martes, 17 de mayo de 2011

La plegaria de Vargas Llosa

En su reciente visita a Chile, Mario Vargas Llosa expuso su punto de vista sobre lo que él llama la "banalización de la cultura". Según el escritor peruano, el mundo occidental vive un período de acelerada decadencia cultural porque, en nuestro afán por igualarlo todo, hemos perdido el sentido de la discriminación correcta; esto es, que la cultura admite grados y que algunos pueden ser mejores que otros. Aunque la preocupación de Vargas Llosa no es demasiado original -Tocqueville vivió obsesionado con el mismo problema-, tiene el mérito de insistir en un punto débil de nuestro mundo que la complacencia, a veces, nos impide ver.

Las sociedades contemporáneas producen una rara dinámica que va estrechando el horizonte, aunque estemos convencidos de lo contrario. Hasta aquí, es difícil no encontrarle algo de razón a Vargas Llosa, y basta encender la televisión con un mínimo sentido crítico para entender de qué está hablando.

Sin embargo, la queja es llamativa viniendo de quien viene. En los últimos decenios, el Nobel peruano se ha convertido en el más fiel abogado de cierta versión un poco ingenua del liberalismo, según la cual todos los problemas pueden solucionarse con dos recetas muy simples: más mercado y más liberalismo político. Por más que le pese, hay aquí una tensión, una dificultad, y no es seguro que Vargas Llosa la haya visto con mucha claridad.

El problema pasa por lo siguiente: las múltiples dimensiones de lo humano están íntimamente articuladas, y el evangelio que Vargas Llosa predica hace un tiempo es, en buena parte, responsable del fenómeno que hoy deplora con tanta amargura. Los síntomas que tanto le preocupan no son fruto del azar, sino que tienen directa relación con la exacerbación de la lógica del mercado y de la lógica individualista, lógicas que él mismo pregona. Al perder el sentido de lo colectivo y de lo común, se pierde naturalmente el sentido de la cultura.

La dificultad transita en ambos sentidos: la degradación de los bienes culturales implica, a su vez, que tanto el liberalismo económico como el liberalismo político pierden casi todo su valor. Castoriadis insistía en esta cuestión esencial: la modernidad liberal es incapaz de producir las virtudes que le son indispensables para funcionar. La república de demonios nunca ha existido fuera de la mente de algunos pensadores liberales. El funcionamiento de los mercados en Chile nos confirma casi todos los días esta intuición: la libertad económica sin un mínimo de buen sentido, tiende a ser destructiva. Y como nos sentimos incapaces siquiera de describir el problema, recurrimos sistemáticamente al derecho. Por eso podemos discutir dogmáticamente una cuestión tan fútil como la interdicción de golosinas, sin siquiera mencionar el problema de fondo, que guarda relación con los efectos de la publicidad en los niños.

Nada sacamos con quejarnos de la degradación cultural si no nos esforzamos por comprender sus raíces; nada sacamos con quejarnos del mercado si no advertimos su conexión con el entorno cultural; nada sacamos con suponer que el formalismo jurídico va a resolver nuestros problemas. Y todo esto es inútil por una razón muy sencilla: como decía Bossuet, el cielo se ríe de quienes piden el fin de enfermedades cuyas causas alimentan.

Publicado en La Tercera el miércoles 20 de abril de 2011

No hay comentarios: