Una vez más la televisión nos da señales preocupantes. Se multiplican los comentarios, los reproches y los escándalos. Pero de algo podemos estar seguros: el próximo reality, teleserie o programa juvenil será peor.
¿Qué pasa? ¿A quién hacemos responsable de la acelerada degradación de nuestra TV? Los directores de los canales no son malas personas, al contrario. Tampoco los que controlan la propiedad de las emisoras televisivas, públicas o privadas: todos ellos quieren un Chile mejor. Sin embargo, a veces esto se parece a una horrible pesadilla, donde una bruja destruye en la noche todo lo que padres de familia, abuelos, maestros, alcaldes y ministros tratan de construir durante el día.
El problema tiene, al menos, dos facetas: una antropológica y otra política. La primera es que la vulgaridad resulta rentable. Es decir, el respetable público no siempre merece ese calificativo: la misma gente que se queja de la violencia en las calles no tiene inconvenientes en consumir toneladas de escenas cada vez más truculentas, y ponerlas a disposición de sus hijos sin ningún tipo de supervisión. Casi todos piensan que la familia es lo más importante, pero pocos renuncian a ver programas que la debilitan.
¿Por qué sucede que los seres humanos borramos con el codo lo que escribimos con la mano? La respuesta es sencilla, aunque impopular, es porque somos débiles y nos autoengañamos. Ahora bien, nadie se atreve a decir: "Reconozcamos que usted y yo somos débiles, ¿qué tal si nos ayudamos entre todos, de una manera razonable, a ser un poco mejores?". Muchos clamarían al cielo con la sola sugerencia.
Sin embargo, en campos distintos de la televisión no tenemos inconvenientes en adoptar estas actitudes de autocuidado. Por ejemplo, como el poder político es peligroso, lo restringimos; y una profesión crucial como la medicina está sometida a estrictos controles. Aquí llegamos a la segunda dimensión de nuestro problema, la faceta política: si reconocemos que somos débiles, actuemos en consecuencia. Por lo mismo, nadie se escandaliza porque existan regulaciones que afecten a actividades de amplia repercusión social.
El caso más típico es el mercado. En un país civilizado nadie puede decir que se porta mal porque el competidor hace lo mismo o porque el público lo pide. Esa actitud puede terminar con varios en la cárcel. Las regulaciones jurídicas del mercado no solamente protegen al consumidor, sino también a los propios competidores, alejando de ellos el peligro de transformarse en unos delincuentes, que es una posibilidad que está siempre al alcance de la mano de todos nosotros.
¿Qué hacer? No echarle la culpa a la TV, sino ayudarla. En Chile hay gente capaz, que podría imaginar fórmulas que permitan a los canales contar con reglas de juego claras, y estos sentirían un alivio gigantesco. Por otra parte, debemos ser implacables con las empresas que auspician programas que destruyen lo que más queremos. Por eso, las asociaciones de consumidores son un elemento fundamental para la democracia y el libre mercado.
Un pensador tan poco sospechoso de conservadurismo como Karl Popper advirtió una y otra vez sobre la necesidad de tomar en serio el tema de la televisión: fuera de control, se transforma inevitablemente en un peligro para la democracia. Si todos coincidimos en que la TV tiene una inmensa influencia en las costumbres sociales, no podemos hacernos los ciegos. Lo pagaríamos caro.
Escrito con Joaquín García Huidobro, publicado en La Tercera el 2 de agosto de 2009
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