martes, 12 de enero de 2010

¿Museo de la memoria instrumental?

El Museo de la Memoria intenta rescatar la memoria de las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante el régimen militar. La intención es, de por sí, digna de encomio: vivimos en un país al que le cuesta mirar y pensar su pasado, y tenemos escasa noción de la importancia del patrimonio si no tiene directa relación con rentabilidad financiera. A ratos parece que, ebrios del afán de progreso, queremos avanzar como ciegos sin detenernos un instante en el camino recorrido. Pero no es más que una peligrosa ilusión: es imposible construir seriamente un país sin conciencia de nuestro pasado. Hay pocas cosas tan frívolas como pretender que podemos avanzar sin mirar reflexivamente hacia atrás.

Sin embargo, la iniciativa no ha estado libre de polémica: el gobierno decidió que el museo estuviera consagrado exclusivamente a los crímenes cometidos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990. Aunque es cierto que la medida es discutible por varios motivos, no deja de ser coherente con cierta actitud que Michelle Bachelet ha mantenido durante su gestión. Cuando viajó a Cuba se apuró en acudir a reunirse con Fidel Castro, al mismo tiempo que se negaba a realizar gesto alguno a la disidencia cubana. Quizás sea muy descaminado esperar algo más de cierta izquierda que exige de la derecha, con buenas razones, gestos decidores sobre el asunto, pero que es ella misma incapaz de asumir sus propias responsabilidades. Es políticamente incorrecto recordarlo, pero no por eso es menos cierto: la violencia como método de acción política no fue inventada en septiembre de 1973. Da la impresión que muchos aún no han leído El hombre rebelde, de Albert Camus, pero quizás sería mucho pedir.

Con todo, hay algo complejo en la decisión gubernamental que va por un lado ligeramente distinto. Al seccionar la historia de modo tan tosco, las autoridades no sólo pecan contra la más elemental sutileza. Ni eso quizás sería tan grave, si no fuera porque, al mismo tiempo, permiten que se ciernan sobre la iniciativa sospechas y dudas que pueden resultar fatales para el propósito central que se persigue, si hemos de creer a las declaraciones explícitas. Porque si las violaciones a los derechos humanos son un tema de tanta importancia y gravedad -y lo son-, no pueden entonces quedar reducidas a una cuestión de trincheras y de blanco y negro, sobre todo pasados ya tantos años. El esfuerzo tendría que ir más bien por el lado de hacer de la memoria colectiva algo verdaderamente común y compartida por todos, en la que los chilenos pudiéramos reconocernos más allá de nuestras historias personales o de nuestras legítimas visiones sobre la historia del país. Y eso pasa necesariamente por una condición inviolable: sustraer el tema de las reivindicaciones políticas para hacerlo entrar en algo más digno, en algo más sagrado: algo que no se usa ni debe usarse. Como decía Charles Péguy a propósito del caso Dreyfus: no se puede mezclar de ese modo lo místico con lo político. En la actual configuración, el Museo corre el riesgo de perder buena parte de su legitimidad, pues no es capaz de tomar distancia de las divisiones que tanto daño le causaron a nuestro país.

Explicar no es aprobar ni justificar: es simplemente ser capaces de mirar, al mismo tiempo, con los dos ojos. Es dejar atrás, de una buena vez, esa ilusión óptica tan propia del siglo pasado. Me temo que insistir en lo contrario es banalizar una memoria que, definitivamente, merece mucho más.

Publicado en La Tercera (y en el blog) el lunes 11 de enero de 2010.

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