jueves, 30 de julio de 2009

La píldora y el control de constitucionalidad: a propósito de una editorial de El Mostrador

La editorial de “El Mostrador” publicada el pasado 20 de julio critica duramente a los diputados de la UDI que han amenazado con recurrir al Tribunal Constitucional si la ley que permite la distribución de la PDD es finalmente aprobada por el Congreso. Según el raciocinio de la editorial, al recurrir al TC los parlamentarios contrarios a la píldora estarían desconociendo las mayorías constitucionales emanadas del sufragio popular. Así, incurrirían según El Mostrador en “grave señal de desacato doctrinario a la institucionalidad vigente”: ignoramos si tal falta está tipificada. El argumento central parece ser el siguiente: un requerimiento al TC convertiría a este último en una suerte de legislador supremo carente de toda legitimidad democrática, y entonces los diputados minoritarios no tendrían otro camino que el silencio y la resignación frente a una eventual derrota en el parlamento (pese a que la Constitución les da el derecho de recurrir al TC). ¿Es esto razonable en un estado de derecho? ¿Para qué diantres fueron reforzadas entonces las facultades del juez constitucional? ¿Las minorías carecen en democracia de toda posibilidad de reclamo si acaso consideran que derechos fundamentales han sido conculcados por la mayoría?

El problema es sin duda complejo y ha dado lugar a infinitas discusiones. En cualquier caso, la editorial de El Mostrador comete un error imperdonable: desconoce el rol eminentemente democrático de todo Tribunal Constitucional, más allá de la opinión que cada uno pueda tener sobre tal o tal fallo en particular. Me explico. Un estado de derecho se caracteriza, entre otras cosas, por el respeto de la jerarquía de normas. Esto quiere decir, para decirlo muy simplemente, que las normas inferiores no pueden ser contradictorias con las superiores: una ley no puede ser contraria a la constitución, un decreto no puede ser contrario a una ley. Si esta jerarquía no se respeta, quiere decir que cada uno hace lo que quiere, y que todas las declaraciones de derechos tienen un valor igual a cero. Las naciones democráticas han comprendido este problema y, para resolverlo, se han dotado de tribunales constitucionales que controlan —bajo ciertas condiciones bastante estrictas— la conformidad de las leyes con la constitución. Se equivocan medio a medio quienes creen que el rol del TC es algo así como definir el bien y el mal o imponer su propia visión del mundo al resto de la sociedad. Nada más alejado de la realidad. El rol del TC es darle un contenido concreto a los principios consagrados en la Constitución. Es una tarea extremadamente difícil y compleja, qué duda cabe, pero tarea indispensable si no queremos que una simple mayoría circunstancial borre de un plumazo derechos fundamentales, como ha ocurrido en la historia: no vale la pena recordar. Como decía Kelsen —que no puede ser acusado, precisamente, de conservadurismo— el TC tiene un rol de simple “indicador” de camino a seguir, algo así como de banderero. El TC no prohíbe nada, no podría hacerlo: se limita a indicar que el camino elegido —en este caso, la vía legislativa— no es el adecuado; y que una legislación de tal o cual tipo requiere una reforma constitucional para ser válida. Así, el control de constitucionalidad garantiza la protección de los derechos a todos los sectores, y hay que cuidarlo pues los que hoy son mayoría mañana serán minoría y recurrirán sin dudarlo al TC si consideran que la mayoría viola la constitución: y en todo su derecho estarán. Es habitual que las mayorías circunstanciales critiquen duramente al control de constitucionalidad cuando están en el poder, y luego lo defiendan con ardor cuando están en la oposición. El caso de Francia es quizás el más evidente: la izquierda, durante muchos años muy crítica del Tribunal Constitucional, ha valorado su rol de guardián de la constitución siendo minoría, y recurre a él cada vez que considera que Sarkozy atropella ciertos derechos. La Concertación debería ser consciente de este hecho si quiere tener alguna autoridad moral cuando le toque estar en la oposición y quiera recurrir al TC.

En ese sentido, resulta completamente absurdo y descaminado criticar a ciertos diputados por querer ejercer un derecho que la Constitución firmada por Ricardo Lagos les atribuye: los derechos están para ejercerlos, y las instituciones están para que funcionen siempre, no sólo cuando nos acomoda. Si los diputados consiguen las firmas (y deben conseguir un elevado número), el TC tendrá que pronunciarse; y si acaso declara que la norma en cuestión es inconstitucional, el camino a seguir será claro como el agua: reformar la constitución, no para eliminar al TC —eso sí que sería grave— sino para evitar la incompatibilidad de normas. Así es como suceden las cosas en cualquier estado de derecho medianamente serio. Y más que molestarnos, deberíamos felicitarnos porque tenemos un sistema de poderes y contrapoderes, de pesos y contrapesos, que hacen de nuestro régimen una mejor democracia.

Una última observación: sería muy recomendable que, algún día, todos aceptáramos que la constitución chilena es legítima. La Concertación la ha modificado ya bastante (y en cada ocasión nos ha dicho que es para “hacerla legítima a ojos de todos los chilenos”), le retiró la firma del General Pinochet para reemplazarla por la de Ricardo Lagos (¿o ya olvidamos todo el ceremonial que se desplegó en aquella ocasión?) y —digámoslo claramente— se ha beneficiado largamente de muchas de sus disposiciones. No se puede gobernar 20 años con una Constitución sin nunca haber intentado seriamente cambiarla y quejarse al mismo tiempo porque es ilegítima. Eso es demagogia pura y dura.

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