domingo, 12 de junio de 2011

AVC y matrimonio

Hoy, en El Mercurio, Harald Beyer y Álvaro Fischer publican una saludable columna sobre la discusión en torno a la regulación de parejas homosexuales, que lleva por título ¿Matrimonio civil o AVC para los homosexuales?. Digo saludable porque, aunque no estoy de acuerdo con lo que sostiene, tiene la capacidad de poner las cartas sobre la mesa y asumir las consecuencias de sus puntos de vista, sin embolinar la perdiz con argumentos especiosos.

El primer mérito de la columna es reconocer la inutilidad del AVC para parejas heterosexuales: habiendo matrimonio y divorcio, se entiende mal cuál es el interés de crear una nueva forma jurídica que, guste o no, debilita al matrimonio. El AVC no es un buen instrumento para los heterosexuales, y los impulsores de la agenda “progresista” rara vez han tenido la honestidad intelectual de admitirlo (Lucas Sierra había sido otra notable excepción en este sentido). Naturalmente, esto lleva a preguntarse por la legitimidad del matrimonio homosexual, puesto que un AVC “cerrado” para parejas del mismo sexo carece de sentido si se busca reconocer cierta dignidad, más que regular cuestiones patrimoniales. Con toda lógica entonces, Beyer y Fischer afirman que el matrimonio debería ser abierto a todas las parejas, sean estas heterosexuales u homosexuales: es el único modo de igualar realmente ambas relaciones.

Todo esto suena sensato y tiene cierta lógica interna. Sin embargo, hay dos cuestiones que la columna de Beyer y Fischer no tratan (seguramente por razones de espacio), pero que son indispensables para deliberar una cuestión de este calibre. En primer término, los autores se dicen favorables a la apertura del matrimonio, pero no dicen una palabra sobre si eso conlleva o no la posibilidad de adoptar hijos. La lógica indicaría que sí: si el objetivo es igualar derechos, el matrimonio no debería implicar discriminaciones de ningún tipo (la dinámica de la igualdad, decía Tocqueville, no descansa hasta llegar hasta sus últimas consecuencias). Se trata de un problema sumamente delicado y, en cualquier caso, no deberíamos discutirlo con el lenguaje de los derechos, pues los niños no son, bajo ningún respecto, instrumentos para satisfacer derechos individuales. Lo que hay que preguntarse entonces es si creemos que la alteridad sexual es necesaria en la formación de los menores, o si se trata más bien de algo indiferente. La pregunta aquí es antropológica, y en ella no cabe esa ilusión liberal de la neutralidad. En todo caso, lo único claro es que no podemos pretender discutir matrimonio homosexual sin detenernos en este problema.

La segunda cuestión que echo de menos en la argumentación de Beyer y Fischer es un esfuerzo por definir (o redefinir) el matrimonio. Si queremos introducir un cambio tan profundo, me parece que no podemos ahorrarnos ese trabajo. La noción tradicional puede parecer discutible, o deficiente; pero es muy fácil criticarla sin proponer una alternativa ¿Qué es el matrimonio, qué queremos que sea el matrimonio? Es cierto que las definiciones pueden cambiar, pero deben tener alguna consistencia mínima si no queremos que sean completamente inútiles. ¿Se trata de una relación de amor reconocida por el Estado? Suena bonito, pero hay muchas relaciones de amor que el Estado no reconoce ni tiene por qué hacerlo, como la amistad o mi amor por mi abuelita. ¿Habría que decir entonces que es una relación de amor con una carga erótica? Suena mejor, pero ¿desde cuando el erotismo es fuente de derechos?, ¿supondría eso que el Estado tendría que verificar la realidad de ese erotismo para evitar fraudes? (todo esto puede sonar descabellado, pero ha ocurrido en otros países). Tengo un buen amigo que tiene excelentes relaciones eróticas (eso dice al menos) de a tres, ¿también deberíamos permitirles casarse a mi amigo y sus amigas?, ¿y adoptar niños?, ¿por qué limitarlo a dos?, ¿y en caso de familiares directos?

Perdón si ofendo almas sensibles y conservadoras con este tipo de preguntas pero, aunque parezcan absurdas (y en alguna medida lo son), me parecen indispensables para intentar definir qué entendemos por matrimonio y hasta dónde estamos dispuestos a llegar. Sólo así podremos estar seguros de no discriminar a nadie. De lo contrario, estaremos simplemente siguiendo la moda, y es al menos dudoso que la moda sea el mejor criterio en este tipo de materias.

Publicado en El Post (con una discusión muy interesante en los comentarios) el viernes 10 de junio de 2011

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