Lo grave no es tanto perder sino cómo perder. La frase pertenece a Jorge Navarrete, una de las pocas cabezas lúcidas que fueron quedando en la Concertación luego de una campaña que por momentos más parecía guerrilla, interna y externa. Si lo entendí bien, Navarrete buscaba introducir algo de racionalidad en una coalición que hace mucho tiempo perdió su norte. Se trataba, en suma, de no considerar la derrota como una tragedia cósmica, y de asumirla —si era el caso— con dignidad y orgullo por lo realizado.
Sus deseos, lamentablemente, estuvieron lejos de cumplirse: la Concertación mostró su peor cara en las últimas semanas. Podría realizarse una interesante comparación entre las actitudes oficialistas de 1988 y 2009, pues hubo varios rasgos comunes. Un discurso cerrado sobre sí mismo, intendentes involucrados a fondo en la campaña, funcionarios públicos invitados a colaborar “voluntariamente”, una constante apelación a la “obra concertacionista” y, sobre todo, una triste campaña del terror que alcanzó a ratos niveles delirantes. La Concertación no entendió nunca que, para ganar en el año 2010, la mera apelación al pasado no bastaba. Eso pudo haber funcionado en algún momento pero no puede durar toda la vida. Si antes algunos intentaron convencernos, sin éxito, que los comunistas comían guaguas, ahora otros intentaron convencernos que la derecha implicaba algo así como el fin del mundo, y tampoco lo lograron.
Todo esto no pasaría quizás del dato anecdótico si no fuera porque la actitud revela un síntoma preocupante de escaso compromiso democrático. La democracia consiste en que a veces gobiernan unos y otras veces otros, y tal cosa debe ser aceptada con naturalidad. Un poco por lo mismo, es muy cierto lo que se ha dicho: el triunfo de Sebastián Piñera viene a cerrar nuestra larga transición. Así como el actual régimen francés sólo pudo afianzarse definitivamente cuando la izquierda alcanzó el poder en 1981, así también la democracia chilena obtiene su madurez cuando queda claro que todos pueden gobernar.
No obstante, la cuestión es preocupante también por otros motivos. Uno de ellos es que fue tanta la obsesión de la Concertación por aferrarse al poder, fue tal su desesperación, que hasta sus cosas buenas terminaron en la penumbra. Hace algunos años, se puso de moda criticar a la Concertación por entreguista y por blanda. Quizás la mejor ilustración de esa crítica es ese documental de moral dudosa que realizara hace algunos años Marco Enríquez, “Los héroes están fatigados”: en él se plasmaba esa actitud de repudio al modo en que la Concertación decidió administrar el poder. No seré yo quien niegue los gravísimos errores cometidos —mencionemos solamente la captura del aparato público como botín de guerra y la opaca relación con el sector privado—, pero la cuestión es que esa crítica le impidió a ellos mismos apreciar y valorar lo que habían construido. Porque no hay que ser concertacionista para reconocer que, si Chile es hoy un país relativamente estable y próspero, lo es en buena medida gracias a que se supo administrar una situación muy compleja de nuestra historia con la sabiduría necesaria. Es muy fácil decir hoy que Patricio Aylwin debió haber sido más rudo en 1990, o que Frei debió haber sido más intransigente en su primer y único mandato, pero lo único que demuestran quienes realizan ese tipo de afirmaciones es que han leído mucha poesía y muy poco de política. Toda transición es, por definición, una transacción, y toda política es una negociación donde cada uno debe estar dispuesto a poner de su parte.
La Concertación, en el fondo, se construyó desde sus más remotos inicios desde esa lógica, con las grandezas y miserias que conlleva. Pero la paradoja es que ella misma no se reconoció con lo hecho, no se sintió satisfecha y —digámoslo— se avergonzó bastante de mirarse al espejo. No le gustaba el Chile que ella misma había construido, no conectaba. Y así es muy difícil salir a convencer, es muy difícil elaborar un discurso persuasivo: así es muy difícil ganar.
Es obvio en todo caso que esa manera de hacer las cosas había cumplido su ciclo, y el gran mérito de Marco Enríquez es haber iluminado ese agotamiento que las cúpulas no podían o no querían ver. Pero su actitud también conllevaba el riesgo de la ingratitud, de la ceguera y de la crítica vacía de todo lo que la Concertación había hecho —y allí residió uno de los errores estratégicos del diputado. Es obvio que la Concertación fue de más a menos, pero —después de todo— eso es lo normal en toda coalición gobernante. Sin embargo, la crítica autoflagelante tal y como la practicaron algunos dejó ver algo más profundo: la negación de la política misma, la negación de que hay que estar dispuestos a ceder, y que no hay otra manera de avanzar, al menos en democracia. El olvido de estas consideraciones que deberían ser evidentes los condujo directo a la derrota, y a esa campaña absurda de la que fuimos testigos en la que Frei no se cansó de inclinarse hacia su izquierda, cuando era tan evidente que el segmento decisivo de votos estaba hacia el centro: ni siquiera fue capaz de imitar el giro que realizó Lagos en diciembre de 1999. Así, Frei se negó a sí mismo y perdió de paso su credibilidad. Por de pronto, todo esto deja un gran signo de interrogación sobre el tipo de oposición que llevará adelante la Concertación.
En ese sentido si uno tuviera que quedarse con una figura de estos 20 años, yo elegiría sin duda la de Edgardo Boeninger. Más allá de las diferencias que cada uno pueda haber tenido con él, me parece que Boeninger encarnó esa forma de hacer política que le dio estabilidad a nuestro país: siempre dispuesto a alcanzar acuerdos pensando en el país, siempre con la cabeza fría y sin caer nunca en esa actitud tan infantil de considerar inaceptable cualquier salida que no sea la que me gusta. Comprendía que la política es el arte de lo posible, pero no lo comprendía de un modo cínico, pues era consciente que, aún así, hay que tratar que lo posible sea lo mejor posible. Por cierto, Boeninger también fue ejemplar porque mostró con su testimonio que las fronteras entre lo público y lo privado no pueden cruzarse como quien se cambia de calcetines: tenía una visión noble de la actividad política y de los deberes que ésta exige. En suma, encarnó lo mejor de la Concertación, y si ésta perdió la brújula fue en buena medida porque prefirió escuchar los cantos de sirena antes que a sus propios sabios. Y por eso, como temía Navarrete, no supo perder. Para la paradoja quedará el hecho que Boeninger haya fallecido justo el 2009, justo el último año de la Concertación y justo cuando la Concertación ya no se reconocía en él.
Será tarea de los historiadores analizar cuánto se avanzó y cuándo faltó hacer en estos últimos 20 años: el cadáver está aún demasiado tibio como para sacar conclusiones más definitivas. De cualquier modo, yo creo que será imposible no reconocer el mérito innegable de haber sacado adelante una transición complicada de modo pacífico. Es cierto que hoy nos cuesta valorarlo porque sentimos que la democracia es algo dado y evidente, pero nunca está de más recordar que la democracia chilena sufrió múltiples ataques en los últimos cincuenta años. Con todo, la Concertación queda con un desafío y una deuda. El desafío: reinventarse en los años que vienen, elaborar una propuesta atractiva y superar de una buena vez el discurso añejo, pues se acabó para siempre la superioridad moral. La deuda: el descalabro de la educación que, creo, debe ser la principal —casi diría única— tarea del próximo gobierno.
Publicado en El Mostrador el lunes 18 de enero de 2010
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