viernes, 8 de julio de 2011

Kundera

En aquellos tiempos, solía frecuentar la escuela de ingeniería comercial de la gloriosa Universidad de Valparaíso. Conservo de la vieja casona de calle La Paz los mejores recuerdos, pues allí hice grandes amigos y nunca nos faltó la cerveza helada. Sin embargo yo vivía un poco preso de la angustia que me provocaba la idea de tener que dedicarle mi vida a cosas como el marketing o la contabilidad de costos. Nada personal contra esas nobles disciplinas, simplemente sentía que lo mío no iba por ahí. En uno de esos días confusos, por allá por 1996, o quizás 1997, tuve uno de esos encuentros difíciles de olvidar. Creo que era sábado, estoy seguro que el frío era invernal, cuando encontré en casa de mi papá La insoportable levedad del ser, en la colección Andanzas de Tusquets.

Lo comencé a mirar, más por ganas de matar el tedio sabatino que por un interés demasiado genuino, y confieso que el título me dio algo de modorra. En aquellos tiempos yo estaba más o menos convencido que Sobre héroes y tumbas era algo así como la cumbre de la literatura occidental y, por lo mismo, sólo leía novela latinoamericana. A Kundera no le debe haber tomado más de un minuto terminar con todos mis prejuicios: recuerdo bien la impresión que me produjeron las primeras líneas, ésas sobre Nietzsche y el eterno retorno. Tomé el libro, no sin antes prometer devolvérselo a mi padre (promesa que por cierto nunca cumplí ni cumpliré. Gracias, Papá), y partí con el presentimiento de llevarme bajo el brazo algo importante, algo realmente importante. Y no me equivoqué: la historia de Tomás y Teresa me quedó grabada un poco como la misma Teresa se había inscrito en la memoria poética de Tomás. La insoportable levedad del ser me abrió mundos insospechados y, de paso, me ayudó a encontrar salidas a mis laberintos. Luego, con hambre adolescente, fui leyendo todas sus novelas. Digamos que le debo a Kundera buena parte de mi educación sentimental.

Esos encuentros son raros, casi diría que únicos: en mi panteón personal Kundera está muy arriba, y por muchas razones. Supongo que el único placer comparable al de leer un buen libro es el de leerlo de nuevo, porque el sabor del reencuentro permite evocar la experiencia primigenia. Algo de eso me ha ocurrido con Kundera, pues he tenido el privilegio de volver a recorrer sus textos en la edición definitiva de su Obra —y vaya que han envejecido bien sus libros. Hace poco el novelista checo recibió una de las más altas consagraciones a la que puede aspirar un escritor: ser publicado en la colección La Pléiade de Gallimard. Se trata de una de las ediciones más prestigiosas del mundo, y Kundera es uno de los pocos que ha entrado al catálogo estando vivo (ese exclusivo club lo integran quince personas, entre las que se cuentan Gide, Malraux, Ionesco y Yourcenar).

Con todo, Kundera no se quedó tranquilo con el reconocimiento que supone ser publicado en La Pléiade, sino que obtuvo algo tanto o más relevante: imponer sus propios criterios estéticos en la edición definitiva de su Obra, que estuvo a cargo de François Ricard. Y digo bien Obra, y no Obras ni Obras completas porque ése es el título que llevan los dos tomos de la edición. Hace ya varios años, en Los testamentos traicionados, Kundera había erigido la voluntad del autor como criterio absoluto para determinar el contenido de una obra literaria. Eso explica que textos importantes estén ausentes en esta edición, como los teatros y dramaturgias de su juventud, o el discurso que dio en 1968 frente a la Unión de escritores checoslovacos, o ese artículo que tanto contribuyó en los años ochenta a la comprensión de lo que ocurría al otro lado de la cortina de hierro (Un occidente secuestrado o la tragedia de Europa central). La edición de su Obra sólo incluye lo que él considera que posee valor literario perenne: nueve novelas, cuatro ensayos y una variación inspirada en Diderot. Todo está naturalmente en francés, pues hace tiempo que el checo escribe en ese idioma, y hace años también que revisó exhaustivamente las traducciones francesas de sus textos. Kundera es un extraño caso de escritor que cambia de lengua cuando su carrera ya está muy avanzada, y con éxito.

Pero eso no es todo: el novelista checo también logró torcerle la mano a esa odiosa costumbre que tenemos los universitarios de hacer uso y abuso de las notas a pie de página. La edición no tiene ninguna anotación porque, en el mundo de Kundera, una novela debe necesariamente explicarse por sí misma. La novela, dice el autor de La identidad, debe contener la información necesaria para ser comprendida, y toda explicación extrínseca —por más erudita que sea— no puede sino perjudicar su carácter propiamente literario. Por eso no hay tampoco indicaciones biográficas del autor: Kundera es un convencido de que la novela no tiene que deberle nada a la vida de quien la escribió, y de allí su distancia con toda literatura colindante con la autobiografía. El checo no da entrevistas, pues no cree que los detalles de su vida formen parte de su obra. El arte de la lectura de Kundera se parece un poco al de Leo Strauss: el principal contexto de los libros es el texto mismo, y un libro de valor no puede reducirse a cuestiones circunstanciales.

Hay aquí una paradoja curiosa, que tiene que ver con lo siguiente. La novela por la que Kundera accedió a la fama fue La broma, cuya publicación en Francia coincidió con la primavera de Praga. El texto fue prologado por Aragon, quien escogió la ocasión para desmarcarse por primera vez de la ortodoxia comunista. Todo esto contribuyó a que La Broma, y también sus entregas posteriores, fuera leída como el texto de un disidente. No obstante, para Kundera el ejercicio de la literatura es radicalmente incompatible con la asunción de una postura política, y el checo luchó muchos años contra ese modo de leer sus libros. Es obvio que en sus textos hay una crítica severa al poder comunista, pero eso siempre es lateral. Un libro circunstancial, un libro de tesis no puede, a sus ojos, ser verdadera literatura: el checo no sólo desprecia a Orwell (todo lo que dice Orwell, dice Kundera, podría haber sido dicho, y mejor, en un panfleto), sino también a Camus y Solzhenitsyn.

En muchos sentidos, la obra de Kundera representa el despliegue final de lo que él mismo llama la tradición de la novela centroeuropea (Kafka, Broch, Musil y Gombrowicz: aunque sólo fuera porque permite descubrirlos, ya vale la pena leer al checo) que es, a su vez, heredera directa de Sterne y Diderot. Y es que en el autor de La despedida, contrariamente a la novela decimonónica, no hay una aspiración a la verosimilitud, y la idea no es convencer al lector de la ocurrencia efectiva de los hechos narrados. Eso le permite liberar un enorme horizonte de recursos literarios, pues el narrador puede intervenir, tomar partido y también alejarse de la historia. Kundera busca una nueva forma de hacer novela, que no sea esclava de lo que llama la unidad de la acción. De hecho, en La inmortalidad nos dice que está escribiendo un libro cuya adaptación cinematográfica sea imposible, porque el desarrollo no tiene nada de lineal: ¿cómo podría hacerse una película de La inmortalidad? Lo importante no es tanto el desenlace de la historia como el transcurso; y por eso una buena novela no puede ser resumida ni transcrita en otro formato: Kundera quedó profundamente decepcionado con la experiencia de la cinta basada en La insoportable levedad del ser. El checo se siente libre de las estructuras clásicas, y allí reside la plasticidad de su arte, que se mueve con toda libertad en el tiempo y en el espacio y que va multiplicando los puntos de vista, pues el objetivo es iluminar desde distintas perspectivas una determinada situación humana (por ejemplo: el capítulo 6 de La vida está en otra parte). Para lograrlo, Kundera usa dos registros inspirados en la música: la sonata (que corresponde a sus novelas escritas en checo) y la fuga (las escritas en francés). Kundera explica todo esto en sus ensayos dedicados al arte de la novela, que son como una especie de taller del escritor: impagable testimonio para todos quienes llevamos dentro un novelista frustrado.

Por cierto, la innovación de Kundera no es sólo formal. Es cierto que la forma no está al servicio de un mensaje, pero sí está asociada a una posición, la posición del novelista. Dicha posición es fundamentalmente irónica. El novelista observa siempre con cierta distancia las múltiples dimensiones de la realidad humana. El objetivo de la novela kunderiana no es darnos tesis hechas sino explorar la fragilidad de la condición humana. Para lograrlo, la novela genera situaciones existenciales que van revelando la ambigüedad de lo humano (por ejemplo: la frustrada venganza de Ludvik en La broma). Las circunstancias son siempre marginales, y en Kundera los motivos históricos (por ejemplo: el exilio) son siempre pretextos para introducir temas existenciales (por ejemplo: el peso y la levedad). La novela kunderiana es un género interrogativo, que hace muchas preguntas pero que casi no da respuestas. La novela, dice, busca conocer y revelar posibilidades humanas que permanecían ocultas; la novela, dice, descubre lo que está escondido en cada uno de nosotros. Por eso Kundera percibe de modo tan lúcido las trampas inherentes en todo progresismo, todo militantismo y todo lirismo: actitudes llenas de certezas —y acaso de buenas intenciones— pero que inevitablemente se topan con la complejidad de lo humano. No es que Kundera se abstenga de todo juicio de valor, y el checo ejerce como nadie el oficio de disecar las debilidades de nuestro mundo (por ejemplo: el totalitarismo implícito en la hipermediatización). Sin embargo, lo hace siempre con un humor escéptico y con una mirada que también es escéptica sobre sí misma, pues el problema humano es siempre más fuerte y más rebelde que nuestras ganas de resolverlo. En ese sentido, puede decirse que la novela kunderiana es una novela propiamente socrática, no porque contenga tesis filosóficas (cuestión que Kundera rechaza formalmente), sino porque intenta recuperar la conciencia de cuán ignorantes somos respecto de nosotros mismos. Y si el arte de la novela tiene algún sentido, es justamente lograr —gracias a tipos como Milan Kundera— que esa ignorancia sea menos trágica.

Publicado en El Post el viernes 8 de julio

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