jueves, 13 de enero de 2011

Espejismos

SESENTA POR ciento de conocimiento en las próximas encuestas. Ese es el criterio mínimo que exige el Presidente a sus ministros. No parece descabellado en nuestros tiempos: un ministro que no es suficientemente conocido, simplemente no existe. No hay salvación posible fuera de las encuestas.

¿Será el próximo paso encerrar a los ministros en una casa estudio y permitir a los chilenos participar en sus eliminaciones sucesivas? O, por qué no, premiarlos con antorchas de plata cuando alcancen el umbral exigido.

Todo esto podría ser hasta gracioso si no fuera porque la materia es grave. Las encuestas, esos oráculos contemporáneos, y su cortejo de exégetas autorizados están sustituyendo progresivamente la deliberación pública. El horizonte de lo público se estrecha cuando las preguntas -y las respuestas- vienen formuladas de antemano. Nadie puede negar el valor de las encuestas, pero éstas también tienen defectos. Por de pronto, quien las escucha mucho desarrolla una especie de sordera frente a otras consideraciones.

Ahora bien, es obvio que el gobierno debe tomar en cuenta lo que indican los sondeos. El desafío, como siempre en política, es dar con un equilibrio razonable. Sin embargo, exigir a los ministros una meta numérica de ese tipo es, cuando menos, pobre y descaminado. Desde luego, no todos los ministerios tienen el mismo grado de exposición pública ni realizan el mismo tipo de tareas: no es razonable aplicar una sola vara. Por otro lado, el trabajo bien hecho no necesariamente va de la mano con la popularidad inmediata.

Se podrá objetar que no es imposible caminar y mascar chicle a la vez. Que los ministros tienen exigentes metas sectoriales que cumplir y que son verificadas periódicamente. No lo dudo. Pero es innegable que la exigencia encuestológica (no se me ocurre otro nombre) introduce una tensión interna en el propio discurso oficialista, y aquí reside una de las grandes fallas geológicas en el discurso del gobierno. El problema puede resumirse así: hay una distancia entre quien busca ser excelente y quien busca parecerlo. La excelencia, cuando es real y tiene contenido, no se vocifera con tanta ansiedad. El verdadero trabajo, el que deja huella, es, como decía Péguy, lento, modesto, molecular y definitivo; y nadie puede hacerlo muy bien si está pensando, al mismo tiempo, en la próxima Adimark o CEP.

Por cierto, como lo ha mostrado la crisis magallánica, la dicotomía puede, y debe, ser superada. Los problemas que aquejan al país no son ni de popularidad de los ministros ni puramente técnicos. Al ministro Raineri no le faltó sólo tacto político; le faltó, sobre todo, entender que Chile es algo más que una empresa, y que las regiones extremas tienen una importancia estratégica e histórica -sí, ministro Lavín, la historia puede servir de algo- que las hace singulares, nos guste o no. No es que no haya sabido comunicar, es simplemente que no tenía nada que comunicar, nada que decir. Mientras el gobierno no sea capaz de apreciar esa diferencia, seguirá atrapado en un círculo sin salida, creyendo que gobernar se reduce a comunicar y encuestar. Es cierto que la célebre frase de don Pedro Aguirre Cerda merecía mejores complementos, pero, qué diablos, así parece ser esta nueva forma de gobernar.

Publicado en La Tercera el miércoles 13 de enero de 2011

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