jueves, 31 de diciembre de 2009

El Caco pascuero

Una vez más, José Antonio Gómez demostró que es uno de los escasos dirigentes con cierta iniciativa política que van quedando en la Concertación: al renunciar a la presidencia de su partido, realizó un gesto efectivo en favor de la moribunda candidatura de Eduardo Frei. Pepe Auth había tratado de hacer lo mismo pocos días antes, pero la comparación entre ambas actitudes grafica bien la diferencia entre uno y otro: uno es político de verdad, el otro un diletante. La gran paradoja es que Gómez es justamente quien más merecía quedarse, pero nadie ha dicho nunca que la política sea justa.

Ahora bien, la tozudez delirante de Juan Carlos Latorre dejó toda la cuestión en nada. Con su actitud, demostró ser uno de los dirigentes políticos más obtusos que puedan recordarse, y sin duda su gesto quedará en la memoria colectiva como tal. Aferrado a su cargo como si en él se le fuera la vida, será recordado como quien le puso la lápida final a la candidatura oficialista: si hasta ayer las posibilidades de Frei eran bajas, hoy son simplemente nulas. Si las renuncias conjuntas de los cuatro timoneles podían, quizás, darle una luz de esperanza y generar algún acercamiento con Marco Enríquez, el abanderado recibió a cambio un portazo de consecuencias imprevisibles.

El candidato oficialista afirmó solemnemente hace dos días que iba a gobernar con independencia de los partidos, y hoy está claro que eso no es posible por una razón muy sencilla: Frei carece del liderazgo necesario como para cumplir una promesa de ese tenor. Frei no es el jefe de la coalición. Dicho de otro modo: la cúpula falangista no cree en un triunfo de Frei, y por lo mismo no está dispuesta a realizar el más mínimo esfuerzo. El abanderado ha quedado así mucho más desamparado de lo que estaba ayer, y su intento por tomar el control de las cosas terminó, nuevamente, en fracaso rotundo. Lo menos que podría decirse es que no ha sido este su año.

Todo esto deja ver otro fenómeno digno de ser notado: los jerarcas no parecen dispuestos a cederle ningún espacio a Enríquez-Ominami. Prefieren perder sin él que ganar con su ayuda: se han visto políticos más lúcidos. Muestran un temor atávico a la renovación sin entender que ésta llegará de todos modos, con Marco o sin Marco. Tampoco hay que descartar otro tipo de cálculos: en el caso de una derrota, Latorre no tiene ninguna intención de cederle a Marco Enríquez algo así como el liderazgo de la nueva oposición, ni menos un mejor derecho para ser candidato en cuatro años más. Ése parece ser uno de los trasfondos de la situación: Latorre deja caer a Frei porque no quiere abrirle camino a Marco. En su defensa, podría decirse que Frei estaba caído desde antes. Y aunque eso puede ser cierto, la actitud no es demasiado leal para con el candidato y peca, además, de soberbia: si Marco tiene éxito en su aventura política, lo tendrá con o sin la ayuda de Juan Carlos Latorre. Por otro lado, el mensaje a los príncipes es nítido: si acaso se deciden, algún día, a tomarse el partido, la lucha será, por decirlo menos, cruenta.

Así, nuestro buen Caco Latorre entrega dos regalos de Navidad que no por llegar atrasados son menos importantes. El primero es para Sebastián Piñera: las renuncias le planteaban un final de campaña competitivo y complicado en varios sentidos y de hecho la primera reacción del candidato opositor frente a las renuncias no fue buena. Pero, gracias al Caco, no fue más que un gran susto; y Piñera puede continuar su final de campaña con cierta tranquilidad.

El otro afortunado es, sin duda Marco: el descabezamiento colectivo implicaba un dilema serio para él: sumarse o no sumarse a Frei. Y como ambas salidas tenían costos importantes, Latorre le hizo el favor de ahorrarle el dilema. De paso, le dio muy buenas razones para continuar en sus duras críticas a los políticos de viejo cuño que aman sus cargos por sobre todas las cosas.

Es posible que, en las próximas horas, la presión crezca demasiado y que, por tanto, Latorre y Escalona terminen renunciando. Pero ya será muy tarde, el daño estará hecho y la lápida puesta. Se trata del peor escenario imaginable para Frei, y la verdad es que el candidato debe estar pidiendo la hora, como esos equipos que van perdiendo sin apelación: detengan de una vez este triste espectáculo, por favor.

Publicado en El Mostrador el jueves 30 de diciembre de 2009

jueves, 24 de diciembre de 2009

Candidato a la deriva

La inaudita tozudez de Juan Carlos Latorre y Camilo Escalona es el síntoma inequívoco de que, en el fondo, la elección de enero ya está jugada. Pese a que cualquier posibilidad real de Frei pasaba por que ambos renunciaran a la cabeza de sus respectivos partidos, éstos optaron por negarse rotundamente. La actitud es cuestionable, pero tiene el mérito de dar un mensaje claro: Frei ya está perdido, y la preocupación actual tiene más que ver con las cuotas de poder de la nueva oposición que con la segunda vuelta. Quizás la mejor postal sea el repentino arranque de sordera de Latorre, quien no escucha las pifias porque ya no escucha nada: Frei es la última de sus preocupaciones. Sin embargo, también hay que ser compasivos: el hombre llevaba tantos años esperando ser presidente de la DC que es normal que se aferre al cargo como un náufrago. Poco le importa que el buque se esté hundiendo.

Abandonado a su destino, el candidato da palos de ciego siguiendo un libreto que plantea un serio problema para los analistas: encontrar la lógica detrás de sus pasos. Si Frei Montalva afirmaba que no cambiaba ni una coma de su programa por un millón de votos, Frei Ruiz Tagle parece dispuesto a vender la casa, los muebles y la ropa por un puñado de electores. Llegó a un acuerdo con el PC que contiene concesiones de importancia, y aceptó luego propuestas de Marco Enríquez que antes había rechazado con vehemencia: ya nadie sabe bien cuáles son los ejes de su programa ni cuáles son las convicciones del candidato, si es que acaso las hay.

Intentó renovar, una vez más, su comando con algunas caras nuevas. Al hacerlo, eludió el problema principal, el del mensaje. Frei no ha logrado dar con un equilibrio consistente entre continuidad y cambio, entre progresismo y centrismo. Posiblemente se trataba de una ecuación imposible. Frei ha querido decir tantas cosas a lo largo de su campaña que ha terminado por no decir nada. Ya no sabemos si quiere ser el continuador de Michelle Bachelet, un puente con las nuevas generaciones (¿por qué se necesita un puente?), un progresista que no sabe muy bien qué diablos es el progresismo (¿alguien podría definirlo?) o un estatista de última hora, entre varias otras cosas. Además, Frei podrá tener muchas virtudes, pero no es un buen candidato, y eso pesa mucho cuando el viento viene en contra.

No quiere decir esto que Piñera haya mostrado mucho más. Su consigna vacía del cambio no es mucho más profunda que las de Frei, y sus propuestas se pasean entre la interminable lista de supermercado y un voluntarismo rayano en populismo. Ni Piñera ni Frei han sido candidatos audaces, pero el primero ha tenido buenas razones para no serlo: siempre ha estado en el primer lugar y, en consecuencia, el desafío ha estado siempre del lado del candidato oficialista. Éste último no ha encontrado una manera correcta de enfrentarlo y, por lo mismo, los repetidos relanzamientos de su campaña se parecen cada día más a los relanzamientos de la fallida campaña de Lavín el 2005, que sólo sirvieron para terminar de hundirlo.

Además, Frei es prisionero de sus compromisos y eso le impide ser creíble en su discurso. ¿Cuánto no ganaría, por ejemplo, el discurso de Frei si tuviera la valentía de oponerse en voz alta al proyecto de Horst Paulmann que se acaba de reiniciar? ¿Cómo es posible que un proyecto de esa envergadura se esté llevando a cabo sin un plan de mitigación vial previamente acordado, y el candidato “progresista” no tenga nada de que decir? ¿El estatismo al que Frei adscribe implica entonces que la sociedad debe financiar las externalidades negativas del Costanera Center, como si se tratara de una obra de caridad pública? ¿Y el candidato opositor tampoco tiene nada que decir, pudiendo criticar con buenas razones al gobierno? ¿Debemos deducir entonces que ambos candidatos se sienten cómodos con esa manera de hacer las cosas?

Para ellos, lo mejor es guardar silencio, pues parecen haber demasiados intereses en juego. En esta situación queda la inevitable sensación de que el estatismo progresista de Frei es de cartón, y el supuesto cambio piñerista es un poco cosmético.

A falta de buenas razones, buena parte de los electores parecen enfrentados a un triste dilema: votar por uno para evitar que salga el otro. Y es innegable que, en ese contexto, Piñera tiene todas las de ganar, pues a Frei no le dan ni los números ni las ganas, y ya no le queda ni épica a la que recurrir. Pero, más que un triunfo de Piñera, en enero veremos la derrota de Frei. Será, quizás, el triste final de su carrera política. Aunque, en honor a la verdad, habría que agregar también que él buscó estar allí, con una perseverancia digna de elogio. No podrá quejarse.

Publicado en El Mostrador el jueves 24 de diciembre de 2009

lunes, 21 de diciembre de 2009

El futuro de Marco

La noche de la elección presidencial, Marco Enríquez se negó a dar su apoyo a una de las dos candidaturas que pasaron a la segunda vuelta. En verdad, no tenía mucha opción: su electorado no habría comprendido otra decisión. Después de haber criticado durante meses, a veces hasta el exceso, las lógicas cupulares que dominan nuestra política, Marco no podía aparecer intentando endosar su apoyo a tal o cual candidato.

Es cierto que la votación de Marco estuvo lejos de las expectativas de su círculo cercano, que apostaba a estar cerca de Frei, pero es innegable que su votación fue enorme: en Chile no es habitual que un candidato que corre sin el apoyo de los grandes conglomerados saque más de siete u ocho puntos. Marco se empinó sobre los 20 y, aunque fue víctima de cierto exitismo, son números que dan para pensar en grande. La duda es qué camino seguir para capitalizar ese apoyo.

No obstante, la pregunta es equívoca, porque supone que sus votantes tienen mucho en común. Incluso si Marco llega a dar una consigna de voto para el balotaje, es difícil que sus votantes le obedezcan: se trata de votos más bien rebeldes a la lógica de los rebaños. El voto de Marco es de desencanto con el viejo estilo, busca dar un mensaje de renovación. Marco fue la personalidad carismática que mejor captó ese nicho. Bastó para convencer a un quinto del electorado -¡incluido Hermógenes!-, pero es completamente insuficiente para construir una fuerza política con alguna coherencia. La bandera de la renovación es inútil si no va acompañada de convicciones fundamentales y de una orientación doctrinaria más o menos clara. Marco no la tiene, o no la ha querido hacer explícita.

Max Marambio ha dicho que el domicilio de Marco es la izquierda progresista y que desde ahí debe construir un referente. Puede que tenga razón, pero recordemos que en algún momento el PPD tuvo las mismas intenciones, y ya sabemos cómo terminó: falto de ideas centrales, se ha convertido en una mera máquina repartidora de cuotas de poder. Otros abogan porque lidere un referente liberal-progresista más hacia el centro. No es mala idea, pero es difícil que Marco esté dispuesto a alejarse tanto de la izquierda. Convengamos, además, que por estos días los conceptos de "liberal" y "progresista" tienen mucho éxito mediático, pero escaso contenido.

Se dice que a Marco le conviene un triunfo de Piñera, pues podría proyectarse como líder de la oposición. Y si bien es obvio que una Concertación victoriosa le dejaría muy poco espacio, tampoco es muy claro cómo podría ser líder opositor sin soporte parlamentario ni partidario. Marco corre el riesgo de transformarse en un francotirador marginado de las lógicas políticas. El podría objetar que no le interesa integrarse a esas lógicas, pero sería pecar de infantilismo, pues olvida que la política se nutre de compromisos en los que todos deben estar dispuestos a ceder.

Por lo pronto, los principales aliados de Marco Enríquez siguen siendo los jerarcas de la Concertación, que no parecen haber escuchado ningún mensaje y mantienen un discurso añejo y binario, con una tozudez digna de análisis. Al hacerlo, no sólo le dan espacio a Piñera para obtener un triunfo holgado, también confirman las duras críticas de Marco. No obstante, éste debe ser consciente de que eso no basta, y si quiere ser un político que aspire a algo más que al 20% de los votos, tiene que entrar a definiciones más sustantivas, aun a costa de perder apoyos: nadie puede vivir mucho tiempo en el limbo. Ni siquiera él.

Publicado en La Tercera (y en el blog) el lunes 21 de diciembre de 2009

sábado, 19 de diciembre de 2009

¿Cohabitar?

Una de las ideas que lanzó Marco Enríquez-Ominami a la discusión fue la de modificar nuestro sistema político, instaurando un régimen semipresidencial al estilo francés. En éste, el mandatario puede verse obligado -si acaso no tiene mayoría en el Parlamento- a nombrar un jefe de gobierno de color político contrario al suyo: se trata del fenómeno conocido como cohabitación.

Más allá del hecho de que la propuesta sea un poco anacrónica -en Francia ya casi no hay posibilidades de cohabitación y, por tanto, el sistema tiene hoy mucho más de presidencial que de otra cosa-, la idea no dejaba de ser seductora para aquellos que desconfían de una figura presidencial tan fuerte como la chilena.

Para evaluar la pertinencia de la propuesta marquista, quizás no sea descaminado aludir a un libro recientemente publicado por Édouard Balladur, primer ministro francés que cohabitó con Mitterrand entre 1993 y 1995. Su título es El poder no se comparte, conversaciones con François Mitterrand.

Balladur, liberal por temperamento y por convicciones, describe su experiencia en el siempre complejo ejercicio del poder, más aún si hay que compartirlo con un hombre del talante de Mitterrand. El texto relata con detalle la relación entre los dos personajes, que se ven obligados a conservar un equilibrio demasiado precario sobre el cual descansa la estabilidad del país: el primer ministro debe gobernar respetando las prerrogativas del Presidente; este último debe presidir con un escasísimo margen de maniobra. La cuestión, como siempre, se juega en los detalles, y ambos deben someterse a una comedia de máscaras, en la que ninguna palabra es dicha al azar y en la que nadie puede permitirse un gesto de más ni de menos.

Uno de los méritos innegables del libro es que trasunta con nitidez la psicología de un tipo tan difícil de asir como Mitterrand -quien fuera probablemente el principal modelo de Lagos Escobar-. El ex mandatario galo es retratado como un eximio intrigante obsesionado más por la conservación del poder que por su uso. Con todo, a Balladur le ocurrió lo que a muchos hombres públicos de calidad: le faltaron ganas y le faltó hambre. Su candidatura presidencial de 1995 fracasó porque, aunque tenía todas las de ganar, le faltó ese componente de ambición sin el cual un político no lo es tanto. Quizás sea cierto que la política se mueve siempre en esa tensión, en esa inevitable ambigüedad que mezcla en proporciones variables la ambición egoísta con el patriotismo sincero.

Como fuere, una de las lecciones importantes que deja la lectura es que el sistema que permite la cohabitación no es sano, pues alienta que predomine la confusión allí donde debe haber claridad. En efecto, el papel puede dar para todo en la repartición de competencias, pero al final del día es un poco inevitable que dos hombres obligados a compartir el poder se enfrasquen en interminables diferendos que causan más perjuicios que otra cosa.

Montesquieu decía que el poder tiene que frenar al poder. Aunque seguramente tenía razón, el modelo francés no parece ser el modo más adecuado de llevar ese principio a la práctica.

Publicado en Qué Pasa el 18 de diciembre de 2009

viernes, 18 de diciembre de 2009

La UDI de los lamentos

En las elecciones del domingo, la UDI obtuvo 40 diputados. Es una cantidad apreciable, que ningún partido había obtenido desde 1990: un tercio de la Cámara Baja. Una primera consideración es que deberíamos tomarnos con más cuidado esa idea, tan políticamente correcta, según la cual las ideas que representa la UDI son completamente minoritarias y alejadas de “la realidad”, como si ésta última fuera unívoca y, más aún, tuviera intérpretes autorizados. Las cosas parecen ser un poco más complejas, y nuestro debate público haría bien en dejar de lado ese prejuicio: la UDI no es tan resistida como a veces se nos quiere hacer creer.

Sin embargo, las caras el domingo por la noche no estaban muy alegres en calle Suecia. Primó un sentimiento amargo, producto de derrotas particularmente dolorosas: Joaquín Lavín, Rodrigo Álvarez, Marcelo Forni y Claudio Alvarado fueron vencidos por sus compañeros de lista. Se trata de figuras simbólicas y, en el caso de Lavín, de la pérdida de un alto capital político. Dolió, y es normal que así fuera, aunque ciertamente se desperdició una excelente oportunidad de sacarle más brillo al excelente resultado de diputados: no fue buena táctica centrar todos los focos en dos o tres figuras, por más importantes que hayan sido.

Sin embargo, las cosas son menos normales cuando del dolor se pasa a lamentaciones que toman otro camino: el de culpar, directa o indirectamente, a sus socios de haber sido poco cuidadosos con sus figuras emblemáticas, de haberle dedicado muchos recursos a tal o cual campaña, o de haber librado una batalla demasiado dura. Algunos llegaron a insinuar que la derrota de Lavín ponía en riesgo el compromiso con la campaña de Sebastián Piñera. Y aquí uno no puede sino quedar algo perplejo, por varias razones.

La primera cuestión es que las elecciones no están hechas para ser cuidadosos o gentiles con el adversario: están hechas para competir. Y la competencia suele ser ruda. No tiene ningún sentido quejarse, pues son las reglas del juego, y además la Alianza obtuvo muchos más votos allí donde compitió en serio. Y, ¿hay que decirlo?, la competencia conlleva un riesgo: a veces se gana y a veces se pierde. No podría ser de otro modo. Las lamentaciones de la UDI implican que Chahuán no tenía derecho a competir en serio, que tenía que conformarse al rol de mero comparsa de Lavín. Pero, ¿acaso Chahuán no podía competir buscando un triunfo? Todo esto es perfectamente ridículo: en la cancha se ven los gallos, y si Lavín quería ser senador, tenía que sacar más votos que su contendor. Nadie puede pretender, en democracia, tener espacios protegidos artificialmente.

Por otro lado, no está de más recordar que cada vez que ha podido la UDI no ha tenido ningún escrúpulo en derribar a figuras emblemáticas de Renovación: Andrés Allamand es el caso más ilustre, pero no el único. Y está bien que así sea: nada peor que los senadores designados por secretaría (como el mismo Allamand…).

Otra queja repetida es que Piñera habría favorecido mucho a los candidatos de Renovación Nacional. No tengo la menor idea de cuán cierto sea, pero habría que decir que la UDI nominó a Piñera como su candidato en perfecto conocimiento de causa. Al renunciar a tener un candidato propio, el gremialismo asumió los costos y las ventajas de esa decisión. Ahora bien, es obvio que negociar con Piñera, cuando éste tiene las cartas en la mano, no es cosa fácil. Pero tampoco hay que sorprenderse: Piñera siempre ha sido así, y nadie lo sabe mejor que la tienda gremialista. El dilema es complejo sobre todo pensando en el futuro: si quiere influir de verdad en el gobierno de Piñera, la UDI no puede hacerlo exigiendo los cuoteos que tanto ha criticado, pero tampoco puede guardar un silencio absoluto. El equilibro es delicado y el margen de maniobra reducido. Y aunque Piñera se pasaría de listo si ignorara el peso electoral y territorial de la UDI, no es difícil predecir que las negociaciones serán complicadas, cruzadas además por cuestiones internas.

Pero volviendo a las derrotas simbólicas, éstas se explican más bien por causas puntuales. Lavín, por ejemplo, llegó a la quinta región sin medir bien la fuerza electoral de Chahuán en Viña del Mar, quizás convencido que su mero nombre bastaba para resultar elegido. Esto no hace sino confirmar que los candidatos “foráneos” corren el riesgo de equivocarse medio a medio en la evaluación de una contienda electoral, pues carecen de un conocimiento acabado de la zona.

Lavín pecó porque siempre pensó que Chahuán no era rival. Sin embargo, si se conoce la región, no era tan difícil predecir que la disputa iba a ser cuerpo a cuerpo. Por su lado, Rodrigo Álvarez falló pues su campaña fue un poco tardía. Quizás confiado en que su rol de presidente de la cámara le garantizaba la reelección, Álvarez no vio bien que, en política, las cosas nunca son tan simples. Nadie niega que la Cámara se privó de un diputado de lujo, pero las elecciones se ganan con votos.

Así es el juego, aunque en honor a la verdad hay que decir también que, en el caso de Providencia-Ñuñoa, Álvarez subestimó el peso de las dinastías políticas. Lamentablemente, el apellido es muchas veces credencial suficiente para ingresar al club: ese, creo, es el problema de raíz de Marcela Sabat. Sé bien que es imposible legislarlo, pero uno esperaría un poco más de pudor: si un “hijo de” tiene interés en hacer política, el mínimo sentido común indica que debería abstenerse de hacerlo en la misma zona que su pariente. La práctica es impresentable por donde se le mire y recordemos que el mismísimo Marco Enríquez, paladín de las buenas prácticas, escogió precisamente esa puerta para llegar al Congreso.

En ese sentido, la UDI debería tomar con algo más de espíritu deportivo estas derrotas. Además, es sabido que en política no hay cadáveres: mire usted al novato Andrés Zaldívar, quien fuera nombrado ministro hace más de 40 años por Frei Montalva y que se apresta, cual escolar, a iniciar un período senatorial de ocho años. Por lo mismo, el tono y el contenido de algunas lamentaciones son bien incomprensibles, y no se corresponden con un partido que ha creído en la competencia dura cada vez que le ha convenido. Lo otro suena a protección de intereses creados y a corporativismo un poco añejo: no es un discurso ni muy atractivo ni muy legítimo. Ojalá para la próxima sea distinto.

Publicado en El Mostrador el viernes 18 de diciembre de 2009

viernes, 11 de diciembre de 2009

La embajadora y las instituciones

La embajadora en Suiza, Carolina Rosetti, hizo público su apoyo a Marco Enríquez Ominami. El canciller —su jefe directo— la reprendió severamente. Rossetti, en un acto curioso por decir lo menos, no varió su posición y dejó así al canciller en un ingrato dilema: o bien pedirle la renuncia y agrandar un problema a escasas horas de la elección, o bien no hacer nada y quedar entonces como un canciller cuyo peso específico es cercano a cero.

La decisión fue tomada rápidamente: el gobierno se apuró en silenciar la polémica, y de paso ya sabemos cuánto importa la opinión del ministro Fernández. La decisión fue correcta, pues la cuestión estaba dejando en evidencia la peor cara de la Concertación, esa que las autoridades no quieren que veamos.

No es mi ánimo defender a la embajadora. En principio, creo que un embajador debería abstenerse de dar opiniones políticas: no es ése su rol, y las cuestiones diplomáticas son demasiado delicadas como para mezclarlas con cuestiones contingentes. Los embajadores deberían estar más allá de este tipo de minucias, y preferiría que Rossetti estuviera dedicada a trabajar en lo suyo antes que dando declaraciones altisonantes. Desde esa perspectiva, no me parece equivocado afirmar que la embajadora ha sido, cuando menos, imprudente. Pero la verdad es que eso, a estas alturas, es lo de menos: lo interesante es lo que la rebeldía de la embajadora ha dejado ver. Y hay varias cosas.

La primera duda es, desde luego, saber qué diablos hace Carolina Rossetti en la embajada de Suiza. Podrá tener muchos méritos como periodista —conducía ese excelente programa llamado “Domicilio conocido”—, pero la verdad es que uno tiene derecho a preguntarse cuáles son sus méritos específicos para ocupar ese cargo. Así como es comprensible que en los países más sensibles los nombramientos de embajadores sean de confianza política, no se entiende que buena parte de nuestras misiones diplomáticas se repartan con criterios partidistas. La Concertación, luego de 20 años en el poder, no ha logrado entender que las relaciones internacionales pueden servir de algo más que de caja pagadora de favores políticos por servicios rendidos. De partida, se hubieran ahorrado este mal rato si se hubieran decidido a profesionalizar el servicio exterior.

Al mismo tiempo, Carolina Rossetti sacó a la luz el irritante doble discurso de la Concertación. En efecto, todo funcionario público —incluidos los embajadores— gozan de una perfecta libertad de expresión siempre y cuando ella sea puesta al servicio de la coalición oficialista. Caso contrario, la pierden. Se han visto prácticas democráticas más coherentes y, sobre todo, se han visto usos del lenguaje menos corruptos.

Y todo esto nos lleva a la que sea quizás la principal lección de esta campaña, a falta de discusiones de fondo: la desembocada utilización del aparato público que ha hecho el oficialismo para ir en auxilio de su candidato. Frente a lo obrado por el gobierno de Michelle Bachelet, lo que pudieron hacer antes el mismo Frei y Lagos parece juego de niños. En su afán por conservar el poder, la Concertación no ha trepidado en superarse a sí misma y traspasar cada vez más límites, al punto que uno se pregunta si acaso queda alguno en pie. La Concertación pasará, la campaña también pasará, pero el daño producido, no: nuestras instituciones, lamentablemente, no saldrán indemnes de tanta manipulación. Los jerarcas podrán negarlo cuántas veces quieran frente a las cámaras, pero bien sabemos que una mentira no es verdad porque se repita mucha veces: no es sano ver a los ministros más preocupado de la campaña que de sus carteras, no es sano que la vocera de gobierno intervenga día a día en cuestiones electorales, no es sano que el ministro de Hacienda corrija en el Senado —ni en ninguna parte— documentos programáticos de un comando, no es sano que la Presidenta fije su agenda en función de las necesidades del candidato.

Por obtener un objetivo de corto plazo, se pierde de vista lo esencial; por lo urgente se olvida muy fácilmente lo relevante. Cuando todo se instrumentaliza, nada es realmente importante. Es el error que comete el gobierno al manipular temas altamente sensibles: nos hace dudar de cuál es su verdadero compromiso. Y si bien es cierto que todos los funcionarios públicos tienen derecho a tener su opinión, hay una delgada línea que no deberían nunca estar dispuestos a cruzar si acaso les preocupa el futuro del país: poner al servicio de tal o cual aparato estatal que pertenece a todos los chilenos.

La Concertación perdió hace mucho tiempo el sentido de la responsabilidad en este problema, y lo peor es que ya ni siquiera queda un mínimo de pudor. Es escalofriante la sola perspectiva de imaginar qué estarán dispuestos a hacer en cuatro años más para conservar el poder, si Frei triunfara en enero.

Por lo demás, no se trata sólo de un pecado grave desde el punto de vista institucional, sino también de una estupidez táctica de proporciones. Varios meses de campaña fallida no han sido suficientes para convencer a los estrategas oficialistas que el camino de identificarse hasta el cansancio con la presidenta no es el correcto, pues tiende a esconder las virtudes del candidato, pues lo lleva a una comparación en la que Frei no puede salir bien parado.

Olvidan asimismo que la gente ya está cansada del estilo clientelista de la Concertación, y lo sorprendente es que ni siquiera los 20 puntos que marca Enríquez Ominami parecen hacerlos entrar en razón. Sin darse cuenta, le hacen el negocio al candidato díscolo: mientras más insisten en malas prácticas, más se cansa la gente de ellos y más agua llega al molino de Marco.

No tengo la menor idea de lo que vaya a ocurrir el domingo, y menos aún en enero. Lo único que tengo claro es que un quinto gobierno de la Concertación sería simplemente un abuso para con nuestras instituciones. Y lo digo haciendo abstracción de los desacuerdos doctrinarios que cada cual pueda tener: se trata de una cuestión distinta, que tiene que ver con la calidad de nuestro régimen político. La Concertación, en el fondo, está más comprometida con ella misma que con nuestra democracia: nada bueno puede salir de ahí.

Publicado en El Mostrador el viernes 11 de diciembre de 2009

viernes, 4 de diciembre de 2009

De qué renovación me hablan

Nuestra vida pública suele ser escenario fértil para la instalación de ciertos paradigmas que, a veces, adoptamos sin demasiada reflexión. Habría mucho que decir, por ejemplo, sobre el modo en que se desarrolló la discusión sobre la inclusión de homosexuales en las franjas presidenciales y la inaudita cantidad de argumentos falaces que tuvimos derecho a escuchar.

Otra idea que se ha instalado como una verdad revelada es la de renovación. Se nos dice que hay que cambiar las caras, pues las actuales estarían viejas, gastadas y cansadas. Se agrega que cumplieron su ciclo, y que ahora deben retirarse a sus casas y dejar el espacio libre. Tal es el mensaje que una pléyade de rostros nuevos busca transmitirnos con sonrisas de publicidad dentrífica: ellos representan el cambio y el futuro. Tras la dura derrota de Jaime Ravinet en las elecciones municipales, la verdad es que las viejas generaciones la tienen difícil.

Es cierto que, como todo sofisma, el argumento contiene algunas verdades. La política nacional necesita aire, y hay varias caras que llevan bastantes años dando vueltas. También es cierto que hay partidos —como la DC— que literalmente se han farreado su futuro por no haber sido capaces en 20 años de abrir espacios reales a los que venían más abajo: Claudio Orrego se parece cada día más a Fabián Estay, esa eterna promesa del fútbol nacional. Es cierto que no es precisamente ideal ver a un Juan Carlos Latorre presidiendo la DC o a un Camilo Escalona el PS (a propósito de Escalona, ¿recuerdan ustedes que el 2003 le entregó el mando a Gonzalo Martner señalando que el partido necesitaba “caras nuevas”?). Asimismo, es innegable que una democracia sana requiere que las generaciones más jóvenes vayan asumiendo el relevo de un modo más o menos natural.

Pero todo esto no quita que, en política, los espacios se ganan, y la edad está lejos de ser un argumento suficiente para merecerlos. La consigna de la renovación no es más que una de las tantas que abundan y florecen con facilidad en nuestra provincia señalada. Nos equivocamos rotundamente si creemos que se resolverá algún problema de fondo con un mero cambio en la fecha de nacimiento de quienes nos gobiernan. El problema en Chile no es la edad de los políticos, el problema en Chile es el de las malas prácticas políticas, y en éstas lamentablemente las generaciones no siempre tienen tantas diferencias. Es obvio que la falta de renovación hace las cosas difíciles, pero el exceso contrario puede resultar tanto o más absurdo. Los jóvenes no garantizan nada por sí solos, y si alguien quiere un ejemplo no tiene más que recordar a esa nueva generación del PPD que saltó a la fama por prácticas cuyo detalle no vale la pena recordar.

La consigna de la renovación, esgrimida por sí sola, es insoportablemente vacía: no quiere decir nada. Las nuevas generaciones podrán traer -quizás- algo de aire fresco, pero no traerán nada muy sustantivo en cuanto tales: la política gira en torno a ideas, no en torno al año en que nacimos. Un poco por lo mismo siempre he desconfiado cuando se discursea sobre la “juventud”, como si detrás de ese concepto hubiera algo relevante más allá de la mera coincidencia generacional. Los jóvenes son tan diversos como los adultos, y no cabe esperar de parte de ellos comportamientos homogéneos: los hay conservadores, liberales, concertacionistas, comunistas, derechistas, ecologistas, creyentes y agnósticos. Los hay que quieren renovar realmente el modo de hacer política, y los hay también que no. Por consiguiente, uno esperaría de los candidatos que quieren asumir el relevo más insistencia en las propuestas que en su edad, si acaso realmente quieren hacer un aporte.

Daría para largo si quisiéramos detallar el nivel de esquizofrenia política que alcanza el discurso de los actores políticos en la lucha por apoderarse del concepto. Conformémonos con algunos ejemplos. Una candidata a diputada acusó a su compañero de lista de llevar mucho tiempo como diputado y de ser un “político profesional”. Sin embargo, la candidata en cuestión lo es exclusivamente por ser hija de un alcalde que lleva largo tiempo en el cargo, y su campaña se apoya en la figura de Alberto Espina, que no es precisamente el niño símbolo de la nueva derecha. Pepe Auth se indignó con el presidente Lagos, pues éste grabó frases de apoyo para el senador Muñoz Barra. ¿Argumento central de Auth? Que Muñoz Barra no representa la renovación. Sin embargo, el presidente del PPD no tiene empacho en intentar convencer a los habitantes de Vallenar de votar por un ex diputado condenado en el caso coimas: si ésa es la renovación que busca el PPD, mejor arrancar. Quizás el caso más irónico sea el de la polémica Quinta Región: allí Renovación Nacional y la UDI intentan convencer alternativamente de distintas cosas según si usted se encuentra en un lugar u otro. Si usted está en Valparaíso, la apuesta de RN es por las figuras jóvenes y locales, pero si se le ocurre ir a Quilpué, la cuestión será exactamente al revés; y lo mismo corre inversamente para la UDI. El mismo Marco apoya a su padre Carlos Ominami quien busca su tercer período como senador: ¿o sea que todos tienen que renovarse menos el clan Ominami? ¿En qué quedamos?

Por cierto, no niego que hay un buen número de rostros que harían bien en jubilarse. Pero entre esos rostros los hay de todas las edades: pienso en algunos de 70, en otros de 60, en varios de 50, en algunos de 40 y en uno que otro de 30. El problema de fondo de nuestro sistema político es el clientelismo, y nadie nos asegura que los nuevos políticos serán menos dados a ese vicio. Por lo mismo, seguir levantando la consigna vacía del recambio generacional oscurece más que aclara nuestra situación, pues esconde la verdadera dificultad. Quizás sirva para ganar un par de votos, pero al final del día será una consigna tan recordada como esa otra del gobierno ciudadano. ¿Se acuerda?

Publicado en El Mostrador el viernes 4 de diciembre de 2009

viernes, 27 de noviembre de 2009

Una campaña sin ideas

La campaña presidencial está entrando en su recta final, y quizás sea hora de ir sacando algunas conclusiones. Hasta ahora, ha sido un poco plana y los candidatos no han mostrado mucha osadía. De algún modo, es normal: cuando hay mucho en juego nadie quiere arriesgar. Sólo Jorge Arrate puede permitirse ese exquisito lujo de ser libre y decir lo que piensa sin calcular. Y aunque es cierto que a veces dice cosas rayanas en lo absurdo (las "distorsiones" cubanas), o pierde parte de su credibilidad proponiendo pactos mínimos, hay que reconocer que Arrate recoge mucho de nuestra mejor tradición política: se da el tiempo para hablar y para escuchar, explica bien, ordena sus ideas y respeta a sus adversarios. En una palabra, sabe dialogar y es innegable que, a veces, su talento hace ver muy mal a sus contrincantes.

Los otros candidatos han ido optando por una posición de expectante prudencia. Incluso aquellos que, en principio, deberían intentar mover un poco el escenario, han preferido esperar antes que apostar. Quizás alguno esté esperando la segunda vuelta para mostrarse más, pero ni siquiera eso es muy seguro: ni Frei ni Enríquez tienen garantizado su paso a la definición de enero. Con todo, creo que el problema encuentra su raíz en lo siguiente: la estrategia de los tres candidatos tiende a girar en torno a los defectos de sus contendores. Lo paradójico es que, en esa óptica todos tienen algunas razones de cierto peso. Mientras Marco apuesta al cansancio generacional y a las malas prácticas de la Concertación, Frei espera que los problemas de Piñera terminen por pasarle la cuenta, y este último confía en que el desgaste oficialista le alcance para ganar.

Pero lo decepcionante es que ninguno se atreve a ir mucho más allá. Incluso, a menudo, parecen retroceder. El otrora díscolo Marco se parece cada día más a los políticos tradicionales que tanto critica: si ayer aborrecía a Juan Pablo II, hoy quiere convocar al mundo cristiano; si ayer detestaba las transacciones bajo todas sus formas, hoy ha debido ir aceptando que la política consiste en aceptar compromisos. Es obvio que todo candidato, por definición, busca ser conciliador antes que frontal, pero la verdad es que Marco no ha logrado dar con un equilibrio coherente. En definitiva, no sabemos muy bien quién es ni qué piensa en muchos temas fundamentales. Por cierto, Enríquez-Ominami puede seguir apelando a la consigna vacía de recambio generacional, pero no le servirá de mucho: la cuestión no es tanto cambiar las caras como cambiar las prácticas. Y no será Marco, cuya primera incursión política fue elegirse diputado en la circunscripción del papá, quien podrá encarnar la aspiración de erradicar los malos hábitos que aquejan nuestra democracia.

Por su lado, Piñera no se cansa de repetirnos palabras bonitas (y no siempre tan bonitas) y de mostrarnos mundos cinematográficos impecablemente filmados, pero que dejan la desagradable sensación de constituir siempre una mirada externa, desde fuera. En cualquier caso, a Piñera le cuesta una enormidad salirse del aburrido libreto de las declaraciones de buenas intenciones: en esta campaña, la audacia no ha sido lo suyo. Es cierto que va primero, y que por lo mismo quizás no tenga mucho sentido apostar más, pero no hay que olvidar que Piñera tiene varios flancos abiertos, y nadie puede predecir con exactitud qué va a pasar con ellos. Basta que se salte una fila en un aeropuerto para que refloten todas las dudas sobre su verdadera identidad: ¿se saltó la fila en su calidad de candidato presidencial o en su calidad de accionista mayoritario de Lan? ¿O las dos cosas juntas? Son demasiadas las ambigüedades que Piñera ha preferido no aclarar y que le pueden generar costos en los momentos más inesperados.

Quizás la única excepción haya sido la polémica inclusión de homosexuales en su franja. Pero lo hizo de un modo tan equívoco y dubitativo que nadie sabe muy bien qué quiso decir. En un primer momento apoyó el proyecto de los senadores Allamand y Chadwick, para luego desdecirse proponiendo alternativas más bien vagas. Desde luego, si su franja buscaba afirmar que en su gobierno se respetará la dignidad de las personas sin discriminaciones, nadie podría estar en desacuerdo; pero la cuestión reside precisamente en si eso debe traducirse o no en nuevas formas jurídicas y de qué tipo. Piñera no ha respondido esa pregunta de modo claro. Los más liberales podrán alegar que ha sido muy tibio, y los más conservadores que ha ido demasiado lejos; pero el problema central, me temo, es otro: no sabemos qué piensa Sebastián Piñera sobre el tema, si es que acaso piensa algo más allá del oportunismo.

Así, la campaña se ha ido desarrollando sin que nadie esté muy dispuesto a mostrarse. Por de pronto, escuchamos día a día decenas de promesas de toda índole, pero nadie se da el trabajo de aclarar cómo piensa efectivamente resolver los problemas ni cómo piensa financiar su programa (con la sola excepción de Marco en el último punto). Todos queremos mejor educación y mejor salud; la pregunta es cómo la mejoramos y cómo financiamos esas mejoras. Los candidatos son prolíficos en lo primero -que en el fondo no dice nada- y silenciosos en lo segundo -que es lo importante. Por otro lado, las ofertas electorales se parecen a una larga lista de supermercado detrás de la cual cuesta encontrar un eje común, ideas centrales más o menos consistentes. A veces, podría creerse que Chile es uno de los países más socialistas del mundo: todos los candidatos prometen y ofrecen a destajo, con una lógica asistencialista casi delirante. De tanto escuchar a los Pablo Halpern que habitan en cada comando, ya nadie se atreve a convocar a una aventura común, a una empresa colectiva en la que la exigencia sea bidireccional. Es siempre el gobernante que, graciosamente, concederá beneficios a este nuevo ciudadano convertido en cliente: curiosa alianza liberal-socialista.

Concluyendo, los chilenos tenemos pocos elementos sustantivos por lo que decidir nuestro voto. Los candidatos nos condenan a elegir a uno de ellos por razones anodinas: que tal es muy viejo, que el otro es muy inexperto, que el de más allá ya tuvo su oportunidad. Pero no se atreven a ir más allá, a dar más pasos, a mostrar más cartas y tratar de convencernos por qué deberíamos votar por ellos. Quizás sea simplemente porque no quieren arriesgar. Pero a veces la razón pareciera ser un tanto distinta: de tanto obsesionarse con el poder, han terminado por renunciar a tener ideas propias, a definir sus respectivas identidades: se trata de ganar sin detenerse mucho en el cómo. Ante tal escenario, el votante no puede sino quedar un poco perplejo. Es, al menos, mi caso.

Publicado en El Mostrador el 27 de noviembre de 2009

domingo, 22 de noviembre de 2009

La agonía de Frei

A veces, escuchando hablar a Eduardo Frei Ruiz Tagle, es inevitable preguntarse por el tipo de momento político que vivía el país en 1993, cuando fue electo presidente. Porque pocas veces un candidato debe haber transpirado tan poco para llegar a La Moneda: eran tiempos en que ganar la nominación interna del PDC equivalía, virtualmente, a ganar la presidencia de la República.

Esta vez, Frei ha debido conocer el lado menos grato del asunto: hacer campaña cuesta arriba, sudando y haciendo todos los esfuerzos que no hizo en su campaña anterior. Y el personaje que antes parecía sobrio, tranquilo y moderado ha mostrado en esta ocasión todos los ripios y limitaciones que antes simplemente ni se vieron. Ahora recién vinimos a saber el tipo de candidato que es Eduardo Frei enfrentado a la exigencia de una elección realmente competitiva, y la verdad es que no ha salido muy bien parado. Frei tiene dificultades serias para articular un mensaje coherente y atractivo, no convoca ni llama, no atrae ni convence: gana desde luego al votante más duro de la Concertación (cómo no), pero le cuesta una enormidad ir más allá.

Esto, por cierto, no significa que carezca de virtudes: de hecho, es candidato única y exclusivamente gracias a su notable perseverancia. Está dando la lucha que los más altos próceres prefirieron mirar cómodamente sentados desde el living de su casa: nadie podría negarle el mérito de haber ido al frente cuando otros miraban para el lado. Sin embargo, en el camino ha ido perdiendo algunos de sus mayores atributos, como la seriedad y la moderación. Ha cambiado tanto y tantas veces de discurso, se ha esforzado tanto por ser progresista cuando todos sabemos que no lo es, ha dado un vuelco tan grande en su actitud con el PC, que su propia identidad política se ha vuelto más bien difusa. El último ejemplo, pero no el único, fue declararse heredero político de Salvador Allende. Está bien querer ganar votos, pero la verdad es que hacerlo traicionando la historia política de su propio partido puede ser contraproducente. En el fondo, él mismo lo sabe, y por lo mismo no pudo evitar ponerle mala nota al gobierno de la Unidad Popular cuando le preguntaron, contradiciéndose con lo dicho pocos días antes. Más hubiera ganado Frei siendo honesto con su propia trayectoria e identidad, que no es otra que la de un hombre moderado de centro. Todo el resto resulta poco creíble.

Frei también era un político que garantizaba seriedad y gobernabilidad. Sin embargo, al día de hoy, es menester decir que resulta difícil creer que un hombre que no puede gobernar su propio comando pueda gobernar al país. No enumeraremos aquí la acumulación de errores y dificultades internas que han afectado a su comando, pero es claro que han existido problemas graves. Frei no ha sido capaz de construir una plataforma consistente que sustente su candidatura más allá de la lógica clientelista en la que está atrapada la Concertación, y más allá del cuidado lenguaje del senador Pizarro. Porque una cosa es tener alcaldes, concejales y diputados, pero otra muy distinta es darle a todo eso una unidad programática de cierto calibre.

Frei ha ido perdiendo así sus propias ventajas comparativas, y se ha quedado con un solo argumento: el continuismo. Pero mientras más intenta acercarse a la Jefa de Estado, más patente queda su propia debilidad. En el último debate, su única respuesta frente a una pregunta fue que continuaría con la obra de Michelle Bachelet. Se han visto candidatos más propositivos e innovadores. Frei insiste de modo tan majadero en colgarse a la figura de Bachelet que pierde identidad, pierde fuerza. Olvida muy rápido que tiene darnos buenas razones para votar por él, porque no es Michelle Bachelet la candidata. Y, de paso, no entiende que la popularidad de la Presidenta es inoperante políticamente hablando, no sirve de nada.

Mucho podría decirse sobre esto, pero baste anotar que en la votación del presupuesto la mayoría de los diputados oficialistas no votaron favorablemente la partida de educación, contra la indicación expresa de Palacio. Si Bachelet no es capaz de ordenar a sus parlamentarios, menos podrá traspasar su popularidad, que es un espejismo político más que otra cosa (aunque, la verdad, sea dicha, ni Sebastián Piñera ni Marco Enríquez salen mucho mejor parados de este lamentable episodio: uno ni siquiera votó, y el otro tampoco pudo ordenar a sus parlamentarios. Como para hacer reflexionar un poco más a quienes proponen régimen parlamentario o congreso unicameral).

Por último, la popularidad de Michelle Bachelet ha servido para esconder un fenómeno que la campaña presidencial ha evidenciado en toda su crudeza: la Concertación actual es una coalición agotada, que no da para más. Los malos hábitos se han hecho muy frecuentes, las cúpulas autocráticas se han alejado demasiado de la gente y ya no hay proyecto común ni líder que ordene. Cualquier observador lúcido debería poder decir que, hoy por hoy, lo mejor que le puede pasar a la Concertación es perder.

Salir del poder, entrar a la sociedad civil, abrir las ventanas, tomar aire, respirar, pensar y trabajar. Permitir la emergencia de liderazgos nuevos, que están hace mucho tiempo bloqueados por los viejos tercios que se resisten a dar un paso al costado. Mirado así, el intento de Frei será recordado simplemente como el último y triste estertor de una coalición que se resiste aceptar un destino inevitable.

Publicado en El Mostrador el 20 de noviembre de 2009.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Ecos de 1952 en las presidenciales

Pocas elecciones pasadas son tan ilustrativas para entender el momento que vivimos como las del año 1952.

Ese año, los radicales cumplían tres períodos consecutivos en el poder. Aunque sus gobiernos habían ido de más a menos, pensaban poder asegurar un cuarto período gracias a un bien aceitado sistema de favores y, para lograrlo, nominaron a Pedro Alfonso. Por su parte, la derecha esperaba aprovechar el desgaste de los radicales, y llevó como abanderado al liberal Arturo Matte. Carlos Ibáñez del Campo se presentó sin el apoyo de ninguno de los grandes partidos, pero logró reunir a gente proveniente de distintos horizontes. El cuarto candidato fue Salvador Allende.

La historia es conocida: Ibáñez triunfó, y su campaña de la escoba simboliza en nuestra memoria colectiva el hastío con la corrupción y la clase política. Sin embargo, su gobierno fue un fiasco, pues la coalición que lo apoyaba se disgregó al poco andar: quienes lo habían apoyado no tenían nada en común más que la vaga referencia a una personalidad carismática.

Aunque las diferencias entre ambos escenarios son evidentes, los paralelos también saltan a la vista.
La cuestión más importante quizás sea que todo indica que, como los radicales, la Concertación ha cumplido su ciclo y está llegando a su fin. La candidatura de Marco Enríquez-Ominami tiene muchos defectos, pero un gran mérito: ha mostrado en toda su crudeza el estado de descomposición orgánica del oficialismo. Los insultos a los que tuvo derecho Gabriel Valdés al decir que el candidato opositor podría ser un buen Presidente sólo han servido para mostrar que la coalición parece haber agotado sus propuestas. Sus cúpulas hace tiempo perdieron el contacto con la realidad, y hoy se dedican a manejar redes de clientelismo más o menos eficaces.

Además, como decían los griegos, los dioses ciegan a quienes quieren perder, y la Concertación ha cometido demasiados errores no forzados. Ha sido incapaz de entender que el liderazgo de Michelle Bachelet es cualquier cosa, menos político y que, por tanto, es muy difícil que su popularidad se traspase al candidato.

El único efecto de tanto ministro en la calle es desnudar una verdad incómoda: Frei es un abanderado débil que, como Alfonso, lleva una mochila demasiado pesada que le hará muy difícil aspirar seriamente al triunfo. Como parece sugerirlo la encuesta CEP, la dolorosa paradoja es que la Concertación podría tener más que ganar votando por Marco que por Frei en primera vuelta.

Por cierto, la pregunta abierta es quién se beneficiará de esta situación. Sebastián Piñera, como Matte, supone que el desgaste de sus adversarios le basta para ganar. Aunque sus posibilidades son serias, su libreto excesivamente conservador y los flancos abiertos por su trayectoria lo dejan muy expuesto. Tampoco vio venir a Marco: durante semanas, cultivó con él una complicidad que le puede terminar costando cara.

La ecuación de Enríquez-Ominami no es más fácil, si acaso quiere ser el nuevo Ibáñez: aunque va en alza, la distancia con Frei es aún muy grande y la tarea de remontarla empieza a tener dimensiones más épicas que políticas. Aunque talento no le falta, hasta ahora no ha sido capaz de construir un discurso medianamente coherente, y aún son muchas las dudas sobre sus verdaderas convicciones y sus equipos de trabajo.

Con la campaña en tierra derecha, lo único claro es que los candidatos harían bien en arriesgar un poco más en los días que quedan, pues la historia aún puede guardar vuelcos inesperados de aquí al 13 de diciembre.

Publicado en La Tercera el 16 de noviembre de 2009 (y también en el blog de La Tercera).

viernes, 13 de noviembre de 2009

Locos por la CEP

El miércoles al mediodía, el Centro de Estudios Públicos entregó los resultados de su última encuesta presidencial. El miércoles al mediodía, en el Centro de Estudios Públicos se congregaron periodistas y analistas del más diverso signo para escuchar atentamente: el Oráculo de Delfos daba su veredicto. Fue tanta la expectativa generada alrededor del sondeo que Carolina Segovia -la encargada de comunicar los resultados- no tenía nada que envidiarle al subsecretario del interior en día de elecciones. Y la idea de un reemplazo quizás no sea tan descabellada si consideramos que Patricio Rosende, el verdadero subsecretario, recibió hace poco una capacitación para enfrentarse a las cámaras el 13 de diciembre que costó varios millones de pesos.

Una vez liberados los datos, columnistas, analistas y periodistas se lanzaron a interpretar, comentar y descifrar la información contenida en la encuesta: que tal candidato bajo un atributo, que el de más allá subió en otro. Para no ser menos, los políticos también reaccionan y, cada cual en su estilo, modifican y confirman el adagio según el cual las encuestas no se ganan ni se pierden: se explican. Por cierto, es digno de notar el cambio de actitud de los candidatos según los resultados: si éstos son buenos, las encuestas son muy importantes; de lo contrario, ellos no están para comentar encuestas. Como sea, es obvio que los candidatos ajustan con precisión milimétrica su estrategia y su discurso a las fluctuaciones de los sondeos de opinión.

Así, nuestra vida política se ordena en función de los sondeos, en función del "trabajo de terreno" de la CEP o en función de los atributos que tal o cual encuesta mide. Más de alguien podrá argüir que se trata de un modo legítimo de acercarse a las preocupaciones de la gente y que, además, es un fenómeno propio de las democracias modernas. Es posible. Pero a veces tiendo a pensar que en Chile la cuestión alcanza niveles un poco delirantes. Hemos terminado por atribuirle a las encuestas una importancia tan desproporcionada que a veces me hace dudar de nuestra cordura, como lo muestra el hecho que las supuestas filtraciones de la CEP eran tratadas casi como problemas de seguridad nacional. Y daría un poco lo mismo si no fuera porque esta obsesión genera algunos efectos perversos, pues da la impresión que ya nadie sabe muy bien qué diablos estamos midiendo. Me explico.

Las encuestas, en principio, son un instrumento para conocer la realidad: saber cómo estamos y qué pensamos. Sin embargo, con frecuencia, generan un fenómeno circular, pues no sólo reflejan la realidad, sino que también la crean. ¿Ejemplo concreto? Hace poco más de un mes, Adimark realizó un sondeo según el cual la popularidad de Michelle Bachelet alcanzaba el 76%. Esta cifra fue profusamente difundida por los medios, comentada por los políticos y explicada por los comentaristas. Pues bien, pocas semanas después Adimark realizaba un nuevo sondeo, cuyos resultados indicaron que la aprobación de la presidenta se empina ahora al 80% y -nuevo dato- que un 95% de la población cree que Michelle Bachelet es querida por los chilenos. Pero, ¿alguien puede sinceramente sorprenderse con esta última cifra?, ¿era esperable otra cosa?, ¿no está la encuesta midiendo solamente la efectividad de su propio resultado anterior? Lo raro es más bien que aún haya un 5% de chilenos que no se sumen a esta fiesta nacional de popularidad. Alexis de Tocqueville explicaba magistralmente el fenómeno hace más de 150 años: en las democracias modernas, decía, la opinión pública traza un círculo cada vez más estrecho fuera del cual pocos se atreven a salir: es lo que llamaba el suave despotismo de la opinión. Así, si alguien osa pensar contra la opinión mayoritaria, la réplica no se hace esperar: ¿cómo te atreves a pensar contra la mayoría? Esto sin considerar esa enorme zona oscura que es la elaboración de las preguntas de los sondeos: bien sabemos que el modo de preguntar incide directamente en el modo de responder.

Dicho de otro modo: nuestra obsesión por las encuestas puede ser insana, pues ya no sabemos si estamos midiendo la realidad, o si estamos midiendo la realidad alterada por el efecto mismo de las encuestas. Es una lógica algo orwelliana que nos va cerrando poco a poco el acceso a la realidad. En función de ella, los políticos se obnubilan y cometen no pocos errores. Eduardo Frei, por ejemplo, lleva semanas intentando captar algo de la popularidad de Michelle Bachelet: en ese esfuerzo ha involucrado a ministros y hasta la propia madre de la presidenta. Pero, cegado por los números de los sondeos, no se da cuenta que se trata de cosas distintas, que la popularidad de Bachelet no responde a cuestiones estrictamente políticas y que, por tanto, se trata de una empresa vana. Frei haría bien en intentar elaborar y transmitir un mensaje propio, con identidad, más que repetir con majadería que representa la continuidad del actual gobierno: todos sabemos que Frei no es Bachelet. Por su lado, Piñera lleva meses replegado en una estrategia timorata confiado en el primer lugar que le dan las encuestas. Un poco por eso, no ha dado muchos argumentos para votar por él que vayan más allá del desgaste de la Concertación. El pequeño problema es que, si el escenario cambia, queda descolocado. El mismo Marco no ha logrado dar con un tono convincente desde el momento en que se puso a mirar mucho las encuestas: en el último debate, por ejemplo, se le vio incómodo, sin hallarse. Resumiendo: los políticos miran demasiado las encuestas. Creen acercarse al ciudadano común, pero la verdad es que más bien se alejan. Es demasiado evidente que cada palabra, cada gesto es fruto del cálculo: pierden espontaneidad, calidez y credibilidad.

Por cierto, no tengo nada en principio contra las encuestas, ni en contra del CEP en particular. Se trata de herramientas que pueden ser muy útiles si son bien utilizadas, y si el CEP ha logrado consolidarse con un sondeo altamente fiable, tanto mejor para ellos. El problema es que nos olvidamos con frecuencia que se trata sólo de herramientas. Las encuestas a veces aclaran, pero otras tantas oscurecen. No pueden reemplazar el contacto directo y la atención puesta a las personas de carne y hueso y, como toda estadística, suelen esconder aspectos importantes de la realidad. Por lo mismo, no es casual que los grandes políticos hayan sabido ir, por momentos, contra opiniones mayoritarias, o supuestamente mayoritarias. La misma Concertación lo supo hacer con la pena de muerte. Es lo que se llama tener convicciones sin mirar constantemente el barómetro de popularidad. Lamentablemente, no abundan los políticos así en el Chile de hoy.

Publicado en El Mostrador el 13 de noviembre de 2009

jueves, 5 de noviembre de 2009

El contador de cuentos

Aludiendo a François Mitterrand, Ricardo Lagos nos dejó en claro, una vez más, que lo suyo no son los problemas de modestia: "Soy el último presidente de Francia, después de mí habrá sólo contadores", dijo en alguna ocasión el ex mandatario francés. Lagos se aplicó la frase a sí mismo, descalificando así de un modo profético a todos sus sucesores vivos y por nacer. Aprovechó de criticar duramente al gobierno de Michelle Bachelet, afirmando que si sus proyectos estrellas fracasaron, es porque la administración actual no tuvo la visión necesaria para darles continuidad.

Estamos entonces notificados: con Lagos se acabó la verdadera Historia de Chile, así, con mayúsculas. Más allá de los delirios de grandeza, la cuestión es interesante porque nos permite volver sobre una de las figuras tutelares de nuestra historia reciente.

El primer aspecto llamativo de sus declaraciones es su nula capacidad de autocrítica. Lagos no reconoce errores ni faltas: en su óptica, las culpas siempre son de otros o del empedrado. Da la impresión que nunca nadie le enseñó algo tan sencillo como evidente: no hay nada de malo en reconocer las equivocaciones. Por otro lado, salta a la vista la extrema facilidad con la que Lagos lanza sus dardos contra Bachelet, responsabilizándola en el fondo de la falta de continuidad de su obra En una entrevista relativamente corta, Ricardo Lagos es capaz de dirigir más críticas al gobierno de Bachelet que varios políticos de oposición juntos.

Pero quedarse en esas cosas sería quedarse, como él mismo diría, en peccata minuta, y perder de vista lo central. Lagos, en el fondo, está jugando otro partido en otra categoría. Por eso descalifica a todos sus sucesores. Lagos está luchando con la historia, y si en ese combate tiene que criticar a Bachelet o las cúpulas partidistas o a quien sea, la verdad es que bien poco le importa. La sola idea de pensar que los libros de historia no reconocerán su legado como él cree merecerlo le es completamente insoportable. Su defensa no es una defensa política en sentido estricto: su defensa es de orden histórico. Lagos intenta, aunque sea a los codazos, entrar a lo grande al reducido panteón nacional.

No tengo la menor idea de si acaso Lagos tendrá o no éxito en su empresa. Sólo se me ocurre decir que se trata de una lucha un tanto vana, pues es imposible controlar el futuro. Además, al fin y al cabo la historia también se escribe de muchas maneras, y abundan las posteridades mal escritas y falseadas: el mismo Mitterrand, que tanto inspiró y sigue inspirando a Lagos, es un caso paradigmático.

Con todo, lo de Lagos no es tan descabellado. Los atributos del personaje son innegables. Ya se quisiera cualquiera de nuestros políticos contar con su habilidad retórica, o con su extraordinaria capacidad para concebir relatos, o con su admirable sentido narrativo de la historia. Y nada de esto es casual: Lagos ha leído, ha estudiado y ha pensado, y es sin duda lamentable que haya escrito tan poco. En muchos sentidos, Lagos no deja de tener algo de razón al mirar con desdén a una clase política incapaz de mirar mucho más allá de sus propias narices.

Ahora bien, un estadista no se mide sólo por lo que leyó o porque lo pensó: Lagos no será juzgado en cuanto intelectual. La pregunta no es cuán inteligente es, pero si acaso logró encarnar y poner en práctica una determinada visión de país con proyección en el tiempo y reconocida por todos los sectores. Y en ese plano la pista se pone más difícil. Porque esto implica cosas que van más allá de la retórica y del relato. Por lo pronto, el Lagos Presidente olvidó completamente que el diablo está en los detalles y que es imposible alcanzar objetivos importantes si no se presta atención a las cosas que parecen pequeñas. Así, gran parte del legado de Lagos se parece demasiado a una imponente fachada detrás de la cual hay poco, o en cualquier caso mucho menos que lo que aparenta.

Lagos olvidó que la gran oratoria y la gran narración sólo cobran sentido si se inscriben en una acción efectiva al servicio del país y de las personas. Sus contradicciones en este plano son tan evidentes como irritantes, y ni siquiera dan para mucho comentario. Sostiene que si los trenes tienen problemas en Chile es porque Michelle Bachelet invirtió poco, pero olvida que la gestión de EFE bajo su gobierno fue impresentable; afirma sin inmutarse que el puente del Chacao estaba financiado, pero omite señalar que las previsiones de tráfico tenían más que ver con literatura fantástica que con evaluación de proyectos; y continua aseverando que el problema de Transantiago fue sólo de implementación, cuando ya nadie duda que los errores de planificación fueron groseros. La guinda de la torta es su alusión a Valparaíso y a su supuesto afán por devolver el mar a sus habitantes: pero evita decir que fue precisamente bajo su mandato que comenzó a perpetrarse la destrucción deliberada y consciente del anfiteatro porteño con la construcción de enormes edificios en los lugares más insólitos, con el silencio cómplice de casi toda la clase política regional y nacional.

No quiero negar que su gobierno no haya tenido méritos, porque los tuvo. En el plano internacional, por ejemplo, tuvo aciertos notables, y en salud hubo avances de importancia. Pero ocurre que Lagos Escobar, en su afán por elevarse a las alturas de la metahistoria, termina escondiendo hasta las cosas buenas de su mandato. Sus indiscutibles talentos parecen estar al servicio de su propia figura más que del país: eso quizás explica su desprecio por la hojarasca. No fue capaz de utilizar el enorme liderazgo del que dispuso ni para renovar la Concertación ni para limpiar el aparato público de los operadores políticos, pues no estuvo dispuesto a pagar costos muy elevados. En el plano institucional, sus propios correligionarios quieren derogar la "Constitución de Lagos", la misma que él firmó diciendo que representaba la estabilidad futura de nuestro país.

Al final, Lagos y su gobierno son mucho más humanos de lo que él está dispuesto a admitir, y desde ese punto de vista deberíamos juzgarlo. En la suma y resta, Lagos no fue ni mucho mejor ni mucho peor que los otros presidentes. A veces pareciera que él mismo fuera el único hipnotizado por su retórica, el único que cree a pie juntillas que su legado sigue intacto.

Aunque también es cierto que, al escucharlo, uno mismo duda: ¿y si tuviera razón?, ¿y si fuera efectivamente el último verdadero presidente de Chile, capaz de convocar, capaz de narrar? Pero las dudas se disipan como el humo si recordamos un hecho tan simple como decidor: falto de tropas, él mismo ha tenido que bajar a terreno y asumir su defensa. El laguismo parece hoy reducido a Lagos Weber: se han visto dinastías políticas más gloriosas. Si Lagos soñaba con reconocimientos unánimes y con un segundo mandato, ha terminado en la ingrata posición de tener que dar incómodas e interminables explicaciones. No suele ser ése el destino de los estadistas.

Publicado en El Mostrador el 5 de noviembre de 2009

domingo, 1 de noviembre de 2009

¿Cómo somos los chilenos?

La Universidad Católica nos ha hecho un regalo en vísperas del Bicentenario: una encuesta que muestra cómo somos y qué pensamos los chilenos. Se trata de un retrato muy bien hecho, aunque no siempre resulte grato. O sea, es un retrato honesto.

Las tres partes de la encuesta que se han publicado nos llevan a otras tantas constataciones interesantes. La primera tiene relación con un problema que probablemente sea uno de los más graves que sufre Chile en la actualidad, aunque muy pocos hablen de él. Sabemos que en Chile faltan 300 mil niños, es decir, tenemos un serio déficit poblacional. Más de alguno podría sentirse orgulloso de que ostentemos este índice de país desarrollado, pero eso sería olvidar por qué muchos países europeos dedican cuantiosos esfuerzos a revertir esta tendencia y ya comienzan a cosechar buenos frutos. La Encuesta Bicentenario nos muestra, además, un dato nuevo: aunque es cierto que la tasa de fecundidad es baja, da la impresión de que las mujeres chilenas con dos o menos hijos querrían tener más, ya que buena parte de las dificultades para hacerlo se fundan en factores económicos, como el tamaño de la vivienda en los sectores bajos, y en la dificultad de compatibilizar un mayor número de hijos con su actividad laboral. Excelente tema para elevar el nivel de los debates presidenciales, al mismo tiempo que una tarea para todos. En Chile no existen políticas que incentiven a quienes decidan tener hijos. Más bien parece que se busca castigarlos, como podría decir cualquier padre de familia: sólo un tercio de chilenos de clase media piensa que nuestro país apoya a las mujeres que quieren tener hijos.

Por lo mismo, las políticas de promoción de la natalidad deben apuntar no sólo a la clase baja, sino también a los sectores medios, que se sienten especialmente desprotegidos. De esto sí han hablado los candidatos y hay que celebrarlo: pero sería necesario realizar propuestas más serias en este sentido, pues no basta con el diagnóstico. Por otra parte, tenemos que conseguir que el mercado laboral deje un espacio a las madres que trabajan. Si no logramos que el trabajo fuera de la casa y la maternidad sean compatibles, estamos perdidos. Se causará además una enorme frustración a muchas personas: todos tenemos deseos incumplidos, pero no poder tener los hijos que se quieren no es una decepción cualquiera. Urgen políticos creativos, capaces de ocuparse de la institución más barata y eficiente para resolver la delincuencia y muchos otros males que aquejan a nuestra sociedad: la familia.

La encuesta también examina el comportamiento religioso de los chilenos y nos dice cosas importantes: Chile sigue siendo un país cristiano y bastante tradicional. En efecto, un 60% de los chilenos quiere que sus hijos conserven su religión; además, los cambios de religión, aunque existentes, son limitados y se dan sobre todo desde el catolicismo hacia el mundo evangélico. Por otra parte, en materias religiosas, las mujeres son más conservadoras que los hombres. Lamentablemente no es posible relacionar este dato con otros: por ejemplo, ¿qué nivel cultural tiene el que se hace católico y el que deja de serlo? Son cosas relevantes, pero una encuesta no puede tratarlo todo, ni siquiera una tan completa como esta.

La encuesta nos dice otras cosas significativas, esta vez en materia socioeconómica: el discurso asistencialista de la protección social tiene un eco limitado entre nosotros, ya que una mayoría de chilenos considera que el éxito personal se debe al esfuerzo y trabajo individuales antes que al Estado. Estamos lejos de ser estatistas dogmáticos, pero tampoco confiamos ciegamente en los privados: no estamos convencidos de que el mercado sea espontáneamente bondadoso. En cuestiones estrictamente políticas, parece que somos muy presidencialistas y no tenemos el menor interés en ampliar las atribuciones del Congreso. Por otra parte, una buena cantidad de connacionales se muestran proclives a la reelección: no es imposible que dicho fenómeno se deba, al menos en parte, a la alta popularidad de Michelle Bachelet, aunque también puede explicarse por un motivo más sencillo: nos hemos dado cuenta de que en cuatro años no se alcanza a hacer mucho, ni bueno ni malo.

Tenemos en suma un retrato que plantea cuestiones cruciales que no siempre están en el primer plano de la discusión. Es nuestro deber observarlo con cuidado, pues difícilmente encontremos las soluciones correctas si carecemos de un conocimiento acabado de nosotros mismos. En ese sentido, se trata de un retrato imprescindible para pensar en nuestro futuro.

Escrito con Joaquín García-Huidobro.
Publicado en El Mercurio el 1º de noviembre de 2009

jueves, 29 de octubre de 2009

El laberinto de Piñera

Maquiavelo apuntaba que, en política, las estrategias conservadoras rara vez pagan. La realidad, decía, es demasiado dinámica y por lo mismo si alguien busca solamente conservar lo que tiene, las probabilidades de que termine perdiéndolo todo son altas. Más vale, concluía, asumir posturas audaces, pues el que sólo defiende nunca tiene demasiados argumentos si el escenario no se ajusta a lo previsto.

Hasta ahora, Sebastián Piñera ha enfrentado la campaña presidencial con la lógica de nuestra peor tradición futbolera: cuando el equipo va ganando, sólo hay que juntar gente atrás y esperar que el pitazo final llegue lo antes posible. A siete semanas de la elección Sebastián Piñera ha sido incapaz de poner una sola idea sustantiva arriba de la mesa, y de hecho la campaña está lejos de girar en torno a sus propuestas o intervenciones. Nada lo hace salirse de su discurso maqueteado repleto de lugares comunes y de vagas declaraciones de buenas intenciones, pero que eluden los problemas difíciles y las posiciones bien definidas. Quizás la única excepción haya sido la propuesta de los senadores Allamand y Chadwick, aunque es bien probable que dicha propuesta le haya traído más dolores de cabeza que votos: no será, precisamente, Sebastián Piñera quien encarne el progresismo chilensis. En la carrera por "parecer lo suficientemente progresistas" hay uno que siempre le va a ganar.

Con todo, no es imposible que Piñera termine ganando la elección, pero si eso ocurre no será tanto por sus aciertos como por la increíble cantidad de errores que ha acumulado la Concertación en los últimos seis meses. El oficialismo parece empeñado en producir su propia muerte política, y hasta el mismo Lagos debió admitir que hay varios jerarcas que están listos para la jubilación. Desde luego, un poco como Nelson Acosta, Piñera podrá retrucar que lo importante no es cómo se gana, sino simplemente ganar. Supongo que tiene razón, pero es innegable que su estrategia tiene mucho de riesgo y deja flancos abiertos.

Recordemos, por ejemplo, que hace no mucho tiempo Piñera cultivó una suerte de complicidad con Marco Enríquez-Ominami para intentar debilitar a Frei. Así, durante largas semanas evitó enfrentarse con Marco, pues no creía posible que Marco tuviera posibilidades ciertas de éxito. Dicho de otro modo, Marco le era funcional: le quitaba votos a Frei al mismo tiempo que hacía ver mal a la Concertación. La estrategia fue exitosa, y lo fue tanto que hoy Frei tiene problemas graves, y no sería tan raro que el contrincante de la segunda vuelta sea Marco.

Si es así, Piñera deberá enfrentar una segunda vuelta sumamente compleja, pues tendrá escasas posibilidades de capturar votos adicionales. Los votos de Frei -que a esas alturas estarán reducidos al voto más recalcitrante de la Concertación- y los de Arrate se irán en su enorme mayoría con el diputado por Quillota. En otras palabras: si Piñera no se acerca al 50% en la primera vuelta, la tendrá muy difícil en enero. ¿Cómo pudo llegar a un escenario tan complicado, teniendo tantas cartas de su lado? Porque con su estrategia conservadora le regaló todo el espacio y todo el atractivo a la campaña de Marco. No previó que las cosas podrían cambiar bruscamente, no supo leer una realidad política dinámica. Y el hecho final es que, si Marco pasa a segunda vuelta, Piñera puede perder en 30 días lo que lleva ahorrando cuatro años, pues el díscolo concentrará sobre él toda la atención y la novedad.

Así las cosas, la estrategia de Piñera sería impecable si el mundo fuera estático. De hecho, todo indica que el abanderado opositor le ganaría con cierta comodidad a Frei si las cosas siguen su curso normal. Pero ante un cambio inesperado, ante un penal de último minuto, la estrategia de Piñera queda fuera de juego, desenfocada. Por cierto, las cosas no son irreversibles y nada está escrito, pero es seguro que Piñera corre un riesgo elevadísimo si no varía su discurso de modo significativo de aquí al 13 de diciembre.

Hasta aquí, no ha logrado infundir mística ni encarnar un programa realmente atractivo, más allá de las debilidades propias de la Concertación. No ha logrado, ni de lejos, llevar a los adversarios a jugar a su propio terreno, que es lo propio de toda candidatura ganadora. Para eso es inevitable arriesgar bastante, definirse en cuestiones incómodas y ser un poco más audaz. La paradoja es que el Piñera político parece tener poco del Piñera especulador, famoso por apostar alto. Le puede costar caro.

Publicado en El Mostrador el 29 de octubre de 2009

viernes, 23 de octubre de 2009

Las contradicciones de Marco

Habla rápido, muy rápido. Cuesta seguirlo y entenderlo. Modula poco y nada. Si acaso su horrible dicción es signo de que piensa mucho más rápido de lo que habla, quizás no sea tan malo: en política abunda más bien lo contrario. Pero puede también que sea síntoma de poca claridad mental: ¿sabe Marco lo que quiere decir? Con demasiada frecuencia vacila, duda, parece confundido, indeciso. Quizás sea simplemente porque entiende mejor que otros que los problemas de Chile son complejos y no merecen respuestas unívocas y simplistas. Pero quizás sea porque carece de ideas, de ejes centrales.

No le tiene miedo al error y, de hecho, se equivoca bastante. Así es Marco, un poco irreflexivo, precipitado. Da la sensación que nunca se reposa, que no se sienta a reflexionar, que no se toma el tiempo, que está siempre apurado. Adora seguir sus intuiciones, le gusta sorprender, atacar por donde nadie lo espera. Le encanta ser impredecible. Suele eludir las preguntas más difíciles con anécdotas. Le encanta ser heterodoxo, pero rara vez cuestiona sus propios dogmas.

Piensa rápido, responde rápido. Es resuelto, inteligente y despierto. Irreverente, audaz y temerario. Quizás su gran mérito sea el haberse atrevido a desafiar a las cúpulas autocráticas de la Concertación: a Escalona le faltarán años para arrepentirse de no haber incluido a Marquito en las primarias. Por lo pronto, está autorizado a transpirar helado. Las generaciones jóvenes de la UDI y del PDC deben mirarlo con mezcla de envidia y asombro: ¿cómo no se nos ocurrió a nosotros?

Es simpático y buen conversador. Tiene carisma y es -por lejos- el único candidato que ha comprendido algo del nuevo Chile, aunque sus recetas no necesariamente son las correctas. Posee una ventaja que puede resultar crucial: conoce a los medios, sabe cómo funcionan y cómo utilizarlos. Cree que el lenguaje crea realidad, pero no sabemos si cree en la realidad que existe fuera de los medios y del lenguaje: ¿le importa de verdad lo que no aparece en televisión? Con Marco las dudas se multiplican porque no lo conocemos. O lo conocemos poco. Además, de un tiempo a esta parte se esconde, se cubre, no se deja ver. Incluso, se molesta cuando le recuerdan algunos de las declaraciones de su época de enfant terrible, lo que es un poco hipócrita: ¿no quería desterrar las malas prácticas?

Nadie sabe muy bien cuáles son sus ideas centrales, ni si acaso las tiene. A veces pareciera que él mismo se anda buscando, sin encontrarse mucho. Su entorno es una legítima ensalada: podemos encontrar castristas, chavistas, economistas liberales, sociólogos lúcidos, uno que otro independiente en red en busca de destino político y un diputado que hasta hace poco decía encarnar el humanismo cristiano. Sólo un mago podría elaborar un proyecto creíble a partir de elementos tan disímiles. Y en efecto, lo único que tienen en común sus seguidores es el desencanto con las otras coaliciones. Quizás sirva para ganar una elección, pero no alcanza para hacer política en serio.

Por más que le pese, Marco ha cambiado. Ha ido acomodando su discurso, ha ido atenuando su radicalidad. Si antes era agresivo, hoy es prudente; si ayer sus respuestas eran extremas, hoy busca ser conciliador; si ayer lo criticaba todo, hoy busca caer bien. Para explicarlo en su propia terminología dialéctica: si ayer decía querer agudizar todos los conflictos de la sociedad chilena -marxismo puro y duro-, hoy busca elaborar una síntesis: difícil tarea. Marco se aburguesó, en parte porque todo candidato se aburguesa, pero quizás también en parte porque ha madurado. El problema es que se empieza a parecer demasiado a los que tanto critica: el candidato Marco no puede evitar hablar con eufemismos y frases hechas.

Lo paradójico es que dice querer renovar. Su llamado parece ser: abran paso a las nuevas generaciones, a la juventud. Fuera los viejos, las prácticas añejas y las malas costumbres. Abramos las ventanas. En buena medida, lo ha logrado: ¿se imaginan la campaña tediosa que hubiéramos tenido sin Marco en la cancha? Pero tampoco hay que tener tan mala memoria: a fin de cuentas Marco es diputado porque se benefició de las peores prácticas del sistema político chileno, nepotismo y clientelismo incluidos. Quiéralo o no, Marco es fruto del sistema que dice aborrecer.

Es cierto que ha crecido mucho en las encuestas. Pero quizás no sea descaminado anotar que sus contendores no lo han exigido mucho. No es tan difícil lucir cuando los oponentes se esfuerzan por aburrir. Mientras uno se cuelga del arco esperando el pitazo final, al otro le falta poco para llamar a los bomberos a integrarse a su nutrido e inútil comando. Le han regalado a Marco todo el espacio para convertirse en amenaza peligrosa. Como para preguntarse de qué sirve tener tantos analistas, estrategas y encuestólogos trabajando en las campañas.

Con todo, hasta ahora Marco es un espejismo. Sabemos muy poco de él, de lo que quiere hacer. No tiene equipos de verdad, no tiene proyecto ni dice cosas muy sustantivas. Sus ideas son demasiado vagas y generales como para constituir un verdadero programa, y su pura personalidad -carismática y todo- no basta. No ha sido capaz de concebir un discurso elaborado que vaya más allá de la crítica a ciertas prácticas o de un progresismo que nadie sabe muy bien qué significa. Habla mucho de participación, pero ya sabemos qué destino tuvo esa idea con Michelle Bachelet: Marco es demasiado inteligente como para creer que se puede gobernar con pura participación. Quizás le falte comprender que no basta con ser un fenómeno mediático, pues la pregunta que los chilenos se van a hacer es si acaso Marco es capaz de tomarse más en serio a sí mismo, de asumir un liderazgo distinto, menos infantil. Porque hasta ahora sigue siendo una apuesta muy arriesgada que nadie sabe muy bien cómo va a terminar. Y no es muy seguro que el país esté dispuesto a asumir ese riesgo.

Publicado en El Mostrador el 23 de octubre de 2009

martes, 13 de octubre de 2009

Ionesco, Allamand, Chadwick

En su extraordinario libro La democracia en América, Alexis de Tocqueville observaba un paradójico fenómeno propio de la democracia moderna, el despotismo suave. Con esta expresión, advertía sobre lo siguiente: aunque en principio el mundo moderno debería ser el lugar donde abundara la diversidad y el pluralismo en el modo de pensar, con frecuencia termina ocurriendo todo lo contrario. Ciertamente, no hay una policía orwelliana del pensamiento, pero el resultado no es muy distinto: todos piensas de modo parecido, las opiniones tienden a la uniformidad. Aunque Tocqueville era liberal, no podía dejar de temer y temblar pues veía que, en democracia, las personas no se atreven a pensar contra la corriente, contra el peso de la masa. Lo que llamamos "opinión pública" adquiere un poder infinitamente grande. El análisis de Tocqueville es admirable por donde se le mire, y cabe preguntarse qué habría dicho de haber conocido esos demiurgos contemporáneos que son las encuestas y la televisión, que se han encargado de acentuar la tendencia hasta el paroxismo.

Comienzo así estas líneas, aludiendo al gran Tocqueville, porque en el Chile de hoy tampoco es fácil desafiar a la opinión común sin ser tachado, a priori, de intransigente y de intolerante. De este modo, los apóstoles de la tolerancia rechazan, sin darse el trabajo de argumentar, cualquier opinión que no sea la de ellos. Pues bien, advierto entonces que me dispongo a criticar la propuesta de los senadores Allamand y Chadwick.

La proposición consiste en regular las uniones de hecho, con una nueva figura jurídica a la que llaman “Acuerdo de vida en común” (AVC). Una de las razones que ofrecen para tal innovación es que habría demasiados chilenos que se encuentran en una situación de cierto vacío jurídico: se habla de dos millones de personas. Aunque el número es discutible, se trata de una realidad que nadie en su sano juicio podría negar. En virtud de lo mismo, dicen, la cuestión debe tener une regulación jurídica, sobre todo en lo que respecta a cuestiones patrimoniales. Este pacto estaría abierto para personas del mismo sexo que deseen contraerlo.

La propuesta tiene para ella toda la apariencia del buen sentido y de la moderación. Además, proviniendo de dos influyentes senadores de oposición, no sería raro que la cuestión prosperara en un plazo no demasiado largo. Sin embargo, tras ella se oculta una concepción de la sociedad que, al menos, merece ser discutida con seriedad, dejando de lado los eslóganes y los progresismos de cartón.

El problema tiene múltiples dimensiones, y es naturalmente imposible abordarlas todas en estas líneas. Pero no es imposible que la cuestión de fondo vaya por acá: más allá de lo que nuestros políticos quieran hacernos creer, el problema más urgente que enfrenta Chile es el de la desintegración de la familia. No ahondaremos aquí en los detalles de dicha desintegración, pues son evidentes para quien quiera tomarse la molestia de mirar la realidad. Pero es claro que, si queremos mirar las cosas de frente en lugar de conformarnos con aspirinas, algún día tendremos que tomar conciencia y hacernos cargo de este problema central. Las dificultades muchas veces dramáticas que enfrenta nuestro país encuentran su origen remoto, y a veces no tan remoto, en la falta de familias, en la ausencia de vínculos familiares suficientemente sólidos. No solucionaremos ni la pobreza ni la pésima calidad de la educación ni la delincuencia mientras no nos tomemos esta cuestión en serio. Es un problema que no podemos eludir si queremos avanzar de verdad. La familia chilena ha volado en mil pedazos, y eso tiene, inevitablemente, efectos perversos en todas las áreas de la vida social. Las razones de esta crisis son múltiples y diversas, pero es innegable que algunas políticas públicas aplicadas por la Concertación no han ido, precisamente, en la dirección correcta. Y los resultados están a la vista para quien quiera verlos. Dicho de otro modo: es imposible siquiera soñar con resolver estos problemas sin el apoyo de una base social sólida: el Estado no lo puede todo solo, necesita del concurso de las familias.

Intuyo que el lector atento estará esperando que diga entonces qué diablos es la familia. Lamento decepcionarlo: esta vez no me aventuraré en tales honduras. Es obvio que se trata de una cuestión demasiado compleja como para resolverla a la ligera en unas pocas palabras, y es difícil dar una respuesta unívoca. Baste señalar que todos conocemos realidades que distan mucho de la familia tradicional, y nadie pretende negarles a éstas ni su valor ni su rol social. No habremos avanzado nada si convertimos el problema en una cuestión semántica, ni tampoco si oponemos algunos tipos de familia a otros.

Pero hay una característica que, me parece, es propia de toda familia: el afecto sin exigencias, el amor incondicional. En un mundo en el que las coordenadas son cada día más difusas, en el que todas las realidades humanas tienden a mercantilizarse, en el que todo cambia a una velocidad inaudita y en el que las personas tenemos dificultades para hallar ejes más o menos seguros, la familia da eso que nadie más da: afecto incondicional. Es, por excelencia, el espacio en el que las personas valen por lo que son y no por lo que tienen, es el lugar donde cada uno puede ser como es sin temores, pues allí el afecto se entrega y se recibe sin exigencias ni compensaciones de ninguna especie.

Este afecto incondicional no surge de modo espontáneo, sino que requiere un contexto. Para darse y desarrollarse, necesita determinadas condiciones. Supone un espacio en el que las cosas permanecen de una determinada manera en el tiempo: la familia supone estabilidad. Sin estabilidad, es difícil que las familias puedan florecer y desplegarse; sin estabilidad es improbable que las diversas realidades familiares que hay en Chile puedan encontrar el espacio que les es propio, y que les debemos.

La pregunta entonces cae de cajón: ¿el proyecto presentado por los senadores opositores va en la dirección correcta?, ¿tiende o no a fortalecer a ese núcleo fundamental que es la familia? Sin duda alguna, la propuesta sabe respirar muy bien el aire de los tiempos, pero, ¿es realmente lo que necesita Chile hoy?, ¿contribuye a enfrentar los problemas que tenemos? Lamentablemente, a la luz de lo visto, la respuesta es bastante clara: la propuesta no sólo no soluciona nada, sino que agrava la situación actual. Lo que este proyecto hace, quiéralo o no, es institucionalizar la precariedad familiar, es darle valor legal a la inestabilidad. De hecho, es tan delirante que en uno de sus puntos establece las obligaciones que adquieren las partes al momento de contraer el pacto, para luego decirnos que el acuerdo puede terminarse con la mera manifestación de voluntad de una de las partes. Es decir, una obligación que no obliga: si querían sorprendernos, lo lograron.

Resumiendo: son las familias las que necesitan un apoyo urgente y decidido. Son las familias las que requieren que las políticas públicas asuman que las soluciones pasan por fortalecerlas, no por debilitarlas. El camino de restarle importancia al matrimonio —porque ése es uno de los efectos de la propuesta— es equivocado pues va terminar afectando ese dato esencial que es la estabilidad. Por lo mismo, Piñera se equivoca al pretender que ambas cosas son compatibles. Es normal que como candidato quiera quedar bien con todos, pero no se puede todo en la vida: o bien usted toma el camino de fortalecer a la familia y el matrimonio jugándosela por la estabilidad y poniendo los incentivos en esa dirección; o bien usted explora vías alternativas como lo han hecho los senadores Allamand y Chadwick. En ese sentido, uno esperaría de parte del candidato opositor un pronunciamiento más claro.

Al tratar los problemas relativos al derecho de familia, Marx anotaba que, en las sociedades liberales, las personas siempre buscan el modo de evitar los compromisos y las obligaciones. Miran las cosas, dice, desde un punto de vista hedonista, sin fijarse en los efectos que sus acciones puedan tener en terceros. Marx pensaba sobre todo en los hijos: ¿cómo es posible, se preguntaba, que el derecho de familia se piense siempre en torno a los derechos individuales y nunca en torno al bien de los hijos? A veces, pareciera que la crítica de Marx no ha perdido nada de validez: seguimos discutiendo estos problemas siempre desde las lógicas liberales, desde las lógicas individualistas. Formulamos siempre las preguntas equivocadas. Es siempre el derecho individual el que nos importa, pero olvidamos que ninguna sociedad medianamente próspera se ha construido a partir de puras libertades individuales. Y la izquierda, al subirse al tren, tampoco se da cuenta que asume al mismo tiempo todos los presupuestos de la economía liberal que tanto aborrece: pero sería tema para otra columna.

Última observación: cabe la posibilidad que los senadores Allamand y Chadwick hayan actuado por puro afán de “ser lo suficientemente progresistas”. Si es así, no sólo están equivocados, sino que además son muy ingenuos —por usar una palabra suave. Carecen además del más mínimo tacto político (lo que no es sorpresa en Andrés Allamand): en estos temas, la izquierda siempre será más progresista que la derecha. Pero es quizás sólo una muestra más de que la derecha, como tal, está desapareciendo en Chile: de un tiempo a esta parte, parece tener como único objetivo hacerse de las banderas del adversario. Sin embargo, no las encuentra ni las encontrará nunca pues siempre, siempre, estarán un poco más allá. Más propio del teatro del absurdo que de la política chilena.

Publicado en el blog de La Tercera el 13 de octubre de 2009

El liderazgo de Michelle Bachelet

En muchos sentidos, los altos índices de respaldo que obtuvo Michelle Bachelet en la reciente encuesta Adimark son misteriosos. El mismo Roberto Méndez habla de una suerte de estado de encantamiento de los chilenos en su relación con la Jefa de Estado. Y, en efecto, un 76% de aprobación es una cifra más bien rara en las democracias contemporáneas, lo que nos sugiere que se trata de un fenómeno difícil de explicar con categorías tradicionales. Recordemos además que la primera parte de su mandato fue particularmente débil, con muchas más dudas que certezas y muchos más problemas que soluciones. A pesar de un inicio titubeante, Bachelet se apresta a terminar su mandato canonizada por la opinión pública de un modo aún más marcado que su antecesor, si cabe.

De hecho la comparación entre Lagos y Bachelet es tentadora, y la pregunta surge de inmediato: ¿la popularidad de Michelle Bachelet tendrá el mismo destino que la de Ricardo Lagos? Recordemos que el fundador del PPD salió de La Moneda aplaudido de modo unánime por todos los sectores, pero a los pocos meses fuimos descubriendo que tras su talento oratorio y su capacidad narrativa se escondían demasiadas negligencias inexcusables. Usando sus propias palabras: se escondía tanta hojarasca que su imagen pública terminó muy resentida. Por lo mismo, Lagos se bajó de la carrera presidencial antes de subirse pues intuía que, como candidato, estaría obligado a dar muchas más explicaciones que las que su temperamento le permite. Así, a falta de tenerlo en la carrera presidencial, hemos tenido a un Lagos jefe de campaña de su hijo, dispuesto a entrar en las cocinerías más bajas de la política con tal de lograr un poco de figuración: algo decepcionante si acaso es el cierre de su carrera política.

Pero el liderazgo de Bachelet es muy distinto al de Lagos, por lo que es difícil pensar que su popularidad vaya a derrumbarse como castillo de naipes como le ocurrió al ex mandatario. Allí donde Lagos era distancia y autoridad, ella es calidez y cercanía, y mientras Lagos disertaba pensando en los historiadores del futuro, Bachelet se dirige con sencillez al chileno común y corriente. Y como se trata de un tipo de liderazgo que tiene poco de político estrictamente hablando, es difícil que se desvanezca por razones políticas. Esto queda claro si uno observa con detención los números de la encuesta Adimark: la aprobación en áreas particulares de la gestión gubernamental (salud, delincuencia, educación) no pasa de buena y es en algunos casos francamente mediocre. Hay una disociación entre el juicio del gobierno por un lado y de la figura de la Presidenta por otro: se da la curiosa paradoja de que la responsable suprema del país no es juzgada tanto por la calidad de su gestión como por sus características personales. Michelle Bachelet es mucho más que su propio gobierno, es casi distinta.

Uno de los efectos de esta situación es que Michelle Bachelet es inmune a las críticas políticas, y al mismo tiempo puede darse el lujo de intervenir en política sin pagar demasiados costos. Así, con frecuencia se refiere en duros términos a la oposición, asume a veces posiciones de izquierda dura o corre a saludar a Fidel Castro sin que nada de eso le haga mella. La gente no parece juzgarla por ese tipo de cosas. A la hora de las evaluaciones, Michelle Bachelet se transforma en una especia de ícono nacional, situada más allá del bien y el mal. Y poco importa que muchas de sus palabras no se condigan con esa imagen: Bachelet es cada vez más inmune a la política, incluso a la suya propia.

Pero su fortaleza es al mismo tiempo su debilidad: la popularidad de Michelle Bachelet es inoperante políticamente hablando. Sólo sirve para que su propia figura siga creciendo en los estudios de opinión. Ni siquiera los resultados de su gobierno tienen demasiada importancia en esta lógica. Prometió caras nuevas en el gobierno, y va a terminar gobernando con rostros no precisamente frescos. Anunció una renovación de cuadros en la coalición gobernante, y ahí tenemos a un Frei 2.0 intentando volver a La Moneda, secundado por jóvenes promesas: Juan Carlos Latorre y Camilo Escalona. Prometió un gobierno ciudadano, y todavía nos preguntamos qué diablos significa eso, más allá de algunas comisiones de dudosa eficacia. Sobre la marcha ha intentado construir, con cierto éxito, un mensaje en torno a la protección social. Pero lo ha hecho sin preguntarse si acaso la economía chilena es lo suficientemente sólida como para sustentar algo así con independencia del precio del cobre. Tampoco parece considerar que, aunque el Estado debe asumir un rol social, no es poniendo el acento en el asistencialismo que nuestro país podrá acercarse al desarrollo. Por otro lado, ha hecho poco y nada por enfrentar, no digo resolver, uno de los problemas más urgentes de Chile: la modernización del Estado. En parte por evitarse un conflicto sangriento con las dirigencias oficialistas y en parte por falta de ganas, Michelle Bachelet prefirió dejar el Estado chileno tal como lo recibió, con gravísimas dificultades de gestión y plagado de operadores políticos cuyo único mérito es militar en el partido correcto.

Tampoco ha podido sacar adelante reformas difíciles: recordemos que ni siquiera intentó convencer a los parlamentarios de la Concertación de eliminar el binominal tras el informe de la comisión Boeninger, y hace poco abandonó la idea de una reforma laboral. Perdió la mayoría en ambas cámaras, y no pareció importarle mucho. No hizo nada por evitar el surgimiento de una candidatura paralela que nació en su propio partido. Quizás el mejor testimonio de su inoperancia política sean los ministros Viera Gallo y Pérez Yoma: ahí tenemos a hombres inteligentes y de trayectoria, pero que, desprovistos de medios políticos como para sacar adelante alguna agenda, quedan reducidos a un triste papel considerando sus antecedentes.

Por todo esto, es simplemente delirante que alguien pueda suponer un minuto que Michelle Bachelet pueda endosarle su popularidad a Eduardo Frei. Es imposible, porque se mueven en planos muy distintos, por no decir opuestos. Aunque asuma el papel de jefe de campaña, aunque todo su gabinete se instale en el comando y aunque multiplique sus intervenciones, yerra profundamente quien crea que puede generar efectos políticos, pues su liderazgo no responde a esa lógica. En último término, su popularidad sólo le es útil a ella, y la única consecuencia posible de su apoyo directo a Frei es la de arriesgar su propia imagen en reyertas de barrio.

Por cierto, queda abierta una pregunta: ¿podrá Michelle Bachelet conservar su popularidad para las elecciones de 2013? Vistas las cosas al día de hoy, es muy probable. Al menos habría que decir que tiene un capital inmejorable que, bien administrado, debería permitirle llegar al 2013 con posibilidades serias, si acaso lo desea. Aunque tampoco es tan descabellado pensar que, un día, su popularidad pueda esfumarse tan misteriosamente como llegó.

Publicado en El Mostrador el 13 de octubre de 2009

jueves, 1 de octubre de 2009

Un dilema falaz

La respuesta del candidato oficialista frente a casi todos los problemas que enfrenta Chile es casi siempre la misma: más Estado. Es la consigna que repite Frei sin ningún temor a parecer majadero o repetitivo. En cualquier caso, no está solo: el gobierno no parece pensar de manera muy distinta. Su última idea es tratar de convencernos que la creación de un ministerio solucionará el problema en la Araucanía, así como ayer había pensado que Arica necesitaba un intendente designado en Santiago o que el transporte público de la capital requería planificación soviética. El mismo Sebastián Piñera se ha subido al mismo tren asumiendo el lenguaje de la Concertación, sin darse cuenta que jugar en la cancha del adversario lo terminará perjudicando.

No tengo nada en principio contra la actividad estatal. De hecho, ni el más libertario querría vivir en un mundo sin Estado. Pero me parece que, tal como se ha dado hasta ahora, la cuestión está planteada de un modo equívoco. No nos engañemos ni nos dejemos engañar: el remedio a todos nuestros males no vendrá del Estado. Tampoco del mercado, y en eso los apóstoles del liberalismo también yerran. En efecto, si alguna lección ha dejado la crisis es que el mercado es incapaz de contenerse por sí mismo: fuera de control, puede dar resultados tan delirantes como las novelas de Orwell. Pero la salida a esos delirios no pasa por el tamaño del Estado, y las elecciones europeas han demostrado el grado de perplejidad y desorientación de los partidos social demócratas, que no logran encontrar una respuesta a una situación que -en el papel- les era favorable.

El dilema entre Estado y mercado es falaz porque los problemas no se presentan de ese modo en la realidad. Los problemas de los chilenos no pasan por el tamaño del aparato público, como tampoco pasan siempre por darle más espacio al mercado. Dicho de otro modo, hay demasiados que aún piensan que los problemas sociales son, ante todo, problemas de estructuras y de sistemas. Creen que cambiando la estructura cambia también instantáneamente la realidad según sus deseos. Con ese razonamiento, unos nos quieren hacer creer que los indígenas llevarán una vida más digna porque un texto constitucional lo afirma, y otros que toda solución pasa por darle plena libertad a los agentes económicos.

No pretendo negar la importancia de las instituciones adecuadas en una sociedad sana. No negaré tampoco que la acción política debe guiarse por principios, en ausencia de los cuales la política queda reducida a un pobre tecnocratismo vacío de sentido. Pero todo esta discusión no tiene ningún valor si se pierde de vista aquello que Grossmann llamaba la modesta particularidad de cada vida humana. Lo importante es mejorar la calidad de vida de las personas, y para tomarse ese desafío en serio es urgente salir de las respuestas pavlovianas, sean pro-mercado o pro-estado. No es educación pública ni privada la que esperan los chilenos: es educación de calidad. Por otro lado, más que perder el tiempo discutiendo sobre el tamaño del Estado, deberíamos estarlo discutiendo sobre su calidad. El Estado chileno tiene demasiadas dificultades como para darnos el lujo de no concentrarnos en mejorar sus debilidades. La discusión abstracta sobre el Estado es muy cómoda para los políticos, porque esconde la otra discusión, la realmente urgente: los problemas reales que aquejan a millones de chilenos. Y esa pregunta se pierde en la discusión ideológica, pues cada problema requiere una mirada singular libre de consignas vacías.

Un suceso reciente puede servir para ilustrar lo que intento decir: hace pocos días el Consejo de Rectores decidió que el proceso de postulación a las universidades tendrá lugar entre el 23 y el 25 de diciembre. Las universidades que parecen haber pesado en esta decisión pertenecen al Estado. Y lo decidieron así, paradoja de paradojas, por razones de mercado. Sin consideraciones de ninguna especie, pretenden estropear la Navidad de decenas de miles de familias chilenas. Por cierto el PIB no se verá afectado con esta decisión, pero, ¿es esa la manera de construir una sociedad respetuosa de los ritmos y de las lógicas familiares?, ¿un grupo de burócratas puede decidir arruinarle la Navidad a buena parte de los chilenos sin tener que rendir cuentas a nadie? Sally Bendersky, jefa de la división de educación superior del Mineduc, nos regaló esta frase digna de antología: "Lo que nosotros pudimos observar es que las consideraciones que se tomaron tienen que ver con (generar) una competencia entre las universidades". ¡Qué ejemplo de alianza público-privada, qué modelo de asociación entre el mercado y el sector público! Poco importa que la vida familiar de muchos chilenos se vea afectada: la sacrosanta competencia ha sido protegida por el Estado. Entretanto, los candidatos optaron por no decir nada. Quizás sugiriendo con su silencio lo que intuíamos, que prefieren ocuparse de sus dilemas falaces antes que de nuestros problemas.

Publicado en El Mostrador el 1º de octubre de 2009