sábado, 4 de diciembre de 2010

El futuro del Euro

La crisis del euro no tiene nada de novedad. Hace varios meses Europa y el FMI tuvieron que correr a salvar la economía griega que estaba al borde del colapso y, en ese entonces, se dijo que se trataba de un caso puntual no replicable en otros países. Y era cierto, al menos en parte: los griegos no sólo tenían cuentas públicas desastrosas, sino que también habían mentido respecto del estado de sus finanzas.

Sin embargo, al poco tiempo también cayó Irlanda, y su situación era muy distinta. Víctimas de una gigantesca burbuja inmobiliaria y financiera, sus bancos (que habían sido auditados por la Comisión Europea sin que ninguna anomalía fuera detectada), simplemente no resistieron la crisis. El gobierno debió pagar la cuenta, empinando el déficit público sobre el 34% del PIB (quizás no esté de más recordar que el pacto de estabilidad europeo impide, en teoría, déficits superiores al 3%). La situación se hizo insostenible, y los irlandeses tuvieron que vencer sus propios miedos (son muy celosos de su soberanía). Así, la Unión Europea y el FMI elaboraron un plan de ayuda por un monto aproximado de 85 mil millones de euros, y exigieron de Irlanda un estricto programa de reducción del gasto público. La deuda irlandesa estaba poniendo en riesgo a toda la zona euro.

El problema obvio, va ahora por el siguiente lado: ¿qué países siguen en la lista?, ¿a cuántos países puede ayudar Europa sin caer en una crisis de proporciones, considerando que la capacidad de endeudamiento no es infinita? Por de pronto, los candidatos más inmediatos son Portugal y España, aunque sus dirigentes lo niegan día a día con declaraciones altisonantes. Y luego, vienen Italia y Francia. El caso hispano es particularmente crítico, porque el tamaño de su economía impide un salvataje análogo al de Grecia e Irlanda. Por lo mismo, hoy todos cruzan los dedos para que el virus no siga expandiéndose, pues nadie sabe muy bien qué podría ocurrir.

Pero en rigor lo que la crisis irlandesa vuelve a mostrar es que el problema de fondo aún no ha sido enfrentado: la zona euro integra a países con economías muy disímiles, que tienen distintos necesidades e intereses monetarios. Por ejemplo, mientras a los alemanes les agrada un euro fuerte, las economías del sur tienen muchas razones para querer devaluar la moneda: les permitiría recuperar un poco de competitividad y un poco de inflación no les vendría nada de mal. Por otro lado, los germanos han seguido durante muchos años una esforzada política de rigor financiero, mientras casi todos sus vecinos tienen una marcada tendencia al laxismo. En Francia, por ejemplo, no parece haber mucha conciencia del estado catastrófico de las finanzas públicas y los esfuerzos por reducir el gasto son más bien discretos.

Esta dificultad, a su vez, nos remite a una cuestión anterior, que es la de saber si tiene algún sentido tener una moneda común sin una política económica conjunta. El problema, a fin de cuentas, es político más que económico, lo que confirma aquella vieja teoría aristotélica de la primacía de lo político por sobre otros factores. En las actuales condiciones, el euro puede funcionar relativamente bien si el escenario no es demasiado malo, pero en época de crisis la cuestión cambia de color: los desacuerdos se hacen más visibles, los reproches mutuos se repiten con más intensidad y se hacen patentes los intereses divergentes de unos y otros. Y como no hay agua en la piscina para fundar una autoridad económica común —eso sería una especie de paso definitivo hacia un sistema federal—, los europeos se las ingenian buscando mecanismos que puedan reemplazar eso a lo que se niegan: sanciones económicas contra quienes excedan los déficits permitidos (medida completamente inaplicable), acuerdos de estabilidad y solidaridad monetaria futuras, compromisos de permanecer juntos, y otras hierbas por el estilo. Esto demuestra que los europeos, o al menos sus dirigentes, tienen la voluntad de conservar el euro, pero también demuestra que no están dispuestos a poner los medios necesarios para ello: nadie quiere a seguir cediendo soberanía a los tecnócratas que pueblan Bruselas. En algún sentido, puede decirse que los europeos quedaron a medio camino: el Euro sólo tenía sentido como una etapa en la vía hacia un régimen propiamente federal, que hoy pocos se atreven a defender en público. No se atreven a deshacer el camino andado, y con razón: ¿qué puede hacer una moneda nacional europea hoy en la guerra monetaria que enfrenta a China con Estados Unidos? Pero tampoco se atreven a seguir avanzando.

Por mi parte, creo que el euro, al menos en su concepción actual, está condenado a muerte mientras no se resuelva este dilema. No sé cuánto tiempo tardará en morir, pero son demasiadas las tensiones que se condensan sobre él, y que se irán acumulando con el paso de los años, pues las economías europeas tienen ritmos y fisonomías demasiado distintos. Por de pronto, si la crisis no se detiene en Irlanda y sigue contagiando a economías más importantes, la presión será difícilmente soportable, y esto tanto para los que pagan la cuenta como para los que reciben la ayuda. Pero incluso si la crisis coyuntural se detiene aquí, estos problemas van a seguir surgiendo, de modo más o menos solapado, por más que los europeos se sigan cubriendo los ojos: no se puede tapar el sol con un dedo.

Publicado en El Post el viernes 3 de diciembre de 2010

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