En una escena de esa notable película de Paolo Sorrentino que lleva por título "Il Divo", puede verse a Giulio Andreotti -líder histórico del PDC italiano- intentando justificar su cuestionada y cuestionable historia política en un largo monólogo. El pasaje llama la atención por varias razones, pero una de las preguntas inevitables es la siguiente: ¿cómo un dirigente político puede terminar actuando de un modo tan abiertamente contrario a todos los principios que profesa en público? ¿Hay allí puro cinismo florentino o hay también algo un poco más complejo?
Ciertamente José María Aznar no es Sorrentino, y de hecho no es ni siquiera un político especialmente lúcido, pero la pregunta que formuló en su paso por Chile merece algo de nuestra atención. Más allá de la polémica de bajo vuelo que se generó, y más allá también de la hipocresía oficialista que acepta gustosa cualquier opinión extranjera siempre y cuando no sea de derecha, la pregunta de Aznar tiene importancia si queremos entender las mutaciones que ha ido sufriendo el paisaje político chileno: ¿Qué ha podido pasar para que el PDC acepte incluir en su propia lista al Partido Comunista, después de haber rechazado cualquier tipo de acercamiento durante unos veinte años? ¿Qué ha podido pasar para que ambos partidos terminen siendo socios? Aunque es obvio que la realpolitik impone soluciones de compromiso que no siempre son muy compatibles con las declaraciones de principios, siempre hay un límite. Y todo indica que, una vez más, la Democracia Cristiana ha ido más lejos de lo esperado.
No se trata en todo caso de revivir fantasmas que ya no existen: los comunistas ya no son lo que fueron, y ya nadie abre el paraguas cuando llueve en Moscú. Pero también es cierto que hay cuestiones doctrinarias que no podemos olvidar del todo si creemos que en política las ideas todavía importan: el PC sigue sosteniendo que en Cuba no hay dictadura sino democracia popular; el PC sigue adhiriendo al materialismo histórico, que es exactamente contrario al humanismo cristiano; y si ha hecho alguna especie de reconocimiento por los horrores perpetrados al otro lado de la Cortina de Hierro, ha sido en voz bastante baja. De hecho, en la página web del PC todavía puede encontrarse una biografía de Vladimir Ilich Lenin, donde es inútil buscar alguna mirada crítica sobre la acción del revolucionario ruso, porque no la hay. En cambio, se insiste en la profunda huella que Lenin habría dejado en la "conciencia de la humanidad".
¿Qué puede tener que ver todo esto con las ideas que el PDC dice defender y con el humanismo cristiano que sus candidatos invocan? ¿Qué tipo de proyecto común nos ofrece esta alianza tan singular? Las cosas se complican aún más si recordamos que el partido de la flecha roja encuentra su origen remoto en la escisión del partido conservador provocada por la elección presidencial de 1938. Mientras la vieja guardia del partido apoyaba a Gustavo Ross, los jóvenes conservadores se inclinaron por Pedro Aguirre Cerda. El motivo esgrimido era simple y profundo: los falangistas acusaban a los dirigentes del partido de no tomarse en serio la doctrina social de la Iglesia. Ésa era el ancla de la Falange, la idea central que no podía ser abandonada y que le dio su razón de ser, y gracias a la cual tuvo un crecimiento exponencial a lo largo de los años.
Así las cosas, la pregunta de Aznar encuentra todo su sentido: ¿qué queda hoy en la DC de las ideas originarias? ¿Cuántos de ésos conceptos es posible identificar hoy en la actividad pública de la Falange? La respuesta es conocida pero inconfesable: poco y nada. Cuesta entender cómo es posible que haya tan pocas voces para defender lo que otrora era considerado como esencial y no negociable. En efecto, ¿cuántos personeros de la DC estuvieron dispuestos a denunciar este pacto como contrario a los principios fundadores? Hubo pocos, muy pocos, y no fueron escuchados.
Convertidos en una estructura repartidora de poder, embobados con la idea que su carácter de centro les garantizaría de por sí un rol hegemónico en la Concertación, la DC olvidó sus raíces y olvidó sus principios. El pacto con los comunistas no es más que el último capítulo de la historia de un abandono progresivo de todo aquello que los fundadores consideraban fundamental. Por eso no es raro que hayan perdido más de un millón de votos en los últimos años: es imposible saber cuál es la posición de la DC en los temas relevantes, es imposible distinguir en sus líderes más visibles alguna idea que vaya más allá de la mera administración del poder. Es posible, aunque ni siquiera muy seguro, que el pacto les permita conservar un par de cupos, pero a un costo muy elevado: la pérdida definitiva de la propia identidad política y la traición a su propia historia.
En ese sentido, la DC se parece cada día más a un partido instrumental al estilo del PPD que, por definición, carece de convicciones profundas. Y no será precisamente Juan Carlos Latorre quien le devuelva la mística y los principios a una tienda que hace mucho tiempo perdió su razón de ser. Cabe señalar que hace un par de años se realizó un congreso doctrinario para intentar aclarar algunos de estos problemas, pero el único resultado visible fue un grupo de exaltados -supuestamente enviados por la entonces ministra Yasna Provoste- insultando a Mariana Aylwin. De propuestas de fondo o de discusiones serias, nada se dijo.
Eduardo Frei Montalva apuntaba en alguna ocasión que es preferible un partido chico con ideas grandes que un partido grande con ideas chicas. Pero no consideró una tercera opción, que varios dirigentes parecen empeñados en lograr: un partido chico con ideas chicas. Tal parece ser el destino de la Democracia Cristiana.
Publicado en El Mostrador el 23 de septiembre de 2009
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