viernes, 28 de enero de 2011

Céline

La historia es simple: Louis Ferdinand Céline estaba incluido en una lista de conmemoraciones culturales del año 2011 en Francia, pues el 1 de julio se cumplen cincuenta años de su muerte. Sin embargo, a pedido de distintas organizaciones, el Ministro de Cultura, Frédéric Mitterrand (sobrino del ex-presidente) decidió retirarlo.

¿Por qué se alzaron voces pidiendo el retiro de Céline? Por una razón muy comprensible: Céline fue antisemita, y no uno cualquiera, sino que uno rabioso, lleno de furor, odio e histeria. Sus pasajes sobre la materia son de una agresividad que impresiona a cualquier lector. Así, Mitterrand despachó el asunto excluyendo a Céline de la lista, en razón de sus “inmundos escritos antisemitas” (como si hubiera ignorado la existencia de dichos textos hace dos semanas).

Y, de hecho, Céline no sólo fue antisemita, sino que también apoyó activamente al régimen colaboracionista de Pétain. Luego de la liberación de París se exilió en Dinamarca, donde todavía residía cuando fue condenado por colaborar con la ocupación nazi. Sólo pudo regresar después de ser amnistiado, en virtud de los servicios prestados en la guerra del 14.

Con este cuadro no es difícil deducir que Céline es de aquellos que levantan polémica inmediata cada vez que se le nombra. Hace algunos meses, la prestigiosa colección La Pléiade publicó su correspondencia en la que, obvio, brota una y otra vez su antisemitismo; y eso le valió severos reproches a la editorial. El detalle incómodo es que Céline no es un escritor cualquiera. Se trata del francés más traducido en el siglo XX después de Proust y cuya narrativa marcó un hito fundamental en la literatura gala. Al introducir el habla popular en sus novelas, expandió las posibilidades literarias de su época. Su estilo inconfundible, que mezcla lucidez y cinismo feroz, ha dejado mucha huella, y sin su influencia, por ejemplo, sería difícil entender lo que hoy hace Michel Houellebecq.

¿Qué hacer entonces con un personaje tan desagradable? ¿Cómo separar su antisemitismo desbocado e inaceptable de su innegable su genio artístico? El dilema es endiablado, y los franceses aún no logran dar con una solución más o menos coherente.

Aunque, en rigor, es posible que el problema esté mal planteado desde un principio. Quiero decir, la cuestión es saber por qué habría de celebrarse la memoria de los escritores y de los artistas. Naturalmente si lo que se busca es festejar la conformidad con lo políticamente correcto, o la moralidad privada y pública de cada uno de ellos, es evidente que Céline no puede ni debe estar presente. Hay, eso sí, un inconveniente: con ese criterio no sólo habría que excluir a Céline. Por dar sólo dos ejemplos -pero me temo que podrían multiplicarse hasta el infinito- Voltaire también era antisemita y Rousseau, ese explorador incansable de los sentimientos naturales, optó por dejar a sus hijos en un orfanato. Y no es raro que la vida de los grandes genios esté plagada de miserias, pero el misterio reside justamente en que eso no los hace menos admirables.

En el fondo, lo que la beatería bienpensante intenta ocultar es que la literatura, y supongo que en el arte en general, tiene poco que ver con la moral así entendida. No se les ocurre pensar que, a lo mejor, si Viaje al fondo de la noche nos revela tantas profundidades sobre nosotros mismos y sobre el siglo XX es justamente porque el libro no puede separarse del carácter de quien lo escribió; y Céline era así, apasionado, lleno de odios, resentimientos y también de aberraciones. Ni el recuerdo de los escritores fallecidos pasa por su supuesta moralidad -por lo demás, imposible de definir- ni la consagración literaria tiene mucho que ver con un proceso de canonización. Si los recordamos es por una razón mucho más básica: sus libros nos han ayudado a entender mejor la realidad humana. Pero, para eso, ellos mismos han tenido que explorar esas realidades, han tenido que vivirlas: Céline nos describe con tanta fuerza el mal precisamente porque lo vivió y sintió en carne propia. No fue un espectador ni lo miró desde fuera, sino que se involucró, comprometiendo en ello su propia existencia.

Si la literatura tiene algún sentido, lo tiene en cuanto guarda relación con lo humano, y lo humano no está exento de bajezas. Suponer lo contrario es hacerse abogado del más insano de los puritanismos. Por lo mismo, resulta tan absurda la afirmación del alcalde de París según la cual Céline fue un gran escritor, pero una pésima persona: esa conjunción adversativa no tiene nada que hacer allí. Creer que hay una conexión causal entre ser buena persona y ser buen escritor es no haber entendido nada de nada.

Joyce, que supongo algo sabía de todo esto decía, en boca de uno de sus personajes, que los genios no cometen errores, que sus errores son voluntarios, que sus errores son como las puertas de sus descubrimientos. Y yo creo que con eso basta y sobra para admirarlos.

Publicado en El Post el viernes 28 de enero de 2010

miércoles, 26 de enero de 2011

Por un presidente Presidente

QUIZÁS SEA cierto que el aterrizaje intempestivo que debió hacer el Presidente para cargar combustible en su helicóptero no debería pasar de la anécdota. Después de todo, no ocurrió nada grave: el Mandatario comió frutillas, dio clases de fotografía y pudo conocer un poco mejor la realidad nacional. Desde ese punto de vista, la discusión generada puede parecer excesiva.

No obstante, el episodio es sintomático del sello personal que Piñera le ha ido imprimiendo a su mandato, y que puede resumirse de modo muy simple: el Presidente quiere estar en todas. Le gusta patear el córner y luego ir a cabecearlo, para después ir a buscar el balón y celebrar el gol. Porque Piñera es así, vive en el límite, en la cornisa, y asume los riesgos que eso conlleva. Así, puede un día llenarse de gloria (caso mineros) y otro de problemas (caso ANFP).

Las ventajas de su estilo son evidentes: Piñera transpira vitalidad y energía, y es capaz de transmitirnos un sentido de la urgencia que al país le hacía falta. En ese orden de cosas, quizás su mejor momento haya sido el discurso del 21 de mayo, donde ¿por única vez? el Presidente logró contarnos de modo más o menos convincente cuál es el Chile que quiere. Pero ese mismo estilo le genera costos evitables e innecesarios, porque está siempre expuesto en primera línea. En este asunto del helicóptero, por ejemplo, el Presidente expuso su propia credibilidad al dar confusas explicaciones que fueron luego desmentidas por un video; expuso a la vocera, que debió gastar tiempo y energía dando explicaciones más confusas aún en una materia que nada tiene que ver con el gobierno; expuso, en fin, a la propia figura presidencial a algo que podría haber sido peor. Y aunque es obvio que no va a cambiar su carácter de la noche a la mañana, sí cabría esperar un poco más de comprensión del rol y del peso de la figura presidencial en nuestro país. Como diría Ricardo Lagos, ser Presidente de Chile no es cualquier cosa, y no lo es porque, para cumplir bien su función, el Jefe de Estado debe partir por medir y sopesar el calado histórico de aquello que encarna.

En la primera parte de su mandato, Nicolas Sarkozy vivió un trance parecido. Fue tal su derroche de energía y presencia, que fue tildado de "omni-presidente". Sin embargo, al poco andar, las expectativas que él mismo había creado se fueron frustrando y la percepción cambió: lo que antes era voluntad pasó a ser activismo sin contenido y la energía pasó a ser mera frivolidad. Al mandatario galo le faltó habitar la función presidencial, tomar la altura de su cargo... y lo está pagando caro.

Aunque la situación no es exactamente análoga, Piñera corre un riesgo parecido. Y no se trata de más o menos rigidez protocolar, como a veces el Presidente parece creer; se trata simplemente de comprender que buena parte de la fortaleza institucional reposa sobre realidades simbólicas que son indispensables para gobernar. Esto supone hacer un esfuerzo por poner sus virtudes al servicio del país y no al revés, que no es lo mismo aunque parezca. Hay que ser más reflexivo, improvisar menos, tomar altura; en una palabra, perder protagonismo chico para ganar del otro, del que importa. Para que el Presidente sea, efectivamente, Presidente.

Publicado en La Tercera el miércoles 26 de enero de 2010

Sarkozy, el conquistador

Hijo de inmigrante húngaro, es elegido alcalde de una de las municipalidades más pudientes del país a los 28 años. Más tarde, asume como ministro y portavoz del gobierno de Balladur. En 1995, la derecha se desangra, dividida entre dos candidatos presidenciales, Chirac y Balladur, y nuestro hombre elige el caballo equivocado. Sufre entonces su propia travesía del desierto, pues el presidente Chirac no le perdona la traición: en un pasado no tan lejano lo había considerado casi como un hijo. Él aguanta en silencio y junta energías esperando su momento. Porque nunca dudó que éste, más tarde o más temprano, habría de llegar. Así, en 2002, vuelve al gabinete en gloria y majestad, toma luego el control del partido y va escalando posiciones de poder a una velocidad inaudita. Como ministro del Interior, despliega una agenda centrada en temas de seguridad pública que le permite copar los medios y eliminar uno tras otro a sus adversarios. Soporta estoico falsas acusaciones de corrupción y consigue imponer sus propios términos al presidente. Ya en campaña, logra la extraña proeza de arrebatarle a Ségolène Royal las banderas del cambio y la ruptura. Por cierto, esta carrera fulminante tiene un solo destino posible, y en el fondo él lo sabe. Si a todo eso le agregamos una vida sentimental agitada, con una esposa que lo ayuda a llegar a la cima, no cabe duda que la historia de Nicolás Sarkozy tiene mucho de cinematográfico. Pues bien, eso mismo pensó Xavier Durringer, quien dirige por estos días la película "La conquista", cuyo estreno está previsto para mayo. El guión es de Patrick Rotman, quien ya había firmado sendos documentales sobre Mitterrand y Chirac -ambos de gran factura-, y el papel principal pertenece a Denis Podalydès.
La cinta se propone relatar el ascenso fulgurante de Sarkozy entre 2002 y su triunfo electoral de 2007. Se trata de un período que debería ser estudiado con detalle por todo político con aspiraciones presidenciales. Hubo allí una rara conjunción de audacia, energía, habilidad política y carácter, que lo terminó encumbrando hasta lo más alto. Sarkozy supo, mejor que nadie, leer los tiempos, y eso le permitió poseer de modo eminente lo que Maquiavelo llamaba virtud, "virtù". Al final, Sarkozy se impuso a todo y a todos porque su ambición fue más decidida y más inteligente.

Ahora bien, lo verdaderamente interesante del largometraje será comparar a ese Sarkozy, el de buena estrella y lleno de bríos, con el actual, que a veces parece hasta aburrirse en su cargo. En varios sentidos, Sarkozy es el paradigma del excelente candidato que se convierte en un presidente algo mediocre -y en eso no es tan distinto de Chirac, por más que le pese-. Son lobos que aman la conquista más que la presa, son animales que sólo se sienten vivos cuando huelen sangre. Después de luchar tanto y tantos años por llegar al poder, no saben qué hacer cuando disponen de él. Acaso sea el destino inevitable de una vida política que gira de modo exclusivo en torno a la figura presidencial. En cualquier caso, es la encrucijada en la que Francia está atrapada desde hace varios decenios, al menos desde Mitterrand hasta acá.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 21 de enero de 2010

Una buena noticia

La invitación que hicieron las instituciones agrupadas en el Consejo de rectores a las universidades privadas para integrarse a un sistema único de admisión es, sin duda, una muy buena noticia. Resultaba un tanto curioso el comportamiento de las universidades tradicionales, que monopolizaron para sí, durante años, la PSU y el proceso de admisión, como si se tratara de un bien privado. De hecho, fue esa obcecación la que terminó generando un sistema con dos niveles, con dos velocidades: una admisión de primera categoría, ordenada y civilizada, con criterios objetivos; y otro de segunda, con estudiantes acampando en la noche con tal de asegurarse un cupo en alguna parte. Y no se trata de que las universidades hayan sido tratadas más o menos bien -lo que quizás importaría poco-, sino de que los estudiantes fueran expuestos a una situación degradante si acaso no tenían el buen tino de elegir una tradicional.

Un poco por lo mismo resultó tan extraña la crítica de los rectores Pérez y Sánchez a la admisión de las privadas, pues ellos mismos habían contribuido -por acción u omisión- a generar esa realidad. Es obvio que la situación estaba alcanzando niveles inaceptables, pero era difícil corregirla mientras el Consejo de rectores no adoptara una actitud más dialogante. Dicho de otro modo, si el mercado universitario ha funcionado con tan escasa regulación es justamente porque, al excluir a las privadas de la toma de decisiones, se las excluyó también de la autorregulación colectiva. La marginación, en parte, terminó produciendo algo parecido a la ley de la selva.

En la educación superior hay bienes públicos en juego, bienes de la más alta importancia, y ya es hora de que todos los actores lo vayan tomando en serio. Por eso es muy positivo que todas las instituciones puedan, si quieren y cumplen con ciertos requisitos, integrarse a un sistema único de admisión. Desde luego, en esa lógica, las privadas también deben hacer un esfuerzo por hacerse cargo de su rol público. Por eso también resultó tan rara la entrevista al rector de la Universidad Adolfo Ibáñez, donde dijo que su institución no tenía por qué rendir cuentas públicas a nadie, salvo a su fundación y a sus donantes privados. Es raro no sólo porque su institución recibe AFI -lo que la transforma, de un modo u otro, en deudora de la comunidad-, sino porque en esta materia no hay asuntos estrictamente privados, y toda universidad, por más privada que sea su propiedad, forma parte del espacio público por su esencia y por su función.

Sólo cabe esperar ahora que esta integración de las privadas al sistema de admisión no se transforme en un gallito estéril entre tradicionales y privadas para ver quién impone sus propios términos, sino que sea un primer paso hacia una modernización real de la educación superior. Modernización que supone terminar con la anacrónica estructura del Consejo de rectores, que sólo incluye a las universidades fundadas antes de 1981. También puede ser una oportunidad para, al fin, analizar con algo de seriedad si acaso la PSU ha cumplido los objetivos que llevaron a crearla, o si habría que pensar en otro instrumento. Asimismo, es quizás la ocasión para sincerar las cosas entre las mismas privadas, entre aquellas que lucran con su actividad y las que no. También es necesario estudiar el funcionamiento de la acreditación, respecto de la cual los rectores Pérez y Sánchez plantearon legítimas inquietudes. Por cierto, la educación técnica no puede quedar fuera de esta discusión, porque todo indica que allí hay enormes desafíos que enfrentar. Como se ve, las tareas pendientes en esta materia son múltiples y variadas; y, hasta ahora, no han sido objeto de una deliberación pública lo suficientemente sustantiva. La buena noticia es que podrían comenzar a serlo. Ya era hora.

*El autor aclara que es profesor de una universidad privada “no tradicional” y que sus opiniones son estrictamente personales.

Publicado en El Post el viernes 14 de enero de 2010

jueves, 13 de enero de 2011

Espejismos

SESENTA POR ciento de conocimiento en las próximas encuestas. Ese es el criterio mínimo que exige el Presidente a sus ministros. No parece descabellado en nuestros tiempos: un ministro que no es suficientemente conocido, simplemente no existe. No hay salvación posible fuera de las encuestas.

¿Será el próximo paso encerrar a los ministros en una casa estudio y permitir a los chilenos participar en sus eliminaciones sucesivas? O, por qué no, premiarlos con antorchas de plata cuando alcancen el umbral exigido.

Todo esto podría ser hasta gracioso si no fuera porque la materia es grave. Las encuestas, esos oráculos contemporáneos, y su cortejo de exégetas autorizados están sustituyendo progresivamente la deliberación pública. El horizonte de lo público se estrecha cuando las preguntas -y las respuestas- vienen formuladas de antemano. Nadie puede negar el valor de las encuestas, pero éstas también tienen defectos. Por de pronto, quien las escucha mucho desarrolla una especie de sordera frente a otras consideraciones.

Ahora bien, es obvio que el gobierno debe tomar en cuenta lo que indican los sondeos. El desafío, como siempre en política, es dar con un equilibrio razonable. Sin embargo, exigir a los ministros una meta numérica de ese tipo es, cuando menos, pobre y descaminado. Desde luego, no todos los ministerios tienen el mismo grado de exposición pública ni realizan el mismo tipo de tareas: no es razonable aplicar una sola vara. Por otro lado, el trabajo bien hecho no necesariamente va de la mano con la popularidad inmediata.

Se podrá objetar que no es imposible caminar y mascar chicle a la vez. Que los ministros tienen exigentes metas sectoriales que cumplir y que son verificadas periódicamente. No lo dudo. Pero es innegable que la exigencia encuestológica (no se me ocurre otro nombre) introduce una tensión interna en el propio discurso oficialista, y aquí reside una de las grandes fallas geológicas en el discurso del gobierno. El problema puede resumirse así: hay una distancia entre quien busca ser excelente y quien busca parecerlo. La excelencia, cuando es real y tiene contenido, no se vocifera con tanta ansiedad. El verdadero trabajo, el que deja huella, es, como decía Péguy, lento, modesto, molecular y definitivo; y nadie puede hacerlo muy bien si está pensando, al mismo tiempo, en la próxima Adimark o CEP.

Por cierto, como lo ha mostrado la crisis magallánica, la dicotomía puede, y debe, ser superada. Los problemas que aquejan al país no son ni de popularidad de los ministros ni puramente técnicos. Al ministro Raineri no le faltó sólo tacto político; le faltó, sobre todo, entender que Chile es algo más que una empresa, y que las regiones extremas tienen una importancia estratégica e histórica -sí, ministro Lavín, la historia puede servir de algo- que las hace singulares, nos guste o no. No es que no haya sabido comunicar, es simplemente que no tenía nada que comunicar, nada que decir. Mientras el gobierno no sea capaz de apreciar esa diferencia, seguirá atrapado en un círculo sin salida, creyendo que gobernar se reduce a comunicar y encuestar. Es cierto que la célebre frase de don Pedro Aguirre Cerda merecía mejores complementos, pero, qué diablos, así parece ser esta nueva forma de gobernar.

Publicado en La Tercera el miércoles 13 de enero de 2011