viernes, 30 de diciembre de 2011

Lo público y lo privado

El 2011 quedará grabado en Francia como el año en que Dominique Strauss-Kahn protagonizó su propio desplome: quien hasta mayo era el gran favorito para convertirse en próximo presidente de Francia, vive hoy en un ostracismo total. Es cierto que pudo volver a París tras ser exculpado de la supuesta violación en el Sofitel de Nueva York, pero su regreso a Francia no ha tenido nada de glamoroso. Allí no sólo tuvo que enfrentar una denuncia por violación de una periodista -donde lo salvó la prescripción-, sino que también se revelaron sus vínculos con redes de prostitución y proxenetismo: DSK llevaba una doble vida digna de una novela rusa, difícil de concebir y de imaginar, e incluso se daba el lujo de invitar a sus "amigas" a Washington. La investigación aún está en curso, pero estos episodios terminaron de liquidar cualquier posibilidad de resurrección política, y quienes eran hasta hace poco sus más acérrimos partidarios hoy se preguntan cómo pudieron confiar en un tipo así.

Pero la discusión interesante va por otro lado, y tiene que ver con el cuestionamiento al paradigma francés de tratamiento de la vida privada. Los políticos galos han gozado, durante decenios (y siglos) de una relativa impunidad en sus deslices privados -baste recordar cómo la prensa francesa silenció por años la existencia de la hija de François Mitterrand. Los franceses privilegian el respeto al espacio privado, y por eso prefieren dejar a sus hombres públicos vivir tranquilamente su vida sin someterlos a un escrutinio asfixiante: hay pocas cosas tan incomprensibles para un francés como el puritanismo norteamericano.

El caso DSK hizo añicos ese sentimiento de superioridad y las certezas que lo acompañaban: el viejo paradigma fue sometido a una prueba muy severa, y la verdad es que quedó más muerto que vivo. De hecho, la prensa sufrió una grave crisis de credibilidad: ¿cómo creerles a medios que esconden información de este tipo? La doble vida del ex director del FMI, y el hecho que haya estado tan cerca de convertirse en Presidente de la República, ha obligado a formular preguntas incómodas pero legítimas: ¿es sensato separar las vidas privada y pública como si fueran compartimentos estancos? ¿No están ambas dimensiones íntimamente conectadas porque, al final, lo humano supone siempre cierta unidad? No se trata de asumir el modelo sajón, que está muy lejos de ser un ideal, pero sí de intentar dar con una visión más equilibrada y menos complaciente respecto de quienes ejercen el poder. La prensa francesa enfrenta el desafío de ser capaz de respetar los espacios privados sin caer por eso en la tierna ficción según la cual lo privado no afecta nunca en nada a lo público.

La elección presidencial que se avecina será el primer ensayo.

Publicado en el anuario de Qué Pasa el 30 de diciembre de 2011

Cuando las reglas no alcanzan

LA RECIENTE protesta que organizó un grupo de alumnos de la Universidad Católica con ocasión del homenaje a Jaime Guzmán ilustró una triste realidad: nos está costando mucho convivir, nos está costando mucho aceptar nuestras diferencias. Quienes defienden la legitimidad de la protesta, se escudan en la retórica de los derechos: tú tienes derecho a homenajear, yo tengo derecho a protestar; tú tienes derecho a recordar, yo tengo derecho a gritarte en el oído todo el mal que pienso de ti y de tu acto. Así, en la idílica sociedad liberal que algunos quieren construir, todos tienen derecho a ejercer sus derechos: la lógica parece impecable. Y sin embargo, hay algo que no calza, algo que no termina de encajar.

Porque uno puede preguntarse si acaso la sola consideración de derechos individuales es suficiente para fundar algo así como una vida común, o si hace falta algo distinto. Una democracia no sólo necesita de reglas y derechos (que son indispensables), también necesita de cierto clima humano, en el que tanto insistía Havel. Sin ese clima, la democracia es de papel, pues carece de las condiciones mínimas para establecer cualquier tipo de diálogo racional. Si sólo estamos dispuestos a tomar en cuenta nuestros propios derechos, no sólo entramos en una lógica circular y absurda, sino que también perdemos de vista lo esencial: una democracia auténtica requiere de formas que no caben en un código. Dicho de otro modo: la democracia sin ethos no es tal, aunque lo parezca. Una sociedad donde sólo valen mis derechos contra los tuyos sólo puede producir individuos exigiendo a gritos su cuarto de libra a-ho-ra.

En ese sentido, las funas pueden ser inobjetables desde un punto de vista jurídico, pero no por eso la práctica deja de ser profundamente fascista, y lo es desde su origen. Es fascista porque, al buscar hacer justicia con las propias manos, destruye las bases de cualquier convivencia pacífica. Es fascista porque elige el terreno de la fuerza, abandonando la confrontación de argumentos. La funa es fascista, porque en ese juego gana el que grita más fuerte y porque busca amedrentar a quienes disienten. Puede estar bien vestida, puede incluso invocar luchas justas, pero la funa nunca dejará de ser lo que es: un vulgar acto de matonaje escolar. Una sociedad donde nos funamos unos a otros se parece más a un infierno que a otra cosa.

Este año marcará un punto de inflexión en nuestra historia, pues fue, sin duda, el momento en que Chile cambió y empezó a mirarse a sí mismo con otros ojos. El futuro no está escrito, ni para bien ni para mal: de nosotros depende que la inflexión tome un curso positivo. Para eso debemos hacernos cargo de nuestro destino común, pero sin olvidar que éste requiere cierta voluntad de vivir juntos. Tenemos que aprender a respetarnos en nuestras diferencias, por más profundas que sean, y tenemos que aprender a caminar sin descalificar a quienes piensan distinto ni atribuirse inciertos monopolios de pureza moral. Si ni siquiera somos capaces de escucharnos entre nosotros, nada bueno va salir de aquí. Mejorar nuestros indicadores Ocde vale bien poco si seguimos degradando nuestro trato -aunque sea conforme a derecho.

Publicado en La Tercera el miércoles 28 de diciembre de 2011

Entre la pureza y la política

GABRIEL Boric, el nuevo presidente de la Fech, lo ha dicho fuerte y claro: su mandato buscará articular y canalizar todo lo que ocurrió el 2011, y así intentar darle una forma coherente al movimiento estudiantil.

El desafío es interesante por varios motivos. En primer término, y pese a situarse a la izquierda de Camila Vallejo, el nuevo líder estudiantil entiende bien que la pura indignación no sólo es inútil, sino que también puede ser nociva si no va acompañada de un esfuerzo político, el que supone abandonar la indignación. Además, matizó la estrategia de paros y tomas, pues entiende bien que la educación pública corre riesgos vitales si se sigue abusando, y Boric no quiere ser sepulturero. Pero al mismo tiempo, sabe que el movimiento corre el grave riesgo de diluirse el 2012: ¿cómo llamar la atención sin movilizaciones ni medidas de fuerza? La cornisa es estrecha, pero todo indica que el nuevo presidente de la Fech se ha preparado para cruzarla.

Con todo, Boric mantiene ambigüedades difíciles de desentrañar. Por un lado, nos dice que quiere construir una nueva mayoría social para generar profundos cambios políticos y sociales. Suena bien, sobre todo porque lo dice con una energía y convicción que ya se quisieran nuestros políticos. Pero, ¿buscará generar esos cambios por dentro o por fuera? Boric no responde esta pregunta, y no la responde por una razón muy simple: quiere conservar los beneficios de ambas posturas y jugar en las dos canchas. Así, se tropieza con el mismo dilema que atormentó por años a la izquierda chilena.

Por ejemplo, resulta difícil de entender la destemplada crítica a la senadora Von Baer, nueva presidenta de la comisión de educación. Porque si los estudiantes quieren abandonar la retórica y ser algo más que almas bellas, entonces deben aceptar que en la vida real uno no elige a sus interlocutores. Salvo que estemos frente a una nueva religión, todos debemos aceptar que en la discusión participen personas que piensan distinto. De eso se trata: intentar construir algo común a partir de nuestras diferencias.

La ambigüedad es más curiosa aún si consideramos que el presidente de la Fech encabeza una institución representativa (¡burguesa!), y lo hace con un caudal de votos (1.318 votos personales y 4.053 votos de lista) que cualquier diputado multiplica por varias cifras. No se trata de invalidar a Boric como actor social, ni menos aún de descalificar sus ideas, pero sí llama a situar bien la discusión: las cifras no dan para marearse.

Para que el movimiento no sea más que un lindo recuerdo en 12 meses más, los dirigentes deben saber leer a este nuevo Chile. Desde luego, ellos son en parte responsables de la nueva situación, pero no son sus dueños (toda revolución come a sus padres). Saber leer el nuevo Chile; esto es, intentar dar con las causas profundas del malestar, y buscarle salidas al laberinto. Aquí no hay una respuesta única, sino una combinación de factores más o menos contradictorios. Pero los errores de lectura se pagan caro: mayo de 1968, en su facilismo intelectual, sólo contribuyó a exacerbar las lógicas que tanto había criticado. Si evitan esa trampa mortal, los estudiantes habrán recorrido la mitad del camino.

Publicado en La Tercera el miércoles 14 de diciembre de 2011

Merkozy sin poder

El lunes se reunieron en París Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, en la enésima reunión clave para salvar el Euro. La imagen final de dos dirigentes anunciando profundas reformas a los tratados no puede ser más decidora respecto del estado de la Unión Europea: por más que se multipliquen los procedimientos y la burocracia, todo se sigue jugando en el acuerdo (o desacuerdo) entre franceses y alemanes — ¿una especie de revancha de la política?

La reforma propuesta consiste básicamente en sancionar a los países que incumplan las reglas de disciplina presupuestaria para asegurar cierta estabilidad económica. Empero, el proyecto tiene varias dificultades. Por un lado, hay que recordar que el tratado de Maastricht ya suponía un compromiso de los estados miembros a controlar la deuda y el déficit: si los países no lo han cumplido, uno puede preguntarse por qué habrían de cumplirlo ahora, sobre todo considerando que el proyecto no especifica el tipo de sanción a aplicar. Por otro lado, todo indica que la reforma no será sometida a referéndum, lo que genera dudas respecto de la legitimidad democrática de Europa, que lleva años construyéndose de espaldas a los ciudadanos. Hace pocas semanas, Jürgen Habermas advertía el riesgo que corre la Unión de entrar en una era post-democrática, donde los gobiernos elegidos pierden facultades que la burocracia europea —no elegida— va asumiendo para sí. Para peor, la última vez que los europeos votaron sobre Europa dijeron que no, y ése parece ser argumento suficiente para no volver a preguntar.

El problema, como siempre, no es sólo económico sino también político. De hecho, incluso al interior de la dupla franco-alemana cunden las desconfianzas. El tono de las críticas de la izquierda francesa puede ser útil para tomar la temperatura: mientras algunos recuerdan la Alemania de Bismarck, Sarkozy ha tenido el dudoso privilegio de ser comparado con el Napoleón III de Sedan y con Daladier, el mismo de los acuerdos de Munich de 1938. La situación es un poco paradójica, porque mientras en París se cree que los alemanes han impuesto todos sus términos, en Berlín la impresión es exactamente contraria. Esto podría ser síntoma de que los acuerdos son equilibrados, pero la verdad es un poco distinta: es síntoma más bien de una distancia que nadie ha querido recorrer, es síntoma más bien de la coexistencia de distintos modelos de desarrollo que no encuentran un terreno común y que no se sienten cómodos con una moneda común. No hay consenso ni en el diagnóstico ni en los remedios, ni hay disposición real a generar las convergencias necesarias. Por eso los acuerdos son mínimos y casi ridículos frente a la gravedad de la crisis —y por eso las “reuniones clave” están lejos de terminar. Por lo demás, las salidas para el Euro tampoco se cuentan por decenas. En rigor, se reducen a tres: intervención directa del banco central (con la inflación consecuente), asumir parte de la deuda en común, gobierno federal —o todas las anteriores. Nada de eso está en el horizonte hoy. Digamos que en Europa nadie quiere divorciarse —los divorcios pueden ser muy caros—, pero los esposos tampoco están dispuestos a compartir el lecho. Así, por su incapacidad de tomar decisiones sustantivas, Europa está renunciando a ser dueña de su propio destino.

Publicado en Qué Pasa el viernes 8 de diciembre de 2011

Una división estéril

EL CONFLICTO que atraviesa Renovación Nacional puede ser leído en distintas claves. Por un lado, resulta paradójico que el partido del Presidente pierda tiempo y energías en reyertas internas en un contexto político complicado. Esto cobra especial sentido, si consideramos que quienes lideran la rebelión son muy cercanos al Mandatario, y es difícil pensar que la ofensiva no contó con el beneplácito, al menos implícito, de éste.

Si la hipótesis es correcta, se trata de un desatino cuando menos extraño. Puede ser cierto que el liderazgo de Larraín no destaca por lo dialogante, o que su lengua lo traiciona, pero al mismo tiempo es torpe olvidar un dato de la causa: Larraín controla el partido. Puede parecer de perogrullo, pero la política se hace al interior de los partidos más que tomando aperitivo. Así las cosas, la disidencia tiene sólo dos caminos: o conversa con Larraín en las condiciones que el timonel imponga, o desata una guerra civil de consecuencias inciertas.

Ahora bien, es obvio que un partido sólo existe mientras sus miembros quieran vivir bajo el mismo techo, y todos los bandos deberían explicitar su posición en este punto. Esto debe hacerse sin olvidar que la naturaleza de Renovación Nacional es cobijar en su seno a sensibilidades distintas, y que lo raro sería que estuvieran todos de acuerdo. Allí reside toda su fortaleza, y también toda su debilidad. Si el partido tiene algún destino, éste pasa por lograr la convergencia de todos. Eso supone hacer política, por más anacrónico que parezca en tiempos de indignación: conversar, persuadir, acordar y elaborar compromisos comunes. Aunque tentadora para algunos, la escisión es una mala idea, pues supone dispersar fuerzas que son limitadas, y supone además que la antipatía personal hacia Carlos Larraín (que él mismo debería tomar más en serio) basta para justificar un divorcio.

En cualquier caso, la división tiende a oscurecer los desafíos urgentes de la derecha chilena, que son harto más importantes que determinar el número exacto de enemigos de Carlos Larraín. Tampoco basta con usar calificativos ("queremos una derecha moderna-liberal-progresista") que tienen más de marketing que de política. Hay una lección del momento presente que la derecha no puede perder de vista: el ejercicio del poder no se improvisa. Por tomar el ejemplo más inmediato, en educación estamos siendo testigos, sin darnos mucha cuenta, de una farra de aquellas. Pese a los loables esfuerzos del ministro Bulnes, el gobierno ha sido incapaz de jerarquizar sus prioridades o de mostrar algo así como un programa en la materia. Sólo tenemos un grupo de medidas, parecido a una lista de supermercado, que ha sido impuesto por la calle. Nadie sabe ni nadie ha pensado qué va a salir de todo esto. Empero, si acaso la derecha no se interesa sólo por el poder, sino también por la finalidad del poder, urge emprender un trabajo de articulación intelectual que le permita elaborar un proyecto coherente, trabajo que sólo Renovación Nacional puede realizar, porque en ella conviven distintas tradiciones. Sólo así la derecha podrá, quizás, aspirar a gobernar algún día con más ideas que frases hechas, con más timón que encuestas y con más convicciones que billetera.

Publicado en La Tercera el miércoles 30 de noviembre de 2011

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Europa en peligro

¿Qué tienen en común Mario Monti, Lucas Papademos y Mario Draghi? Los tres asumieron recientemente cargos clave para el futuro de la Unión Europea: Monti es el nuevo jefe del gobierno italiano, Papademos el nuevo primer ministro griego, y Draghi el nuevo presidente del Banco Central Europeo. Pero las coincidencias no acaban allí: además, los tres trabajaron en un pasado no tan lejano en el banco Goldman Sachs, el gigante norteamericano que ayudó durante años a "maquillar" el estado de las finanzas griegas con tal de seguir prestando dinero. Casualidad o no, el hecho ha servido para alimentar las dudas respecto de la influencia del mundo financiero en las democracias europeas. De hecho, Berlusconi y Papandreu cayeron por no dar suficiente confianza a los agentes económicos, en lo que puede leerse como un regreso encubierto del voto censitario.

Por cierto, las dudas son más que razonables: el mundo financiero ha mostrado en esta larga crisis sus imperfecciones y, sobre todo, su carencia de racionalidad. Y sin embargo es un poco injusto culparlo de todos los males: después de todo, nadie obligó a los estados europeos a financiar con deuda sus generosos aparatos públicos por tantos años. Los políticos europeos se apuran en apuntar con el dedo a los bancos y a los traders -y no dejan de tener razón-, pero son bastante más cautos a la hora de asumir sus propias responsabilidades en la debacle: ellos instauraron la lógica de endeudarse hoy y pagar en cuarenta años con el fin de ganar elecciones.

Ahora bien, la crisis también tiene directa relación con el diseño del Euro, y allí los mercados financieros tampoco tienen mucho que ver: la unión monetaria carece de los medios mínimos para garantizar cierta convergencia, y no puede en consecuencia resolver los profundos desequilibrios internos. El consenso actual va por este lado: es urgente pensar en reformas profundas, que permitan superar esta crisis y abrir perspectivas más optimistas para el futuro.

Empero, todas las alternativas presentan, al día de hoy, tantas ventajas como dificultades -y los mercados no se van a calmar mientras no vean salidas claras-. Por eso todos los gobiernos miran con tanto nerviosismo las agencias de notación. La primera medida ha sido aplicar reducciones presupuestarias que pueden a veces ser draconianas. Y aunque suena bonito, el arma es de doble filo: la austeridad puede debilitar aún más el crecimiento, que es justamente el mal endémico de la Zona Euro: un país que no crece no puede pagar sus deudas, por más que suba los impuestos. Otra posibilidad es apartar a los malos alumnos, programando el retiro de algunos países de la Zona Euro. Esto permitiría a los salientes depreciar su moneda, pero quedarían con una deuda colosal en euros.

Hay una alternativa inmediata que permitiría aliviar la presión y detener la especulación sobre los países más vulnerables y que, además, es relativamente simple: que el Banco Central Europeo haga lo que norteamericanos e ingleses hacen todos los días sin ponerse colorados: imprimir billetes para respaldar deuda. Pero eso produce inflación, y los alemanes no quieren escuchar esa palabra. Les cuesta entender que 5 ó 7 puntos de inflación pueden ser menos dramáticos que una implosión violenta del euro (y no hay que olvidar que Alemania realiza dos tercios de su excedente comercial al interior de la zona Euro).

Otras soluciones van por el lado de dotar de herramientas más poderosas a las autoridades europeas, esto es, avanzar en la creación de un gobierno económico común. Pero hay un fundado temor de que esto redunde en una toma de control de Europa por la dupla germano-francesa: en Italia ese peligro ya tiene hasta nombre -"Merkozy"-, y en Grecia las comisiones supervisoras son calificadas como "fuerzas de ocupación".

¿Qué hacer entonces? Me parece que se dibujan tres escenarios posibles. El primero es el de avanzar hacia una federación, pero esto tendría que pasar necesariamente por una validación democrática directa -con éxito incierto-. El segundo es que los alemanes hagan concesiones, y permitan al instituto emisor respaldar la deuda. Sin embargo, el tiempo apremia: si esperan demasiado, será muy tarde. Un tercer escenario es el de la división de la Zona Euro en dos áreas: la del norte -Alemania y los países de su órbita- y la del sur, con una política monetaria más laxista. Lo único seguro por ahora es que, en las condiciones actuales, el euro es simplemente inviable: o muta o muere. Y en esa decisión Europa se juega buena parte de su destino.

Publicado en Qué Pasa el viernes 18 de noviembre de 2011

jueves, 17 de noviembre de 2011

Elogio del deber

"SALVEMOS la democracia": con esa consigna, los creyentes en la inscripción automática lanzaron una nueva ofensiva, esperando que ésta pueda ser aplicada en las elecciones del próximo año. Así, dicen, nuestro sistema recibirá el oxígeno que necesita, pues hay más de cuatro millones de chilenos que no están inscritos en los Registros Electorales.

El problema es grave y merece una discusión serena. Un error en el medicamento podría agravar la enfermedad. Desde luego, los partidarios de la inscripción automática deberían evitar la sospecha sistemática sobre quienes no piensan como ellos, pues se puede ser contrario a su propuesta sin tener intereses creados. La inscripción obligatoria también puede defenderse con argumentos.

Cabe recordar que la inscripción no está prohibida en nuestro país, aunque a veces el discurso sugiera lo contrario. Es más, el trámite ni siquiera es especialmente complicado. Debo confesar que no guardo un recuerdo traumático de mi inscripción en calle Cinco Oriente en Viña del Mar. Si millones de chilenos no se han inscrito, es simplemente porque no han querido hacerlo. Inscribirlos automáticamente podría facilitar las cosas, pero tiene más de atajo facilista, que de verdadera solución. Dicho de otro modo, es difícil entender por qué razones, quienes no se han inscrito, se volcarían en masa a votar poseídos por un súbito e irrefrenable deseo de participar.

Pero las cosas se complican más si recordamos que de aprobarse hoy, la inscripción automática iría acompañada del voto voluntario. La combinación de ambos principios deja a la noción misma de ciudadanía en una peligrosa ambigüedad. En el fondo estamos presenciado el triunfo del ciudadano-consumidor. Soy ciudadano, sí, pero cuando quiero y como quiero. Cornelius Castoriadis solía insistir en la importancia de la dimensión imaginaria de la sociedad, y con esa expresión buscaba mostrar cuán decisivas son las imágenes que van modelando y configurando nuestros modos de acción colectiva. Aquí no cabe la neutralidad, y parece imponerse el modelo del ciudadano vacío que no le debe nada a nadie (y por tanto, no tiene deberes) y que mira su participación política como algo de tanta importancia como ir o no al mall.

Es, al menos, discutible que a partir de esa imagen pueda construirse un orden republicano medianamente denso, pues una participación auténtica requiere algún grado de compromiso. Por lo demás, la inscripción automática, sumada al voto voluntario, no sólo terminará provocando más problemas de participación y mayor segregación sociopolítica; también generará el más desatado de los clientelismos.

Para tener sentido, la inscripción automática debiera ir acompañada de voto obligatorio. Este último no es contrario a la libertad, sino al revés. El ejercicio efectivo de la libertad es el fruto de la comunidad política, cuya existencia exige condiciones mínimas. Y la comunidad no puede crearse a partir del ciudadano-consumidor, porque se trata de un orden distinto. Se trata de crear un "nosotros", donde nadie sobre; un "nosotros" donde la noción de deuda pueda cobrar sentido; un "nosotros" que permita a la república ser eso (la cosa de todos) antes que la copia (in)feliz del mercado.

Publicado en La Tercera el miércoles 16 de noviembre de 2011

jueves, 10 de noviembre de 2011

Europa sin salida

HACE POCOS días los dirigentes europeos alcanzaron un enésimo acuerdo para evitar el desplome de Grecia. Y aunque en un primer momento los mercados recibieron bien la noticia, es innegable que el futuro del Euro sigue rodeado de muchas más dudas que certezas. Los líderes del Viejo Continente llevan demasiado tiempo acumulando desacuerdos, impericias, desequilibrios y miopía política.

En lo económico, el problema actual tiene que ver con una política monetaria muy rígida impuesta por una Alemania que aún no se sacude de sus traumas ligados a la hiperinflación, pero cuyo rigorismo perjudica a las endeudadas economías del sur de Europa, que ven cómo su competitividad se sigue deteriorando sin tener las herramientas monetarias para salir de allí. Así las cosas, no es difícil predecir que las tensiones se seguirán acumulando en el futuro próximo.

Con todo, y a pesar de las apariencias, el problema europeo no es económico. En rigor, quienes pensaron la actual Unión nunca consideraron seriamente lo que Raymond Aron llamaba la primacía de lo político. La construcción europea adolece de una falla estructural, pues fue erigida con una fe tan ciega como infundada en que la unidad económica generaría por sí sola la unidad política. Por eso pudo concebirse algo tan demencial como una moneda común sin atisbo de gobierno económico común, y por eso también el problema del Euro es uno de esos problemas sin solución. Los europeos son demasiado progresistas como para siquiera pensar en retroceder y demasiado conservadores como para seguir avanzando en la integración. Están así entre dos mundos, en el peor de los mundos.

Para ser viable la zona Euro tendría que avanzar hacia una forma federativa, en la que cada nación perdería su soberanía. Esta posibilidad es evocada de modo cada vez más explícito por los líderes europeos, pero de momento sigue enfrentando muchos obstáculos, y el fastidio de David Cameron es el menos importante.

Por de pronto, habría que empezar por dotar de legitimidad democrática a los órganos ejecutivos europeos antes de darle mayores atribuciones. Hoy, éstos son percibidos por la población como instituciones burocráticas y desconectadas de la realidad, y la sola mención de Bruselas (especie de capital europea) se ha convertido en algo parecido a un insulto. También urge entablar un diálogo con los ciudadanos para intentar persuadirlos de las bondades del federalismo, y abandonar el camino de la imposición iluminada desde arriba. No olvidemos que el tratado constitucional de 2005 fue rechazado en las urnas y aprobado luego por los parlamentos.

Pero sobre todo, los partidarios de la federación deberían meditar más esa reflexión del filósofo Pierre Manent: el cambio de forma política debe ser la operación más delicada y profunda que un cuerpo social pueda padecer. Salir de la nación es menos fácil de lo que parece, pues ésta configura todos los aspectos de la vida humana, aunque no siempre seamos conscientes. En ese sentido, la crisis del Euro no es más que el aspecto más visible e inmediato de una crisis de identidad: Europa (y el Euro) navega a la deriva, porque no sabe lo que es ni lo que quiere ser.

Publicado en La Tercera el miércoles 2 de noviembre de 2011

Cuestiones previas

LA IDEA de una reforma tributaria empieza a recorrer su camino, y no saldrá fácilmente de nuestro horizonte. Y es que la demanda por mayor igualdad parece haber encontrado aquí su próxima batalla y, en ese contexto, un alza de impuestos aparece como inevitable. Y el conflicto estudiantil está allí, abierto, interminable y estirado, como chicle barato para quienes duden: sin inyección generosa de recursos, no tenemos cómo mejorar.

Pero, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la reforma tributaria? Para muchos, es una especie de panacea que resolvería todos nuestros conflictos, o casi. En sus mentes febriles parece dibujarse un escenario como el siguiente: si forzamos a los ricos a pagar más impuestos, entonces los niveles de desigualdad se reducirán, y nuestra sociedad será más pacífica y justa. Aunque todo esto suena bonito, es una quimera: una reforma tributaria por sí sola no resolverá ninguno de nuestros problemas. Esta mirada es bien sintomática de un mal que nos aqueja: nos está costando mucho poner distancia entre nuestros deseos y la realidad. Esto va matando la política, cuyo rol es justamente deliberar y mediar en esa distancia, aunque tantos indignados se nieguen a verlo. Así, pensamos que basta con exigir educación gratuita y de calidad para obtenerla; y creemos que la inscripción automática y el voto voluntario van a resolver mecánicamente nuestros problemas de participación (aunque lamento decepcionar al lector: los van a agravar). Casi sin darse cuenta, incluso los más críticos del mercado se han rendido a su lógica: lo quiero, lo tengo. Es raro, pero estamos pasando de un inmovilismo indolente al más lírico de los voluntarismos, y perdemos de vista que estos cambios también requieren de cierto esfuerzo sobre nosotros mismos.

Por su lado, los detractores de la reforma tributaria no lo hacen mucho mejor: al negarse a toda discusión sobre el modelo, sólo ilustran su propia incapacidad para entender las dinámicas que el mismo mercado genera. Y aunque bastaría con leer a Schumpeter para disipar la ilusión, varios siguen pensando que la política no es mucho más que una rama auxiliar de la economía de mercado. En cualquier caso, toda esta discusión carece de sentido si no resolvemos antes una cuestión previa: ¿Para qué queremos una reforma tributaria? Queremos mejorar la educación y queremos reducir las desigualdades, pero no hemos discutido seriamente el cómo, más allá de las consignas y de los viajes. Nuestro aparato público no funciona demasiado bien y la calidad de la política no anda precisamente por las nubes. Muchos de nuestros problemas no son tanto de recursos como de gestión, y otros no son tanto de gestión como culturales. Nuestra convivencia se está degradando, y eso no se resuelve con dinero. Además, si hoy se pusieran recursos sobre la mesa, los universitarios se lo llevarían casi todo, cuando es evidente que las desigualdades más urgentes están mucho antes.

En dos palabras: es obvio que necesitamos una reforma tributaria, pero necesitamos mucho más que una reforma tributaria. Mientras no le tomemos el peso a este problema, toda reforma está condenada al fracaso, y toda discusión, condenada a repetirse una y mil veces. Pero no se engañe: seguiremos exactamente en el mismo lugar.

Publicado en La Tercera el miércoles 19 de octubre de 2011.

lunes, 17 de octubre de 2011

¿Viraje o vuelta de campana?

TODO indica que el proyecto que busca penalizar las tomas violentas (¿las hay pacíficas?) es un signo claro de un nuevo viraje del Ejecutivo, que busca recuperar su electorado duro para frenar su caída en las encuestas. Uno puede preguntarse si acaso un proyecto así es oportuno, e incluso si es necesario -después de todo, bastaría con aplicar las leyes que existen, en lugar de multiplicarlas-, pero la decisión tiene su lado comprensible: pese a que el gobierno lleva largo tiempo pololeando a la izquierda, a los estudiantes y a todo lo que huela a progresismo, los resultados no han sido muy alentadores. El oficialismo no gana nada hacia su izquierda, pues las banderas se van moviendo a medida que el gobierno va cediendo, y pierde al mismo tiempo el apoyo de los sectores duros, cansados de que La Moneda sienta vergüenza -no hay otra palabra- de las ideas de derecha.
Desde luego, es muy temprano para determinar si el viraje es de fondo o puramente táctico. La pregunta tiene su importancia, porque sabemos cuán serios han sido los problemas del gobierno para dotar de coherencia su acción política. En 20 meses, el piñerismo ha puesto arriba de la mesa muchos eslóganes, pero pocas ideas, y ha presentado muchos proyectos de ley, pero ninguno más o menos global. Y aunque el Presidente intente llenar ese vacío con retórica pastosa, no se puede tapar el sol con un dedo ni forzar el destino a punta de palabras. Si hubiera que usar un concepto para definir a este gobierno, no le alcanza ni siquiera para pragmático: hasta aquí, la norma ha sido más bien la frivolidad.

En ese contexto, no es tan descaminado suponer que las ideas más clásicas de la derecha sean quizás la última tabla que encuentre el Presidente en su periplo. Es cierto que esas "ideas" son, hoy por hoy, más parecidas a una suma de intuiciones contradictorias que a un discurso coherente -y habría mucho que decir sobre la profunda desarticulación de la derecha-, pero tienen una virtud innegable: existen. Y no van quedando muchas alternativas, pues sabemos cómo fracasó el "gobierno de los gerentes", y también sabemos que la "nueva derecha" ni siquiera alcanzó a nacer. Así, a la hora de sacar cuentas, va quedando claro que este gobierno no ha deslumbrado por sus aportes sustantivos a la política chilena.

Ahora bien, el viraje tiene sus propias complicaciones. Por un lado, sostener ideas de derecha requiere una buena dosis de coraje, y el Ejecutivo no se siente cómodo en el terreno de las convicciones. Supongo también que debe ser particularmente difícil defender ideas que, en el fondo íntimo, no se comparten, y el Presidente no ha sido nunca un hombre de derecha: no es un misterio para nadie que, si de él dependiera, gobernaría con los Walker y no con los Novoa. Además, si quiere ser coherente y creíble, el nuevo discurso de gobierno debiera aplicarse también a sus negociaciones con los estudiantes, y eso supone abandonar la especie de cogobierno que se ha ido instaurando.

Dicho de otro modo, ¿está el gobierno dispuesto a asumir el viraje a la derecha con todos los costos que ello implica? ¿O bien se trata de una vuelta de campana más, destinada a ser reemplazada pasado mañana por otra brillante corazonada del "segundo piso"? Si me permiten apostar, me inclino por esto último.

Publicado en La Tercera el miércoles 5 de octubre de 2011

viernes, 23 de septiembre de 2011

Primarias al rouge

En un principio, las inéditas primarias abiertas para definir al candidato presidencial del Partido Socialista francés fueron organizadas con una idea central: darle las facilidades del caso a Dominique Strauss-Kahn. De hecho, se hablaba de "primarias de confirmación". DSK parecía además el candidato ideal para enfrentar a Sarkozy en una campaña cuyo tema principal será la crisis sistémica del euro. La operación interna de DSK tenía mucho de proeza, porque tras la traumática derrota de Jospin en la primera vuelta de las elecciones del 2002 los socialistas no habían dado con un líder tras el cual ordenarse. No obstante, el affaire del Sofitel de Nueva York cambió todo, y las pacíficas primarias se fueron transformando en una competencia ruda e incierta, con todos los riesgos que ello supone.

Digo riesgos porque es innegable que las primarias tienen virtudes y peligros. Es cierto que en Estados Unidos funcionan bien y dinamizan la vida política, pero la tarea de imitarlas no es fácil. Por de pronto, en EE.UU. la elección presidencial tiene sólo una vuelta, mientras que en Francia históricamente ha sido justamente la primera vuelta la que ha jugado el papel de primaria (eso fue lo que provocó la derrota de Jospin). Además, en el país galo no hay (ni habrá) bipartidismo. Todo esto implica que el ganador de una primaria tiene que enfrentar en seguida dos batallas muy difíciles: la primera vuelta contra los candidatos cercanos, y la segunda contra el adversario. Por eso es tan importante para los socialistas que la contienda se mantenga dentro de límites razonables, y por eso es tan importante también lograr una alta convocatoria, de modo que el ganador salga más fortalecido que debilitado. El ejercicio es completamente original, y por eso es difícil predecir cuántos franceses concurrirán a votar el 9 de octubre.

El candidato que parece ocupar la pole position es François Hollande, quien dirigiera el partido por diez años y que representa al sector moderado. Hollande se instaló en el primer lugar porque fue el único dirigente de importancia que desde un principio estuvo dispuesto a competir con DSK, tras cuya caída quedó como favorito. Su principal adversaria es Martine Aubry, quien se ubica más hacia la izquierda y con quien se detestan cordialmente. Aubry está en una situación exactamente inversa, pues lanzó su candidatura cuando DSK ya estaba fuera de juego, y le ha sido difícil sacarse el mote de ser una candidata por defecto: en política las ganas no se inventan, y Aubry nunca ha parecido demasiado convencida. Desde mayor distancia compiten también Ségolène Royal -la fallida candidata del 2007-, Manuel Valls y Arnaud Montebourg .

En cualquier caso, el ganador tendrá enormes retos por delante: por un lado, convertirse en el segundo socialista en conquistar el Elíseo en la Quinta República -y renovar así un partido que sigue anclado en la experiencia mitterrandiana- y, por otro, elaborar un proyecto de izquierda capaz de dar respuestas coherentes a la gigantesca crisis que enfrenta Europa. Vaya desafíos.

Publicado en Qué Pasa el viernes 23 de septiembre de 2011

Palos de ciego

AUNQUE MATAR a la Concertación ya es casi tan banal como matar la transición, hace pocos días, el PPD volvió a intentarlo con un documento que llama a la creación de una "Convergencia opositora" (¿invitarán a Hermógenes?). El texto es sintomático de muchas cosas, y debe ser leído como el grito desesperado de alguien que lleva un buen tiempo perdido. Su idea central parece ser algo así como: "Hagamos algo, no importa qué, pero hagamos algo ahora".

De más está decir que en el documento sobran los lugares comunes y que las ideas brillan por su ausencia. Tampoco cabía esperar mucho más: después de todo, el PPD nació como partido instrumental y nunca ha logrado forjar una identidad propia, prefiriendo siempre el brillo de las cámaras al silencio de la reflexión. A pesar de su bancada numerosa, el PPD bien podría desaparecer mañana, sus dirigentes emigrar a otros partidos y nadie se daría mucha cuenta, con la salvedad de las familias Lagos y Girardi. Supongo que en eso estaba pensando Ignacio Walker cuando verbalizó aquello que no se debe verbalizar: la puerta es grande y está abierta. Es de sentido común, pero en el contexto es también una invitación explícita a retirarse, y en eso Walker juega con fuego.

El fenómeno que subyace a este desorden es la incapacidad de leer el actual momento social: todos quieren subirse al carro de lo que está pasando, pero nadie sabe muy bien cómo hacerlo porque nadie sabe muy bien qué está pasando (en ese intento, dicho sea de paso, se pasan a llevar incluso las formas republicanas que tanto deberían cuidar los que lucharon por recuperarlas). La paradoja es que la ansiedad del PPD y el inmovilismo de la DC son actitudes exactamente simétricas, pues ambas son consecuencia de un grave déficit de comprensión. Quienes esperan sentados el regreso de Michelle Bachelet cometen el mismo error, pues es obvio que ese regreso será un desastre si no se cumplen ciertas condiciones mínimas. Así, unos se agitan sin entender -llamando a una nueva coalición como quien organiza un asado- y otros prefieren ni actuar ni entender, confiados en que el esquema actual les garantizará porciones de poder. Mientras, las tareas siguen pendientes: en la Concertación pocos han siquiera intentado explicar las causas de la derrota, por no decir nada de los nuevos desafíos. La Concertación podrá dividirse en activistas y conservadores, o en complacientes y flagelantes, pero por ahora, todos comparten la misma desorientación.

La oposición no haría mal en mirar la situación oficialista para medir bien su posición: la derecha quiso ahorrarse el trabajo doctrinario y llegó al poder por el desgaste del adversario, más que por virtudes propias. Las consecuencias están a la vista. Por otro lado, el esfuerzo que debe realizar la Concertación requiere de cierta libertad intelectual, libertad que da estar en la oposición. Tanto el PPD como la DC siguen enredados en las viejas lógicas de coalición que impiden que cada cual despliegue su propio proyecto, condición indispensable para sacar conclusiones. A falta de eso, seguirá primando el miedo a lo desconocido, que bien puede traducirse en agitación o en inmovilismo, pero nunca en verdadera acción política.

Publicado en La Tercera el miércoles 21 de septiembre de 2010

Política fisión

El accidente ocurrido el pasado lunes en una planta de tratamiento de desechos nucleares en el sur de Francia (Marcoule) no sólo dejó un muerto y varias personas gravemente heridas; también fue la ocasión para volver a encender una polémica que aún tiene para muy largo. Aunque el incidente no fue muy grave desde un punto de vista técnico, y ni siquiera califica como accidente nuclear (no ocurrió en una central ni produjo emanaciones radioactivas), la epidermis en este asunto quedó en niveles elevados después de Fukushima. En Francia la cuestión es especialmente sensible porque se trata del país del mundo más dependiente del átomo (80% de su electricidad proviene de allí) y, por tanto, del país que tendría más dificultades si quisiera abandonar ese camino. La opción nuclear les ha permitido a los galos mantener precios relativamente bajos en el mercado interno, conservar su preciada autonomía energética y exportar tecnología de punta: las ventajas están lejos de ser irrelevantes. Los franceses incluso se dan el lujo de vender electricidad de origen nuclear a países como Austria, cuya Constitución prohíbe la construcción de centrales.

La reacción ecologista no era muy difícil de adivinar: hay que abandonar la generación nuclear, repitieron. Por su parte, el gobierno también se apegó a su libreto, minimizando lo ocurrido. Personalmente, no tengo mayor simpatía por el discurso ecologista: me parece que tiende a pecar de alarmismo y de lirismo, rechaza casi todos los tipos de energías convencionales y tiene una fe casi religiosa en el futuro de las energías renovables, pero olvida que éstas también dañan el entorno y que no se ve bien cómo podrían convertirse en una alternativa seria. Con todo, cumple una función imprescindible, que es la de formular preguntas correctas. ¿Está Francia realmente preparada para un accidente nuclear?, ¿está informada la población de los pasos a seguir?, ¿son razonables los riesgos implicados en la generación nuclear? Las dudas son legítimas, y una anécdota muy sencilla puede servir para graficar. El lunes, cuando aún había muy poca información disponible sobre la naturaleza del incidente, las farmacias de los pueblos aledaños a Marcoule se llenaron de gente ansiosa por comprar pastillas de yodo, pero no pudieron: dichas pastillas sólo se venden con receta médica. Mejor ni imaginar qué habría ocurrido si el accidente hubiera sido más grave.

El tema será central en la campaña presidencial que se avecina, y puede ser decisivo. El asunto no es sólo ecológico, sino también económico e industrial, porque un eventual abandono de la generación nuclear tendría efectos en la frágil economía francesa. Por de pronto, cada cual toma sus posiciones. La derecha defiende el modelo y niega que haya alternativas viables. Los ecologistas exigen el abandono total de la energía nuclear en un plazo de diez o veinte años, buscando replicar el modelo alemán, que consiste en cerrar las centrales que cumplen su vida útil. Los socialistas están divididos, y han sido lo suficientemente ambiguos como para hacer creer que están de acuerdo con todos. Saben que es un tema en el que no pueden dar pasos en falso: si quieren destronar a Sarkozy, no pueden privarse del voto ecologista en la segunda vuelta, pero saben también que la elección se jugará en el terreno de la credibilidad y de la coherencia, donde no caben las promesas imposibles de cumplir (y el fin de la energía nuclear tiene ese olor). En cualquier caso, bienvenido sea un debate abierto en el que cada cual presente sus razones en el espacio público. La historia de la energía nuclear en Francia se ha escrito de espaldas a la ciudadanía: cambiar ese paradigma ya sería un triunfo de los ecologistas.

Publicado en Qué Pasa el viernes 16 de septiembre de 2010

Adiós

NO TUVE el privilegio de conocerlo en vida, pero lo admiraba hace mucho; y por eso lamento no haber escrito antes estas líneas. Aunque no lo conocí, quiero creer que su testimonio no me será indiferente, a mí ni a nadie.

Lo admiraba, porque nos mostró que los chilenos le podemos cambiar la cara a nuestro país si nos lo proponemos. Lo admiraba, porque abrazó su causa con una intensidad tal que terminó confundiéndose con ella. Lo admiraba, porque nunca perdió un sólo segundo quejándose por nuestros problemas ni por los errores de otros, sino que prefirió -tan simple y tan fácil- ayudar con sus propias manos. Lo admiraba, porque no se cansó de recordarnos a quienes somos privilegiados que en Chile hay realidades inaceptables, y que no sacamos nada con seguir mirando hacia el lado ni infatuarnos en la autocomplacencia. Lo admiraba también porque supo decirlo con firmeza, pero sin ninguna odiosidad, pues entendía que mejorar Chile pasa por unir más que por apostar siempre a las divisiones. Lo admiraba, porque le sobraban la energía y el liderazgo, y de hecho me bastó conocer a quienes trabajaron con él para sentir ese entusiasmo que sólo saben transmitir los que tienen el alma grande. Lo admiraba, porque supo enseñarnos que Chile no es más ni menos que lo que nosotros queramos que sea, que no debemos esperarlo todo del Estado y que más vale resolver los problemas antes que esperar que otro lo haga. Lo admiraba, porque era un tipo capaz de hacer muchas cosas a la vez, y de hacerlas todas bien, pues ponía siempre ese cuidado que sólo ponen quienes aman lo que hacen. Lo admiraba, porque nunca temió exponer sus convicciones ni dar peleas con tal de lograr sus objetivos, pero sin nunca llevar las diferencias al plano personal. Lo admiraba, porque logró sacar adelante sus sueños.

Admiraba a Felipe Cubillos porque siguió su vocación, sin temores ni cálculos, y porque sabía que la única manera de ser feliz es siendo fiel a uno mismo y desplegando las propias posibilidades, un poco como se despliegan las velas de los veleros a los que tanto quería. Lo admiraba, porque logró, con alegría y sencillez, transformar el desastre del 27 de febrero en una oportunidad para convocar a hacer el bien, sacando lo mejor de todos. Lo admiraba, porque sabía enfrentar las adversidades con fortaleza difícil de imitar. Lo admiraba, porque siempre buscó retribuir lo que la vida le dio. Logró encarnar lo mejor de Chile, ese Chile que se levanta una y otra vez, y si me siento orgulloso de ser chileno, es porque tengo compatriotas como él. Lo admiraba, porque se atrevió a dar la vuelta al mundo en velero, y porque sé que yo nunca tendré el valor de hacerlo.

Lo admiré porque murió en lo suyo: ayudando a los demás y sirviendo a su patria. El mar que tanto lo inspiró se lo terminó llevando a otros puertos, y ahora nosotros tendremos que arreglárnoslas sin él, y no será fácil.

Felipe Cubillos nos dejó, pero sus sueños siguen ahí, esperando que nuestras manos se sumen a la tarea de hacer de Chile un país mejor y más justo. Se fue, pero sus desafíos se quedaron acá. Partió a su navegación más larga, aunque los tipos como él nunca se van del todo: seguro sigue buscando la mejor manera de servir.

Publicado en La Tercera el miércoles 7 de septiembre de 2011.

Quiero mi plebiscito ahora

Entre las múltiples y exóticas exigencias del movimiento estudiantil, hay una que merece ser discutida en serio: la de organizar un plebiscito que permitiría a la ciudadanía zanjar una discusión que se ha ido estirando como chicle barato. Después de todo, ¿por qué no darles la palabra directamente a los chilenos si los llamados a encauzar la deliberación pública se han mostrado incapaces de dialogar? ¿Escuchar directamente la voz del pueblo no es acaso la esencia misma de la democracia?
Aunque todo esto es cierto, no hay que olvidar tan rápido que la democracia representativa fue pensada justamente para intentar resolver las dificultades de la democracia directa, y que en esta empresa participaron algunas de las cabezas más brillantes de la modernidad. Por cierto, la representación tiene incontables defectos, y basta acercarse a la despiadada pluma de Rousseau para conocerlos en detalle. Empero, se trata de un régimen que permite organizarse democráticamente de modo civilizado, y hay que tomar bien el peso del fenómeno antes de criticarlo a la ligera. El conflicto educacional ilustra bien la dificultad, pues es evidente (lo decía Carlos Concha en estas mismas páginas) que estamos muy lejos de siquiera concordar en las preguntas a formular. Es un poco infantil pretender que nuestros problemas en educación puedan reducirse a preguntas de sí o no; y precisamente porque la cuestión es harto más complicada es que tenemos políticos y parlamentarios. Dicho de otro modo: si plebiscito queremos, tenemos que partir por entender que no es un instrumento mágico: una consulta no mejorará la calidad de la educación y, para peor, tampoco nos eximirá del deber (ni de la necesidad) de alcanzar acuerdos -y ya sería tiempo que los líderes de la Concertación (si es que todavía los hay) lo vayan entendiendo-. En ese sentido, agitar la ilusión del plebiscito como si éste pudiera ahorrarles el trabajo a los políticos no es sólo un error conceptual: es también una irresponsabilidad mayúscula.
Ahora bien, en el fondo de la discusión, ampliar las posibilidades de plebiscito no es una mala idea: le daría oxígeno a un sistema cerrado sobre sí mismo y podría revitalizar nuestra alicaída discusión pública. Pero es un debate que debe realizarse con altura de miras, y al margen del conflicto estudiantil, pues si el plebiscito puede ser un buen instrumento, también puede ser uno muy peligroso si está mal diseñado. Los sistemas políticos son más precarios de lo que parecen, y un cambio de esta naturaleza merece una reflexión profunda que permita calibrar sus alcances. La ironía reside en que esa discusión sólo podría ver la luz si existe voluntad de dialogar: el plebiscito no puede imponerse por plebiscito. Muchos de los que abogan por darles la palabra a los chilenos lo hacen degradando las condiciones para que algo así sea posible, que son justamente las condiciones de la política democrática. Por paradójico que parezca, el plebiscito supone que queremos crear cosas comunes, que queremos hacer política, y sólo encuentra sentido en una lógica de ese tipo. No obstante, todo indica que ya son demasiados los actores que han perdido la confianza en las reglas intangibles de la política, y ese problema, que es el problema central, no lo resuelve ni uno ni varios plebiscitos.

Publicado en La Tercera el miércoles 24 de agosto de 2011

¿Una revolución lírica?

EN SU INTENTO por explicar su distancia con los sucesos de mayo de 1968, Milan Kundera suele comparar lo ocurrido en Francia con la primavera de Praga. La revuelta parisina fue, según Kundera, la exaltación del sentimiento lírico. Este último supone la pérdida del sentido de los límites de la acción: en nombre de la poesía, todo parece posible. Por el contrario, la primavera de Praga fue una revuelta de escépticos y moderados, cuyas pretensiones eran mucho más modestas: nada de transformar la condición humana, sino simplemente hacer del mundo un lugar un poco más amable.
En la delicada cornisa por la que transita todo movimiento social, nuestros estudiantes parecen haber renunciado a la sabiduría de Praga con tal de imitar a los jóvenes del 68. Han escogido el peor de los caminos, porque la actitud lírica supone la renuncia al diálogo: los líricos siempre buscan imponer antes que persuadir. Nada más revelador de este rasgo que el vocabulario: los estudiantes emplazan, exigen, plantean plebiscitos (¿?) y ultimátum, pues ven en el mero hecho de discutir una abdicación indigna para con la grandeza que creen encarnar. Son incapaces de guardar distancia con sus propias ideas, y faltan así a la primera regla de la democracia, que consiste en aceptar que nadie posee toda la verdad. Nuestros estudiantes han salido del plano de la política, y están jugando otro juego, que tiene otros nombres. De paso, horadan alegremente las frágiles bases de nuestra convivencia. No se trata de condenar todo conflicto pues, como sugería Maquiavelo, éste puede ser signo de vitalidad; pero sí de entender que los conflictos sólo encuentran sentido si dan lugar a una deliberación común.
En cualquier caso, la aventura lírica de los estudiantes no ha sido solitaria. Han contado con la complicidad de nuestras elites que, durante decenios, se han tomado el problema educativo con una indolencia difícil de explicar. Han tenido también la colaboración de los rectores y de la oposición, que han carecido del coraje mínimo para asumir sus propias responsabilidades y enfrentar el lirismo. Algunos miran a nuestros dirigentes estudiantiles como profetas portadores de una nueva verdad, como mensajeros de lo absoluto y, en esa lógica, cualquier disenso se convierte en herejía: todo lirismo tiene una dimensión religiosa. Por último, el gobierno no lo ha hecho nada de mal, y en su proverbial irreflexión, ha oscilado entre un entreguismo acomplejado (sin entender que para los líricos toda propuesta es insuficiente, porque el mundo les parece insuficiente) y un tardío interés por el orden público (que no puede sino atizar aun más los ánimos).
Y sin embargo, la verdad es que para enfrentar en serio nuestros problemas, el lirismo no sólo es inútil, sino que también es un estorbo, pues no existen los atajos y las consignas vacías sólo oscurecen el debate. Las soluciones son lentas y, peor, requieren mucho estudio, trabajo y reflexión común. Naturalmente, hay que cuidarse de no volver a caer en el conformismo complaciente en el que nos hemos descansado por demasiado tiempo, pero no será el lirismo envuelto en el discurso de los estudiantes el que nos ayude a salir de allí. Porque las revoluciones líricas, aunque triunfen, están condenadas al fracaso.

Publicado en La Tercera el miércoles 10 de agosto de 2011

miércoles, 27 de julio de 2011

La tragedia noruega

Pocos días antes de perpetrar el crimen, Anders Behring Breivik posteó un único mensaje en su cuenta de twitter: "una persona con una convicción tiene tanta fuerza como cien mil que sólo tienen intereses". La frase es del filósofo liberal John Stuart Mill, y Breivik se la quiso tomar en serio el viernes pasado, cuando puso una bomba en el centro de Oslo y luego asesinó a mansalva a decenas de jóvenes en un campamento del Partido Laborista, con el fin de purificar su país. El mundo quedó estupefacto, pues Noruega es admirada en todo el globo por su modelo político, económico y cultural. ¿Cómo explicar que hechos así puedan suceder en una sociedad que ha alcanzado tal nivel de desarrollo? ¿Cómo entender que una nación próspera y estable pueda ser víctima de un fanatismo tan frío, ciego e implacable?

Cabe recordar que Breivik había militado en un grupo de extrema derecha y, de hecho, dejó una especie de testamento que no permite dudar de sus afinidades ideológicas. El hombre mezcla en sus escritos una xenofobia bien primaria con las más disparatadas teorías de la conspiración. Todo esto envuelto en una delirante construcción imaginaria, en la que Europa está enfrentando una guerra que durará varios decenios, y donde él mismo desempeña un rol crucial. El viernes fue simplemente el día en que la realidad se cruzó con la ficción.

Con estos antecedentes a la vista, no es raro que la primera reacción del mundo bien pensante haya sido la de culpar de los hechos al discurso de extrema derecha o a un supuesto fundamentalismo cristiano. Ni los masones se salvaron, pues el asesino también pertenecía a una logia. Sin embargo, todo esto es un poco simplista: antes de repartir culpas inciertas -muchas veces de modo absurdo- es necesario realizar un mínimo esfuerzo de comprensión y en esto no hay atajos. No se trata de exculpar al criminal: él es responsable de sus actos y deberá responder por ellos. Pero a la hora de desentrañar las causas profundas de lo ocurrido, no hay que apurarse tanto en buscar responsables, pues se corre el riesgo de caer en actitudes maniqueas. En éstas, el mal queda necesariamente fuera de quien acusa y grabado a fuego en el acusado: el mal son siempre los otros (Sartre). No obstante, hay que recordar una evidencia: Breivik, como Eichmann y tantos más, pertenece a la misma especie que todos nosotros. Es indispensable buscar las causas que lo llevaron a cometer un crimen de esa naturaleza, y es indispensable también rebatir racionalmente el discurso que sustentó su acción, si es que lo hay. Pero con el mismo cuidado hay que intentar descifrar el misterio implícito en aquella paradójica frase de Mill (¿cómo se defiende a sí misma una tolerancia puramente formal y sin contenido?). Con el mismo cuidado, hay que admitir que el mal es inherente a nuestra condición y que no hay sociedad que pueda eximirse de esa dimensión de lo humano, por más avanzada que sea: el progresismo, entendido en su sentido profundo toca aquí uno de sus límites. Una de las enseñanzas que deja la tragedia noruega es una lección de humildad: somos precarios y nuestras posibilidades son limitadas. Para peor, el paraíso terrenal no existe. Ni siquiera en Noruega.

Publicado en La Tercera el miércoles 28 de julio de 2011

No-preguntas a un no-gobierno

¿Qué significa un acuerdo de convivencia no matrimonial (ACNM) que no modifica el estado civil pero que no pueden contraer quienes ya están casados? ¿Qué entiende el gobierno por estado civil? ¿Qué valor y qué estabilidad puede tener un contrato que puede romperse mediante mera manifestación de voluntad de una de las partes? ¿Por qué calcar las inhabilidades del matrimonio si es un no-matrimonio? ¿Por qué, si se busca resguardar los derechos generados en una convivencia, se excluye de dicha posibilidad a los parientes directos? ¿Por qué no podría tener derechos el hijo que cuida al padre hasta el fin de su vida, o los hermanos que se acompañan hasta la muerte? ¿O debemos deducir que el gobierno no cree que esas relaciones puedan ser afectivas? ¿Cuál sería el fundamento filosófico, la teoría de la afectividad, subyacente en una distinción de ese tipo? ¿Habrá alguien capaz de explicarlo con peras y manzanas? ¿Qué otro tipo de relaciones humanas piensa el gobierno que deben ser validadas ante notario? ¿Por qué un gobierno que prometió fortalecer a la familia crea una institución que terminará debilitándola, como admiten los liberales serios? ¿O bien el Ejecutivo cree que la precariedad jurídica es una solución adecuada para los cientos de miles de chilenos que conviven? Si es así, ¿dónde están las encuestas y los datos que muestren que quienes no se casan sí querrán suscribir un ACNM? ¿Es esta propuesta fruto de un estudio serio sobre la realidad de la familia chilena? ¿O es pura frivolidad? ¿Vamos a modificar el derecho de familia confiando en que las intuiciones del ex senador Allamand sean, por una vez, las correctas? ¿O cometeremos el contrasentido de normar la familia en función de derechos individuales, siguiendo esa costumbre burguesa que tanto irritaba a Marx? Si el gobierno considera que debe reconocerse la dignidad de las uniones entre personas del mismo sexo, ¿por qué no muestra un poco más de coherencia intelectual y acepta que, según sus propias premisas, no hay ninguna razón para no abrir el matrimonio? ¿Por qué no aceptar que, más que otorgar dignidad, se está creando una institución de segunda clase? ¿O debemos inferir que ése es justamente el concepto de dignidad que maneja el piñerismo? O aún más simple: ¿no estamos frente a una manifestación más de un gobierno sin brújula y sin horizonte? ¿No es acaso lógico seguir a la masa cuando se carece de ideas? ¿O no habría que decir más bien que el gobierno padece de una especie de cobardía moral, que le impide decir lo que piensa en voz alta? ¿Y que por eso termina buscando soluciones intermedias incluso allí donde no existen? ¿No es revelador que el gobierno tenga que bautizar con un no-nombre a un matrimonio no-matrimonial? ¿No saber nombrar las cosas no es acaso signo inequívoco de ausencia de reflexión? ¿Y por qué extrañarse tanto si se trata del mismo gobierno que en 15 meses nunca ha sido capaz de controlar la agenda por más de 20 minutos, al que se lo comen las movilizaciones, los ambientalistas, los estudiantes y cualquier consigna gastada que alguien se dé el trabajo de rayar en un muro? ¿Y cuánto me dijo que faltaba para que se acabe este no-gobierno?

Publicado en La Tercera el miércoles 14 de julio de 2011

viernes, 8 de julio de 2011

Kundera

En aquellos tiempos, solía frecuentar la escuela de ingeniería comercial de la gloriosa Universidad de Valparaíso. Conservo de la vieja casona de calle La Paz los mejores recuerdos, pues allí hice grandes amigos y nunca nos faltó la cerveza helada. Sin embargo yo vivía un poco preso de la angustia que me provocaba la idea de tener que dedicarle mi vida a cosas como el marketing o la contabilidad de costos. Nada personal contra esas nobles disciplinas, simplemente sentía que lo mío no iba por ahí. En uno de esos días confusos, por allá por 1996, o quizás 1997, tuve uno de esos encuentros difíciles de olvidar. Creo que era sábado, estoy seguro que el frío era invernal, cuando encontré en casa de mi papá La insoportable levedad del ser, en la colección Andanzas de Tusquets.

Lo comencé a mirar, más por ganas de matar el tedio sabatino que por un interés demasiado genuino, y confieso que el título me dio algo de modorra. En aquellos tiempos yo estaba más o menos convencido que Sobre héroes y tumbas era algo así como la cumbre de la literatura occidental y, por lo mismo, sólo leía novela latinoamericana. A Kundera no le debe haber tomado más de un minuto terminar con todos mis prejuicios: recuerdo bien la impresión que me produjeron las primeras líneas, ésas sobre Nietzsche y el eterno retorno. Tomé el libro, no sin antes prometer devolvérselo a mi padre (promesa que por cierto nunca cumplí ni cumpliré. Gracias, Papá), y partí con el presentimiento de llevarme bajo el brazo algo importante, algo realmente importante. Y no me equivoqué: la historia de Tomás y Teresa me quedó grabada un poco como la misma Teresa se había inscrito en la memoria poética de Tomás. La insoportable levedad del ser me abrió mundos insospechados y, de paso, me ayudó a encontrar salidas a mis laberintos. Luego, con hambre adolescente, fui leyendo todas sus novelas. Digamos que le debo a Kundera buena parte de mi educación sentimental.

Esos encuentros son raros, casi diría que únicos: en mi panteón personal Kundera está muy arriba, y por muchas razones. Supongo que el único placer comparable al de leer un buen libro es el de leerlo de nuevo, porque el sabor del reencuentro permite evocar la experiencia primigenia. Algo de eso me ha ocurrido con Kundera, pues he tenido el privilegio de volver a recorrer sus textos en la edición definitiva de su Obra —y vaya que han envejecido bien sus libros. Hace poco el novelista checo recibió una de las más altas consagraciones a la que puede aspirar un escritor: ser publicado en la colección La Pléiade de Gallimard. Se trata de una de las ediciones más prestigiosas del mundo, y Kundera es uno de los pocos que ha entrado al catálogo estando vivo (ese exclusivo club lo integran quince personas, entre las que se cuentan Gide, Malraux, Ionesco y Yourcenar).

Con todo, Kundera no se quedó tranquilo con el reconocimiento que supone ser publicado en La Pléiade, sino que obtuvo algo tanto o más relevante: imponer sus propios criterios estéticos en la edición definitiva de su Obra, que estuvo a cargo de François Ricard. Y digo bien Obra, y no Obras ni Obras completas porque ése es el título que llevan los dos tomos de la edición. Hace ya varios años, en Los testamentos traicionados, Kundera había erigido la voluntad del autor como criterio absoluto para determinar el contenido de una obra literaria. Eso explica que textos importantes estén ausentes en esta edición, como los teatros y dramaturgias de su juventud, o el discurso que dio en 1968 frente a la Unión de escritores checoslovacos, o ese artículo que tanto contribuyó en los años ochenta a la comprensión de lo que ocurría al otro lado de la cortina de hierro (Un occidente secuestrado o la tragedia de Europa central). La edición de su Obra sólo incluye lo que él considera que posee valor literario perenne: nueve novelas, cuatro ensayos y una variación inspirada en Diderot. Todo está naturalmente en francés, pues hace tiempo que el checo escribe en ese idioma, y hace años también que revisó exhaustivamente las traducciones francesas de sus textos. Kundera es un extraño caso de escritor que cambia de lengua cuando su carrera ya está muy avanzada, y con éxito.

Pero eso no es todo: el novelista checo también logró torcerle la mano a esa odiosa costumbre que tenemos los universitarios de hacer uso y abuso de las notas a pie de página. La edición no tiene ninguna anotación porque, en el mundo de Kundera, una novela debe necesariamente explicarse por sí misma. La novela, dice el autor de La identidad, debe contener la información necesaria para ser comprendida, y toda explicación extrínseca —por más erudita que sea— no puede sino perjudicar su carácter propiamente literario. Por eso no hay tampoco indicaciones biográficas del autor: Kundera es un convencido de que la novela no tiene que deberle nada a la vida de quien la escribió, y de allí su distancia con toda literatura colindante con la autobiografía. El checo no da entrevistas, pues no cree que los detalles de su vida formen parte de su obra. El arte de la lectura de Kundera se parece un poco al de Leo Strauss: el principal contexto de los libros es el texto mismo, y un libro de valor no puede reducirse a cuestiones circunstanciales.

Hay aquí una paradoja curiosa, que tiene que ver con lo siguiente. La novela por la que Kundera accedió a la fama fue La broma, cuya publicación en Francia coincidió con la primavera de Praga. El texto fue prologado por Aragon, quien escogió la ocasión para desmarcarse por primera vez de la ortodoxia comunista. Todo esto contribuyó a que La Broma, y también sus entregas posteriores, fuera leída como el texto de un disidente. No obstante, para Kundera el ejercicio de la literatura es radicalmente incompatible con la asunción de una postura política, y el checo luchó muchos años contra ese modo de leer sus libros. Es obvio que en sus textos hay una crítica severa al poder comunista, pero eso siempre es lateral. Un libro circunstancial, un libro de tesis no puede, a sus ojos, ser verdadera literatura: el checo no sólo desprecia a Orwell (todo lo que dice Orwell, dice Kundera, podría haber sido dicho, y mejor, en un panfleto), sino también a Camus y Solzhenitsyn.

En muchos sentidos, la obra de Kundera representa el despliegue final de lo que él mismo llama la tradición de la novela centroeuropea (Kafka, Broch, Musil y Gombrowicz: aunque sólo fuera porque permite descubrirlos, ya vale la pena leer al checo) que es, a su vez, heredera directa de Sterne y Diderot. Y es que en el autor de La despedida, contrariamente a la novela decimonónica, no hay una aspiración a la verosimilitud, y la idea no es convencer al lector de la ocurrencia efectiva de los hechos narrados. Eso le permite liberar un enorme horizonte de recursos literarios, pues el narrador puede intervenir, tomar partido y también alejarse de la historia. Kundera busca una nueva forma de hacer novela, que no sea esclava de lo que llama la unidad de la acción. De hecho, en La inmortalidad nos dice que está escribiendo un libro cuya adaptación cinematográfica sea imposible, porque el desarrollo no tiene nada de lineal: ¿cómo podría hacerse una película de La inmortalidad? Lo importante no es tanto el desenlace de la historia como el transcurso; y por eso una buena novela no puede ser resumida ni transcrita en otro formato: Kundera quedó profundamente decepcionado con la experiencia de la cinta basada en La insoportable levedad del ser. El checo se siente libre de las estructuras clásicas, y allí reside la plasticidad de su arte, que se mueve con toda libertad en el tiempo y en el espacio y que va multiplicando los puntos de vista, pues el objetivo es iluminar desde distintas perspectivas una determinada situación humana (por ejemplo: el capítulo 6 de La vida está en otra parte). Para lograrlo, Kundera usa dos registros inspirados en la música: la sonata (que corresponde a sus novelas escritas en checo) y la fuga (las escritas en francés). Kundera explica todo esto en sus ensayos dedicados al arte de la novela, que son como una especie de taller del escritor: impagable testimonio para todos quienes llevamos dentro un novelista frustrado.

Por cierto, la innovación de Kundera no es sólo formal. Es cierto que la forma no está al servicio de un mensaje, pero sí está asociada a una posición, la posición del novelista. Dicha posición es fundamentalmente irónica. El novelista observa siempre con cierta distancia las múltiples dimensiones de la realidad humana. El objetivo de la novela kunderiana no es darnos tesis hechas sino explorar la fragilidad de la condición humana. Para lograrlo, la novela genera situaciones existenciales que van revelando la ambigüedad de lo humano (por ejemplo: la frustrada venganza de Ludvik en La broma). Las circunstancias son siempre marginales, y en Kundera los motivos históricos (por ejemplo: el exilio) son siempre pretextos para introducir temas existenciales (por ejemplo: el peso y la levedad). La novela kunderiana es un género interrogativo, que hace muchas preguntas pero que casi no da respuestas. La novela, dice, busca conocer y revelar posibilidades humanas que permanecían ocultas; la novela, dice, descubre lo que está escondido en cada uno de nosotros. Por eso Kundera percibe de modo tan lúcido las trampas inherentes en todo progresismo, todo militantismo y todo lirismo: actitudes llenas de certezas —y acaso de buenas intenciones— pero que inevitablemente se topan con la complejidad de lo humano. No es que Kundera se abstenga de todo juicio de valor, y el checo ejerce como nadie el oficio de disecar las debilidades de nuestro mundo (por ejemplo: el totalitarismo implícito en la hipermediatización). Sin embargo, lo hace siempre con un humor escéptico y con una mirada que también es escéptica sobre sí misma, pues el problema humano es siempre más fuerte y más rebelde que nuestras ganas de resolverlo. En ese sentido, puede decirse que la novela kunderiana es una novela propiamente socrática, no porque contenga tesis filosóficas (cuestión que Kundera rechaza formalmente), sino porque intenta recuperar la conciencia de cuán ignorantes somos respecto de nosotros mismos. Y si el arte de la novela tiene algún sentido, es justamente lograr —gracias a tipos como Milan Kundera— que esa ignorancia sea menos trágica.

Publicado en El Post el viernes 8 de julio

La mala fama

Unas dos semanas antes de su detención en Nueva York, Dominique Strauss-Kahn sostuvo varios encuentros con periodistas en el marco de su inminente candidatura presidencial. En uno de ellos, Strauss-Kahn explicitó los tres flancos que la derecha intentaría explotar: su condición de judío, su dinero y su gusto por las mujeres. El hombre incluso imaginó un escenario: nada más simple, aseveró, que pagarle a una mujer para que me acuse de haberla violado en un estacionamiento. El temor ya lo acechaba, como quien presiente que camina sobre un terreno minado.

Y, en efecto, pocos días después, Dominique Strauss-Kahn fue detenido en Nueva York, y en ese instante se hundieron su vida, sus sueños y todas sus certezas. Uno de los hombres más poderosos del mundo se transformó en un paria, en la peor versión del machismo y en la encarnación del poder del dinero y de la elite globalizada. Sin embargo -miserias y grandezas del sistema judicial de los Estados Unidos-, el cuadro tuvo uno de esos vuelcos cinematográficos, pues la credibilidad de la presunta víctima se vino abajo por declaraciones contradictorias. Alguien podría objetar que una persona poco amiga de la verdad puede perfectamente ser víctima de una violación, y es cierto. No obstante, es obvio que la tarea de convencer a un jurado sobre la base de un testimonio débil es titánica, más aún en un caso que tiende necesariamente a ser de palabra contra palabra. Por lo mismo, es muy probable que el procurador Vance desista en los próximos días de ir a un proceso, y DSK podrá entonces recuperar su pasaporte y su libertad.

¿Significa esto que Strauss-Kahn podrá regresar a Francia como si nada hubiera ocurrido, y recuperar en unos días las posiciones perdidas? Nada es más improbable. Y aunque ni el diablo sabe cómo reaccionará la opinión pública, y no se puede descartar del todo un efecto péndulo que lo favorezca, este caso es un buen ejemplo de cómo puede destruirse la reputación de alguien que está en el suelo. ¿Cuántos políticos, cuántos personajes públicos podrían resistir una prueba de ese tipo? Las palabras se liberaron, y muchos se sintieron libres de decir todo lo que antes decían entre líneas o callaban. Por un lado, su vida personal y sexual fue expuesta en la plaza pública: lo menos que se dijo fue que es un sexómano altamente peligroso. En ese contexto, ni siquiera es llamativa la aparición de una periodista que dice haber sido agredida por el ex director del FMI en 2003. Por otro lado, el episodio dejó en evidencia que los Strauss-Kahn no tienen precisamente problemas de dinero. Esto podrá importarle poco al mundo, pero es un pecado grave en el singular mundo de la izquierda francesa, que mira con desprecio todo lo que huela a ostentación.

Strauss-Kahn se quedó además sin soldados, pues los que eran sus aliados jugaron sus propias fichas mientras él estaba encerrado: en política es imposible detener el tiempo, y los duelos suelen durar poco. Martine Aubry -la primera secretaria de la tienda socialista que había prometido apoyar a DSK- lanzó su propia candidatura, y ya dijo que no daría un paso al costado; e incluso sus delfines más cercanos negociaron posiciones en otros equipos. Por eso, si acaso quisiera participar en las primarias de octubre, su partido volvería a convertirse en un lindo gallinero.

Por último, y aunque los políticos son animales muy singulares, supongo que Strauss-Kahn necesita también un tiempo de reconstrucción personal que no coincide necesariamente con los tiempos políticos.

Es innegable que todo esto puede resultar injusto si acaso Dominique Strauss-Kahn es inocente: un procurador seguro de tener entre sus manos el caso de su vida no debería poder destruirle la vida a alguien con tanta facilidad. Por cierto, todavía quedan algunos viudos febriles que agitan la tesis de la conspiración (que Sofitel pertenece a una cadena francesa cercana a Sarkozy, que la CIA y la KGB). Empero, la verdad es que si conspiración hubo, fue de DSK contra sí mismo. En el mejor de los casos, el ex director del FMI tuvo una relación sexual consentida con la cuestionada Naffisatou Diallo. Sin hacer el menor juicio moral, es evidente que Dominique Strauss-Kahn cometió una imprudencia de proporciones al exponerse así. Un poco como si él mismo hubiera querido ser su propio victimario, y cumplir así su propia profecía.

Publicado en Qué Pasa el viernes 8 de julio de 2011

jueves, 30 de junio de 2011

Más que un accidente

LA PARADOJA del capitalismo, decía Schumpeter, consiste en lo siguiente: la alquimia mediante la cual los vicios privados se transforman en virtudes públicas exige el cumplimiento de dos condiciones difíciles de obtener en una sociedad de mercado. La primera condición es que los agentes económicos deben respetar la ley, y no sólo por razones instrumentales. La segunda es que la economía debe ser controlada por políticos, funcionarios, jueces y policías cuyo código de conducta no tiene nada que ver con el egoísmo.

Es importante tener en mente la paradoja descrita por Schumpeter a la hora de pensar lo ocurrido en La Polar. No se trata de negar las responsabilidades individuales amparándose en supuestas fallas estructurales: aquí cada cual deberá pagar por sus propias decisiones. Por lo demás, cada sistema es lo que sus integrantes quieren que sea, y no existe el modelo perfecto que permita ahorrarse dosis mínimas de virtud individual. Por eso, aunque es posible que la industria necesite más regulación (los chilenos nunca perderemos la fe en la regulación), sería bien ingenuo suponer que el problema central pasa por allí. Esto queda bastante claro si nos detenemos un instante a considerar cuántos actores fallaron, por acción u omisión, en este caso; y son muchos.

Porque si queremos comprender lo que ocurrió en La Polar, tenemos que preguntarnos seriamente si acaso estos escándalos son accidentales, o si no habría que decir más bien que están inscritos en la configuración misma del capitalismo liberal que hemos aplicado. Y la verdad es que no tiene nada de raro que algunos excedan la velocidad permitida cuando hay estímulos para ello. Al fin y al cabo, nuestro modelo tiende a exaltar el consumismo, la competencia descarnada y el éxito económico. Algunos incluso se han dado el lujo de tratar de convencernos de que la codicia es una virtud con resultados benéficos, olvidando que también puede tener otro tipo de secuelas. Así las cosas, el resultado no es muy difícil de prever: la ley pierde su valor intrínseco al mismo tiempo que la ética del funcionario tiende a desaparecer.

¿Significa esto que nuestro sistema está podrido y que el capitalismo ya no tiene vuelta? Por cierto que no: sería insensato desconocer cuánto ha cambiado nuestro país en los últimos 30 años. Pero ésa tampoco es razón para perder toda lucidez, y dejar de ver las tensiones inherentes al modelo y, al menos, intentar atenuarlas. El capitalismo puede producir efectos perversos, y no podemos hacer como si no existieran. Esto, a su vez, supone entender que el liberalismo económico sólo tiene sentido si reposa sobre bases culturales suficientemente sólidas, y que éstas no surgen por generación espontánea. Por eso es tan importante cuidar esas bases: sin ellas, la sociedad capitalista se parece más a una selva que a un lugar que permita el despliegue efectivo de las posibilidades humanas. Por lo mismo, es extraño el empeño que pone parte de la izquierda en destruir todo tipo de bienes culturales y morales, pues liberan así la peor lógica capitalista y permiten que el mercado invada todas las áreas de la vida común: porque olvidan a Schumpeter, trabajan para Milton Friedman. Y en ese contexto, el engaño de La Polar tiene poco de accidental.

Publicado en La Tercera el miércoles 29 de junio de 2011

Esa bendita igualdad

"El matrimonio es, en su principio y como institución, la unión de un hombre y una mujer". La frase pertenece al ex primer ministro francés Lionel Jospin, en cuyo gobierno se otorgó reconocimiento jurídico a las parejas del mismo sexo mediante la institución del pacto civil de solidaridad.

Sin embargo, hace ya varios años Jospin es minoritario en su propio partido. De hecho, los socialistas decidieron pasar a la ofensiva en este tema luego de que el Consejo Constitucional, frente a un recurso presentado por una pareja homosexual, declarara que la definición del vínculo conyugal es de competencia legislativa. Ni corto ni perezoso, el Partido Socialista presentó entonces una moción para abrir el matrimonio. Y aunque, por prudencia, no incluyó la adopción de hijos en el proyecto, la derecha se opuso arguyendo que es sólo el primer paso en esa dirección. El pasado 14 de junio la proposición fue votada, y rechazada sin sorpresa, pues la derecha cuenta con mayoría parlamentaria.

Pero los socialistas pretenden insistir, y prometen hacer de este tema uno de los ejes de la campaña presidencial que se avecina. Nada de raro, considerando que la discusión logró incomodar a una derecha que no fundamentó bien su posición y debió enfrentar divisiones internas. Esto se explica porque la derecha francesa ha ido perdiendo convicción en sus propias convicciones, y por eso no sabe muy bien cómo defender las que, se supone, son sus ideas. En estas discusiones, la derecha suele estar a la defensiva, sin lograr articular respuestas convincentes, y al final se deja arrastrar por el movimiento de la historia. Porque si algo deja en evidencia la discusión en torno al matrimonio homosexual es la irresistible dinámica de la igualdad. Nadie percibió ni describió mejor esta dinámica, en sus miserias y en sus grandezas, que Alexis de Tocqueville. Los pueblos modernos, decía Tocqueville, sienten por la igualdad un amor "insaciable, eterno e invencible"; amor que los vuelve ciegos y sordos a cualquier consideración ajena al progreso de la igualdad. Y es justamente esa pasión la que permite explicar ese curioso fenómeno por el cual los partidarios del matrimonio homosexual suelen abstenerse de argumentar, pues consideran que la afirmación de la igualdad basta y sobra. Los socialistas galos captaron bien ese movimiento y, aunque está lejos de ser un camino exento de riesgos, saben que aquí pueden cercar a la derecha, olvidando de paso la opinión de Jospin. Un poco por lo mismo, todo indica que tarde o temprano Francia tendrá no sólo matrimonio homosexual sino también eso que los franceses llaman la "homoparentalidad".

El proceso tiene, eso sí, un bemol difícil de soslayar. Se trata de lo siguiente: cuando se introduce una disyunción en la noción tradicional de matrimonio, esto es, cuando se separa de la capacidad de engendrar, no sólo se abandona la idea de que el matrimonio es entre un hombre y una mujer, sino que también se abandona la idea de que el matrimonio es de a dos. Esa modificación obligaría, tarde o temprano, a considerar el problema de la poligamia. La cuestión puede sonar excéntrica para nuestros oídos, pero no lo es en Francia, donde dicha práctica existe entre los musulmanes de modo más o menos oculto. Es, desde luego, un problema más que explosivo, en el que se juegan cuestiones culturales muy hondas, cuestiones que tienen tanta o más importancia que la consideración abstracta de los derechos individuales.

Publicado en Qué Pasa el viernes 24 de junio de 2011

El golpe de Pablo Longueira

EL GOLPE perpetrado por Pablo Longueira en el consejo de la UDI (¿cómo calificar de otro modo la renuncia de vicepresidentes elegidos para reemplazarlos por los notables de siempre?) es la enésima muestra de fastidio hacia un gobierno que muestra un manejo político, cuando menos, deficiente.

En algunos sentidos, es difícil no encontrarle razón a la queja gremialista. El déficit de la actual administración en gestión política es bien evidente, y se está pagando cada día más caro. Podrá parecer una anécdota, pero el hecho de que el Presidente evoque, aunque sea en broma, su eventual reelección, es un signo inequívoco de cierta desorientación. El almuerzo con los presidentes de la Concertación buscaba suavizar las relaciones con la oposición, pero logró el objetivo exactamente contrario. Para peor, nada de esto es casualidad ni se corrige con simples arengas: si el gobierno está en una situación delicada, es porque, a pesar de sus aciertos, carece de ideario. Ni siquiera muestra demasiada convicción por sus convicciones, y por eso todos se sienten con el legítimo derecho de presionar públicamente por los más diversos temas y en los más diversos sentidos. No habiendo hoja de ruta ni acuerdos mínimos, siempre hay expectativas de obtener algo con un poco de forcejeo, y eso la UDI lo captó muy bien, acaso demasiado.

No obstante, es menester decir que el gremialismo tiene una cuota importante de responsabilidad, pues parece mucho más preocupado de sus intereses particulares que de formar parte de un gobierno exitoso. Aún no comprende (y me temo que ya es tarde) que ser oficialista supone responsabilidades. Hasta donde yo sé, la UDI no entró al gobierno obligada y debería asumir las consecuencias de sus decisiones. Ante cada crisis, se repite el mismo (aburrido) libreto: defensa de los amigos, críticas a Rodrigo Hinzpeter, y amenaza de regreso de Pablo Longueira. Y el problema pasa, en buena medida, por los estados de ánimo del mismo Longueira: él ungió a Coloma como presidente cuando era obvio que se necesitaba otro perfil; él vive anunciando su retiro como si en política los liderazgos pudieran ejercerse sin proyección en el tiempo; él, en fin, quiere tomar las riendas sin asumirlas del todo. Esta constante involución de la UDI hacia la figura de Longueira y hacia un supuesto espíritu interno cuasi esotérico es un síntoma de enfermedad que debería preocupar más que exaltar a sus militantes: la coherencia doctrinaria no tiene por qué tener ese precio.

Ahora bien, este golpe no implica ningún cambio real, fuera de seguir tensando las relaciones, pues el problema de fondo tiene que ver con la ausencia de una cultura común que vaya más allá de la persona de Andrés Chadwick. Los espacios comunes no se improvisan, y ni el senador Longueira ni el Presidente Piñera han estado nunca interesados en algo semejante. El primero lidera un exitoso proyecto colectivo que vive cerrado sobre sí mismo, mientras el segundo construyó toda su trayectoria desde el individualismo. Por eso se da esa curiosa situación en la que prefieren hundirse juntos antes que ceder a las exigencias del otro. Así las cosas, no hay indicios de que el escenario vaya variar un milímetro en lo esencial. Y ésa si que es, para todos, una mala noticia.

Publicado en La Tercera el miércoles 15 de junio de 2011.

domingo, 12 de junio de 2011

AVC y matrimonio

Hoy, en El Mercurio, Harald Beyer y Álvaro Fischer publican una saludable columna sobre la discusión en torno a la regulación de parejas homosexuales, que lleva por título ¿Matrimonio civil o AVC para los homosexuales?. Digo saludable porque, aunque no estoy de acuerdo con lo que sostiene, tiene la capacidad de poner las cartas sobre la mesa y asumir las consecuencias de sus puntos de vista, sin embolinar la perdiz con argumentos especiosos.

El primer mérito de la columna es reconocer la inutilidad del AVC para parejas heterosexuales: habiendo matrimonio y divorcio, se entiende mal cuál es el interés de crear una nueva forma jurídica que, guste o no, debilita al matrimonio. El AVC no es un buen instrumento para los heterosexuales, y los impulsores de la agenda “progresista” rara vez han tenido la honestidad intelectual de admitirlo (Lucas Sierra había sido otra notable excepción en este sentido). Naturalmente, esto lleva a preguntarse por la legitimidad del matrimonio homosexual, puesto que un AVC “cerrado” para parejas del mismo sexo carece de sentido si se busca reconocer cierta dignidad, más que regular cuestiones patrimoniales. Con toda lógica entonces, Beyer y Fischer afirman que el matrimonio debería ser abierto a todas las parejas, sean estas heterosexuales u homosexuales: es el único modo de igualar realmente ambas relaciones.

Todo esto suena sensato y tiene cierta lógica interna. Sin embargo, hay dos cuestiones que la columna de Beyer y Fischer no tratan (seguramente por razones de espacio), pero que son indispensables para deliberar una cuestión de este calibre. En primer término, los autores se dicen favorables a la apertura del matrimonio, pero no dicen una palabra sobre si eso conlleva o no la posibilidad de adoptar hijos. La lógica indicaría que sí: si el objetivo es igualar derechos, el matrimonio no debería implicar discriminaciones de ningún tipo (la dinámica de la igualdad, decía Tocqueville, no descansa hasta llegar hasta sus últimas consecuencias). Se trata de un problema sumamente delicado y, en cualquier caso, no deberíamos discutirlo con el lenguaje de los derechos, pues los niños no son, bajo ningún respecto, instrumentos para satisfacer derechos individuales. Lo que hay que preguntarse entonces es si creemos que la alteridad sexual es necesaria en la formación de los menores, o si se trata más bien de algo indiferente. La pregunta aquí es antropológica, y en ella no cabe esa ilusión liberal de la neutralidad. En todo caso, lo único claro es que no podemos pretender discutir matrimonio homosexual sin detenernos en este problema.

La segunda cuestión que echo de menos en la argumentación de Beyer y Fischer es un esfuerzo por definir (o redefinir) el matrimonio. Si queremos introducir un cambio tan profundo, me parece que no podemos ahorrarnos ese trabajo. La noción tradicional puede parecer discutible, o deficiente; pero es muy fácil criticarla sin proponer una alternativa ¿Qué es el matrimonio, qué queremos que sea el matrimonio? Es cierto que las definiciones pueden cambiar, pero deben tener alguna consistencia mínima si no queremos que sean completamente inútiles. ¿Se trata de una relación de amor reconocida por el Estado? Suena bonito, pero hay muchas relaciones de amor que el Estado no reconoce ni tiene por qué hacerlo, como la amistad o mi amor por mi abuelita. ¿Habría que decir entonces que es una relación de amor con una carga erótica? Suena mejor, pero ¿desde cuando el erotismo es fuente de derechos?, ¿supondría eso que el Estado tendría que verificar la realidad de ese erotismo para evitar fraudes? (todo esto puede sonar descabellado, pero ha ocurrido en otros países). Tengo un buen amigo que tiene excelentes relaciones eróticas (eso dice al menos) de a tres, ¿también deberíamos permitirles casarse a mi amigo y sus amigas?, ¿y adoptar niños?, ¿por qué limitarlo a dos?, ¿y en caso de familiares directos?

Perdón si ofendo almas sensibles y conservadoras con este tipo de preguntas pero, aunque parezcan absurdas (y en alguna medida lo son), me parecen indispensables para intentar definir qué entendemos por matrimonio y hasta dónde estamos dispuestos a llegar. Sólo así podremos estar seguros de no discriminar a nadie. De lo contrario, estaremos simplemente siguiendo la moda, y es al menos dudoso que la moda sea el mejor criterio en este tipo de materias.

Publicado en El Post (con una discusión muy interesante en los comentarios) el viernes 10 de junio de 2011

miércoles, 1 de junio de 2011

Cuchillos de Delfos

Podría decirse que el AVC, esa idea que ayer parecía vanguardista y hoy parece añeja, tiene el mismo problema que el cuchillo de Delfos: en principio busca cumplir varias funciones, pero por lo mismo no hace nada bien. Y es que el AVC intenta normar al mismo tiempo dos realidades distintas por su naturaleza.

En cuanto a las uniones heterosexuales, nadie ha podido explicar por qué sería necesario este proyecto si se trata de parejas que, libremente, han decidido no formalizar su relación. Además, el AVC no hace otra cosa que institucionalizar la precariedad, y es al menos dudoso que las familias chilenas necesiten señales en ese sentido. En lo que concierne a parejas del mismo sexo, el sentido del AVC depende de los objetivos perseguidos. Si se busca regular aspectos patrimoniales, no es una norma indispensable. Ahora bien, todo indica que el AVC busca también otorgar cierto reconocimiento social a las uniones homosexuales. Y por aquí el proyecto corre el serio riesgo de naufragar, pues sus supuestos beneficiarios lo consideran abiertamente insuficiente. Porque, en efecto, una vez aceptado el principio, no hay ningún motivo para quedarse en el AVC, y eso explica la tierna frivolidad de los autores de la moción.

La discusión que se abre entonces, inevitablemente, es la del vínculo conyugal entre personas del mismo sexo. Desde luego, si acaso queremos tener un diálogo y no un festival de imprecaciones mutuas, hay requisitos ineludibles. Propongo, por ejemplo, argumentar más que (des)calificar (sugerencia metódica Nº 1: no use la palabra "homofóbico"). Por otro lado, haríamos bien en tomarnos en serio los argumentos contrarios antes de descartarlos a priori (sugerencia metódica Nº 2: nunca olvide que el matrimonio heterosexual no es un invento cristiano, por lo que su fundamento no es religioso).

En lo que atañe al fondo, la duda que suele formularse es: ¿qué motivos justifican la exclusión del matrimonio en función de la orientación sexual? Aunque la pregunta suena razonable, lleva implícita su respuesta y por eso es un poco tautológica: así es muy fácil ganar. Lo que la pregunta pierde de vista es que el matrimonio no es una institución cuyo fin sea la garantía de derechos individuales. Tampoco busca regular estados afectivos ni asegurar reconocimiento social: el matrimonio no es un cuchillo de Delfos. Pensar la familia como el lugar para, a imagen y semejanza del mercado, convertir nuestros deseos en derechos (¡ah, esa ensoñación moderna!) importa ignorar sus fundamentos. Estos pueden cambiarse, pero cabe una reflexión, pues se trata de una de las articulaciones mayores de nuestro mundo. Hay que despojarse de las emociones para medir bien el gesto y sus consecuencias que, paradójicamente, poco tienen que ver con los homosexuales. Por cierto, esto exige comprender las razones por las que el matrimonio es, hasta ahora, heterosexual. El progresista quiere derribar todas las barreras que encuentra en su camino, y yo le diría: derríbelas si quiere, pero con una condición: pregúntese antes por qué alguien puso esa barrera en ese lugar, sin suponer que ese alguien era un perfecto idiota. De lo contrario, como decía Chesterton, el progresista no sabe lo que hace, porque no sabe lo que deshace.

Publicado en La Tercera el miércoles 1º de junio de 2011

domingo, 29 de mayo de 2011

Dos mundos

El grado de influencia de un hombre bien podría medirse por la cantidad de réplicas que produce su caída inesperada. Si esto es cierto, Dominique Strauss-Kahn era sin duda un hombre muy poderoso, pues su caso ha abierto un sinnúmero de preguntas en los más diversos sentidos.

Hay una primera dimensión judicial, y en la batalla que recién comienza el mundo podrá ver las miserias y las grandezas de la justicia de los Estados Unidos. En su faceta política, todo indica que el partido socialista francés se apresta a entrar en una lucha fratricida por definir a su candidato presidencial, lucha que no podrá sino fragilizar a la izquierda. En el FMI, Francia parece cerca de lograr la proeza de instalar a su ministra de finanzas como reemplazante de DSK, por más que les pese a los países emergentes. Pero el caso ha provocado también una discusión periodística o, si se quiere, de ética periodística: ¿cuáles son los límites entre la vida pública y la vida privada? ¿Cuán lejos pueden llegar los medios en la investigación y en la publicación de detalles de la vida de hombres públicos?

La discusión comenzó muy rápido, apenas pasadas algunas horas de los hechos. La ocasión era demasiado linda como para dejarla pasar, y así lo entendió la prensa norteamericana, que se lanzó en picada contra su homóloga francesa. Editoriales, reportajes y titulares sirvieron para criticar las costumbres galas. ¿Motivos? La prensa francesa sería muy complaciente con su clase política y con su elite, sobre todo cuando se trata de cuestiones sexuales. De este modo, sería cómplice de las aventuras de los poderosos y, lo que es más grave, terminaría privando a los ciudadanos de datos relevantes para tomar decisiones bien informadas. Los ejemplos sobran: la doble vida de François Mitterrand y las aventuras de Jacques Chirac son los capítulos más conocidos.

Los periodistas franceses, como era de esperar, se defendieron: la vida privada no nos incumbe y el puritanismo no es lo nuestro, dijeron (Le canard enchaîné, que no es precisamente servicial con el poder, lo editorializó: el periodismo termina en la puerta del dormitorio). Agregaron además que el ataque resulta algo paradójico: mal que mal, DSK llevaba años viviendo en Washington, así que, si responsabilidades hay, son compartidas.

¿Quién tiene la razón en este choque de culturas y de hábitos? ¿Qué versión es más razonable? ¿El modelo sajón que lo muestra todo en la plaza pública, o el modelo francés, que guarda un amplio espacio para la intimidad? El problema es difícil, pues se trata nada menos que de trazar la línea entre el legítimo respeto a la privacidad respecto de las informaciones de interés público. Desde luego, no tengo una respuesta definitiva a la pregunta, sólo algunas observaciones.

Por un lado, es cierto que el modelo francés es restrictivo. Pero sería injusto culpar de ello sólo a los periodistas: al final, el periodismo de cada país no hace sino reflejar un cierto tipo de cultura, y a los franceses los escándalos privados les importan bien poco. Sarkozy, sin ir más lejos, fue elegido presidente en medio de un conflicto conyugal ventilado por la prensa. Hoy es sabido que el mismo Sarkozy será padre en unos meses más, pero los medios “serios” no se han hecho eco del rumor, pues consideran -con razón a mi juicio- que eso no forma parte de la discusión pública, no al menos mientras los padres no lo informen. Dicho de otro modo, los franceses son reticentes frente a la privatización del espacio público, esto es, la utilización del espacio de la deliberación común para ventilar problemas privados. Además, la ley garantiza el derecho a la vida privada, y la jurisprudencia al respecto es severa: la discusión no es sólo teórica, las multas son fuertes. Esto redunda, por ejemplo, en la sana costumbre de tachar los rostros de los hijos de famosos en las fotos.

Ahora bien, esto no significa -sería imposible en los tiempos que corren- una política del silencio total. Lo que hay es más bien una cierta discreción en el tratamiento de información delicada. Respecto de DSK, dificulto que haya habido un francés medianamente informado que no supiera que al hombre le gustaban mucho (mucho) las mujeres. Hubo varios testimonios, el tema era objeto continuo de ironías, y hace algunos años un humorista le dedicó palabras tan sarcásticas como crueles cuando fue objeto de una acusación de acoso sexual en el FMI (si le interesa, puede verlo acá; el humorista fue despedido meses más tarde). Pero la prensa, digamos, se quedó en insinuaciones más o menos veladas, sin investigar más a fondo. ¿Debería haber hecho más? Es muy posible, aunque ahora es fácil decirlo.

El equilibrio en estas materias es complejo, y también cuestión de prudencia. Para ilustrar con dos ejemplos: el caso Spiniak y su cortejo de acusaciones infundadas no podría haber ocurrido en Francia; pero probablemente tampoco se habría destapado el caso Lavandero. En cualquier caso, la debilidad del modelo francés, creo, va por acá: la vida humana no tiene compartimentos estancos, y lo privado tiene, guste o no, repercusiones públicas. La separación entre ambas dimensiones es útil e indispensable, pero pertenece más al orden abstracto que al real. Una adecuada comprensión de este principio podría ser útil para intentar resolver un problema tan difícil como crucial en nuestras sociedades hipermediatizadas.

Publicado en El Post el viernes 27 de mayo de 2011