jueves, 30 de diciembre de 2010

Un proyecto cuestionable

"NO SERÁ punible la interrupción de un embarazo cuando se haya verificado por un grupo de tres médicos la inviabilidad fetal". Así reza la segunda parte del proyecto de ley presentado por los senadores Rossi y Matthei. La propuesta parece tener para sí todo el buen sentido. ¿Por qué habríamos de obligar a una madre a terminar un embarazo si sabemos que su hijo es inviable? ¿No corresponde, en esas circunstancias, darle a ella la libertad de decidir y trazar su destino según su propia voluntad? Estas preguntas son, desde luego, atendibles y merecen una discusión seria.

En cualquier caso, quizás no sea inútil intentar precisar de qué estamos hablando antes de entrar al fondo. El tema cruza tantas sensibilidades y despierta tantas pasiones, que el debate tiende a transformarse en diálogo de sordos. Sin embargo, y dado que el asunto reviste la más alta importancia, no haríamos mal en tratar de generar las condiciones de un verdadero diálogo; y éste exige que nos tomemos en serio las razones de quienes no piensan como nosotros. Así, esta no es una discusión entre fanáticos fundamentalistas que intentan imponer sus creencias contra liberales amables y tolerantes. Tampoco es una discusión entre malvados partidarios de la muerte contra defensores de la vida. Ese tipo de consignas se repiten con frecuencia -140 caracteres obligan-, pero no es seguro que contribuyan a la deliberación común. La discusión sobre el aborto consiste en determinar quiénes forman parte de la especie humana: es un debate sobre el significado de lo humano.

Dicho de otro modo, se trata de definir a quiénes consideramos como iguales y quiénes pueden, por tanto, gozar de protección jurídica. Es una manera de retomar el hilo con la vieja discusión de Bartolomé de las Casas. Por eso resulta tan desencaminado centrar el debate en torno a la autonomía personal, porque acudir a esa noción supone resuelto el punto que se discute. El atajo es tan cómodo como falaz.

Un poco por lo mismo, el proyecto en cuestión es menos inocente de lo que parece. Por un lado, no define qué entiende por "inviabilidad", y sabemos cuánto puede esconderse tras un concepto mal definido. Pero, además, la iniciativa contiene una aseveración implícita relativa a la dignidad del no nacido. La razón es simple: a la hora de definir si alguien merece o no respeto, su "viabilidad" es completamente irrelevante. La moción supone entonces que el feto tiene menos dignidad, lo que implica al final que no la tiene, porque la dignidad humana no se troza en pedazos ni se cuenta por mitades. Se admite así un principio que puede justificar una autorización mucho más amplia del aborto. Defender este punto de vista es perfectamente legítimo, pero lo sano sería discutir el tema con menos eufemismos.

Ahora bien, y en lo que atañe a la cuestión de fondo, los partidarios de la legalización del aborto deben darnos razones lo suficientemente poderosas como para excluir a los no nacidos, o a un grupo de ellos, de nuestra comunidad. En otras palabras: si el embrión o feto, organismo vivo, no pertenece a la especie humana, ¿a qué especie pertenecería? ¿Podemos tratarlo como objeto sólo porque se encuentra en un estado temprano de su desarrollo? A estas preguntas, que han sido ignoradas por los impulsores del proyecto, debemos tratar de responder con la mayor exactitud posible, porque aquí los errores no son puramente estadísticos. Es una cuestión de mínima y estricta justicia.

Publicado en La Tercera el miércoles 29 de diciembre de 2010

sábado, 25 de diciembre de 2010

Allende, desde Francia

"Salvador Allende, investigación íntima" es el nombre del libro recientemente publicado por el periodista francés Thomas Huchon, hijo de un destacado político socialista galo. En él, Huchon expone los resultados de una larga indagación sobre la vida y la obra del ex presidente Allende. Lo hace siempre en un tono coloquial, pues la investigación se funda en un gran número de entrevistas a quienes fueron sus cercanos. El libro, a través de anécdotas y reflexiones, va intentando develar así quién fue ese misterioso personaje llamado Salvador Allende.

En general, el hecho de ser extranjero representa una ventaja al momento de escribir un libro de este tipo, pues un buen análisis exige un mínimo de distancia. No obstante, dicho axioma no vale para este caso. No vale porque Huchon, pese a su buena voluntad y su buena fe, escribe el libro desde la admiración unívoca, casi diría que desde la veneración. Eso le permite conectar bien con sus entrevistados, pero le impide luego conocer al verdadero Allende. Dicho de otro modo, el autor es radicalmente incapaz de poner una mirada crítica en el objeto estudiado. Es cierto que menciona las contradicciones internas de Allende, pero éstas no afectan nunca su análisis. Allende condensó en su propia persona muchas de las tensiones de la sociedad chilena, y si su tragedia, nuestra tragedia, no se explica por ahí, entonces no puede explicarse por ninguna parte.

Es imposible entender a Allende sin tomarse en serio las evidentes contradicciones vitales que lo acompañaron durante su mandato. Naturalmente, un esfuerzo de ese tipo no puede sino mostrar a un Allende con claroscuros. Un trabajo de ese tipo tendría que hacerse cargo no sólo de los factores extrínsecos que afectaron el gobierno de la Unidad Popular -que los hubo-, sino también de los errores cometidos por el propio presidente. Huchon logra la extraña proeza de tener todo el material a la vista, frente a sus ojos, y sin embargo hacer como si nada. El libro sugiere constantemente las preguntas que el autor se resiste a formular explícitamente, pues eso lo obligaría a cuestionar su propio punto de partida.

El mismo autor nos da la clave para entender su problema: en Francia el nombre de Allende es el nombre de un mito y el de una leyenda. La vía chilena al socialismo y el suicidio final ocupan un lugar extraordinariamente privilegiado en la memoria colectiva francesa. Esto se explica en parte por la innegable fuerza épica de la tragedia chilena, y en parte también porque los franceses adoran los experimentos revolucionarios, siempre y cuando éstos se produzcan a no menos de cinco mil kilómetros de su territorio. El reciente juicio efectuado en París contra la represión del régimen militar puede ser considerado discutible por muchos motivos. Es dudoso desde el punto de vista jurídico, y tampoco parece muy pertinente considerando que el historial de Francia en materia de derechos humanos está lejos de ser intachable (baste nombrar la guerra de Argelia). Pero, con todo, el juicio (y la condena final) sigue siendo un muy buen síntoma: los franceses se sienten actores más que espectadores de nuestra historia, y eso explica que Huchon no logre tomar la distancia necesaria. Logra así conservar el mito, pero al mismo tiempo se priva el acceso a una comprensión más acabada de la realidad; una realidad menos mitológica, pero no por eso menos trágica.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 24 de diciembre de 2010

lunes, 20 de diciembre de 2010

¿Una doble vida?

La última novela de Arturo Fontaine, cuyo título es La vida doble, nos introduce sin rodeos ni anestesia en esas zonas de nuestra historia que, a veces, no querríamos ni mirar. Son los subterráneos oscuros, los rincones siniestros del Chile de los `80, allí donde nadie tenía demasiados escrúpulos a la hora de elegir los métodos para combatir la amenaza terrorista. Es, a no dudarlo, un momento particularmente sombrío de nuestro pasado reciente, y Fontaine tiene el mérito innegable de traerlo a la luz con una gran historia.

La vida doble es una novela que se deja leer porque está muy bien escrita. La narración en primera persona le da una fuerza singular al relato, porque el autor (y el lector) es constantemente interpelado por la protagonista que habla. Esto genera un diálogo a tres voces, donde sólo la narradora tiene la palabra, pero donde otros dos van respondiendo. El autor nos describe además el mundo de los grupos revolucionarios, y la realidad paralela de los organismos de inteligencia. Son mundos de misterio, de puntos, de misiones, de peligros y de múltiples realidades que se reflejan unas con otras, y donde nadie sabe muy bien dónde está el espejo, si es que acaso lo hay. Son mundos de vértigos y de compromisos vitales de una radicalidad que ya nos cuesta siquiera concebir.

El hilo central puede resumirse del modo siguiente: Irene cree en la Revolución y en la Historia. Como tal, forma parte de una célula subversiva que organiza un asalto. Éste falla, e Irene cae detenida mientras su compañero -Canelo- muere en el combate. En seguida, Irene es víctima de torturas indecibles -que Fontaine narra con sobriedad sin eludir nada- y sin embargo resiste, no delata. Semanas después es dejada en libertad, pero vuelve a ser detenida al poco tiempo. En rigor, su libertad sólo era un ardid para rastrearla mejor y descubrir su punto débil. En ese momento, todo cambia: Irene no sólo habla, no sólo dice todo lo que sabe, sino que además se produce en ella una suerte de conversión, y pasa a formar parte activa de la célula antiterrorista. Se convierte en miembro del servicio, tiene un arma, interroga a los detenidos y entrega datos cruciales.

Una pregunta recorre toda la novela: ¿cómo puede alguien cambiar de piel de modo tan absoluto y repentino?, ¿cómo puede alguien pasar de ser una ferviente devota de la revolución proletaria a colaborar activamente con los servicios de inteligencia de Pinochet? Ése es el fenómeno que se intenta comprender, y ciertamente la novela tiene la virtud de moverse en ese plano: acá no hay condenas facilistas ni juicios expeditivos, sino más bien cierta perplejidad. La misma Irene no deja de vacilar respecto de su propia historia. La vida doble es, en muchos sentidos, la historia de una vida frustrada, de una vida que nunca pudo seguir la máxima de Píndaro: Irene nunca pudo a llegar a ser lo que era, en parte porque nunca lo supo y en parte porque nadie puede impunemente vivir dos vidas en una. Irene no pudo vivir su vida en ninguna dirección porque una vida doble es algo así como una vida que no es ninguna.

Pero volvamos al relato. Irene admira a sus camaradas caídos en combate: ellos no tuvieron que entregarse, ellos no fueron violentados en sus convicciones. La muerte transformó a Canelo en un héroe, mientras que a ella la vida la transformó en una delatora. Irene recuerda a Winston Smith, el personaje central de 1984, quien también busca combatir a un régimen al que considera injusto y opresivo. Su subversión fracasa porque el poder totalitario descrito por Orwell no admite ninguna grieta, ninguna salida. Pero también fracasa por otro motivo, motivo que Evelyn Waugh viera con tanta lucidez: la rebelión de Winston fracasa sobre todo porque, en el fondo, su rebelión es falsa. La Fraternidad a la que se suma es una réplica del poder totalitario. De hecho, para ingresar a ella, Winston debe estar dispuesto a realizar todo tipo de acciones sin limitaciones de ningún tipo. Para oponerse, debe renunciar a su libertad moral. El proceso de Irene es parecido, pues también debe aceptar que la revolución conlleva “hectolitros de sangre joven”: ella lo admite y consiente sin reflexionar ni buscar razones. ¿Qué la motivaba? “Mi destino era vengar. En mis oídos zumbaba el silencio de los muertos”, nos dice. La máxima es: por la causa, todo. Winston e Irene dan así un paso sin vuelta atrás. En la noche que antecede el asalto fallido, Canelo también tiene estas dudas: pero a él lo absolvió la muerte. A Camus lo obsesionaba el mismo problema, y el sólo hecho de enunciar sus dudas en esa estremecedora obra llamada Los justos le valió la enemistad de casi toda la intelligentsia de su época: ¿debe el verdadero revolucionario estar dispuesto a todo?, ¿no hay acaso en esa decisión una especie de perversión moral, una suerte de transgresión que termina yendo en el mismo sentido de lo que se quiere combatir?

En La vida doble estas preguntas son inevitables porque el cambio de piel de Irene es súbito e instantáneo. “Mi confesión, dice, terminó siendo un vómito de odio a mis hermanos, a mi misma, la de antes”. Ya no era Irene, ahora era de los otros, pero el sentimiento permanece idéntico: sólo cambió el objeto de su odio. Pero para que tal cosa pueda ocurrir, debe haber una identidad invisible entre ambas pieles, un túnel secreto que comunique ambas existencias. Ella misma lo admite cuando asume que el día del asalto decidió entregarse. Y lo que constituye su verdadera tragedia es su incapacidad de entender qué fue lo que le pasó. Por eso, hasta el final, se niega a sí misma, niega las dos modalidades que asumió su propio ser. Y su tragedia es también la de Chile, la tragedia de todos nosotros, porque todos somos, de algún modo, Irene. Aunque no la queramos mirar.

Publicado en El Post el viernes 17 de diciembre de 2010

Una cuestión de identidad

La desorientación severa que afecta a la Concertación es, si se sigue alargando, una muy mala noticia para nuestra democracia. Todo régimen representativo necesita de una oposición fuerte y bien definida, capaz de ejercer un contrapeso real al oficialismo. Sin embargo, la coalición opositora está muy lejos de eso: incapaz de dar con el tono adecuado, a veces pareciera simplemente que no tiene nada relevante que decirnos. El airado reclamo de Carolina Tohá contra un instructivo de Sernatur, aunque menor, es bien decidor: si la gran promesa opositora es capaz de gastar su tiempo en ese tipo de minucias, yo supongo que en Palacio deben esbozar más de una sonrisa. Y, mejor aun, no faltará el asesor que proponga elaborar uno de esos instructivos cada 15 o 20 días. A este ritmo, ¿qué vendrá después? ¿El color de los ferrocarriles, la corbata de los gobernadores?

En ese sentido, no sólo el gobierno carece de ejes estructurantes: eso también vale -y acaso de modo más dramático- para la Concertación. Algunos han propuesto cambiarle el nombre, como si se tratara de un problema semántico (ojalá todo en la vida fuera tan fácil). Otros se sienten cómodos con el rol más activo que han asumido Lagos y Bachelet, pues son los únicos capaces de poner algo de orden. No obstante, hay buenas razones para pensar que su presencia agrava, más que mejora, los males. No sólo porque impiden que las generaciones de recambio asuman de una vez sus responsabilidades -bien o mal-, sino sobre todo porque sus liderazgos respectivos terminan por esconder debajo de la alfombra los verdaderos problemas, que no son tanto de personas como de ideas. Hoy el principal desafío es dar con una definición y un proyecto comunes en el que todos se sientan representados, y ni Lagos ni Bachelet están en condiciones de dar ese tipo de respuestas.

Desde luego, el indispensable proceso de definiciones tiene riesgos, pero el seguirlos postergando tiene aún más. Las tensiones internas, bien manejadas, pueden resultar hasta fructíferas. A ratos, la Concertación parece olvidar que ser oposición da ciertos grados de libertad y que no es pecado usarlos. Por lo mismo, no es malo que existan dos, o más, proyectos alternativos que compitan entre sí. Guido Girardi no puede obligar a nadie a compartir sus ideas y su estilo, pero tampoco nadie puede impedirle que ponga ciertos temas sobre la mesa. Ignacio Walker no puede forzar una unidad ficticia, pero tiene derecho a enunciar el tipo de alianzas en que la DC está dispuesta a participar sin traicionar su propia naturaleza.

Como sea, lo central es que los jerarcas no impidan que estas cuestiones sean debatidas, porque a la Concertación le llora una discusión franca de ideas. Una formulación de la propia identidad exige que todos los puntos de vista sean cuidadosamente explicitados. A partir de esta explicitación será posible elaborar un proyecto político y discutir la política de alianzas, y sólo después podrá venir la pregunta por los liderazgos. Pero seguir funcionando con la lógica de los consensos artificiales equivale a mantener vivo tal cual a un organismo que presenta pocos signos vitales. La democracia necesita una mejor oposición y, por cierto, Tohá se merece mejores razones para oponerse al gobierno.

Publicado en La Tercera el miércoles 15 de diciembre de 2010

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Adolescente sin causa

Hace algunas semanas, en una entrevista que le hiciera Jorge Navarrete, Patricio Fernández Chadwick —director de The Clinic— revindicaba lo que él llamaba la adolescencia del periódico que dirige. Sugería que The Clinic no sería quien es si no fuera por su irremediable adolescencia, si no estuviera siempre diciendo eso que —supuestamente— está prohibido decir. En suma, podríamos resumir, su identidad consiste en hacer todo lo posible, semana a semana, por espantar a la abuelita.

En ese constante afán de transgresión, una de sus últimas portadas caricaturizó a Benedicto XVI de una manera que muchos consideraron poco respetuosa. Supongo que la libertad de prensa existe justamente para permitir este tipo de expresiones, pero también para que quienes se sienten ofendidos por ellas puedan organizarse. Pues bien, un grupo inició una campaña con el fin de intentar convencer a los avisadores de retirar su auspicio al periódico, y logró su objetivo con uno de ellos. Hasta aquí, todo parecía desarrollarse dentro de los cánones normales de nuestra buena y tautológica sociedad liberal: todos tienen derecho a ejercer sus derechos.

Uno hubiera esperado que la reacción del semanario fuera la del buen jugador que conoce las reglas del juego. Pero las cosas fueron un poco distintas: The Clinic reaccionó denunciando una “terrorífica” protesta propiciada por “fanáticos” que buscarían coartar la libertad de expresión. Quizás no se pueda esperar una reacción diferente de quien celebra su propia adolescencia. Con todo, queda un dejo a doble vara, a hipocresía —esos pecados que con tanta fuerza se condenan en las páginas de The Clinic— porque la defensa de la libertad sólo tiene valor cuando se defiende también para quienes no piensan como uno. En el resto de los casos, es demasiado fácil. Además, si uno de los objetivos explícitos del semanario es espantar a la abuelita, no se entiende bien que sean ellos mismos los que luego se espanten de haber hecho tan bien su trabajo. The Clinic empieza a parecerse a ese colegial que no deja vivir en paz al resto pero que luego se victimiza como ninguno cuando le llega su turno. Yo diría que si a usted le gusta tanto el hueveo, no puede ser tan llorón.

Porque, seamos serios, y aún corriendo el riesgo de ser yo mismo el objeto de las próximas sátiras, a The Clinic le encanta la chacota siempre y cuando ésta vaya en un solo sentido. No pretendo negar los aspectos positivos de The Clinic, pues es obvio que a los muchachos les sobra el talento y que han hecho aportes muy significativos. Sin embargo, todo ello queda oculto por —¿cómo decirlo?— cierta vulgaridad. Y aunque ya veo a buena parte del público indignarse conmigo (he cometido el peor de los pecados: he proferido un juicio estético), lamento comunicar que no encuentro un término más adecuado.

Al vulgarizarlo y trivializarlo todo, The Clinic le ha hecho un flaco favor a nuestra discusión pública. The Clinic tiende a degradar el lenguaje, a rebajar el nivel de la discusión y, en el fondo, a erosionar las bases del diálogo democrático, y un fenómeno así no puede sernos indiferente. El diálogo es imposible cuando se rompen las condiciones que lo permiten, condiciones que The Clinic se esmera en hacer añicos y que el formalismo jurídico difícilmente puede producir por sí mismo. El semanario termina así amedrentando a todos aquellos que no se ajustan a la nueva moral, ya que sobre las voces disonantes pesa la constante amenaza de la funa. ¿Qué hombre público podría querer verse en una de sus ingeniosas e humorísticas portadas? Los paladines del pluralismo terminan siendo los mejores gendarmes de lo políticamente correcto, pues convierten todo legítimo disenso en una cuestión de culpables e inocentes. Su facilismo le impide ver los matices, y caen así en aquello que tanto critican: un mundo de buenos y malos.

Eso explica que en The Clinic abunden más los (des)calificativos que las reflexiones, porque la cuestión es que los argumentos sean reemplazados por los adjetivos, esa práctica que Camus consideraba mortal para cualquier debate público. En general, puede decirse que la cantidad de adjetivos proferidos es inversamente proporcional a la cantidad de ideas, y de eso saben en The Clinic. Un poco por lo mismo, hay que ser tan adolescente como ellos para seguir creyendo por un solo instante que todavía son irreverentes, que todavía desafían al poder. No hay nada más ortodoxo que The Clinic porque no hay nadie menos capaz de la menor mirada crítica frente a la doxa que ellos mismos han fundado.

En cualquier caso, lo peor está por venir. Porque ahora que un grupo de presión logró el retiro de un auspiciador, ya sabemos la cantinela que nos espera, con editoriales, reportajes y entrevistas a figurillas del star system criollo: Chile está ad portas de caer en el peor de los integrismos y Muévete Chile —poderosísima organización que domina al país en las sombras— representa la más seria amenaza que la República haya conocido desde las aventuras de Ramón Freire. Se nos dirá, una vez más, que el poder económico conservador se ha coludido para manipular al país y reducir nuestros escasos márgenes de libertad. Pero toda esa monserga según la cual el poder económico es ultraconservador y blablablá es falsa.

No hay tal, pues no existe fuerza más subversiva respecto de las tradiciones —de todas las tradiciones— que el mercado. Para saberlo, una lectura de Marx con un mínimo de atención es suficiente. Si por ventura le fastidian los autores decimonónicos, también puede leer a Christopher Lasch, o al mismo Milton Friedman. Y si su problema es con la lectura, en verdad basta con sintonizar Megavisión o echar un vistazo a LUN. La paradoja —que tanto irritaba a Orwell— consiste en lo siguiente: cuando cierto progresismo de izquierda levanta la bandera de la más absoluta libertad moral no sólo olvida la cuestión de la igualdad, sino que legitima de paso la más absoluta libertad económica. Cuando no hay reglas morales que valgan, cuando toda norma mínima de comunidad es sistemáticamente desacreditada como conservadora o arcaica, el único árbitro que queda en pie es el mercado. Por eso The Clinic comete la más grosera de las incoherencias cuando se queja de la concentración económica al mismo tiempo que quiere transgredir y derribar todas las normas (y cabe decir que buena parte de la derecha padece de un mal simétrico).

Confieso en todo caso que no me gusta la presión sobre los avisadores como medio de reclamo y, por lo mismo, no me asociaría a una protesta de ese tipo. No me gusta justamente porque no creo que todos los problemas sociales sean problemas de mercado y por tanto no creo que deban resolverse por la vía del mercado. Ese camino equivale a reconocer el fracaso de la política. Pero también hay que admitir que el mismo The Clinic ha contribuido a que lleguemos a este punto destrozando alegremente todos los principios de eso que Orwell llamaba la decencia ordinaria o la decencia común. Cuando no se reconoce la existencia de límites, el único árbitro disponible es el mercado. Pero vaya que es difícil explicarle todo esto a un adolescente.

Publicado en El Mostrador el martes 7 de diciembre de 2010.

sábado, 4 de diciembre de 2010

El futuro del Euro

La crisis del euro no tiene nada de novedad. Hace varios meses Europa y el FMI tuvieron que correr a salvar la economía griega que estaba al borde del colapso y, en ese entonces, se dijo que se trataba de un caso puntual no replicable en otros países. Y era cierto, al menos en parte: los griegos no sólo tenían cuentas públicas desastrosas, sino que también habían mentido respecto del estado de sus finanzas.

Sin embargo, al poco tiempo también cayó Irlanda, y su situación era muy distinta. Víctimas de una gigantesca burbuja inmobiliaria y financiera, sus bancos (que habían sido auditados por la Comisión Europea sin que ninguna anomalía fuera detectada), simplemente no resistieron la crisis. El gobierno debió pagar la cuenta, empinando el déficit público sobre el 34% del PIB (quizás no esté de más recordar que el pacto de estabilidad europeo impide, en teoría, déficits superiores al 3%). La situación se hizo insostenible, y los irlandeses tuvieron que vencer sus propios miedos (son muy celosos de su soberanía). Así, la Unión Europea y el FMI elaboraron un plan de ayuda por un monto aproximado de 85 mil millones de euros, y exigieron de Irlanda un estricto programa de reducción del gasto público. La deuda irlandesa estaba poniendo en riesgo a toda la zona euro.

El problema obvio, va ahora por el siguiente lado: ¿qué países siguen en la lista?, ¿a cuántos países puede ayudar Europa sin caer en una crisis de proporciones, considerando que la capacidad de endeudamiento no es infinita? Por de pronto, los candidatos más inmediatos son Portugal y España, aunque sus dirigentes lo niegan día a día con declaraciones altisonantes. Y luego, vienen Italia y Francia. El caso hispano es particularmente crítico, porque el tamaño de su economía impide un salvataje análogo al de Grecia e Irlanda. Por lo mismo, hoy todos cruzan los dedos para que el virus no siga expandiéndose, pues nadie sabe muy bien qué podría ocurrir.

Pero en rigor lo que la crisis irlandesa vuelve a mostrar es que el problema de fondo aún no ha sido enfrentado: la zona euro integra a países con economías muy disímiles, que tienen distintos necesidades e intereses monetarios. Por ejemplo, mientras a los alemanes les agrada un euro fuerte, las economías del sur tienen muchas razones para querer devaluar la moneda: les permitiría recuperar un poco de competitividad y un poco de inflación no les vendría nada de mal. Por otro lado, los germanos han seguido durante muchos años una esforzada política de rigor financiero, mientras casi todos sus vecinos tienen una marcada tendencia al laxismo. En Francia, por ejemplo, no parece haber mucha conciencia del estado catastrófico de las finanzas públicas y los esfuerzos por reducir el gasto son más bien discretos.

Esta dificultad, a su vez, nos remite a una cuestión anterior, que es la de saber si tiene algún sentido tener una moneda común sin una política económica conjunta. El problema, a fin de cuentas, es político más que económico, lo que confirma aquella vieja teoría aristotélica de la primacía de lo político por sobre otros factores. En las actuales condiciones, el euro puede funcionar relativamente bien si el escenario no es demasiado malo, pero en época de crisis la cuestión cambia de color: los desacuerdos se hacen más visibles, los reproches mutuos se repiten con más intensidad y se hacen patentes los intereses divergentes de unos y otros. Y como no hay agua en la piscina para fundar una autoridad económica común —eso sería una especie de paso definitivo hacia un sistema federal—, los europeos se las ingenian buscando mecanismos que puedan reemplazar eso a lo que se niegan: sanciones económicas contra quienes excedan los déficits permitidos (medida completamente inaplicable), acuerdos de estabilidad y solidaridad monetaria futuras, compromisos de permanecer juntos, y otras hierbas por el estilo. Esto demuestra que los europeos, o al menos sus dirigentes, tienen la voluntad de conservar el euro, pero también demuestra que no están dispuestos a poner los medios necesarios para ello: nadie quiere a seguir cediendo soberanía a los tecnócratas que pueblan Bruselas. En algún sentido, puede decirse que los europeos quedaron a medio camino: el Euro sólo tenía sentido como una etapa en la vía hacia un régimen propiamente federal, que hoy pocos se atreven a defender en público. No se atreven a deshacer el camino andado, y con razón: ¿qué puede hacer una moneda nacional europea hoy en la guerra monetaria que enfrenta a China con Estados Unidos? Pero tampoco se atreven a seguir avanzando.

Por mi parte, creo que el euro, al menos en su concepción actual, está condenado a muerte mientras no se resuelva este dilema. No sé cuánto tiempo tardará en morir, pero son demasiadas las tensiones que se condensan sobre él, y que se irán acumulando con el paso de los años, pues las economías europeas tienen ritmos y fisonomías demasiado distintos. Por de pronto, si la crisis no se detiene en Irlanda y sigue contagiando a economías más importantes, la presión será difícilmente soportable, y esto tanto para los que pagan la cuenta como para los que reciben la ayuda. Pero incluso si la crisis coyuntural se detiene aquí, estos problemas van a seguir surgiendo, de modo más o menos solapado, por más que los europeos se sigan cubriendo los ojos: no se puede tapar el sol con un dedo.

Publicado en El Post el viernes 3 de diciembre de 2010

Wikileaks: ¿transparencia totlal?

Wikileaks, junto a los periódicos más destacados del mundo, ha decidido hacer públicos miles de informes diplomáticos de carácter reservado. Esto ha producido cierta exaltación entre los místicos de internet. Algunos hablan de la principal catástrofe diplomática de la historia de la humanidad, como si algo así -de ocurrir- tuviera algo de positivo. Otros sostienen que esto producirá una revolución en las relaciones internacionales, algo así como el advenimiento de una nueva era en la que todo será transparente y toda oscuridad habrá desaparecido.

Me confieso escéptico frente a esta curiosa fe colectiva en las virtudes de la web y Wikileaks, pues creo que esta manera de hacer las cosas esconde riesgos, y no es seguro que hayan sido tomados en cuenta. No pretendo negar los efectos positivos de la difusión de los actos públicos: la calidad de la política mejora cuando cada cual debe rendir cuenta de sus actos frente a los ciudadanos. Pero llevar ese principio a su extremo puede resultar peor que la enfermedad. Desde luego, un mundo completamente transparente está mucho más cerca de las pesadillas de Orwell que de un paraíso terrestre. Lo humano se articula naturalmente entre lo público y lo privado, y aunque la distancia entre los dos ámbitos permite la hipocresía, también permite la intimidad, y es imposible abolir lo primero sin abolir de paso también lo segundo. Alguien podría objetarme que, hasta ahora, las filtraciones corresponden sólo a actos públicos, y es cierto. Pero deberíamos cuidarnos más de celebrar un fenómeno cuyo término no conocemos: ¿Tiene límites esta obsesión por saberlo todo? ¿Hasta dónde llegará esta pasión por la transparencia? ¿Tendremos la capacidad para distinguir los ámbitos?

En todo caso, los documentos filtrados hasta ahora no han revelado nada demasiado extraordinario. Dicho de otro modo, no necesitábamos a Wikileaks para saber que las relaciones internacionales funcionan con altas dosis de hipocresía, de dobleces y a veces también simplemente de miserias humanas. Bastaba con leer a los griegos para saberlo.

Ahora bien, este episodio no puede hacernos olvidar que la diplomacia, con sus bajezas y grandezas, no existe para permitir a malvados gobernantes manipular a las masas, aunque algunos lo hagan. La diplomacia es consustancial a la realidad política, y seguirá existiendo mientras no haya un Estado universal. Ella permite, entre otras cosas, resolver conflictos por canales pacíficos y eso, nos guste o no, exige algún grado de secreto y de reserva: los Estados también tienen su intimidad. Las negociaciones internacionales ponen en juego vidas humanas e intereses permanentes y no pueden hacerse vía twitter. Las redes sociales no pueden reemplazar el trabajo de los diplomáticos y, en ese sentido, la decisión de hacer públicos ese tipo de documentos es altamente problemática.

Suponer que Wikileaks va a modificar en profundidad la naturaleza de las relaciones internacionales es caer en el más cándido de los angelismos. Y el angelismo es menos inocente de lo que parece: quien quiere hacer el ángel, decía Pascal, termina haciendo la bestia.

Publicado en La Tercera el viernes 1º de diciembre de 2010.