El chantaje lanzado por el senador Guido Girardi y el PPD a la candidatura de Eduardo Frei ha vuelto a reflotar el tema del mal llamado “progresismo”. Más allá de la deslealtad que representa una amenaza de ese tipo para con un candidato con el que están comprometidos, y que necesita cualquier cosa menos problemas, me interesa detenerme en este nuevo slogan con el que muchos de nuestros políticos parecen algo embelesados.
Aunque es natural y hasta cierto punto lógico que la vida política se alimente de lemas y de frases hechas, en este caso algunos parecen abusar de nuestra paciencia. Si atendemos al significado natural del término, progresista es todo aquel que desee el progreso. Como obviamente todos deseamos progresar, la palabra —en su acepción original— no sirve para distinguir nada. Cosa distinta es que tengamos legítimas diferencias sobre qué significa el progreso, pero eso forma parte del juego democrático y nadie podría quejarse del hecho que haya opiniones diversas. Sin embargo, la izquierda chilena ha intentado, con cierto éxito, monopolizar el término, invocando para ella la exclusividad del progresismo. Así, toda idea proveniente de ese sector político viene ungida por la sacrosanta bandera progresista. Desde luego, es una manera muy poco caballerosa de discutir, pues descalifica a priori al adversario: antes de dar ninguna razón, hace creer que los de la vereda del frente no quieren progreso.
Todo esto importaría poco si no fuera porque, además, es una manera poco inteligente de discutir. La etiqueta ocupa tanto espacio que impide ver los verdaderos problemas. Cuando los dirigentes del PPD levantan la bandera progresista, y aseguran con el ceño fruncido que Frei debe tomar, sí o sí, el programa progresista, uno no puede sino preguntarse: ¿qué significa eso?, ¿hay argumentos presentes en esa frase, ¿es ésa una manera razonable de discutir los temas, de conversar para tratar de alcanzar acuerdos? La verdad es que no, no es manera de discutir. Tampoco hay verdaderos argumentos, ya que ser progresista es ser todo y nada a la vez: hasta ahora no se ha podido descubrir ninguna convicción seria detrás del slogan. El progresismo puede ser hoy impulsar una reforma tributaria precipitada y mal pensada, mañana repartir condones en los colegios como quien reparte dulces de chocolate, y después lanzar una reforma laboral como la que impulsó el oficialismo poco antes de la elección de 1999. También podría ser todo lo contrario si acaso el viento cambiara de dirección: el mismo PPD ha carecido de toda línea programática consistente en el tiempo, y tendría arduo trabajo quien quisiera identificar su cinco ideas centrales.
Pero la verdadera trampa de la cuestión reside en lo siguiente: quien invoca el mito del progresismo se ahorra el argumento y la discusión. A veces da la impresión que basta con que una idea sea calificada por ellos mismos como progresista para tener valor, sin que haya ningún argumento de por medio. La invocación, en boca de sus defensores, parece abrir y cerrar la discusión al mismo tiempo, sin posibilidad de réplica. En ese sentido, es una palabra mágica, una palabra encantada que le permite al político ahorrarse el dar verdaderas razones, el discutir en serio. Y de hecho funciona cada día más como una suerte de amenaza que pesa en la espalda de todo personaje público. De alguna manera, los políticos arrancan horrorizados del solo riesgo de no parecer “progresistas”. El pequeño detalle es que detrás de esa palabra no hay nada concreto, nada real ni nada útil. Parafraseando al escritor Charles Peguy: no sabremos jamás el número de estupideces que se han cometido en nuestro país por el miedo de no parecer suficientemente progresistas. Dicho de otro modo, sin la palabra mágica, nuestros progresistas deberían darse el trabajo de razonar, de argumentar por ejemplo por qué Chile necesita una reforma tributaria y de qué tipo. Tendrían que darse el trabajo de dar los motivos por los que creen hay que nacionalizar el agua que el mismo Frei privatizó, o por qué creen que el aborto terapéutico debe ser una prioridad del próximo gobierno. En una palabra, deberían reemplazar la amenaza por el argumento. Pero todo eso es demasiado complicado: es más fácil recurrir a la palabra mágica que evita dar explicaciones un poco más complejas.
Por cierto, aquí hay alguien que tiene todas las de ganar: Marco Enríquez. En demasiados sentidos, es imposible ser más progresista que él. Frei podrá correrse todo a la izquierda que quiera, podrá cambiar camisas y despeinarse, pero es científicamente imposible que algún día parezca más progresista que el diputado independiente. Por lo mismo, el abanderado oficialista cometería un error grave de aceptar el chantaje del PPD, pues nunca podrá estar más a la izquierda de la versión original. Es una carrera perdida desde el principio, es una carrera en la que Enríquez Ominami siempre tendrá espacio para ponerse un poco más progresista y dejarlo fuera de juego. Es una carrera en la que todos sabemos quién gana. Sería absurdo por lo tanto el estar dispuesto a correrla, y esto vale tanto para Frei como para Piñera, que a veces también parece querer ir a la caza de esas banderas.
Desde luego, no hemos considerado hasta aquí el hecho de que el paladín del progresismo chilensis sea nada más ni nada menos que el honorable senador Guido Girardi, el mismo que pide castigos a los carabineros que cumplen con su deber y el mismo que pagó una de sus campañas con fondos públicos, entre muchas otras polémicas que sería inoficioso enumerar: si eso es progresismo, mejor arrancar. Pero ese sería tema para otra columna.
Publicado en el blog de La Tercera el 12 de agosto de 2009
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