En momentos como este, toda palabra no puede sino resultar un poco vana y hasta frívola. Supongo además que las sensaciones y las ideas e incluso los afectos sufren distorsiones y que, por lo mismo, no es el momento de análisis fríos. Asumo también que la distancia no sólo me impide tener una idea muy precisa de lo que ocurre en Chile, sino que también me convierte en privilegiado. Pero todo eso no quita que la cabeza bulla y que el corazón se agite: me duele todo y no podría ser de otra manera. Y aunque es obvio que escribir no es el modo más efectivo de contribuir, qué diablos, es casi lo único que tengo a mano, es casi lo único que sé hacer.
Un terremoto seguido de un maremoto seguido de una cadena de errores absurdos seguida de una ola de vandalismos nos devastaron. Desde todo punto de vista. No sólo se derrumbaron muchas casas, muchos edificios y muchas iglesias: también se derrumbaron muchas de nuestras certezas, revelando de paso grietas sociales muy profundas que hubiéramos preferido obviar. Se nos movió el piso en todos los sentidos posibles, y si esta tragedia fue extremadamente dura desde el punto de vista material, también lo fue por otras razones. Si el viernes nos acostamos con cierta idea de lo que éramos, pocas horas después todo eso se había esfumado. Ya nunca volveremos a ser los mismos.
Partiendo por lo práctico, quedó en evidencia una verdad espeluznante: pese a nuestros aires de desarrollo y tecnología de punta, pese a que ahora nos gusta jugar en la liga de la OECD, la verdad es ligeramente distinta. No tenemos ninguna capacidad ni ningún método para enfrentar un evento de estas proporciones. Como ha quedado claro tras las tristes declaraciones de la directora de la Onemi, la precariedad de los sistemas de alarma (con fax incluido) es simplemente vergonzosa. Y si la catástrofe no fue peor, fue simplemente gracias a la lucidez de algunas personas que supieron prever que, esta vez, el mar no perdonaba. Ni qué decir de las comunicaciones gubernamentales, al punto que uno se pregunta si en la guerra del Pacífico, allá en pleno siglo XIX, las autoridades no tenían un acceso más expedito a la información. Buena parte del país quedó completamente incomunicada durante días, y mejor ni pensar qué podría ocurrir en caso de conflicto militar. Como sea, es inaceptable que las más altas autoridades del país hayan tardado tanto —a veces días enteros— en tener noticias más o menos precisas de lugares no muy distantes de la capital, como si su medio de comunicación fueran los celulares con tarjeta. Pelluhue, Curanipe, Dichato, Cobquecura, Iloca: a estos lugares llegaron los medios antes que el Estado, la prensa antes que el gobierno. Y si esto habla muy bien de los periodistas, habla pésimo de las autoridades que, se supone, disponen de instrumentos privilegiados para enfrentar este tipo de situaciones. De Lota y Coronel aún se sabe demasiado poco, y quizás cuántas localidades cuyos nombres desconocemos todavía no reciben el socorro necesario. Durante varios días fue una experiencia singular escuchar a los ministros, pues quedaba la sensación de que, en el fondo, no tenían ni mucha más ni mucha mejor información que nosotros. Los problemas de gestión han sido gravísimos, y no basta con la buena voluntad para resolverlos. No nos engañemos: por más loable que sea la iniciativa, no es una Teletón la que va a solucionarlo todo, pues las principales dificultades han venido por otro lado.
Lo de Concepción es un capítulo aparte, y daría para mucho. Pero qué difícil resulta tratar de entender cómo y por qué la segunda ciudad del país, vecina del principal puerto militar, se demoró tan poco en convertirse en algo parecido a Bagdad. Es claro que el gobierno reaccionó tardíamente, que no entendió o no quiso entender la gravedad de la situación y que, al demorarse en tomar decisiones, dejó de cumplir uno de sus deberes más básicos. El gobierno estuvo demasiado tiempo obsesionado por la imagen de la presidenta y por los equilibrios políticos de la nueva transición, obsesionado con evitar la “humillación” de recibir ayuda internacional, obsesionado luego con recibir a Lula y a Hillary, obsesionado con sus propias fobias militares y su inexplicable renuencia a hacer uso de la fuerza, pero lamentablemente nunca estuvo obsesionado con lo importante: ayudar prontamente a las víctimas. En el mejor de los casos, hubo una lentitud inexcusable y, en el peor, una indolencia francamente incomprensible en quien fue -hasta el viernes-, el estandarte del Estado protector. La Moneda está plagada de estrategas varios, gurús comunicacionales y asesores de toda especie, pero nadie estaba preparado para enfrentar una situación así. Es insólito, por ejemplo, que aún no se haya nombrado una autoridad de enlace, acordada entre el gobierno entrante y el saliente, que asegure la continuidad de las medidas de ayuda en las semanas y meses que vienen. Por cierto, quedará abierta la cuestión de saber cuánto habría tardado todo esto en convertirse en crisis política de no producirse el cambio de mando en pocos días.
El resultado en todo caso fue que durante dos días en muchas ciudades reinó una especie de estado de guerra de todos contra todos. Nunca Hobbes había tenido tanta razón, y muchas de las imágenes que vimos no podían sino evocar la vívida y pesimista pintura del estado naturaleza que puede leerse en el Leviatán. Y aunque es obvio que mucho de lo visto tiene que ver con una abdicación temporal del Estado, que a su vez generó una suerte de suspensión de derechos y la desbandada consecuente, quedarse sólo en eso sería taparse los ojos. Porque si algo podemos sacar de todo esto es tener presente que, más allá de los indicadores económicos, aún estamos muy lejos del desarrollo y que, si en algunas cosas nos parecemos a Europa, en otras tantas nos parecemos más a Puerto Príncipe. Ver a turbas saqueando a vista y paciencia de la fuerza pública da para hacerse algunas preguntas. Preguntas que guardan relación con cierto permisivismo ambiente que pone siempre el acento en los derechos y nunca en los deberes y según el cual el carabinero siempre juega, por definición, el papel de victimario. Preguntas que guardan relación con qué han devenido la familia y la educación chilenas en los últimos decenios, y también con el tipo de liberalismo económico (y de liberalismo a secas) que hemos aplicado. Y, aunque parezca contradictorio, las preguntas también tienen que ver con un discurso estatista que tiende siempre a reducir la importancia de las responsabilidades personales. La secuela lógica de todo esto es que hemos construido un país con enormes carencias materiales y morales, un país con muchas desigualdades, un país en el que la indigencia está lejos de ser erradicada: no deberíamos dormir tranquilos. Voces venidas de horizontes tan distintos como Felipe Berríos y Gonzalo Vial lo han dicho desde hace mucho tiempo: en Chile se han ido incubando condiciones sociales muy complejas, y nadie puede prever qué puede suceder con ellas en el futuro. Quizás porque es una verdad demasiado incómoda, quizás porque no sabemos bien qué hacer, quizás simplemente porque nos importa poco, o por los motivos que sean, pero el hecho es que no hemos querido escuchar. Ojalá esta catástrofe sirva para aguzar el oído.
Publicado en El Mostrador el jueves 4 de marzo de 2010
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