tipo de discusiones tocan fibras muy sensibles.
La medida fue sugerida por el gobierno para intentar atenuar el elitismo de dichos establecimientos, reconocidos por su excelencia y prestigio. Sin embargo, las Grandes Escuelas se opusieron con fuerza, arguyendo que una medida así tendría como efecto inevitable el descenso del nivel académico, además de ser contraria a la concepción republicana de igualdad ante la ley.
Mientras, el presidente Sarkozy ha mantenido una posición ambigua: al mismo tiempo que exhorta con vehemencia a las Grandes Escuelas a ser más abiertas a la diversidad, descarta de plano la imposición de cuotas por ser contrarias a la filosofía del mérito que siempre ha pregonado. Así, el mandatario francés muestra, una vez más, ese curioso don de la ubicuidad política al que le debe buena parte de su éxito: llena, solo, casi todo el espectro político.
Con todo, la cuestión de las cuotas es particularmente difícil. Por cierto, es innegable que las Grandes Escuelas no son particularmente propensas a fomentar la movilidad social. De hecho, para muchos sociólogos no son más que meros instrumentos de reproducción de las clases dominantes. Aunque también habría que agregar que esto último es consecuencia natural del sistema de educación superior francés, en el que coexisten dos tipos de instituciones: por un lado, las universidades que no pueden seleccionar a sus alumnos y, por otro, las Grandes Escuelas, que son altamente selectivas. Esto genera una distorsión cuya ilustración más visible es la importancia desmedida que adquieren los institutos que preparan los concursos de entrada a las Escuelas (un poco como nuestros preuniversitarios). Ésa es la verdadera barrera, la que define buena parte del futuro de muchos jóvenes.
Ahora bien, la pregunta interesante es saber si acaso las cuotas son el camino adecuado para emparejar la cancha y alcanzar mayores niveles de igualdad social. Por un lado, es obvio que ellas pueden contribuir a elevar los grados de inclusión de un sistema cerrado sobre sí mismo -como es el caso de las Grandes Escuelas-. Pero, al mismo tiempo, las cuotas incuban un riesgo: el de olvidar que, en rigor, no se trata más que de una solución de parche que deja casi intocado el problema de fondo. Pues si bien es cierto que las cuotas pueden permitir a algunos alumnos de origen modesto ingresar a escuelas de excelencia, para la gran mayoría esas puertas seguirán, por definición, estando cerradas.
En ese sentido, quizás no sea descaminado apuntar que en muchas ocasiones este tipo de medidas sirven como meros tranquilizantes de la conciencia moderna: llevan a creer que hemos resuelto un problema, cuando no hemos hecho más que esconderlo. En este asunto, hay ciertamente buenas razones de ambos lados, pero me parece que la cuestión decisiva no pasa por allí, sino que está mucho más atrás: el desafío es lograr que los alumnos de escasos recursos puedan enfrentar con éxito las barreras de entrada a las instituciones de excelencia. Y mientras ese desafío no sea enfrentado sin remilgos, se podrá retocar mucho por aquí y por allá, pero la inequidad del sistema se mantendrá tal cual. Todo esto da para pensar que la cuestión educativa es un problema global, en el que nos hemos quedado muy atrás: la desigualdad de la educación francesa no tiene nada que ver con la chilena. Dicho de otro modo: son discusiones que en Chile están muy lejos de plantearse pues, en rigor, nadie ha tenido la bondad de tomarse el problema en serio.
Publicado en revista Qué Pasa el viernes 15 de enero de 2010
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