miércoles, 1 de junio de 2011

Cuchillos de Delfos

Podría decirse que el AVC, esa idea que ayer parecía vanguardista y hoy parece añeja, tiene el mismo problema que el cuchillo de Delfos: en principio busca cumplir varias funciones, pero por lo mismo no hace nada bien. Y es que el AVC intenta normar al mismo tiempo dos realidades distintas por su naturaleza.

En cuanto a las uniones heterosexuales, nadie ha podido explicar por qué sería necesario este proyecto si se trata de parejas que, libremente, han decidido no formalizar su relación. Además, el AVC no hace otra cosa que institucionalizar la precariedad, y es al menos dudoso que las familias chilenas necesiten señales en ese sentido. En lo que concierne a parejas del mismo sexo, el sentido del AVC depende de los objetivos perseguidos. Si se busca regular aspectos patrimoniales, no es una norma indispensable. Ahora bien, todo indica que el AVC busca también otorgar cierto reconocimiento social a las uniones homosexuales. Y por aquí el proyecto corre el serio riesgo de naufragar, pues sus supuestos beneficiarios lo consideran abiertamente insuficiente. Porque, en efecto, una vez aceptado el principio, no hay ningún motivo para quedarse en el AVC, y eso explica la tierna frivolidad de los autores de la moción.

La discusión que se abre entonces, inevitablemente, es la del vínculo conyugal entre personas del mismo sexo. Desde luego, si acaso queremos tener un diálogo y no un festival de imprecaciones mutuas, hay requisitos ineludibles. Propongo, por ejemplo, argumentar más que (des)calificar (sugerencia metódica Nº 1: no use la palabra "homofóbico"). Por otro lado, haríamos bien en tomarnos en serio los argumentos contrarios antes de descartarlos a priori (sugerencia metódica Nº 2: nunca olvide que el matrimonio heterosexual no es un invento cristiano, por lo que su fundamento no es religioso).

En lo que atañe al fondo, la duda que suele formularse es: ¿qué motivos justifican la exclusión del matrimonio en función de la orientación sexual? Aunque la pregunta suena razonable, lleva implícita su respuesta y por eso es un poco tautológica: así es muy fácil ganar. Lo que la pregunta pierde de vista es que el matrimonio no es una institución cuyo fin sea la garantía de derechos individuales. Tampoco busca regular estados afectivos ni asegurar reconocimiento social: el matrimonio no es un cuchillo de Delfos. Pensar la familia como el lugar para, a imagen y semejanza del mercado, convertir nuestros deseos en derechos (¡ah, esa ensoñación moderna!) importa ignorar sus fundamentos. Estos pueden cambiarse, pero cabe una reflexión, pues se trata de una de las articulaciones mayores de nuestro mundo. Hay que despojarse de las emociones para medir bien el gesto y sus consecuencias que, paradójicamente, poco tienen que ver con los homosexuales. Por cierto, esto exige comprender las razones por las que el matrimonio es, hasta ahora, heterosexual. El progresista quiere derribar todas las barreras que encuentra en su camino, y yo le diría: derríbelas si quiere, pero con una condición: pregúntese antes por qué alguien puso esa barrera en ese lugar, sin suponer que ese alguien era un perfecto idiota. De lo contrario, como decía Chesterton, el progresista no sabe lo que hace, porque no sabe lo que deshace.

Publicado en La Tercera el miércoles 1º de junio de 2011

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