domingo, 29 de mayo de 2011

Dos mundos

El grado de influencia de un hombre bien podría medirse por la cantidad de réplicas que produce su caída inesperada. Si esto es cierto, Dominique Strauss-Kahn era sin duda un hombre muy poderoso, pues su caso ha abierto un sinnúmero de preguntas en los más diversos sentidos.

Hay una primera dimensión judicial, y en la batalla que recién comienza el mundo podrá ver las miserias y las grandezas de la justicia de los Estados Unidos. En su faceta política, todo indica que el partido socialista francés se apresta a entrar en una lucha fratricida por definir a su candidato presidencial, lucha que no podrá sino fragilizar a la izquierda. En el FMI, Francia parece cerca de lograr la proeza de instalar a su ministra de finanzas como reemplazante de DSK, por más que les pese a los países emergentes. Pero el caso ha provocado también una discusión periodística o, si se quiere, de ética periodística: ¿cuáles son los límites entre la vida pública y la vida privada? ¿Cuán lejos pueden llegar los medios en la investigación y en la publicación de detalles de la vida de hombres públicos?

La discusión comenzó muy rápido, apenas pasadas algunas horas de los hechos. La ocasión era demasiado linda como para dejarla pasar, y así lo entendió la prensa norteamericana, que se lanzó en picada contra su homóloga francesa. Editoriales, reportajes y titulares sirvieron para criticar las costumbres galas. ¿Motivos? La prensa francesa sería muy complaciente con su clase política y con su elite, sobre todo cuando se trata de cuestiones sexuales. De este modo, sería cómplice de las aventuras de los poderosos y, lo que es más grave, terminaría privando a los ciudadanos de datos relevantes para tomar decisiones bien informadas. Los ejemplos sobran: la doble vida de François Mitterrand y las aventuras de Jacques Chirac son los capítulos más conocidos.

Los periodistas franceses, como era de esperar, se defendieron: la vida privada no nos incumbe y el puritanismo no es lo nuestro, dijeron (Le canard enchaîné, que no es precisamente servicial con el poder, lo editorializó: el periodismo termina en la puerta del dormitorio). Agregaron además que el ataque resulta algo paradójico: mal que mal, DSK llevaba años viviendo en Washington, así que, si responsabilidades hay, son compartidas.

¿Quién tiene la razón en este choque de culturas y de hábitos? ¿Qué versión es más razonable? ¿El modelo sajón que lo muestra todo en la plaza pública, o el modelo francés, que guarda un amplio espacio para la intimidad? El problema es difícil, pues se trata nada menos que de trazar la línea entre el legítimo respeto a la privacidad respecto de las informaciones de interés público. Desde luego, no tengo una respuesta definitiva a la pregunta, sólo algunas observaciones.

Por un lado, es cierto que el modelo francés es restrictivo. Pero sería injusto culpar de ello sólo a los periodistas: al final, el periodismo de cada país no hace sino reflejar un cierto tipo de cultura, y a los franceses los escándalos privados les importan bien poco. Sarkozy, sin ir más lejos, fue elegido presidente en medio de un conflicto conyugal ventilado por la prensa. Hoy es sabido que el mismo Sarkozy será padre en unos meses más, pero los medios “serios” no se han hecho eco del rumor, pues consideran -con razón a mi juicio- que eso no forma parte de la discusión pública, no al menos mientras los padres no lo informen. Dicho de otro modo, los franceses son reticentes frente a la privatización del espacio público, esto es, la utilización del espacio de la deliberación común para ventilar problemas privados. Además, la ley garantiza el derecho a la vida privada, y la jurisprudencia al respecto es severa: la discusión no es sólo teórica, las multas son fuertes. Esto redunda, por ejemplo, en la sana costumbre de tachar los rostros de los hijos de famosos en las fotos.

Ahora bien, esto no significa -sería imposible en los tiempos que corren- una política del silencio total. Lo que hay es más bien una cierta discreción en el tratamiento de información delicada. Respecto de DSK, dificulto que haya habido un francés medianamente informado que no supiera que al hombre le gustaban mucho (mucho) las mujeres. Hubo varios testimonios, el tema era objeto continuo de ironías, y hace algunos años un humorista le dedicó palabras tan sarcásticas como crueles cuando fue objeto de una acusación de acoso sexual en el FMI (si le interesa, puede verlo acá; el humorista fue despedido meses más tarde). Pero la prensa, digamos, se quedó en insinuaciones más o menos veladas, sin investigar más a fondo. ¿Debería haber hecho más? Es muy posible, aunque ahora es fácil decirlo.

El equilibrio en estas materias es complejo, y también cuestión de prudencia. Para ilustrar con dos ejemplos: el caso Spiniak y su cortejo de acusaciones infundadas no podría haber ocurrido en Francia; pero probablemente tampoco se habría destapado el caso Lavandero. En cualquier caso, la debilidad del modelo francés, creo, va por acá: la vida humana no tiene compartimentos estancos, y lo privado tiene, guste o no, repercusiones públicas. La separación entre ambas dimensiones es útil e indispensable, pero pertenece más al orden abstracto que al real. Una adecuada comprensión de este principio podría ser útil para intentar resolver un problema tan difícil como crucial en nuestras sociedades hipermediatizadas.

Publicado en El Post el viernes 27 de mayo de 2011

lunes, 23 de mayo de 2011

La caída

La escena que, presuntamente, tuvo lugar el sábado 14 de mayo en una de las suites presidenciales del hotel Sofitel en Nueva York es mucho más literaria que política. Esto porque el momento tiene algo de profundamente kunderiano, en cuanto permite, no sin vértigo, asir de cerca la fragilidad y la ambigüedad inherentes a la condición humana. Dominique Strauss-Kahn era, hasta hace pocos días, uno de los hombres más poderosos del mundo: director general del Fondo Monetario Internacional, casado con una millonaria estrella de la televisión francesa y candidato favorito para la próxima elección presidencial, su gran problema parecía ser el de elegir el mejor momento para abandonar el FMI y lanzarse en la lucha por el Elíseo. ¿Cómo puede un destino de ese tipo romperse así, en un instante?

Cuesta compatibilizar, aunque sea mentalmente, al tipo suficiente y seguro de sí mismo con el acusado de manos esposadas al que le fue denegada la libertad provisional incluso cuando su defensa sugirió la instalación de un brazalete electrónico. DSK, como le llaman los franceses, siempre fue un hombre brillante sin ningún temor a parecer pedante.

Así, hasta hace pocos días, Strauss-Kahn podía decir, en respuesta a la crítica por su lejanía de Francia, que había pasado menos tiempo en Washington que De Gaulle en Londres: la comparación es salvaje, pero refleja bien el concepto que el hombre tenía de sí mismo.

Socialista sin culpas y gozador de la vida, DSK nunca escondió su alto aprecio por las mujeres ni su condición de seductor, y eso no le trajo problemas serios mientras estuvo en Francia. Cuando partió al FMI, muchos, y entre ellos Nicolás Sarkozy, le advirtieron que en Estados Unidos los códigos de comportamiento sexual no serían los mismos. Pero DSK no hizo mucho caso del consejo: ya el 2008 era objeto de un sumario interno por una relación con una economista del organismo internacional. Aquella vez fue absuelto (aunque amonestado), su mujer lo perdonó, y zafó del peligro. Ahora, desde luego, la cuestión es bien distinta porque un intento de violación tiene poco que ver con una relación consentida, e incluso con el acoso sexual. No obstante, hay testimonios que complican la posición de DSK. Una diputada socialista dijo haber sido objeto de un intento de conquista "muy cargado" por parte de Strauss-Kahn y afirmó que, de allí en adelante, se las arregló para nunca más encontrarse a solas con él. Una periodista afirma haber sido víctima de un intento de violación, durante una entrevista realizada, a pedido de él, en un departamento vacío.

Con todo, DSK había salido ileso de las polémicas. Hasta que la policía lo fue a buscar a bordo de su vuelo Air France, pocos minutos antes del despegue. De allí en adelante, todo es perplejidad. Al menos de parte de los franceses, y supongo que también de él mismo. Por de pronto, el tratamiento infligido al acusado es vivido acá como una humillación: los franceses están viendo la pesadilla de quien era, hasta hace muy poco, uno de los orgullos nacionales. Pocas veces puede apreciarse tan nítidamente la diferencia cultural de dos grandes naciones: mientras en Estados Unidos la moral puritana condena cualquier comportamiento inapropiado, en Francia la conducta privada es objeto de un respeto casi religioso. Por eso cunden acá las teorías del complot o la convicción de que Strauss-Kahn está pagando el caso Polanski. Además, ni DSK ni sus cercanos ni sus abogados ni nadie ha entregado una simple versión de los hechos. Si un francés quisiera creerle hoy día al director del FMI, no tiene qué creer. Algo llamativo, considerando que él vivía rodeado de asesores comunicacionales.

En cualquier caso, esta historia está recién comenzando, y las preguntas que se abren son múltiples. Los europeos van a intentar retener la cabeza del FMI en un momento difícil para el euro. Los socialistas galos tendrán que buscar un candidato fuerte sin desangrarse en luchas intestinas. Los franceses tendrán que preguntarse si acaso su distinción entre lo público y lo privado, sana en principio pero aplicada con una rigurosidad delirante, no trae más problemas de los que intenta resolver. Y Strauss-Kahn deberá enfrentar un proceso largo y complejo que puede terminar con una condena de varias décadas de cárcel. Maquiavelo decía que los franceses son tan humildes en la derrota como insolentes en la victoria, y la frase se me viene a la mente cuando observo su rostro, un rostro hasta ayer sin fisuras, pero que ahora parece el de alguien devastado, humillado y acabado. El rostro de alguien cuya vida cambió, para siempre, en un instante.

Publicado en Qué Pasa el viernes 20 de mayo de 2011

Diálogo de sordos

LA POLÉMICA por la construcción de represas en la Patagonia tiene todos los elementos para convertirse en una discusión estéril, como viene siendo un poco costumbre. Así, resulta más común ver a los contradictores reprochándose mutuamente sus salarios o sus fuentes de financiamiento que poniendo sobre la mesa argumentos con buena fe.

Yo mismo soy más bien contrario al proyecto, pero confieso que me cuesta reconocerme en los argumentos y en el tono de quienes se oponen. El verdadero diálogo supone una mínima disposición a escuchar y un esfuerzo por comprender al interlocutor, y estamos lejos de cumplir esas condiciones.

Es casi una majadería repetirlo, pero este episodio vuelve a revelar las enormes falencias que padece no sólo nuestro aparato público, sino también nuestro modelo de desarrollo. Por un lado, nuestra institucionalidad ambiental no es tal, lo que deja al gobierno en una cornisa difícil, pues esperamos de él actitudes contrarias. Por un lado, exigimos neutralidad, dado que los proyectos son votados por funcionarios de confianza, sin darnos cuenta que el funcionario obedece órdenes, sean éstas públicas o privadas. También queremos neutralidad, para conservar esa tierna ilusión según la cual en estas cuestiones priman los criterios técnicos. Y, al mismo tiempo, esperamos que el Poder Ejecutivo tenga una visión nítida respecto de nuestra matriz energética. Y aunque es cierto que la habilidad política no es precisamente el fuerte del ministro del Interior, es innegable que el gobierno iba a recibir críticas a todo evento; por hipocresía y pasividad si guardaba silencio, por intervencionismo si daba a conocer su opinión.

Pero la verdadera dificultad, creo, se debe a que nuestro modelo confía demasiado en los privados. El rol del Estado es lateral, incluso en cuestiones tan estratégicas y decisivas como la definición de nuestra matriz energética. Nuestro sistema supone que el mercado lo resuelve todo, pero este es incapaz de integrar en su lógica consideraciones ajenas a la lógica económica. El rol de las empresas no es preservar el medioambiente, ni planificar nuestro desarrollo de energía: ellas simplemente buscan maximizar su rentabilidad en un determinado contexto. Esa mirada es obviamente insuficiente cuando se trata de zanjar cuestiones que tocan múltiples resortes y dimensiones del alma nacional, pues es imposible ponerle precio a la Patagonia. Lo cierto es que aquí el interés público ha brillado por su ausencia, y sería injusto cargarle a este gobierno la responsabilidad exclusiva de aquello.

La complejidad del problema excluye cualquier salida rápida. Tomarse en serio la cuestión de nuestra matriz energética, y por ende de nuestro consumo, de nuestros hábitos y de nuestro desarrollo, supone ciertos grados de consenso imposibles de obtener en el actual clima político, por no decir nada del social. Mientras la Concertación parece tener la obstrucción como único norte, el gobierno no ha podido ni ha querido generar las condiciones de un diálogo fructífero, indispensable para los desafíos que enfrenta. Quizás el discurso del 21 de mayo debería ir en ese sentido, más que en seguir prometiendo y generando expectativas difíciles de satisfacer.

Publicado en La Tercera el miércoles 18 de mayo de 2011

martes, 17 de mayo de 2011

Atención a su derecha

Uno de los grandes méritos de la campaña presidencial que llevó a Nicolas Sarkozy a la presidencia de Francia en 2007 fue la marginalización de Jean Marie Le Pen y su partido, el Frente Nacional. Recordemos que Le Pen había alcanzado un 17% en 2002, lo que le había bastado para pasar a segunda vuelta y, de paso, sumir al socialismo francés en un marasmo del que todavía no sale del todo. En 2007, el actual mandatario inclinó el discurso hacia su derecha buscando los votos de Le Pen, y su estrategia fue un éxito, al menos desde el punto de vista electoral. Se dijo entonces que Sarkozy había terminado con Le Pen, un poco como Mitterrand había terminado con los comunistas en los años ochenta.

Sin embargo, es sabido que en política los certificados de defunción no deben establecerse prematuramente o, mejor, no deberían establecerse nunca. Porque la extrema derecha ha regresado con otro rostro pero con el mismo apellido. La hija del viejo Jean Marie se llama Marine, preside hoy el partido fundado por su padre, y algunas encuestas la dan como segura en la segunda vuelta de las elecciones del próximo año, empinándose por sobre el 20%. Y aunque es obvio que los sondeos deben tomarse con mucho cuidado (falta mucho para la elección, la izquierda aún no define a su candidato, y es muy posible que termine primando el voto útil para no repetir el escenario de 2002), hay una realidad difícil de negar: Marine Le Pen hará transpirar a sus contrincantes el próximo año. Su estrategia busca hacer del Frente Nacional un partido más aceptable del que ha sido en los últimos veinte años. Por eso, Marine no ha dudado en alejarse del negacionismo y del racismo más duro que caracterizaban a su padre, y evita los exabruptos. Con todo, esto no la transforma en una moderada ni mucho menos: Marine Le Pen ha desarrollado una crítica extremadamente virulenta contra todo lo que huela a islamismo, y lo ha hecho invocando el laicismo a la francesa (lo que muestra bien que todo, todo, concepto puede ser instrumentalizado por los extremos políticos). Mantiene también un discurso muy duro contra la inmigración, culpable según ella de casi todos los males que padece la sociedad francesa.

Nada se salva en su discurso: ni la Unión Europea ni la globalización, ni el Euro ni la clase política mundial, ni los extranjeros ni nada. Como buena populista, Marine Le Pen lo critica todo sin proponer nada muy sustantivo, a sabiendas de que no tiene ninguna posibilidad de alcanzar el poder. Supongo que debe ser muy difícil debatir con ella, no sólo porque posee una energía que puede ser devastadora, sino porque siempre tiene en la boca una respuesta simple y simplista para problemas que no son precisamente sencillos.

Si en política la ley de las defunciones no funciona mucho, hay otra que es un poco más cierta: la del boomerang. Al inclinar su discurso hacia la derecha Sarkozy ganó muchos votos en 2007, pero terminó legitimando un discurso extremo. Hoy, cuando ha perdido toda credibilidad luego de un gobierno muy por debajo de las expectativas que él mismo alimentó, parte importante de su electorado se vuelca hacia la extrema derecha. Sarkozy parece vacilar entre recentrar su discurso o seguir persiguiendo a la extrema derecha en un delirio sin fin. Al mismo tiempo, sabe que en las actuales condiciones tiene escasas posibilidades de ser reelecto si enfrenta a un socialista en la segunda vuelta. Por eso su estrategia, tan audaz como frívola, no busca anular a Marine, sino enfrentarla en un eventual balotaje con el apoyo de la izquierda (como Chirac en 2002). La apuesta es alta y el riesgo elevadísimo: quedar él mismo eliminado en primera vuelta. Pero qué diablos, el hombre es adicto a la adrenalina.

Publicado en El Post el viernes 13 de mayo de 2011

Rehabilitar lo público

MODERNIZAR el Estado: tal parece ser la lección del caso Kodama. Por difícil que sea de concebir, es cierto: el Estado sigue siendo manejado con criterios del siglo XIX, y seguramente todos tenemos varias experiencias al respecto.

No es normal ni saludable que un asesor contratado a honorarios opere como jefe "de facto" del Ministerio de Vivienda, una de las carteras que más decisivamente influye en la vida de los chilenos. Eso habla mal de la ministra que le concedió mucho poder, pero también habla mal de las instituciones que lo permitieron. Acaso uno de los grandes fracasos de nuestra clase política pase por aquí: pese a las múltiples iniciativas, no ha existido ninguna voluntad por aplicar cirugía profunda al aparato público y, a pesar de los discursos rimbombantes, nadie ha estado dispuesto a pagar los costos.

Quizás no se dan cuenta, pero esta situación perjudica a todos los sectores políticos por igual, pues es virtualmente imposible impulsar cualquier transformación si no se cuenta con el instrumento adecuado.

Con el correr del tiempo, los síntomas se irán haciendo aún más graves. El Estado administra una cantidad creciente de recursos y debe relacionarse con actores privados negociando todo tipo de contratos. Es posible que esto sea normal en las economías contemporáneas, pero ocurre que los privados suelen estar mucho mejor preparados para negociar y quedarse con la mejor parte. Nuestro modelo económico tiene algunas virtudes y otros tantos defectos, pero su funcionamiento exige una condición ineludible, cual es la existencia de un Estado eficiente y sólido, al que no sea fácil pasarle goles y que distinga de modo nítido entre lo público y lo privado. Si ese requisito no se cumple, el liberalismo económico no es más que la excusa de unos pocos para apropiarse de lo común.

¿Cómo afrontar el problema? Es obvio que debe haber reglas claras y precisas, pero sería un error creer que el asunto se agota allí. Los procedimientos, y esta es otra lección del caso Kodama, siempre pueden saltarse, por más que les pese a los kantianos. La dimensión del problema que, creo, no debemos perder de vista, tiene que ver con una cuestión de orden cultural. Recordemos que el asesor de Magdalena Matte no sólo estaba a honorarios, no sólo carecía de funciones bien definidas (y, por tanto, de responsabilidades), sino que estaba a media jornada en el Minvu. Tomar decisiones clave en el ministerio por la mañana y ocuparse de sus asuntos privados por la tarde: si eso no es tomarse el servicio público como un mero pasatiempo, no sé qué pueda serlo.

Y si esto pudo pasar no es sólo porque falten reglas (que faltan), sino sobre todo porque no le hemos dado a lo público la jerarquía que se merece. Ni los gobiernos de la Concertación (que permitieron un obsceno paseo entre los mundos público y privado) ni la administración actual (que ha tenido enormes dificultades para trazar un límite nítido) se han tomado en serio este desafío crucial. Y mientras no seamos capaces de recrear una cultura de lo público, de rehabilitar las tareas colectivas y la vocación por lo común, me temo que todo esfuerzo por modernizar el Estado estará condenado al fracaso.

Publicado en La Tercera el miércoles 4 de mayo de 2011

La plegaria de Vargas Llosa

En su reciente visita a Chile, Mario Vargas Llosa expuso su punto de vista sobre lo que él llama la "banalización de la cultura". Según el escritor peruano, el mundo occidental vive un período de acelerada decadencia cultural porque, en nuestro afán por igualarlo todo, hemos perdido el sentido de la discriminación correcta; esto es, que la cultura admite grados y que algunos pueden ser mejores que otros. Aunque la preocupación de Vargas Llosa no es demasiado original -Tocqueville vivió obsesionado con el mismo problema-, tiene el mérito de insistir en un punto débil de nuestro mundo que la complacencia, a veces, nos impide ver.

Las sociedades contemporáneas producen una rara dinámica que va estrechando el horizonte, aunque estemos convencidos de lo contrario. Hasta aquí, es difícil no encontrarle algo de razón a Vargas Llosa, y basta encender la televisión con un mínimo sentido crítico para entender de qué está hablando.

Sin embargo, la queja es llamativa viniendo de quien viene. En los últimos decenios, el Nobel peruano se ha convertido en el más fiel abogado de cierta versión un poco ingenua del liberalismo, según la cual todos los problemas pueden solucionarse con dos recetas muy simples: más mercado y más liberalismo político. Por más que le pese, hay aquí una tensión, una dificultad, y no es seguro que Vargas Llosa la haya visto con mucha claridad.

El problema pasa por lo siguiente: las múltiples dimensiones de lo humano están íntimamente articuladas, y el evangelio que Vargas Llosa predica hace un tiempo es, en buena parte, responsable del fenómeno que hoy deplora con tanta amargura. Los síntomas que tanto le preocupan no son fruto del azar, sino que tienen directa relación con la exacerbación de la lógica del mercado y de la lógica individualista, lógicas que él mismo pregona. Al perder el sentido de lo colectivo y de lo común, se pierde naturalmente el sentido de la cultura.

La dificultad transita en ambos sentidos: la degradación de los bienes culturales implica, a su vez, que tanto el liberalismo económico como el liberalismo político pierden casi todo su valor. Castoriadis insistía en esta cuestión esencial: la modernidad liberal es incapaz de producir las virtudes que le son indispensables para funcionar. La república de demonios nunca ha existido fuera de la mente de algunos pensadores liberales. El funcionamiento de los mercados en Chile nos confirma casi todos los días esta intuición: la libertad económica sin un mínimo de buen sentido, tiende a ser destructiva. Y como nos sentimos incapaces siquiera de describir el problema, recurrimos sistemáticamente al derecho. Por eso podemos discutir dogmáticamente una cuestión tan fútil como la interdicción de golosinas, sin siquiera mencionar el problema de fondo, que guarda relación con los efectos de la publicidad en los niños.

Nada sacamos con quejarnos de la degradación cultural si no nos esforzamos por comprender sus raíces; nada sacamos con quejarnos del mercado si no advertimos su conexión con el entorno cultural; nada sacamos con suponer que el formalismo jurídico va a resolver nuestros problemas. Y todo esto es inútil por una razón muy sencilla: como decía Bossuet, el cielo se ríe de quienes piden el fin de enfermedades cuyas causas alimentan.

Publicado en La Tercera el miércoles 20 de abril de 2011