jueves, 31 de diciembre de 2009

El Caco pascuero

Una vez más, José Antonio Gómez demostró que es uno de los escasos dirigentes con cierta iniciativa política que van quedando en la Concertación: al renunciar a la presidencia de su partido, realizó un gesto efectivo en favor de la moribunda candidatura de Eduardo Frei. Pepe Auth había tratado de hacer lo mismo pocos días antes, pero la comparación entre ambas actitudes grafica bien la diferencia entre uno y otro: uno es político de verdad, el otro un diletante. La gran paradoja es que Gómez es justamente quien más merecía quedarse, pero nadie ha dicho nunca que la política sea justa.

Ahora bien, la tozudez delirante de Juan Carlos Latorre dejó toda la cuestión en nada. Con su actitud, demostró ser uno de los dirigentes políticos más obtusos que puedan recordarse, y sin duda su gesto quedará en la memoria colectiva como tal. Aferrado a su cargo como si en él se le fuera la vida, será recordado como quien le puso la lápida final a la candidatura oficialista: si hasta ayer las posibilidades de Frei eran bajas, hoy son simplemente nulas. Si las renuncias conjuntas de los cuatro timoneles podían, quizás, darle una luz de esperanza y generar algún acercamiento con Marco Enríquez, el abanderado recibió a cambio un portazo de consecuencias imprevisibles.

El candidato oficialista afirmó solemnemente hace dos días que iba a gobernar con independencia de los partidos, y hoy está claro que eso no es posible por una razón muy sencilla: Frei carece del liderazgo necesario como para cumplir una promesa de ese tenor. Frei no es el jefe de la coalición. Dicho de otro modo: la cúpula falangista no cree en un triunfo de Frei, y por lo mismo no está dispuesta a realizar el más mínimo esfuerzo. El abanderado ha quedado así mucho más desamparado de lo que estaba ayer, y su intento por tomar el control de las cosas terminó, nuevamente, en fracaso rotundo. Lo menos que podría decirse es que no ha sido este su año.

Todo esto deja ver otro fenómeno digno de ser notado: los jerarcas no parecen dispuestos a cederle ningún espacio a Enríquez-Ominami. Prefieren perder sin él que ganar con su ayuda: se han visto políticos más lúcidos. Muestran un temor atávico a la renovación sin entender que ésta llegará de todos modos, con Marco o sin Marco. Tampoco hay que descartar otro tipo de cálculos: en el caso de una derrota, Latorre no tiene ninguna intención de cederle a Marco Enríquez algo así como el liderazgo de la nueva oposición, ni menos un mejor derecho para ser candidato en cuatro años más. Ése parece ser uno de los trasfondos de la situación: Latorre deja caer a Frei porque no quiere abrirle camino a Marco. En su defensa, podría decirse que Frei estaba caído desde antes. Y aunque eso puede ser cierto, la actitud no es demasiado leal para con el candidato y peca, además, de soberbia: si Marco tiene éxito en su aventura política, lo tendrá con o sin la ayuda de Juan Carlos Latorre. Por otro lado, el mensaje a los príncipes es nítido: si acaso se deciden, algún día, a tomarse el partido, la lucha será, por decirlo menos, cruenta.

Así, nuestro buen Caco Latorre entrega dos regalos de Navidad que no por llegar atrasados son menos importantes. El primero es para Sebastián Piñera: las renuncias le planteaban un final de campaña competitivo y complicado en varios sentidos y de hecho la primera reacción del candidato opositor frente a las renuncias no fue buena. Pero, gracias al Caco, no fue más que un gran susto; y Piñera puede continuar su final de campaña con cierta tranquilidad.

El otro afortunado es, sin duda Marco: el descabezamiento colectivo implicaba un dilema serio para él: sumarse o no sumarse a Frei. Y como ambas salidas tenían costos importantes, Latorre le hizo el favor de ahorrarle el dilema. De paso, le dio muy buenas razones para continuar en sus duras críticas a los políticos de viejo cuño que aman sus cargos por sobre todas las cosas.

Es posible que, en las próximas horas, la presión crezca demasiado y que, por tanto, Latorre y Escalona terminen renunciando. Pero ya será muy tarde, el daño estará hecho y la lápida puesta. Se trata del peor escenario imaginable para Frei, y la verdad es que el candidato debe estar pidiendo la hora, como esos equipos que van perdiendo sin apelación: detengan de una vez este triste espectáculo, por favor.

Publicado en El Mostrador el jueves 30 de diciembre de 2009

jueves, 24 de diciembre de 2009

Candidato a la deriva

La inaudita tozudez de Juan Carlos Latorre y Camilo Escalona es el síntoma inequívoco de que, en el fondo, la elección de enero ya está jugada. Pese a que cualquier posibilidad real de Frei pasaba por que ambos renunciaran a la cabeza de sus respectivos partidos, éstos optaron por negarse rotundamente. La actitud es cuestionable, pero tiene el mérito de dar un mensaje claro: Frei ya está perdido, y la preocupación actual tiene más que ver con las cuotas de poder de la nueva oposición que con la segunda vuelta. Quizás la mejor postal sea el repentino arranque de sordera de Latorre, quien no escucha las pifias porque ya no escucha nada: Frei es la última de sus preocupaciones. Sin embargo, también hay que ser compasivos: el hombre llevaba tantos años esperando ser presidente de la DC que es normal que se aferre al cargo como un náufrago. Poco le importa que el buque se esté hundiendo.

Abandonado a su destino, el candidato da palos de ciego siguiendo un libreto que plantea un serio problema para los analistas: encontrar la lógica detrás de sus pasos. Si Frei Montalva afirmaba que no cambiaba ni una coma de su programa por un millón de votos, Frei Ruiz Tagle parece dispuesto a vender la casa, los muebles y la ropa por un puñado de electores. Llegó a un acuerdo con el PC que contiene concesiones de importancia, y aceptó luego propuestas de Marco Enríquez que antes había rechazado con vehemencia: ya nadie sabe bien cuáles son los ejes de su programa ni cuáles son las convicciones del candidato, si es que acaso las hay.

Intentó renovar, una vez más, su comando con algunas caras nuevas. Al hacerlo, eludió el problema principal, el del mensaje. Frei no ha logrado dar con un equilibrio consistente entre continuidad y cambio, entre progresismo y centrismo. Posiblemente se trataba de una ecuación imposible. Frei ha querido decir tantas cosas a lo largo de su campaña que ha terminado por no decir nada. Ya no sabemos si quiere ser el continuador de Michelle Bachelet, un puente con las nuevas generaciones (¿por qué se necesita un puente?), un progresista que no sabe muy bien qué diablos es el progresismo (¿alguien podría definirlo?) o un estatista de última hora, entre varias otras cosas. Además, Frei podrá tener muchas virtudes, pero no es un buen candidato, y eso pesa mucho cuando el viento viene en contra.

No quiere decir esto que Piñera haya mostrado mucho más. Su consigna vacía del cambio no es mucho más profunda que las de Frei, y sus propuestas se pasean entre la interminable lista de supermercado y un voluntarismo rayano en populismo. Ni Piñera ni Frei han sido candidatos audaces, pero el primero ha tenido buenas razones para no serlo: siempre ha estado en el primer lugar y, en consecuencia, el desafío ha estado siempre del lado del candidato oficialista. Éste último no ha encontrado una manera correcta de enfrentarlo y, por lo mismo, los repetidos relanzamientos de su campaña se parecen cada día más a los relanzamientos de la fallida campaña de Lavín el 2005, que sólo sirvieron para terminar de hundirlo.

Además, Frei es prisionero de sus compromisos y eso le impide ser creíble en su discurso. ¿Cuánto no ganaría, por ejemplo, el discurso de Frei si tuviera la valentía de oponerse en voz alta al proyecto de Horst Paulmann que se acaba de reiniciar? ¿Cómo es posible que un proyecto de esa envergadura se esté llevando a cabo sin un plan de mitigación vial previamente acordado, y el candidato “progresista” no tenga nada de que decir? ¿El estatismo al que Frei adscribe implica entonces que la sociedad debe financiar las externalidades negativas del Costanera Center, como si se tratara de una obra de caridad pública? ¿Y el candidato opositor tampoco tiene nada que decir, pudiendo criticar con buenas razones al gobierno? ¿Debemos deducir entonces que ambos candidatos se sienten cómodos con esa manera de hacer las cosas?

Para ellos, lo mejor es guardar silencio, pues parecen haber demasiados intereses en juego. En esta situación queda la inevitable sensación de que el estatismo progresista de Frei es de cartón, y el supuesto cambio piñerista es un poco cosmético.

A falta de buenas razones, buena parte de los electores parecen enfrentados a un triste dilema: votar por uno para evitar que salga el otro. Y es innegable que, en ese contexto, Piñera tiene todas las de ganar, pues a Frei no le dan ni los números ni las ganas, y ya no le queda ni épica a la que recurrir. Pero, más que un triunfo de Piñera, en enero veremos la derrota de Frei. Será, quizás, el triste final de su carrera política. Aunque, en honor a la verdad, habría que agregar también que él buscó estar allí, con una perseverancia digna de elogio. No podrá quejarse.

Publicado en El Mostrador el jueves 24 de diciembre de 2009

lunes, 21 de diciembre de 2009

El futuro de Marco

La noche de la elección presidencial, Marco Enríquez se negó a dar su apoyo a una de las dos candidaturas que pasaron a la segunda vuelta. En verdad, no tenía mucha opción: su electorado no habría comprendido otra decisión. Después de haber criticado durante meses, a veces hasta el exceso, las lógicas cupulares que dominan nuestra política, Marco no podía aparecer intentando endosar su apoyo a tal o cual candidato.

Es cierto que la votación de Marco estuvo lejos de las expectativas de su círculo cercano, que apostaba a estar cerca de Frei, pero es innegable que su votación fue enorme: en Chile no es habitual que un candidato que corre sin el apoyo de los grandes conglomerados saque más de siete u ocho puntos. Marco se empinó sobre los 20 y, aunque fue víctima de cierto exitismo, son números que dan para pensar en grande. La duda es qué camino seguir para capitalizar ese apoyo.

No obstante, la pregunta es equívoca, porque supone que sus votantes tienen mucho en común. Incluso si Marco llega a dar una consigna de voto para el balotaje, es difícil que sus votantes le obedezcan: se trata de votos más bien rebeldes a la lógica de los rebaños. El voto de Marco es de desencanto con el viejo estilo, busca dar un mensaje de renovación. Marco fue la personalidad carismática que mejor captó ese nicho. Bastó para convencer a un quinto del electorado -¡incluido Hermógenes!-, pero es completamente insuficiente para construir una fuerza política con alguna coherencia. La bandera de la renovación es inútil si no va acompañada de convicciones fundamentales y de una orientación doctrinaria más o menos clara. Marco no la tiene, o no la ha querido hacer explícita.

Max Marambio ha dicho que el domicilio de Marco es la izquierda progresista y que desde ahí debe construir un referente. Puede que tenga razón, pero recordemos que en algún momento el PPD tuvo las mismas intenciones, y ya sabemos cómo terminó: falto de ideas centrales, se ha convertido en una mera máquina repartidora de cuotas de poder. Otros abogan porque lidere un referente liberal-progresista más hacia el centro. No es mala idea, pero es difícil que Marco esté dispuesto a alejarse tanto de la izquierda. Convengamos, además, que por estos días los conceptos de "liberal" y "progresista" tienen mucho éxito mediático, pero escaso contenido.

Se dice que a Marco le conviene un triunfo de Piñera, pues podría proyectarse como líder de la oposición. Y si bien es obvio que una Concertación victoriosa le dejaría muy poco espacio, tampoco es muy claro cómo podría ser líder opositor sin soporte parlamentario ni partidario. Marco corre el riesgo de transformarse en un francotirador marginado de las lógicas políticas. El podría objetar que no le interesa integrarse a esas lógicas, pero sería pecar de infantilismo, pues olvida que la política se nutre de compromisos en los que todos deben estar dispuestos a ceder.

Por lo pronto, los principales aliados de Marco Enríquez siguen siendo los jerarcas de la Concertación, que no parecen haber escuchado ningún mensaje y mantienen un discurso añejo y binario, con una tozudez digna de análisis. Al hacerlo, no sólo le dan espacio a Piñera para obtener un triunfo holgado, también confirman las duras críticas de Marco. No obstante, éste debe ser consciente de que eso no basta, y si quiere ser un político que aspire a algo más que al 20% de los votos, tiene que entrar a definiciones más sustantivas, aun a costa de perder apoyos: nadie puede vivir mucho tiempo en el limbo. Ni siquiera él.

Publicado en La Tercera (y en el blog) el lunes 21 de diciembre de 2009

sábado, 19 de diciembre de 2009

¿Cohabitar?

Una de las ideas que lanzó Marco Enríquez-Ominami a la discusión fue la de modificar nuestro sistema político, instaurando un régimen semipresidencial al estilo francés. En éste, el mandatario puede verse obligado -si acaso no tiene mayoría en el Parlamento- a nombrar un jefe de gobierno de color político contrario al suyo: se trata del fenómeno conocido como cohabitación.

Más allá del hecho de que la propuesta sea un poco anacrónica -en Francia ya casi no hay posibilidades de cohabitación y, por tanto, el sistema tiene hoy mucho más de presidencial que de otra cosa-, la idea no dejaba de ser seductora para aquellos que desconfían de una figura presidencial tan fuerte como la chilena.

Para evaluar la pertinencia de la propuesta marquista, quizás no sea descaminado aludir a un libro recientemente publicado por Édouard Balladur, primer ministro francés que cohabitó con Mitterrand entre 1993 y 1995. Su título es El poder no se comparte, conversaciones con François Mitterrand.

Balladur, liberal por temperamento y por convicciones, describe su experiencia en el siempre complejo ejercicio del poder, más aún si hay que compartirlo con un hombre del talante de Mitterrand. El texto relata con detalle la relación entre los dos personajes, que se ven obligados a conservar un equilibrio demasiado precario sobre el cual descansa la estabilidad del país: el primer ministro debe gobernar respetando las prerrogativas del Presidente; este último debe presidir con un escasísimo margen de maniobra. La cuestión, como siempre, se juega en los detalles, y ambos deben someterse a una comedia de máscaras, en la que ninguna palabra es dicha al azar y en la que nadie puede permitirse un gesto de más ni de menos.

Uno de los méritos innegables del libro es que trasunta con nitidez la psicología de un tipo tan difícil de asir como Mitterrand -quien fuera probablemente el principal modelo de Lagos Escobar-. El ex mandatario galo es retratado como un eximio intrigante obsesionado más por la conservación del poder que por su uso. Con todo, a Balladur le ocurrió lo que a muchos hombres públicos de calidad: le faltaron ganas y le faltó hambre. Su candidatura presidencial de 1995 fracasó porque, aunque tenía todas las de ganar, le faltó ese componente de ambición sin el cual un político no lo es tanto. Quizás sea cierto que la política se mueve siempre en esa tensión, en esa inevitable ambigüedad que mezcla en proporciones variables la ambición egoísta con el patriotismo sincero.

Como fuere, una de las lecciones importantes que deja la lectura es que el sistema que permite la cohabitación no es sano, pues alienta que predomine la confusión allí donde debe haber claridad. En efecto, el papel puede dar para todo en la repartición de competencias, pero al final del día es un poco inevitable que dos hombres obligados a compartir el poder se enfrasquen en interminables diferendos que causan más perjuicios que otra cosa.

Montesquieu decía que el poder tiene que frenar al poder. Aunque seguramente tenía razón, el modelo francés no parece ser el modo más adecuado de llevar ese principio a la práctica.

Publicado en Qué Pasa el 18 de diciembre de 2009

viernes, 18 de diciembre de 2009

La UDI de los lamentos

En las elecciones del domingo, la UDI obtuvo 40 diputados. Es una cantidad apreciable, que ningún partido había obtenido desde 1990: un tercio de la Cámara Baja. Una primera consideración es que deberíamos tomarnos con más cuidado esa idea, tan políticamente correcta, según la cual las ideas que representa la UDI son completamente minoritarias y alejadas de “la realidad”, como si ésta última fuera unívoca y, más aún, tuviera intérpretes autorizados. Las cosas parecen ser un poco más complejas, y nuestro debate público haría bien en dejar de lado ese prejuicio: la UDI no es tan resistida como a veces se nos quiere hacer creer.

Sin embargo, las caras el domingo por la noche no estaban muy alegres en calle Suecia. Primó un sentimiento amargo, producto de derrotas particularmente dolorosas: Joaquín Lavín, Rodrigo Álvarez, Marcelo Forni y Claudio Alvarado fueron vencidos por sus compañeros de lista. Se trata de figuras simbólicas y, en el caso de Lavín, de la pérdida de un alto capital político. Dolió, y es normal que así fuera, aunque ciertamente se desperdició una excelente oportunidad de sacarle más brillo al excelente resultado de diputados: no fue buena táctica centrar todos los focos en dos o tres figuras, por más importantes que hayan sido.

Sin embargo, las cosas son menos normales cuando del dolor se pasa a lamentaciones que toman otro camino: el de culpar, directa o indirectamente, a sus socios de haber sido poco cuidadosos con sus figuras emblemáticas, de haberle dedicado muchos recursos a tal o cual campaña, o de haber librado una batalla demasiado dura. Algunos llegaron a insinuar que la derrota de Lavín ponía en riesgo el compromiso con la campaña de Sebastián Piñera. Y aquí uno no puede sino quedar algo perplejo, por varias razones.

La primera cuestión es que las elecciones no están hechas para ser cuidadosos o gentiles con el adversario: están hechas para competir. Y la competencia suele ser ruda. No tiene ningún sentido quejarse, pues son las reglas del juego, y además la Alianza obtuvo muchos más votos allí donde compitió en serio. Y, ¿hay que decirlo?, la competencia conlleva un riesgo: a veces se gana y a veces se pierde. No podría ser de otro modo. Las lamentaciones de la UDI implican que Chahuán no tenía derecho a competir en serio, que tenía que conformarse al rol de mero comparsa de Lavín. Pero, ¿acaso Chahuán no podía competir buscando un triunfo? Todo esto es perfectamente ridículo: en la cancha se ven los gallos, y si Lavín quería ser senador, tenía que sacar más votos que su contendor. Nadie puede pretender, en democracia, tener espacios protegidos artificialmente.

Por otro lado, no está de más recordar que cada vez que ha podido la UDI no ha tenido ningún escrúpulo en derribar a figuras emblemáticas de Renovación: Andrés Allamand es el caso más ilustre, pero no el único. Y está bien que así sea: nada peor que los senadores designados por secretaría (como el mismo Allamand…).

Otra queja repetida es que Piñera habría favorecido mucho a los candidatos de Renovación Nacional. No tengo la menor idea de cuán cierto sea, pero habría que decir que la UDI nominó a Piñera como su candidato en perfecto conocimiento de causa. Al renunciar a tener un candidato propio, el gremialismo asumió los costos y las ventajas de esa decisión. Ahora bien, es obvio que negociar con Piñera, cuando éste tiene las cartas en la mano, no es cosa fácil. Pero tampoco hay que sorprenderse: Piñera siempre ha sido así, y nadie lo sabe mejor que la tienda gremialista. El dilema es complejo sobre todo pensando en el futuro: si quiere influir de verdad en el gobierno de Piñera, la UDI no puede hacerlo exigiendo los cuoteos que tanto ha criticado, pero tampoco puede guardar un silencio absoluto. El equilibro es delicado y el margen de maniobra reducido. Y aunque Piñera se pasaría de listo si ignorara el peso electoral y territorial de la UDI, no es difícil predecir que las negociaciones serán complicadas, cruzadas además por cuestiones internas.

Pero volviendo a las derrotas simbólicas, éstas se explican más bien por causas puntuales. Lavín, por ejemplo, llegó a la quinta región sin medir bien la fuerza electoral de Chahuán en Viña del Mar, quizás convencido que su mero nombre bastaba para resultar elegido. Esto no hace sino confirmar que los candidatos “foráneos” corren el riesgo de equivocarse medio a medio en la evaluación de una contienda electoral, pues carecen de un conocimiento acabado de la zona.

Lavín pecó porque siempre pensó que Chahuán no era rival. Sin embargo, si se conoce la región, no era tan difícil predecir que la disputa iba a ser cuerpo a cuerpo. Por su lado, Rodrigo Álvarez falló pues su campaña fue un poco tardía. Quizás confiado en que su rol de presidente de la cámara le garantizaba la reelección, Álvarez no vio bien que, en política, las cosas nunca son tan simples. Nadie niega que la Cámara se privó de un diputado de lujo, pero las elecciones se ganan con votos.

Así es el juego, aunque en honor a la verdad hay que decir también que, en el caso de Providencia-Ñuñoa, Álvarez subestimó el peso de las dinastías políticas. Lamentablemente, el apellido es muchas veces credencial suficiente para ingresar al club: ese, creo, es el problema de raíz de Marcela Sabat. Sé bien que es imposible legislarlo, pero uno esperaría un poco más de pudor: si un “hijo de” tiene interés en hacer política, el mínimo sentido común indica que debería abstenerse de hacerlo en la misma zona que su pariente. La práctica es impresentable por donde se le mire y recordemos que el mismísimo Marco Enríquez, paladín de las buenas prácticas, escogió precisamente esa puerta para llegar al Congreso.

En ese sentido, la UDI debería tomar con algo más de espíritu deportivo estas derrotas. Además, es sabido que en política no hay cadáveres: mire usted al novato Andrés Zaldívar, quien fuera nombrado ministro hace más de 40 años por Frei Montalva y que se apresta, cual escolar, a iniciar un período senatorial de ocho años. Por lo mismo, el tono y el contenido de algunas lamentaciones son bien incomprensibles, y no se corresponden con un partido que ha creído en la competencia dura cada vez que le ha convenido. Lo otro suena a protección de intereses creados y a corporativismo un poco añejo: no es un discurso ni muy atractivo ni muy legítimo. Ojalá para la próxima sea distinto.

Publicado en El Mostrador el viernes 18 de diciembre de 2009

viernes, 11 de diciembre de 2009

La embajadora y las instituciones

La embajadora en Suiza, Carolina Rosetti, hizo público su apoyo a Marco Enríquez Ominami. El canciller —su jefe directo— la reprendió severamente. Rossetti, en un acto curioso por decir lo menos, no varió su posición y dejó así al canciller en un ingrato dilema: o bien pedirle la renuncia y agrandar un problema a escasas horas de la elección, o bien no hacer nada y quedar entonces como un canciller cuyo peso específico es cercano a cero.

La decisión fue tomada rápidamente: el gobierno se apuró en silenciar la polémica, y de paso ya sabemos cuánto importa la opinión del ministro Fernández. La decisión fue correcta, pues la cuestión estaba dejando en evidencia la peor cara de la Concertación, esa que las autoridades no quieren que veamos.

No es mi ánimo defender a la embajadora. En principio, creo que un embajador debería abstenerse de dar opiniones políticas: no es ése su rol, y las cuestiones diplomáticas son demasiado delicadas como para mezclarlas con cuestiones contingentes. Los embajadores deberían estar más allá de este tipo de minucias, y preferiría que Rossetti estuviera dedicada a trabajar en lo suyo antes que dando declaraciones altisonantes. Desde esa perspectiva, no me parece equivocado afirmar que la embajadora ha sido, cuando menos, imprudente. Pero la verdad es que eso, a estas alturas, es lo de menos: lo interesante es lo que la rebeldía de la embajadora ha dejado ver. Y hay varias cosas.

La primera duda es, desde luego, saber qué diablos hace Carolina Rossetti en la embajada de Suiza. Podrá tener muchos méritos como periodista —conducía ese excelente programa llamado “Domicilio conocido”—, pero la verdad es que uno tiene derecho a preguntarse cuáles son sus méritos específicos para ocupar ese cargo. Así como es comprensible que en los países más sensibles los nombramientos de embajadores sean de confianza política, no se entiende que buena parte de nuestras misiones diplomáticas se repartan con criterios partidistas. La Concertación, luego de 20 años en el poder, no ha logrado entender que las relaciones internacionales pueden servir de algo más que de caja pagadora de favores políticos por servicios rendidos. De partida, se hubieran ahorrado este mal rato si se hubieran decidido a profesionalizar el servicio exterior.

Al mismo tiempo, Carolina Rossetti sacó a la luz el irritante doble discurso de la Concertación. En efecto, todo funcionario público —incluidos los embajadores— gozan de una perfecta libertad de expresión siempre y cuando ella sea puesta al servicio de la coalición oficialista. Caso contrario, la pierden. Se han visto prácticas democráticas más coherentes y, sobre todo, se han visto usos del lenguaje menos corruptos.

Y todo esto nos lleva a la que sea quizás la principal lección de esta campaña, a falta de discusiones de fondo: la desembocada utilización del aparato público que ha hecho el oficialismo para ir en auxilio de su candidato. Frente a lo obrado por el gobierno de Michelle Bachelet, lo que pudieron hacer antes el mismo Frei y Lagos parece juego de niños. En su afán por conservar el poder, la Concertación no ha trepidado en superarse a sí misma y traspasar cada vez más límites, al punto que uno se pregunta si acaso queda alguno en pie. La Concertación pasará, la campaña también pasará, pero el daño producido, no: nuestras instituciones, lamentablemente, no saldrán indemnes de tanta manipulación. Los jerarcas podrán negarlo cuántas veces quieran frente a las cámaras, pero bien sabemos que una mentira no es verdad porque se repita mucha veces: no es sano ver a los ministros más preocupado de la campaña que de sus carteras, no es sano que la vocera de gobierno intervenga día a día en cuestiones electorales, no es sano que el ministro de Hacienda corrija en el Senado —ni en ninguna parte— documentos programáticos de un comando, no es sano que la Presidenta fije su agenda en función de las necesidades del candidato.

Por obtener un objetivo de corto plazo, se pierde de vista lo esencial; por lo urgente se olvida muy fácilmente lo relevante. Cuando todo se instrumentaliza, nada es realmente importante. Es el error que comete el gobierno al manipular temas altamente sensibles: nos hace dudar de cuál es su verdadero compromiso. Y si bien es cierto que todos los funcionarios públicos tienen derecho a tener su opinión, hay una delgada línea que no deberían nunca estar dispuestos a cruzar si acaso les preocupa el futuro del país: poner al servicio de tal o cual aparato estatal que pertenece a todos los chilenos.

La Concertación perdió hace mucho tiempo el sentido de la responsabilidad en este problema, y lo peor es que ya ni siquiera queda un mínimo de pudor. Es escalofriante la sola perspectiva de imaginar qué estarán dispuestos a hacer en cuatro años más para conservar el poder, si Frei triunfara en enero.

Por lo demás, no se trata sólo de un pecado grave desde el punto de vista institucional, sino también de una estupidez táctica de proporciones. Varios meses de campaña fallida no han sido suficientes para convencer a los estrategas oficialistas que el camino de identificarse hasta el cansancio con la presidenta no es el correcto, pues tiende a esconder las virtudes del candidato, pues lo lleva a una comparación en la que Frei no puede salir bien parado.

Olvidan asimismo que la gente ya está cansada del estilo clientelista de la Concertación, y lo sorprendente es que ni siquiera los 20 puntos que marca Enríquez Ominami parecen hacerlos entrar en razón. Sin darse cuenta, le hacen el negocio al candidato díscolo: mientras más insisten en malas prácticas, más se cansa la gente de ellos y más agua llega al molino de Marco.

No tengo la menor idea de lo que vaya a ocurrir el domingo, y menos aún en enero. Lo único que tengo claro es que un quinto gobierno de la Concertación sería simplemente un abuso para con nuestras instituciones. Y lo digo haciendo abstracción de los desacuerdos doctrinarios que cada cual pueda tener: se trata de una cuestión distinta, que tiene que ver con la calidad de nuestro régimen político. La Concertación, en el fondo, está más comprometida con ella misma que con nuestra democracia: nada bueno puede salir de ahí.

Publicado en El Mostrador el viernes 11 de diciembre de 2009

viernes, 4 de diciembre de 2009

De qué renovación me hablan

Nuestra vida pública suele ser escenario fértil para la instalación de ciertos paradigmas que, a veces, adoptamos sin demasiada reflexión. Habría mucho que decir, por ejemplo, sobre el modo en que se desarrolló la discusión sobre la inclusión de homosexuales en las franjas presidenciales y la inaudita cantidad de argumentos falaces que tuvimos derecho a escuchar.

Otra idea que se ha instalado como una verdad revelada es la de renovación. Se nos dice que hay que cambiar las caras, pues las actuales estarían viejas, gastadas y cansadas. Se agrega que cumplieron su ciclo, y que ahora deben retirarse a sus casas y dejar el espacio libre. Tal es el mensaje que una pléyade de rostros nuevos busca transmitirnos con sonrisas de publicidad dentrífica: ellos representan el cambio y el futuro. Tras la dura derrota de Jaime Ravinet en las elecciones municipales, la verdad es que las viejas generaciones la tienen difícil.

Es cierto que, como todo sofisma, el argumento contiene algunas verdades. La política nacional necesita aire, y hay varias caras que llevan bastantes años dando vueltas. También es cierto que hay partidos —como la DC— que literalmente se han farreado su futuro por no haber sido capaces en 20 años de abrir espacios reales a los que venían más abajo: Claudio Orrego se parece cada día más a Fabián Estay, esa eterna promesa del fútbol nacional. Es cierto que no es precisamente ideal ver a un Juan Carlos Latorre presidiendo la DC o a un Camilo Escalona el PS (a propósito de Escalona, ¿recuerdan ustedes que el 2003 le entregó el mando a Gonzalo Martner señalando que el partido necesitaba “caras nuevas”?). Asimismo, es innegable que una democracia sana requiere que las generaciones más jóvenes vayan asumiendo el relevo de un modo más o menos natural.

Pero todo esto no quita que, en política, los espacios se ganan, y la edad está lejos de ser un argumento suficiente para merecerlos. La consigna de la renovación no es más que una de las tantas que abundan y florecen con facilidad en nuestra provincia señalada. Nos equivocamos rotundamente si creemos que se resolverá algún problema de fondo con un mero cambio en la fecha de nacimiento de quienes nos gobiernan. El problema en Chile no es la edad de los políticos, el problema en Chile es el de las malas prácticas políticas, y en éstas lamentablemente las generaciones no siempre tienen tantas diferencias. Es obvio que la falta de renovación hace las cosas difíciles, pero el exceso contrario puede resultar tanto o más absurdo. Los jóvenes no garantizan nada por sí solos, y si alguien quiere un ejemplo no tiene más que recordar a esa nueva generación del PPD que saltó a la fama por prácticas cuyo detalle no vale la pena recordar.

La consigna de la renovación, esgrimida por sí sola, es insoportablemente vacía: no quiere decir nada. Las nuevas generaciones podrán traer -quizás- algo de aire fresco, pero no traerán nada muy sustantivo en cuanto tales: la política gira en torno a ideas, no en torno al año en que nacimos. Un poco por lo mismo siempre he desconfiado cuando se discursea sobre la “juventud”, como si detrás de ese concepto hubiera algo relevante más allá de la mera coincidencia generacional. Los jóvenes son tan diversos como los adultos, y no cabe esperar de parte de ellos comportamientos homogéneos: los hay conservadores, liberales, concertacionistas, comunistas, derechistas, ecologistas, creyentes y agnósticos. Los hay que quieren renovar realmente el modo de hacer política, y los hay también que no. Por consiguiente, uno esperaría de los candidatos que quieren asumir el relevo más insistencia en las propuestas que en su edad, si acaso realmente quieren hacer un aporte.

Daría para largo si quisiéramos detallar el nivel de esquizofrenia política que alcanza el discurso de los actores políticos en la lucha por apoderarse del concepto. Conformémonos con algunos ejemplos. Una candidata a diputada acusó a su compañero de lista de llevar mucho tiempo como diputado y de ser un “político profesional”. Sin embargo, la candidata en cuestión lo es exclusivamente por ser hija de un alcalde que lleva largo tiempo en el cargo, y su campaña se apoya en la figura de Alberto Espina, que no es precisamente el niño símbolo de la nueva derecha. Pepe Auth se indignó con el presidente Lagos, pues éste grabó frases de apoyo para el senador Muñoz Barra. ¿Argumento central de Auth? Que Muñoz Barra no representa la renovación. Sin embargo, el presidente del PPD no tiene empacho en intentar convencer a los habitantes de Vallenar de votar por un ex diputado condenado en el caso coimas: si ésa es la renovación que busca el PPD, mejor arrancar. Quizás el caso más irónico sea el de la polémica Quinta Región: allí Renovación Nacional y la UDI intentan convencer alternativamente de distintas cosas según si usted se encuentra en un lugar u otro. Si usted está en Valparaíso, la apuesta de RN es por las figuras jóvenes y locales, pero si se le ocurre ir a Quilpué, la cuestión será exactamente al revés; y lo mismo corre inversamente para la UDI. El mismo Marco apoya a su padre Carlos Ominami quien busca su tercer período como senador: ¿o sea que todos tienen que renovarse menos el clan Ominami? ¿En qué quedamos?

Por cierto, no niego que hay un buen número de rostros que harían bien en jubilarse. Pero entre esos rostros los hay de todas las edades: pienso en algunos de 70, en otros de 60, en varios de 50, en algunos de 40 y en uno que otro de 30. El problema de fondo de nuestro sistema político es el clientelismo, y nadie nos asegura que los nuevos políticos serán menos dados a ese vicio. Por lo mismo, seguir levantando la consigna vacía del recambio generacional oscurece más que aclara nuestra situación, pues esconde la verdadera dificultad. Quizás sirva para ganar un par de votos, pero al final del día será una consigna tan recordada como esa otra del gobierno ciudadano. ¿Se acuerda?

Publicado en El Mostrador el viernes 4 de diciembre de 2009