lunes, 8 de marzo de 2010

La burka y la república

¿Tiene derecho una mujer a cubrir su rostro con un velo integral (burka) en el espacio público? Por más excéntrico que parezca, es una pregunta que ha agitado la discusión francesa el último tiempo, desde que Sarkozy dijera hace unos meses que la burka no es bienvenida en el territorio francés. Hace unas semanas, una comisión parlamentaria entregó un informe que aconsejaba la prohibición legal en ciertos espacios públicos.

El problema es endiablado por donde se le mire, pues toca al mismo tiempo cuestiones tan sensibles como las libertades públicas, el lugar de las prácticas religiosas en la vida social, las exigencias de la vida en comunidad y la dignidad de la mujer: difícil imaginar una mezcla más explosiva de problemas complicados. Es, además, un caso de libro respecto de las limitaciones de ciertos dogmas modernos, que son simplemente incapaces de resolver problemas de este tipo.

En principio, la respuesta parece simple: cada cual puede pasearse por la calle como mejor le plazca, y el rol del Estado no es inmiscuirse en ese tipo de decisiones que tocan el ámbito puramente privado. Sin embargo, la realidad suele ser más compleja que la ideología, y este tipo de problemas no se resuelven con respuestas tan simples. Nos guste o no, nuestra vida cotidiana está plagada de prohibiciones, pequeñas y no tan pequeñas, que regulan la vida social, y no podríamos prescindir de ellas.

Desde ese punto de vista, la prohibición de la burka podría ser análoga a la prohibición de pasearse desnudo por la calle: una simple restricción de la libertad personal exigida por la vida en comunidad. Ahora bien, la cuestión se complica si recordamos que las mujeres que usan este tipo de velo dicen hacerlo por razones religiosas: prohibir la burka, dicen, atentaría contra la libertad de culto. Se ha discutido mucho si se trata efectivamente o no de una prescripción religiosa, pero es al menos dudoso que el Estado deba realizar disquisiciones teológicas para dirimir un asunto de esta naturaleza.

Otro argumento esgrimido por los partidarios de la prohibición tiene que ver con la dignidad de la mujer: quienes usan el velo integral son, en general, mujeres que carecen de espacios de libertad personal por estar duramente sometidas a sus maridos. Nos encontramos aquí con una pregunta central: ¿puede el Estado defender a alguien contra su propia voluntad? ¿Si las mujeres aceptan libremente el velo integral, puede el Estado impedirlo? Por cierto, la esclavitud está prohibida sin importar si hay o no consentimiento, y podríamos aplicar aquí la misma regla: la dignidad de la mujer es contraria a la burka y por eso debe prohibirse sin otro tipo de consideraciones. No obstante esto último suena convincente, puede ser arriesgado también el confundir esclavitud con burka, pues se trata de fenómenos distintos: si en un caso la explotación es evidente, en el otro se cruzan a la vez otros aspectos.

Si bien la importancia del tema puede parecer desproporcionada -al fin y al cabo, aunque se dejan ver en las calles de Paris, las mujeres que usan burka son una franca minoría-, la cuestión tiene una relevancia indiscutible, pues permite plantear algunas preguntas cruciales que no siempre son bienvenidas en el reino de lo políticamente correcto como, por ejemplo, la importancia y el lugar de la religión en la vida pública. Dicho de otro modo, la neutralidad religiosa del Estado no puede ser equivalente a ceguera respecto de los efectos públicos de la religión. En ese sentido, y más allá del resultado práctico (que probablemente sea la prohibición en servicios públicos, hospitales y escuelas), será interesante mirar de cerca cómo se sigue desarrollando la discusión en los próximos meses.

Publicado en revista Qué Pasa el viernes 5 de marzo de 2010

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