jueves, 17 de noviembre de 2011

Elogio del deber

"SALVEMOS la democracia": con esa consigna, los creyentes en la inscripción automática lanzaron una nueva ofensiva, esperando que ésta pueda ser aplicada en las elecciones del próximo año. Así, dicen, nuestro sistema recibirá el oxígeno que necesita, pues hay más de cuatro millones de chilenos que no están inscritos en los Registros Electorales.

El problema es grave y merece una discusión serena. Un error en el medicamento podría agravar la enfermedad. Desde luego, los partidarios de la inscripción automática deberían evitar la sospecha sistemática sobre quienes no piensan como ellos, pues se puede ser contrario a su propuesta sin tener intereses creados. La inscripción obligatoria también puede defenderse con argumentos.

Cabe recordar que la inscripción no está prohibida en nuestro país, aunque a veces el discurso sugiera lo contrario. Es más, el trámite ni siquiera es especialmente complicado. Debo confesar que no guardo un recuerdo traumático de mi inscripción en calle Cinco Oriente en Viña del Mar. Si millones de chilenos no se han inscrito, es simplemente porque no han querido hacerlo. Inscribirlos automáticamente podría facilitar las cosas, pero tiene más de atajo facilista, que de verdadera solución. Dicho de otro modo, es difícil entender por qué razones, quienes no se han inscrito, se volcarían en masa a votar poseídos por un súbito e irrefrenable deseo de participar.

Pero las cosas se complican más si recordamos que de aprobarse hoy, la inscripción automática iría acompañada del voto voluntario. La combinación de ambos principios deja a la noción misma de ciudadanía en una peligrosa ambigüedad. En el fondo estamos presenciado el triunfo del ciudadano-consumidor. Soy ciudadano, sí, pero cuando quiero y como quiero. Cornelius Castoriadis solía insistir en la importancia de la dimensión imaginaria de la sociedad, y con esa expresión buscaba mostrar cuán decisivas son las imágenes que van modelando y configurando nuestros modos de acción colectiva. Aquí no cabe la neutralidad, y parece imponerse el modelo del ciudadano vacío que no le debe nada a nadie (y por tanto, no tiene deberes) y que mira su participación política como algo de tanta importancia como ir o no al mall.

Es, al menos, discutible que a partir de esa imagen pueda construirse un orden republicano medianamente denso, pues una participación auténtica requiere algún grado de compromiso. Por lo demás, la inscripción automática, sumada al voto voluntario, no sólo terminará provocando más problemas de participación y mayor segregación sociopolítica; también generará el más desatado de los clientelismos.

Para tener sentido, la inscripción automática debiera ir acompañada de voto obligatorio. Este último no es contrario a la libertad, sino al revés. El ejercicio efectivo de la libertad es el fruto de la comunidad política, cuya existencia exige condiciones mínimas. Y la comunidad no puede crearse a partir del ciudadano-consumidor, porque se trata de un orden distinto. Se trata de crear un "nosotros", donde nadie sobre; un "nosotros" donde la noción de deuda pueda cobrar sentido; un "nosotros" que permita a la república ser eso (la cosa de todos) antes que la copia (in)feliz del mercado.

Publicado en La Tercera el miércoles 16 de noviembre de 2011

1 comentario:

hugo fuentes cannobbio dijo...

Podría alguien excusarse de aquel voto voluntario que usted propone, aduciendo que en virtud de su objeción de conciencia, no desea votar; que tal obligatoriedad conculca gravemente su ciudadanía al universo, y no a un país en el cuál por lo demás no cree ni nunca lo hará; que tal pensamiento no nace de un supuesto consumismo-ciudadano, si no de un amor a toda el cosmos, no pudiendo parcelarcele tal sentimiento con actos que representan una afrenta a aquel mismo amor; que la vida es tan corta, y las verdes praderas con sus tupidos colores le llaman hipnoticamente, por lo que actos como ir a votar resultan un verdadero ultraje al Dios creador; que si alguien le obligará a concurrir a aquellas tétricas salas de votación, en el acto dibujaría un bello sol y unas lechosas nubes en la papeleta para después abrazarse a algún inutil, pero vibrante ensueño, alejándose de toda aquel parafernálico y falaz proselitismo.